Roma, la ciudad de las cúpulas suspendidas del cielo, que se comportan ante nuestros ojos como una perfecta excusa para no olvidar su horizonte; y de las infinitas iglesias, donde además de reconfortar el espíritu, se puede ser víctima del síndrome de Fausto y caer arrollado por la belleza de sus obras de arte. Roma, sí, la ciudad eterna donde el paso del tiempo y de la civilización siempre ha sido generoso con su semblante, posee aparte del don de la eternidad, el poder de lo efímero, donde aquello que ya no sirve, se transforma en arte, Arte Povera. En este territorio de grandeza, donde cada piedra es protagonista de la Historia de la Humanidad es el lugar que Fausto Delle Chiaie (autor del Manifiesto de los delitos, 1986) ha elegido para mostrarnos su forma de entender el mundo y el arte. Despojado de la grandeza y la eternidad, vuelca en sus propuestas la necesidad de convertir la negatividad en algo positivo, y transforma aquello que ya no nos sirve en una semblanza artística que siempre intenta hacernos reflexionar sobre el lugar que ocupamos dentro del escenario interactivo que es la ciudad de Roma, y por ende, del mundo entero.
Nada es indiferente a este artista total que expone sus obras en la calle, justo en las vallas que protegen al Mausoleo de Augusto y frente al Ara Pacis, que se encuentra perdido en los confines de la historia y protegido bajo una nívea mole que le permiten permanecer ajeno a lo que sucede a su alrededor. A pocos metros del museo al aire libre que nos propone Delle Chiaie, se encuentra la Facultad de Bellas Artes, que como una mueca cargada de ironía, también es ajena a aquello que sucede a su alrededor, y se muestra parapetada tras las pancartas de protesta por los nuevos planes académicos, como si un verdadero artista necesitase de tanta burocracia a su alrededor. En este mundo de locos que transita desde las catacumbas de los tiempos hasta nuestros días, es el lugar elegido por Delle Chiaie como escenario natural de su forma de expresión artística, lejos de los museos y academias. Este artista pop, informal y del arte povera nos muestra sus obras al aire libre, siempre cargadas de ironía y reflexión (como explica en su concepto infra-acción: “la infracción consiste en mostrar y resaltar la historia visto de una manera superficial…”), que destruyen una y otra vez, nuestra forma de ver el mundo en general y el arte en particular, y donde los verdaderos protagonistas aparte de los seres humanos, son los materiales que emplea para hacernos pensar quiénes somos y en qué estamos convirtiendo el mundo que nos rodea. El arte, la religión, el turismo, la belleza, la vida, la muerte, todo, absolutamente todo, tiene cabida en la mente creadora de este casi septuagenario artista de obras sin museo.
Su locuacidad y ganas de comunicación se hacen firmes y presentes a nada que te vea detenerte en las propuestas, que día sin y día también, revisa en forma de pequeñas perfomances, que como minúsculos David, se enfrentan a los Goliat que tienen enfrente, en una interminable batalla de la que no quieren salir vencidas. En ese lenguaje de enfrentamientos incruentos y voracidad intelectual, las obras de Delle Chiaie necesitan y buscan su propio espacio, menos majestuoso que el de aquellos con los que comparten ubicación, pero sin duda, tan poderosos como éstos a la hora de hacerse un hueco en nuestra memoria, que como un leitmotiv colectivo, no sale inmune ante sus particulares propuestas de quita y pon, que ya están más que consolidadas en la vida de Roma y en la de sus perennes habitantes, así como en la de sus fugaces visitantes, ávidos de historia y monumentalidad que por contraposición a tanta majestuosidad no pueden permanecer ajenos a algo tan inherente al propio ser humano como es su necesidad de expresión.
Fausto Delle Chiaie, como cualquier otro emperador romano, nos deja muestras de su quehacer en nuestra memoria colectiva, y lo hace a través de los bocados de realidad que proporciona a la propia realidad, que como una mera confrontación del hombre contra la Historia de la Humanidad, del Arte y de la forma de entender aquello que es bello, nos proporciona una estética que busca la interacción del lenguaje que va más allá de lo puro meramente estético para aproximarnos a nuestra cotidianeidad más fea, convirtiéndola en algo diferente, y es en ese camino de transformación donde este artista italiano alcanza su zenit, pues lo hace donde no cabe más espacio para libertad, fuera de muros cerrados y hornacinas, pues nos invita a la contemplación del arte por el arte en la propia calle, bajo el infinito cielo azul.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel
Nada es indiferente a este artista total que expone sus obras en la calle, justo en las vallas que protegen al Mausoleo de Augusto y frente al Ara Pacis, que se encuentra perdido en los confines de la historia y protegido bajo una nívea mole que le permiten permanecer ajeno a lo que sucede a su alrededor. A pocos metros del museo al aire libre que nos propone Delle Chiaie, se encuentra la Facultad de Bellas Artes, que como una mueca cargada de ironía, también es ajena a aquello que sucede a su alrededor, y se muestra parapetada tras las pancartas de protesta por los nuevos planes académicos, como si un verdadero artista necesitase de tanta burocracia a su alrededor. En este mundo de locos que transita desde las catacumbas de los tiempos hasta nuestros días, es el lugar elegido por Delle Chiaie como escenario natural de su forma de expresión artística, lejos de los museos y academias. Este artista pop, informal y del arte povera nos muestra sus obras al aire libre, siempre cargadas de ironía y reflexión (como explica en su concepto infra-acción: “la infracción consiste en mostrar y resaltar la historia visto de una manera superficial…”), que destruyen una y otra vez, nuestra forma de ver el mundo en general y el arte en particular, y donde los verdaderos protagonistas aparte de los seres humanos, son los materiales que emplea para hacernos pensar quiénes somos y en qué estamos convirtiendo el mundo que nos rodea. El arte, la religión, el turismo, la belleza, la vida, la muerte, todo, absolutamente todo, tiene cabida en la mente creadora de este casi septuagenario artista de obras sin museo.
Su locuacidad y ganas de comunicación se hacen firmes y presentes a nada que te vea detenerte en las propuestas, que día sin y día también, revisa en forma de pequeñas perfomances, que como minúsculos David, se enfrentan a los Goliat que tienen enfrente, en una interminable batalla de la que no quieren salir vencidas. En ese lenguaje de enfrentamientos incruentos y voracidad intelectual, las obras de Delle Chiaie necesitan y buscan su propio espacio, menos majestuoso que el de aquellos con los que comparten ubicación, pero sin duda, tan poderosos como éstos a la hora de hacerse un hueco en nuestra memoria, que como un leitmotiv colectivo, no sale inmune ante sus particulares propuestas de quita y pon, que ya están más que consolidadas en la vida de Roma y en la de sus perennes habitantes, así como en la de sus fugaces visitantes, ávidos de historia y monumentalidad que por contraposición a tanta majestuosidad no pueden permanecer ajenos a algo tan inherente al propio ser humano como es su necesidad de expresión.
Fausto Delle Chiaie, como cualquier otro emperador romano, nos deja muestras de su quehacer en nuestra memoria colectiva, y lo hace a través de los bocados de realidad que proporciona a la propia realidad, que como una mera confrontación del hombre contra la Historia de la Humanidad, del Arte y de la forma de entender aquello que es bello, nos proporciona una estética que busca la interacción del lenguaje que va más allá de lo puro meramente estético para aproximarnos a nuestra cotidianeidad más fea, convirtiéndola en algo diferente, y es en ese camino de transformación donde este artista italiano alcanza su zenit, pues lo hace donde no cabe más espacio para libertad, fuera de muros cerrados y hornacinas, pues nos invita a la contemplación del arte por el arte en la propia calle, bajo el infinito cielo azul.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel
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