Siempre la recordaré
mirando a la gran pantalla, la cabeza en alto, como queriendo adueñarse del
espacio, y su mirada fija en el infinito. Compartíamos las tardes de los
miércoles mientras devorábamos películas de serie B en el cine de mi barrio.
Ella se sentaba dos butacas más allá de mi sitio favorito, y yo la miraba con
disimulo. Pasábamos la tarde visionando imágenes de pistoleros, aventuras y
detectives. Lo hacíamos con ansiedad, como si ese fuera nuestro último deseo.
Yo buscaba su mirada en la oscuridad de la sala, pero ella nunca dejaba de
prestar atención a la pantalla de cinemascope.
Una de aquellas tardes, me di cuenta de que ella
protagonizaba alguna de esas películas. Entonces, pasó a ser mi musa del
celuloide y mi sirena del patio de butacas. En el descanso yo salía al hall,
mientras ella permanecía inmóvil en su asiento, seguramente ensimismada en sus
grandes recuerdos. A pesar de su lejanía, yo no paraba de mirarla, pero ella
era ajena a mis continuas atenciones. Entre película y película, se ponía unas
gafas negras de sol, lo que me impedía ver sus ojos, pero a mí no me importaba
porque su figura desprendía el brillo que sólo poseen las grandes estrellas. Yo
la miraba, pero no podía tocarla. Con el paso del tiempo, mi devoción se
convirtió en anhelo, un sentimiento que me hacía sentir el más desgraciado de
los seres humanos, porque yo sólo quería que ella me perteneciera más allá de
mis sueños y de mi incontrolado deseo adolescente.
Consulté su biografía, lo hice en una enciclopedia de las
gordas, de esas que se dividen en muchos tomos. Cuando encontré su nombre, me
asaltó un sentimiento de tristeza, las diez líneas que ocupaban la reseña no la
hacían justicia; en el lateral, había una pequeña fotografía en la que apenas
se la distinguía. Cerré el tomo de la enciclopedia y me juré no volver a
aquella infame biblioteca. Entonces no me di cuenta, pero esa fotografía fue la
primera señal de un falso final. Poco tiempo después se acabaron las sesiones
dobles de los miércoles. Cerraron aquella antigua sala de cine de barrio, y con
ello, colapsaron mis ansias adolescentes de imaginación, aventuras y deseo, alejándome
para siempre de mi anhelada musa. Sin embargo, el incontrolable azar que rige
nuestras vidas nos dio una nueva oportunidad. Una tarde, en la que fui a ver a
un amigo al centro de la ciudad, me la encontré bajando las escaleras del
edificio. Iba acompañada, llevaba puestas sus gafas negras de sol, y en su mano
derecha portaba un bastón de invidente. El corazón me dio un vuelco y me
resistí a creer lo que había visto, porque nunca imaginé ese final para el
secreto de sus ojos.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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