La realidad es tan subjetiva como la
ficción, pues admite tantas reinterpretaciones como ojos la ven. La necesidad
de reconstruir ese caos le lleva al escritor a levantar un mundo: el propio. Un
mundo en el que todo fluya tal y como él lo entiende, aunque ese fluir sea el
mayor de los caos imaginables. Sin embargo, fuera de los límites de ese
universo propio del autor, en demasiadas ocasiones, se comete el error de
querer ver los rasgos del artista más allá del hecho creador en sí mismo. A esa
locura que no admite explicaciones es a la que se enfrenta un inconmensurable Óscar
Martínez, tanto en sus irrenunciables posiciones bizantinas entorno a la
literatura y su obra, como en sus debilidades más de andar por casa, lo que de
una forma irresoluble e inesperada le lleva a estar atrapado en la frontera que
divide la realidad de los sueños, porque qué difícil es hacerle entender a los
demás, que la minúscula línea de transita entre la realidad propia —la del
autor—, y la de la ficción, no es algo sobre lo que haya que discutir una y
otra vez, pues la obra y la literatura son otra cosa, quizá, la contemplación
de un amanecer tras otro sin otro mérito que el de atesorar ese sentimiento que
nos produce poder seguir viviendo. Una vida, que en el caso del protagonista de
El
ciudadano ilustre, se vuelve pesadilla, pues la imaginación ajena
también es cruel con la realidad propia. Aquí, el reflejo de una vida en
apariencia exitosa, se retuerce con la tiranía del paso del tiempo que, una y
otra vez, se muestra impasible respecto de aquello que nunca llegamos a
admitir. En este sentido, la visión que los demás perciben del éxito es tan
desastrosa y errónea que aquel que la sufre nunca llegará a entender que, al
menos en la literatura, está fomentada en largas horas de aislamiento y en ese
desajuste que el escritor manifiesta respecto del mundo que le ha tocado vivir.
De ahí, proceden las obsesiones creativas y los fuertes caracteres de muchos
escritores que pasan su vida en busca de la obra perfecta. De esa perfección no
hallada, también habla esta sarcástica película argentina que lleva camino de
convertirse en el hallazgo fílmico del año allende de sus fronteras, por el
número de premios que va acumulando.
El ciudadano ilustre es una visión ácida
sobre el ser humano y los límites que éste tiene a la hora de aceptar la realidad
y su propia vida, pues los ciudadanos de Salta —un pueblo perdido a 700 kilómetros
al sur de Buenos Aires— son un magnífico ejemplo de las múltiples interpretaciones
y reinterpretaciones que admite la realidad. Una realidad adversa que no
entiende de éxitos ajenos y de posiciones contrarias a las suyas. Así, del
humor caustico inicial de su protagonista —atentos a la solemnidad con la que
renuncia a todo tipo de actos y agasajos—, el Premio Nobel de Literatura, Daniel Mantovani, interpretado por un Óscar
Martínez que, sin duda, es una gran elección, pues él solo mantiene el
pulso narrativo y fílmico de toda la película con una solvencia extraordinaria,
pasamos a esa visión sarcástica del hijo pródigo que regresa a su pueblo
—magnífica la secuencia en la que Mantovani le narra un cuento al conductor que
le va a recoger al aeropuerto—, hasta llegar a una progresiva oscuridad que
deviene en tintes de cien negro, tan negro como las nulas capacidades de la reinterpretación
de una realidad que los propios salteños no quieren admitir, pues en ocasiones,
también, la frontera que divide el amor y el odio es demasiado fina como para
no andarla violando de una forma constante.
El ciudadano ilustre es una película ágil,
sarcástica, impulsiva, excesiva a veces en las reacciones un tanto pueblerinas
de los salteños, pero también es una película que nos proporciona buenos momentos
de humor, de contemplación de las verdades y mentiras entorno al hecho creativo
y literario, pero también, es una película que se presta a ese juego en el que
podemos caer atrapados en la frontera que divide la realidad de los sueños.
Ángel Silvelo Gabriel.
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