miércoles, 16 de diciembre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XIX) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: EL TIEMPO NO EXISTE #JohnKeats200aniversario


 

Camino sobre ruinas maltratadas por el transcurso del tiempo. Los capiteles yacen en silencio bajo las suelas de mis botas, y yo me los quedo mirando absorto, imaginando el esplendor de los días que permanecieron de pie, arrebatando el aliento de aquellas almas sensibles que se detuvieron a contemplarlos. Ahora no significan nada, pues permanecen olvidados en el territorio donde ya no crecen los recuerdos. No hay cenizas por donde camino, ni soldados muertos tras la batalla. Todo está en silencio, como si el tiempo no existiera. «¿Es el arte un vuelo hacia lo sublime, o simplemente una evasión temporal de la experiencia?», me vuelvo a preguntar. «Ahí es donde se encuentra la identidad del verdadero artista frente al proceso creador», pienso. Fantasía y engaño unidos en uno solo. Fantasía como una nebulosa donde transformarse en un ser superior capaz de ser inmune al paso del tiempo y desde ahí crear el verdadero arte; y engaño como la cualidad más real de hacer creer a nuestros sentidos que lo que han imaginado es cierto. 

Sigo caminando por este lecho de belleza infinita, acompañado por las tinieblas del pasado, hasta que el sol vence al horizonte y me ilumina como solo él es capaz de hacerlo en mis sueños. Su poder es tan potente que me sumerge en un espacio en el que nunca antes había estado. La estampa en la que me encuentro inmerso es tan bella que creo que estoy dentro de un cuadro. Me toco, pero no siento nada. ¿Estoy soñando entonces? Miro a mi alrededor y llego a la conclusión de que esta imagen es producto de mis sueños, porque no hay nada tan bello fuera de mi imaginación. Los restos de las columnas y de los templos que soy capaz de crear en mi mundo onírico en nada se parecen a esa fea realidad plagada de miseria que ha rodeado mis días. ¿Alguna vez contemplé algo tan bello? Y mi memoria me trae a Haydon, cuando en Inglaterra venía en mi auxilio y me llevaba a los museos; territorios de reyes y princesas; espacios donde los sueños se hacen realidad. Miro con detenimiento la estampa que mi subconsciente me ha creado, y esta vez estoy seguro de que he sido depositado dentro de uno de esos cuadros que Haydon me mostraba en las salas perdidas de los museos. La única diferencia está en que en esta ocasión no me río, como cuando me detenía a observar una de esas composiciones pictóricas que Haydon y yo tildábamos de «víctimas de la Royal Academy». Esta vez, sin embargo, guardo el silencio que solo se deposita en mi semblante cuando estoy delante de algo bello. La majestuosidad de las pinturas que observo me hace sentir pequeño e indigno de contemplar tanta belleza. Me encuentro tan mal que salgo corriendo de ese lugar para que no se quede atrapado en mi mente. Ahora estoy seguro de que todo es un sueño, porque nunca en mi vida he corrido tanto y durante tanto tiempo… Cada día libro la peor de las batallas contra la realidad, y aunque lo hago con todas mis fuerzas, he llegado a la conclusión de que el tiempo no existe. No hay mayor exaltación del arte que aquella que es capaz de romper la barrera del tiempo. El arte en sí mismo es infinito y la sensibilidad del hombre se mide por su capacidad de interiorizar su belleza. La infinitud del arte es la senda que todo poeta debe recorrer. Alejarse de ella es renunciar a la verdadera vida; la existencia que se traslada más allá de nuestra existencia sensible y finita que, no es sino un falso espejismo de la verdad. «No me fío de la reflexión racional»; esa que nos ha llevado a un mundo exento de sentimientos, donde cada uno de nosotros tiene un fin o se comporta como una pieza de un gran rompecabezas. La sucesión interminable de la repetición tras repetición nos deja fuera de la más pura de las cualidades del hombre: la inspiración. Una inspiración que es capaz de transformar nuestras vidas y la sociedad. Una inspiración libre y lejana de reglas y normas. No existe nada más pleno y sublime que la unión sentimental de la naturaleza y el ideal de una sociedad más justa e igualitaria. Ese es el verdadero camino. Para mí, «la poesía tiene la misma libertad que las hojas de un árbol», y ese es el mejor símil que se me ocurre para definir a un espíritu libre que camina por lugares que nadie conoce y que, gracias a su perseverancia y temeridad, nos ilumina el camino y nos acerca sus experiencias a los demás. La belleza de lo desconocido, y de aquello no explorado, es la mejor de las contemplaciones. Ahí quiero caer yo para siempre, en una fosa donde la belleza sea el estado natural del alma, y en la que no quepa otra razón de ser que su contemplación. 

Sin embargo, tengo que reconocerme a mí mismo que «no hay nada más cierto que los poetas son lo menos poético de la vida. Los poetas ocupan otros cuerpos, el sol, la luna…». Esa mágica traslación de nuevo me lleva a recodar a mi amigo Benjamin Haydon el día que me llevó a contemplar los Mármoles de Elgin. «Haydon te pido disculpas por no poder hablar / más sobre estas cosas extraordinarias. / Perdóname por no tener alas de águila, / por no saber dónde buscar lo que más deseo.» Gracias por darme la oportunidad de contemplar de una forma tan cercana el arte clásico. Ahora sé que no estoy loco. Que la belleza existe y ha existido a lo largo del tiempo. No hay nada más bello que estos mármoles que representan el modelo de belleza que yo tanto admiro. Por qué no nací en la Grecia del Partenón, rodeado del más sublime concepto de belleza, atrapado entre columnas y templos, estatuas y bustos, centauros y caballos… Aquel día, cuando caí atrapado por las fauces del arte más clásico me sentí débil, muy débil, y me pregunté por qué fui condenado a que mi existencia fuera tan corta. «Mi ánimo está muy débil: sí, la mortalidad / me abruma con su peso, como un sueño no deseado / y cada pináculo y abismo que imagino / de dificultad divina, me dice que debo morir / como un águila enferma que mira al cielo.» 

La persecución de nuestro propio canon de belleza es lo que nos ha condenado a ser águilas sin nidos en los que posarse. En eso nos hemos convertido Haydon y yo al enfrentarnos contra las normas establecidas y contra ese falso academicismo desnortado; y como recompensa solo hemos obtenido el mayor de los olvidos. Nadie reconoce los objetivos sociales del arte. La poesía y la pintura los tienen, pero todavía nadie se ha dado cuenta de ello. Yo no entiendo la poesía sino unida a mi experiencia vital y cultural. El artista tiene que intentar aunar sensación y pensamiento, experiencia y éxtasis en una cadena que nunca se rompa. Yo, como cualquier otro que escribe, pinta o esculpe, necesito sentir el reconocimiento hacia mi poesía, algo que, salvo mis más cercanos amigos, el resto de las personas parece ignorar. Mis versos nacen del intento de unir verdad y belleza; un esfuerzo que no se resume en una divagación abstracta. Hunt, ¿dónde te encuentras? Parece que te conocí en otra vida de lo lejos que se me antoja que estás, pero qué cerca te siento cada vez que recuerdo el día que accedí a representar contigo la ceremonia de nuestra coronación: «Dos ramitas dobladas de laurel –que da casi / dolor el ser consciente de tal coronamiento. / Todavía huye el tiempo, y no surgen los sueños / espléndidos que quiero tener; tan solo veo / pisoteado aquello que el mundo más estima: / turbantes y coronas, y la vacua realeza. / Y entonces me confío a locas conjeturas / de todos los portentos que puedan existir.» Nunca fui tan feliz como en ese instante donde cada uno de nosotros rendía pleitesía al otro. Un reconocimiento mutuo que fue interrumpido por las hermanas de Reynolds que, atacadas de una risa incontrolada, no paraban de mirar atónitas a dos hombres coronados sin ser reyes. Nuestra humildad y nuestros deseos de gloria se fundieron hasta caer abatidos por la inocencia de dos mujeres que, sorprendidas por nuestro comportamiento, nos reclamaron la información necesaria para documentar tal anécdota a su ilustre hermano John H. Reynolds y, de ahí, a los más granados salones de baile de Londres. Inocencia perdida entre destellos de deseos ocultos que quedan abortados nada más salir a la luz. Sentimientos cruzados de dicha y pudor que serán la losa más pesada a la hora de revelar la personalidad del poeta joven que todavía no sabe lo que es vencer a la timidez. 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

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