El
eco que rompe el vacío del negro silencio, del insolente olvido, de la
sempiterna soledad se abrió paso entre los nervios, las prisas y las margaritas
que adornaban el parque del Retiro de Madrid y las proximidades de la
Biblioteca Eugenio Trías el pasado martes 17 de mayo donde, una vez más, a
través de las telarañas del tiempo, asistimos a un pequeño milagro: la puesta
de largo de un libro, lo que de por sí ya es un acto de fe en sí mismo, pero
que esta vez parecía más difícil todavía, por imposible, pues el libro en
cuestión llevaba la forma de texto teatral. Sin embargo, el miedo se transformó
en esperanza, el dolor en dicha, y los nervios en amplias sonrisas, porque la
bendición del destino sobre esta gran aventura literaria, que ya tiene algo más
de dos años de vida, nos siguió acompañando con la naturalidad de las grandes
ocasiones, casi me atrevería a decir gestas, porque la edición de este reflejo
procedente del otro lado del espejo —que se torna en un eco o en un grito de
dolor y esperanza, oscuridad y luz—, es lo más parecido a la reivindicación del
tiempo perdido por parte de su protagonista, Fanny Brawne, una mujer vilipendiada
y maltratada como tantas otras por la historia. Una historia que sólo es
escrita por hombres.
Muchas
son las casualidades que rodean a las diferentes facetas del mundo del arte y,
la intrahistoria de esta Fanny, mi Fanny, que ya es la Fanny de todos aquellos que se acerquen a leer esta obra de teatro
—teatro para leer— podrá ser tan suya como mía y, a su vez, reivindicarla como
una adalid más de esa larga lista de mujeres maltratadas por el paso del
tiempo, herederas sin duda, de la figura de la
loca del ático de las hermanas Brönte. Digresiones literarias
aparte, el pasado 17 de mayo asistimos a la presentación de Fanny
Brawne, La Belle Dame de Hampstead, un texto que trata de poner luz
sobre el eco oscuro del paso del tiempo y establecer el punto de equilibro que
merece la persona que consiguió que John Keats —por mucho que les pese a
los detractores de esta mujer— escribiera lo mejor de su corta trayectoria
literaria cuando estaba enamorada de ella. Es cierto, porque tras ese largo
título que hace referencia a un poema del poeta romántico —La Belle Dame de Sans Merci—, se esconde la dualidad de bruja-hada
que nos permite formularnos las preguntas y, quizá también, atisbar parte de
las respuestas de esta sempiterna historia de amor que quedó inmortalizada en
la correspondencia que mantuvieron ambos cuando estaban separados por la
enfermedad o la sinrazón del amor, y que ha pasado a la historia de la
literatura como una de las más bellas representaciones de ese sentimiento
universal que es el amor, no es menos cierto que otra parte del milagro aludido
al inicio de esta crónica es, que durante poco más de una hora, Fanny
Brawne se hizo presente entre los asistentes al acto, y resucitó de
entre las tinieblas del pasado, de entre las tragedias que le tocaron vivir, y
de entre el amor que el destino le condenó a que fuera escrito en el agua. Epitafio
sublime que, sin embargo, a ella, la sumió en la más absoluta de las incomprensiones,
pues sus palabras y sentimientos fueron tildadas de obscenas, insolentes,
inapropiadas, caprichosas…, y así hasta la mayor de las descalificaciones:
falsas. Parece que nadie se creyó el amor de Fanny Brawne hacia John
Keats hasta que salieron a la luz las cartas que la propia Fanny
Brawne le escribió a la hermana pequeña del poeta Fanny Keats, donde queda
claro que sus sentimientos fueron transparentes, tanto o más que ese lugar al
que Fanny alude en uno de sus largos
monólogos presentes en la obra de teatro en el que el agua transparente se
convierte en piedra.
Sin
embargo, a medida que pasa el tiempo, al igual que le ocurre a Fanny en la obra de teatro, las certezas
dejan paso al mundo de las sensaciones como único refugio donde aún se pueden
cobijar los recuerdos de toda una vida, de ahí, que esta crónica no pretenda
ser un reflejo exacto de todo aquello que ocurrió en la Biblioteca Eugenio Trías
de Madrid en una clara tarde del mes de mayo en la ciudad de Madrid, sino que
más bien quiere ser la traducción del recuerdo y las sensaciones de uno de los
que intervinieron en esta puesta de largo inesperada, aunque intensamente
deseada, en la que su autor, sin saberlo, ha cerrado un círculo y, de paso, le
ha dado la oportunidad a Fanny Brawne de buscarse a sí misma a
través del tiempo y, con ello, levantar su personaje de ficción por primera vez
en la historia de la literatura, sin ser consciente en ningún momento de tal
hallazgo o descubrimiento, pues Fanny
es una persona inventada, o más bien imaginada, que nace de las tinieblas de la
desdicha para indagar en su vida a través de los silencios, de esos grandes
silencios que pueblan nuestras vidas y que nadie más que cada uno de nosotros conoce.
Ahí es donde Fanny se detiene, reflexionando
sobre el eco de sus palabras e intentando transmitirse a sí misma, y a los
demás, las respuestas a una parte de sus preguntas. Fanny Brawne es una corriente
de agua que no deja huella, pero que trata de abrirse camino en esos afluentes
interiores que no sólo erosionan el terreno, sino que también abren nuevos
caminos. ¿Hay vida más allá del amor?, se pregunta Fanny Brawne afrontando
el designio final de su vida separada de su joven amado John Keats.
De
nuevo, debo decir, que la fortuna presente en las grandes citas de John
Keats y Fanny Brawne se alió con nosotros, pues el salón de actos de la
Eugenio Trías mostró las mismas galas que hace apenas dos años, cuando en ese
mismo lugar, se presentó mi primera novela, y estuvo al mismo nivel que esa
tarde-noche mágica del 23 de febrero de 2015, cuando la tierra tembló en Madrid,
y más tarde dio paso a un lleno histórico en el salón de actos del Museo del Romanticismo
—cuando más de 30 personas se quedaron fuera por falta de aforo— , de ahí, que
yo el otro día iniciara mi intervención recordando y reivindicando el espíritu
del Museo del Romanticismo como santo y seña de esta ruta literaria que de una
forma accidental un día inicié por el Romanticismo inglés, pero en tierras
españolas. En este sentido, el mundo de las sensaciones me dice que todo salió
muy bien, y el recuerdo que se abate sobre esa tarde es el de un autor de que, consciente
de que sólo está empezando, en demasiadas ocasiones se siente como un barco de
papel en mitad del mar, igual que si estuviera navegando entre gigantes, pero
que a pesar de ese sentimiento de zozobra, se muestra feliz por el apoyo y la
fidelidad de tantas y tantas personas que están haciendo conmigo este ruta de ida
y vuelta…, con mi chica, Manuela, a la cabeza: la luz de mi camino y quien me sujeta con firmeza
los pies al suelo, antes, por las entrañas de la belleza y, ahora, por las entrañas
del amor.
Me
gustaría dar las gracias a las personas que me acompañaron el mesa: mi hermana África
Silvelo, mi editora Noemí Trujillo y mi amigo Jesús
Marchamalo, todos ellos estuvieron brillantes en sus intervenciones,
certeros en sus diagnósticos, envolventes en sus dictámenes y sugerentes en sus
propuestas, sin embargo, ese mundo de las sensaciones del que antes he hablado
me ha dejado inmerso en una nebulosa de la que todavía no me he recuperado y,
tanto es así, que antes de terminar el acto miré al final del salón de actos e,
igual que si estuviera metido dentro de uno de mis sueños, vi a Fanny y a John en una esquina escuchando todo aquello que se decía, como
comprendiendo el último significado de sus vidas y, esta vez sí, les vi cogidos
de la mano, cogidos de la mano para siempre… Esa visión sólo se difuminó cuando
los actores de la Sala Tribueñe de Madrid —bajo la dirección de Irina
Kouberskaya—, Chelo Vivares (Fanny), David
García (Severn), y Miguel Pérez-Muñoz (Keats) interpretaron
una escena de mi obra de teatro. Entonces dejé respirar a mis sentidos,
mientras, envuelto en sus mágicas palabras, sólo pude decir: GRACIAS, porque a
veces los sueños se hacen realidad.
Ángel Silvelo Gabriel.
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