miércoles, 8 de diciembre de 2010

EL BAZAR DE LAS SORPRESAS


No se me ocurre mejor título para esta obra maestra del eterno Lubitsch, porque en pocas palabras atesora el poder de transmisión de las pequeñas historias que al final se convierten en grandes. El Bazar de las Sorpresas posee toda la magia de las grandes películas antiguas, que tienen el extraño valor de la permanencia en el tiempo, y que en este caso lo hace con la sencillez del sentimiento más universal: el amor.
Esta gran comedia romántica con tintes sentimentales, y que al acercarse la fiesta sensiblera por antonomasia, recae en la programación de algunas cadenas televisivas que todavía rescatan las obras maestras del cine de todos los tiempos, nos hace sentir que todavía vale la pena permanecer delante del televisor a horas intempestivas, sobre todo, si no tienes que madrugar al día siguiente.
La sencillez con la que Lubitsch disfraza a esta película, nos hace pensar que nada es casual en su concepción y en su mágico final, donde el juego de las palabras tiene un gran protagonismo, pues imponen la lógica más aplastante que poseen, que no es otra que la comunicación.
El retraso en su rodaje, fue debido a la condición impuesta por el bueno de Lubitsch, hasta que James Stewart y Margaret Sullavan pudieran encabezar el reparto, y sin duda la espera mereció la pena, porque los primeros planos de estas dos grandes estrellas, nos sumergen en el lenguaje de lo mítico en la historia del cine. Stewart con ese diáfano y angelical rostro, en el que parece que nada malo puede albergarse (como anticipo de su interpretación en ¡Qué Bello es Vivir!) nos dan muestras de por donde debe ir el anhelo de un hombre enamorado de una mujer a la que sólo conoce por carta. Y dándole réplica, una Sullavan divertida y manipuladora, a la vez que cabezota, en su afán de que nada se interponga en su destino amoroso, ni siquiera el tozudo de su jefe. Esta película de ambigüedades calculadas en un perfecto guión, convierten a esta historia epistolar en un juego de malos entendidos que sólo buscan una cosa, el final feliz.

El elenco de secundarios de este film está a la altura de los protagonistas, y baste citar a Frank Morgan en el papel del jefe rígido pero sensible que es Hugo Matuschek, o a Félix Bressart como perfecto confidente de los desvelos amorosos de Stewart.

Con unos sencillos decorados como telón de fondo de la historia, Lubitsch vuelve a sorprendernos en el manejo de la cámara, y de los encuadres y puntos de vista que extrae de la tienda Matuscheck y sus empleados, ese bazar de las sorpresas en el que el maestro nos sumerge para hacernos no querer salir de él.

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