Roma, 17 de
diciembre de 1820
Llevo ocho días sin dormir, y
me siento como si estuviera fuera de este mundo, atrapado en un mar de
enredaderas que me mantienen sujeto a la cama. Apenas me levanto, y mi único
sustento es la perenne lectura melodiosa de Severn, con la que todavía soy
capaz de apaciguar, aunque solo sea por un pequeño espacio de tiempo, el
tormento al que me somete mi cuerpo. Todo fluye como en un mal sueño, y las
imágenes ya no son lo que son, sino lo que representan. El delirio al que me
veo sometido me lleva a pensar que mi razón se halla prisionera en un salón
lleno de espejos que, esta vez, solo me devuelven imágenes que yo ni creo ni
imagino. Le echo la culpa a la fiebre y al agotamiento propio de mi estado de
salud, pues los dos juntos no me dan una mínima tregua para descansar, salvo
cuando Severn me refresca la frente y adivino cómo oculta sus lágrimas tras el
reflejo de sus ojos vidriosos. En la deriva de mis pensamientos me veo como uno
de esos soldados heridos tras la batalla que, por pura inercia, no se deja caer
al suelo porque sabe que ese desfallecimiento sería su perdición. «¿De qué me sirve
la lucha?», me pregunto. Ya no me quedan mejores bazas que presentar a mi
actual estado… solo esperar.
En las páginas en blanco de este falso diario en el que se están
convirtiendo mis últimos días de vida, primero espero la noche y, cuando esta
llega, espero un nuevo día, y así sucesivamente. En este continuo movimiento
entre la noche y el día siempre tengo la esperanza de que me acoja el sueño. Su
anhelo, para mí, es lo más parecido al de la paz infinita, donde nada ni nadie
se interpone entre sueño y deseo. Sin embargo, el transcurso de mis
divagaciones es otro, porque en vez de descanso me trasmiten tormento, justo el
que arrasa mis recuerdos. En esta infinita longitud de las horas, a las que en
ningún caso las acoge la esperanza, me veo inmerso en continuas crisis de
imaginación donde soy víctima de terribles pensamientos. Lejos parecen quedar
ya las rimas de mis versos y, en su lugar, acuden a mí unos insospechados
ajustes de cuentas bajo el signo de los reproches de una conciencia enferma.
Todo empezó con Brown, al que no puedo sino imaginar a mi lado, pero al que por
mucho que quiera tocar, no puedo. Le busco más allá de mis recuerdos, aunque al
mover mi húmeda cabeza en mi lecho no le veo. ¿Dónde estás, mi querido Brown?
¿En qué lugar permaneces que no te permite venir a verme? Las cuentas de tu
existencia no pueden ser tan escabrosas para que no puedas llegar a mi
encuentro. Tu voz todavía me dice: «tu poesía es lo mejor que hay en mi vida, y
todo lo escribió esta mano, ¿no es verdad?»,
me aseverabas tocándomela, ¿recuerdas? Ahora, de nada me sirven esas palabras
si no estás cerca de mí, vigilando la debilidad de mi espíritu, para de esa
forma fortalecerme tal y como solo tú sabes hacerlo. ¿Acaso no es cierto que
nos juramos amistad eterna por encima de los hombres y el tiempo?, y sin
embargo... ¡Aciago y maldito destino, que me condenas a la más
abyecta de las soledades! ¡Oh, Roma!, espacio de infinita belleza, de contornos
modelados y de piedras milenarias, por qué quisiste acogerme en tu seno bajo la
señal del olvido en la última encrucijada de un camino solitario que a ningún
lugar se dirige. «Roma no es esto», pienso. «Roma está fuera de estos humildes
dominios, que no son más que territorios perdidos en la faz de una tierra que
no es la mía», asevero. Yazco en un lugar extraño, con la certeza de que esta
triste morada será mi último aposento. ¿Dónde está el resto de mi vida?, ¿dónde
están todos aquellos que me acompañaron y a los que tanto quise o amé? Fanny,
regresa a mi lado, al jardín más puro de mis deseos, a ese lugar que se
encuentra lejos de la sinrazón de mis celos; esos que solo se apaciguaron a tu
lado, en la plenitud de las últimas semanas que pasamos juntos. Dulce
plebiscito que acabó en nada, porque nada fue la más amarga de las despedidas.
Todavía hoy me debato entre mi amor y mis celos. Tu poder fue, y es, tan
inmenso, que no fui ni he sido capaz de vencer a mis miedos. La imagen de la
bella joven de mis recuerdos es la que ahora implora el lado más transparente
de mi alma. Esa es la mujer a la que yo quiero, la que fue el cobijo del más
profundo de los placeres. Sin embargo, ahora tu recuerdo es otro, el de la
persona amada que se marchó lejos, el de la mujer que anda por un mundo que a
mí no me pertenece… Fanny, tú debes seguir tu camino, en el que quizá no haya
tantas fiestas y bailes, pero será tu camino al fin y al cabo, en el que tu
juventud se olvidará de enfermedades y enfermos, y en el que conseguirás
recuperar tu gusto por ese inocente coqueteo que me hacía volar a tu lado, cual
mariposa exenta de miedo. Esa vida sí merecería la pena vivirla, aunque solo
fueran tres días de un caluroso verano; días de amor sin celos, días de pasión
sin reproches. Fanny, ¿ya me has olvidado? ¿Estás subida en el carro tirado por
los leopardos junto a Baco? Carro de potentes alas con las que poder viajar
fuera de los límites de una vida triste y aciaga como la mía. Allá a lo lejos,
todavía soy capaz de verte subida en el más alto de los capiteles, donde nadie
puede conquistar tu belleza. Diosa de una vida, mi vida, que ahora transita por
el final de sus días… ¡atrápame pronto parca y corta el hilo que me sustenta a
este mundo que ya no es el mío! No cabe en mí mayor tristeza que la de pensar
en todo aquello que no volveré a ver, ni en todos aquellos versos que no
volveré a escribir, ni en todos aquellos besos que no te volveré a dar, Fanny,
ni en todos aquellos instantes que la vida nos regala sin nosotros pedirlos y
que acuden a nuestro lado como una suave caricia. Ver para sentir. Sentir para transformar.
Transformar para dejar de ser. Halo sin magia que me envuelves en una
nebulosa teñida de rojo con sabor a muerte, ¿por qué me quieres despierto?,
déjame marchar al otro lado, fuera de esta vigilia de huesos sin rastro, de
penas sin flores y de falsos amaneceres.
Halo sin magia, ya que me quieres despierto, adorna mi cuerpo
con los más ricos manjares, porque en este interminable insomnio me muero de
hambre, y de solo pensarlo enloquezco. Quién lo diría, el poeta de la
melancolía inalcanzable se muestra hambriento cual animal salvaje. Instintos
primarios que desbordan la inquebrantable fortaleza de mi ánimo. Quizá sea la
falta de comida lo que al final acabe con mi cuerpo y no esta maldita tos que
se resiste a abandonarme. Siempre que puedo, le pido a Severn un poco más, y él
me mira entre incrédulo y asombrado, pero su infinita bondad es incapaz de
negarle un poco de pan a un enfermo. «No hay materia prima en el mundo capaz de
saciar mi espíritu hambriento», pienso. En esta debilidad que me apuñala, hasta
el doctor Clark se muestra comprensivo y de lo más atento, porque ayer, sin ir
más lejos, se fue a buscar un pescado especial por todos los mercados de Roma,
pues piensa que esa es la mejor medicina para aliviar mi continuo desasosiego.
Sin embargo, la enfermedad que me come día a día por dentro no actúa igual, y
expulsa todo aquello con lo que intento alimentarla. ¿Hay una mayor inquina
para con mi lastimera existencia que la negación de un humilde sustento?
De nuevo llega la noche que, sin motivo aparente, viene adornada
con guirnaldas de luces color plata. ¡Oh luna de suaves reflejos! Atraviesa la
pared de mi morada. Quédate a mi lado para velar mi anhelado sueño. Reconforta
mi espíritu con salmos cargados de esperanza. Tañe en silencio dulces melodías
en la suavidad de la noche. Atrápame en tu seno y déjame ir contigo a lo largo
del tiempo. ¡Oh luna de suaves reflejos!, llévame contigo lejos, muy lejos…
Todo es inútil, lo sé, porque ya no soy más que un trovador sin
aliento que busca su ansiada libertad en el desván por el que fluyen los más
hondos recuerdos. Poeta sin voz… cuerpo sin alma… que, solo, marcha por una
senda que no va hacia ninguna parte. ¡Descanso infinito, acógeme en aquella
parte de tu regazo donde se depositan las ánimas sin nombre!, pues no existe un
mejor epitafio.
La luz de la luna se sigue adivinando a través de mi ventana,
pero desde que no puedo dormir, mi único consuelo es la voz de Severn, que me
transmite un poco de calma. Le he suplicado que no me deje solo. Tengo miedo a
morir en el rincón olvidado de una noche de invierno en la ciudad de Roma. No
sé por qué, pero necesito que alguien levante acta de este húmedo e íntimo
calvario. Nulo rastro quedará de él, pues se produce en mitad de una lucha sin
armas, en la que las heridas no son de sables, pero al fin y al cabo se trata
de una muerte manchada en sangre.
Aún me queda un pequeño cofre en el que guardo mis últimas
reservas de esperanza y, en el amenazador silencio de la noche, reúno las
fuerzas suficientes para pensar en ti sin caer en el abismo del desasosiego. Si
por algo detesto dejar esta vida es por no volver a verte. Fanny, mi pequeña
hermana, ya no podrás desahogar tus temores en los límites de mi conciencia ni
buscar auxilio en las laderas de mis versos ni hacer de confidente en las
entrañas de nuestros más íntimos pensamientos... ¿Por qué dejé Inglaterra?
Nunca debí alejarme de allí para morir en un lugar extraño para todos y para
mí. Si pudiera, atravesaría el mar y el cielo para volver a estar a tu lado y disfrutar
de tu cercanía y de la pureza de tu mirada. Si pudiera te compondría un poema
que solo hablara de flores y praderas, de fiestas y alegrías, de deseos y
ensoñaciones…
«Tú que
embalsamas, suave, la medianoche tranquila,
que cierras con
tus dedos benignos, cuidadosos,
nuestros ojos
complacidos con la tiniebla, refugiados
de la luz, a la
sombra de un divino olvido;
¡oh, suave
sueño!, si así te apetece, cierra
en medio de tu
himno mis dóciles ojos,
o espera el
“Amén”, antes de que tu adormidera
extienda su
arrullo junto a mi lecho.
Y entonces
sálvame, o el día que pasa brillará
en mi almohada,
provocándome angustia.
Sálvame de la
conciencia, siempre inquieta, que gobierna
su fuerza
penetrando como un topo en lo oscuro.»
Fanny, tú no me puedes producir ni un mal pensamiento, pensando
en ti, por fin me acoge el sueño.
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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