domingo, 7 de febrero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXXI) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS LE TRANSMITE A SEVERN SU FAMOSO EPITAFIO #JohnKeats200aniversario

 


Roma, 14 de febrero de 1821
 

Me acaricia una paz celestial cual doncella enamorada; es suave y tenue como un tímido beso. No viene vestida de negro o de oscuros colores; es blanca como la túnica de una diosa… y casi transparente. Se posa suavemente sobre mi atormentado rostro, al que cada día que pasa le quedan menos huellas de vida. Su tacto es tan efectivo como la más poderosa de las pócimas, y le devuelve a mi espíritu ese estado de letargo indefinido que yo todavía identifico como la sensación más parecida al sueño que me ha embriagado desde que llegué a Roma. Siempre pensé que la muerte vendría precedida de un olor determinado, que nadie más que mi instinto sabría reconocer, pero esa señal de alarma todavía no se ha producido, y dudo mucho de que acuda para avisarme que mi momento ha llegado. Más bien será el sueño eterno quien me acogerá tras uno de mis violentos accesos de tos, justo cuando mis pulmones se paren para siempre. Entonces, ya no habrá más vida que las sensaciones que acompañen a mi alma muda y penitente.

¿Por qué me acogen estos pensamientos cargados de tan dulce y amarga melancolía a la vez? Sería mucho más fácil luchar contra el destino con todas mis fuerzas cual rebelde que pierde la vida por una causa justa, pero al fin, se ha producido un gran cambio en mi mente y siento cómo la paz me acoge en su seno en un placentero viaje. A pesar de todo, el último vestigio de supervivencia que le queda a mi ser me hace seguir buscando una salida, pero ya todo es diferente para mí, y la debilidad de mi cuerpo me lleva a hacerlo de otro modo... muy cerca... en un lugar próximo a mis sueños; y lo hago iluminado por una gran serenidad que sin necesidad de convocarla se ha apoderado de mí. Esa es la diferencia más importante, la ausencia de un objetivo que no sea el del propio final. En este inmenso sosiego que me gobierna, todavía soy capaz de enfrentarme al eco perdido de mis recuerdos con la única ayuda del poder evocador que en ocasiones tiene para mí el pasado. Regreso a los días que llegué a Roma, entonces la soledad que me acompañaba se solapó, sin apenas darme cuenta, con la curiosidad recuperada de una mirada que escudriñaba cada rincón de la ciudad. En uno de esos recónditos lugares, mis atónitos ojos dieron con un volumen de las obras de Alfieri. El azar quiso que, todavía, la angustia propia de mi enfermedad permaneciera dormida a mi lado sin molestarme más de lo necesario; y, en esa tregua no pactada entre desiguales, decidí enfrentarme a la trágica búsqueda de la libertad como única forma de librarme de mi destino. Sin embargo, las palabras de Alfieri no me tenían reservado ese don que me permitiera escapar de mi desdicha bajo su halo hacia la última salida que buscaban mis temores, y a la segunda página, lo tuve que abandonar: «Sfuggir cosi me stessa, come altrui...!».

Enseguida me di cuenta de que esa tampoco era la verdadera solución, por mucho que las tragedias de Alfieri representaran para mí la manifestación más pura de la poesía y su tragedia. Incapaz como fui de encontrar una vía de escape en sus hojas, dejé el libro abierto con el deseo de que sus versos me inundaran de un rayo de esperanza, como ahora hago con mis últimas fuerzas.

«Misera me! solliero a me non resta,

Altro che il pianto, ed il pianto e delitto!

Ma, riportare alle pió interne stanza

Vo’il color mio; piú libera... Che reggio?

Carlo? Ah! si stugga: ogni mio detto sguardo

Tradi potriami on ciel! sfuggasi.»

 Fuera de ese ímpetu paciente, ya no encuentro más razones para seguir luchando. Como he dicho antes, «todo me parece un delicioso sueño». El vuelo de la mariposa llega a su fin, como en su momento lo hizo el verano que la engendró. Cada día que pasa estoy más convencido de que es mejor no recordar, sino mirar hacia adelante y adivinar en el horizonte el final de los límites de la tierra firme... y el principio del acantilado. La imagen será, por fin, bella. ¿Qué hay más bello que poder contemplar el batir de las olas sobre la arena de una playa solitaria tras la que se esconde el enigma de la vida...? Y el agua me estará esperando cual lecho infinito y purificador. El agua se encargará de limpiar las aristas de mi alma que, inocente, acudirá a la llamada de la dicha donde solo tienen cabida los poetas muertos. Allí reposaré para siempre. Ojalá lo haga en el pabellón de los más ilustres, donde deseo que Shakespeare me esté esperando para darme su bienvenida y beneplácito. A buen seguro no hablaremos, porque se nos habrá privado del don de la palabra, pero la serenidad y la paz que nos acogerán nos harán entender el sentido de nuestras mudas voces. Mi cuerpo, sin embargo, quedará depositado en el anonimato de las aguas, flotando entre peces y algas, y sin la necesidad de ser encontrado. Ese, sin duda, es el mejor ejemplo de todo aquello que en mi vida ha representado mi yo no poético. Ese otro yo, donde se han dado cita la mayor de las angustias y las desgracias. Mi cuerpo sin vida, ¿a quién le importa? Yaceré lejos de la tierra, donde no puedan crecer flores sobre mi tumba, donde nadie pueda visitarme en el cementerio, donde no quede rastro de mi nombre. ¿John Keats?, se preguntarán. John Keats nunca existió, se dirán, pues nada queda de él sobre la faz de la tierra... Imagino que al poco tiempo alguien llegará a buscar mi cuerpo para depositarlo en lo más profundo de la fosa abisal, donde nada ni nadie puedan encontrarlo. Las olas, entonces, serán el último manto de mi recuerdo, en una sublime metáfora de mi vida. ¡Cuerpo que atrapa mi necesidad de libertad, libérame de tus cadenas. Acaba pronto esta terrible pesadilla. Déjame marchar libre cual gota de agua...!Igual que si hubiera recibido un latigazo por el desenlace de mis últimos pensamientos, me arrepiento de haber llegado a cada uno de ellos. No quiero acabar así, perdido en el anonimato de las aguas más profundas. ¡Qué difícil es renunciar a un poco de eternidad!, aunque sea tan efímera como la visita de un amigo a tu tumba; un encuentro en el que ya no caben los reproches, sino la templanza de los buenos recuerdos que caminan juntos al lado de nuestra memoria. Atrás quedará la laxitud de nuestras vidas monótonas y, por encima de ellas, solo renacerán las flores que serán plantadas sobre mi lecho de muerte, como el mejor símbolo de amistad para alguien que, como yo, ha sido condenado a no ver el cielo nunca jamás. Cuando eso suceda definitivamente, mi aliento se habrá extinguido de la faz de la tierra y, para mí, ya no habrá ni más días ni más noches, y todo se convertirá en un espacio intemporal que transitará más allá de los sentidos. ¡Echaré tantas cosas de menos! Ya no volveré a ver florecer los brezos en verano, ni tampoco oiré el armonioso trinar de los pájaros al amanecer, pues la vida… seguirá tras mi muerte, y eso es lo que más siento, no poder adivinar el paso del tiempo bajo el afinado canto de los pájaros que año tras año anunciarán la llegada de la primavera. Nunca más percibiré el temeroso llanto de un niño, ni el olor a leña quemada que procede de la chimenea. Atrás quedarán también las experiencias vividas… y sus recuerdos… y el color de tu pelo… y el olor de tu piel… y la suave caricia de tus manos sobre mi cuerpo… y el deseo sofocado por mi conciencia… que se desvanecerán como el agua entre mis manos. Vida sin luz, pero también sin sufrimientos. ¿Es necesario renunciar a esa parte de mis deseos?

Le confieso a Severn algunos de mis pensamientos, justo aquellos que conjugan una parte de mis sepulcrales deseos, y todo se diluye de nuevo, como si mis palabras fuesen la melodía de un delicioso sueño. Me quedo en silencio, pero el sigilo de la noche y el frío viento de este duro invierno me acercan el sonido del agua cual cascada arrebatadora. Y tengo una premonición, porque ya sé lo que significa esa triste melodía. Sin necesidad de incorporarme, escucho el monótono gorgoteo de los chorros «teñidos de violeta» de la triste Barcaccia hundida sobre tierra firme. Y en la oscura quietud que reina en la soledad de la noche de la Piazza di Spagna, le digo a Severn que se pare a escuchar y, mientras me hace caso, le formulo un nuevo deseo: Severn, quiero que en mi lápida se grabe la siguiente inscripción, «yace aquí uno cuyo nombre fue escrito en el agua»95. Y añado: «poema misterioso que nadie escribirá; imagen sepulcral que en sí misma, es mi sola paz presente».

 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel

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