La miro y veo cómo lágrimas de acero recorren sus agrietadas mejillas. No son tangibles como las de la nana de la cebolla, pero son tan reales, que trascienden a su mirada y a mis sentimientos. Lo que otrora fuera una cara llena de luz, hoy es una tez marchita y apagada. Cuando la miro me pregunto por qué, y no puedo dejar de pensar en la crisis de la que todo el mundo habla, pero que hasta hace poco a nadie parecía afectar. Que se lo digan a ella, que cuando era joven y mientras bajaba a la oscura soledad de la mina ya le hablaron de un mundo mejor, un mundo le decían, que ella junto a otros muchos iban a crear. Qué distinta era entonces la vida para ella, una joven y lozana minera asturiana, y que igual seguía siendo para todos aquellos que vivían ajenos a la tiranía del carbón. Igual de distinta que hoy es la vida para mí, su hija, una joven licenciada asturiana, y tan igual para ella, mi madre. Tanto es así, que esas bonitas aseveraciones cargadas de razón (su razón) que de vez en cuando ella nos recordaba, hoy ya no caben en su generoso esfuerzo. Pero ahora me toca a mí engañarla, y decirle que a pesar de que he venido a comunicarle que mañana no hace falta que vuelva a la mina, no tiene por qué preocuparse, porque esta noticia no es más que otro eslabón en la cadena de su existencia. Y para tratar de convencerla que estoy en lo cierto, le diré que a fin de cuentas, tras la crisis habrá un nuevo futuro, un futuro, del que para su dicha, no tendrá que volver a sufrir sus consecuencias.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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