A veces el frío de la soledad es tan inmenso que nos petrifica hasta convertirnos en estatuas de hielo. Estatuas de hielo que nos aíslan de la vida y de la realidad. La consecuencia más inmediata de esa perenne petrificación, es la emisión de señales que representan la cara oculta de la posverdad. Señales de un aislamiento desde que el sólo percibimos nuestra propia voz en un juego sempiterno de ratón enjaulado. Un ensimismamiento enfermizo como el del roedor que no para de mover la rueda en una única dirección. Cada vez más, vivimos durante más horas aislados en nuestra propia burbuja; una membrana que nos lleva a un mimetismo infantil del que somos las primeras víctimas. Entonces, ¿por qué tenemos la necesidad de visualizar en otros lo que no somos capaces de hacer por nosotros mismos? Esa es la falsa incoherencia que nos lleva a la inmediatez de las redes sociales. A la tiranía de un mundo digital cada vez más enfermizo y egocéntrico. Y vacío, por ser el punto de lanza de un abismo: el propio. Esa falsa vida que nos provocan las redes sociales es la que nos lleva a la búsqueda de una felicidad que no somos capaces de hallar fuera de ellas. A ese destello de confort que sólo percibimos a través de la vida de los otros. Seres digitales. Hologramas planos que, a su vez, nada más que ponderan aquello que no son. Por falta de iniciativa propia. Temor. O desapego social. Todos queremos que se nos reconozca nuestra valía. Y de esa necesidad de pertenencia al grupo nace la búsqueda de una falsa felicidad, a la que Delphine de Vigan, a medio camino entre el estilo periodístico y la novela policiaca, da sentido en su última novela Los reyes de la casa. Un thriller que nos acerca con tintes de novela-denuncia a la confusión que existe a día de hoy entre la realidad y el mundo virtual. Esa otra vida que nos inventamos sin ser conscientes de sus peligros. De Vigan, además, aprovecha esta confusión de ser otro a través de los otros, para poner en solfa la explotación que los padres hacen de sus hijos en las redes sociales. Un trabajo y una exhibición por la que ganan cantidades ingentes de dinero. ¿Acaso hay algo de inocencia en ello? La bondad y parabienes paternales que colonizan el almibarado universo youtuber parece decirnos que sí, pero sólo somos conscientes, y siempre demasiado tarde, de que tan sólo representan la cara oculta de la posverdad. Un oscurantismo que, desde el matiz de ensayo sociológico que tiene esta novela, la autora francesa intenta mostrarnos algo de luz. A veces es un simple destello, pero que a través de su dominio del lenguaje y la trama, enseguida se transforma entre terrorífico y perturbado, porque nos habla muy a las claras de la necesidad del papel de denuncia que tiene la novela —y esta novela en concreto—, y no sólo en su vertiente de novela negra.
De Vigan, desde la denuncia y el estupor, nos hace partícipes de esa huida de la soledad y de nosotros mismos que hoy pueblan las redes sociales, eso sí, con el detonante de la explotación infantil como leitmotiv incontestable de una de las caras más perversas de dicha virtualidad. Virtualidad que no virtuosismo, pues la necesidad del reconocimiento propio y de que tus hijos consigan el éxito que tú nos has tenido y con el que siempre has soñado, alcanza en la novela cotas de un realismo aterrador. A ello, sin duda, contribuye el retrato psicológico de cada uno de los personajes de esta historia, y sobre todo, su evolución a lo largo de la misma, donde De Vigan profundiza sin miedo en las dos caras de la sórdida realidad que más veces de las deseadas se nos escapa de las manos. Como se suele decir, el desconocimiento de la ley no nos exime de su cumplimiento, y el planteamiento que hace la escritora francesa sobre el buenismo imperante en la sociedad actual que siempre se nos muestra como encantador e inocente, aquí nos deja petrificados como un bloque de hielo, por lo infame que puede llegar a ser la conducta de los seres humanos que no ven más allá de la suela de sus zapatos. Al final, el egocentrismo genera caos, el propio y el ajeno, y también es el camino más directo que nos lleva a convertirnos en auténticos sociópatas con tal de imponer nuestras falsas verdades, por muy edulcoradas que las mostremos. Un infantilismo que nos lleva a la actual degradación de una sociedad en la que ya no interesa mostrar la cara oculta de la posverdad.
Ángel Silvelo Gabriel.
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