No era de noche. Apenas las ocho
de la tarde. Pero ya se perfilaban las primeras sombras de la penumbra que anunciarían
su muerte. Sombras aletargadas en la brisa del cercano Tévere y perdidas entre
las siluetas de las escasas personas que a esas horas todavía cruzaban la
ciudad de Roma a través de la Piazza di Spagna. Había silencio y oscuridad en
el entorno. Y calor y dolor en el segundo piso de la Casina Rosa donde Joseph
Severn velaba las últimas horas de vida del poeta romántico inglés.
Exiliado, a su pesar, en las herrumbrosas fachadas de la ciudad eterna. Y lejos
de su amada Fanny Brawne. Un amor que le impidió leer las cartas
que le escribió desde Londres, entre nebulosos y bucólicos recuerdos de su
paseos por el bosque de Hampstead. O entre la complicidad de unas paredes que
caían bajo el influjo de un deseo nunca resuelto: «La fuerza del viento me
lleva hacia ti, pero lo hace en cadencias cortas. A mi paso voy acariciando
flores con un gesto apenas perceptible, porque no quiero romper el silente
equilibrio de la naturaleza. Sigo buscándote, aunque en mi camino me entretengo
meciendo las hojas de los árboles, y por un instante me convierto en el dios
Céfiro, viento del oeste que trae las suaves brisas de primavera y de
principios del verano. En este viaje siento que la naturaleza me pertenece y
que a través de ella te encontraré a ti, como una mariposa se posa sobre la
flor adecuada o como un pájaro deposita sus finas patas sobre la rama que sabe
que le va a ayudar a cantar a la llegada del alba. Me siento ligero, y soy
capaz de apreciar que mi alma no pesa, porque se asemeja demasiado a una
liviana alevilla que vuela a merced de la brisa de las últimas tardes de
primavera. Eso es lo que soy cuando te busco, una mariposa que transita entre
jardines de flores silvestres que anhelan solo un breve contacto.»
La grandeza de su heroica muerte
descansa en la plenitud de la derrota de las causas perdidas. Ancestros del
éxito contra los que el poeta luchó con todas sus fuerzas y, poco a poco,
asumió como parte de una existencia maldita marcada por la tuberculosis y una
obra poética por descubrir y reconocer. Luchar, cuando sabes que nada cambiará
para salvarte de tu aciago destino, fue su leitmotiv. Un discurso
manchado de sangre y lujuria poética y amorosa. «Yo deseo lo imposible», dijo
el poeta. Un mandamiento que describe muy bien la necesidad de salvación de un
alma joven y libre. Profunda y honesta. Rebelde y tenebrosa. Una naturaleza, la
de la imposibilidad, que se funde en un campo sembrado de margaritas. Símbolos
de la espontaneidad de la belleza y su efímero resplandor. John Keats
luchó contra sí mismo y contra ese rasgo inacabado que fueron su vida y su
obra. Y lo hizo con el entusiasmo de la búsqueda de la belleza. A través de sus
poemas. A través de sus odas. Magníficas composiciones líricas que nos hablan
de lo sublime y lo fugaz del mundo que nos acoge. De la perpetuidad de los
sentimientos y la poesía. De lo unívoco que es encontrar el otoño, para bajo su
símbolo, crear todo un universo. En la palabra, y su fuerza, Keats
encontró el refugio de aquellos a los que nadie percibe, pero de los que nadie
se olvida. Amor condenado a las cenizas. Olvido rescatado del propio olvido. Y
firmeza en la lucha contra el paso del tiempo, universalizan su mensaje y el
ímpetu de su obra poética que, como pocas, lucha contra lo imposible. «A veces,
es preferible vivir tres días de amor y pasión igual que si fuéramos mariposas
en verano..., o como rosas que solo vivirán un día antes de que les acoja el
sueño de los pasos perdidos». Pasos perdidos que a John Keats le
sorprendieron una fría noche de invierno. Un 23 de febrero de 1821, cuando
todavía nadie conocía quién era aquel que mandó escribir sobre su tumba un
epitafio tan delator como éste: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el
agua», a la vez que soñaba su propia muerte cuando oía el ruido de la Fontanna
della Barccacia de Bernini procedente de la Piazza di Spagna. O
deliraba en su propio sudario de dolor y sangre cuando exclamó: «¡Ya noto cómo
crecen las flores sobre mí!», a la vez que observaba las que estaban pintadas
en el techo de la habitación en la que le acogió el sueño eterno. Justo antes
de que Fanny, sumergida en su dolor, expresara: «la fuerza del
viento me lleva hacia ti, pero lo hace en cadencias cortas.»
Ángel Silvelo Gabriel.
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