Hay algo inmensamente perverso en
el amor, y es esa capacidad que tiene para dibujar grietas en una superficie
que nadie ve, salvo el que la sufre. Atrapados en una especie de mar helado que
nos paraliza y nos impide avanzar —cuando además tenemos la certeza de que vamos
a morir congelados—, es lo que nos obliga a realizar un salto mortal sin red, y
en ese desesperado intento, cuando saltamos por encima de nuestras propias
barreras definidas por los sentimientos autoimpuestos, es donde nos damos de
bruces con nuestra propia identidad. Como no tenemos otra salida, la única
opción que se nos presenta es la de aceptar ese todo o nada tan categórico como
salvaje, tan cruel como adverso, tan inesperado como injusto. La vida es
injusta en sí misma, pero también es verdad que, quizá, no haya aventura más
arriesgada que la del viaje. El viaje, sea cual sea su distancia y su frontera,
es tan poderoso, que por sí mismo nos modela el alma sin apenas darnos cuenta,
y no solo eso, porque nos somete a esa perpetua revisión de nuestros más firmes
principios como ninguna otra experiencia es capaz de conseguir. Si a todo ello
le unimos las condiciones extremas a las que la climatología, y sobre todo, la
pasión ciega con la que se viste el amor —que nos lleva a saltarnos las reglas
más elementales del sentido común—, nos encontramos ante un precipicio que ejerce
de frontera entre la vida y la muerte, excepto para aquel que se acerca a él de
una forma temeraria e inesperada. Todas ellas, son condiciones inherentes a
este film que se nos muestra como esa prueba incondicional y única del que solo
entiende el amor con mayúsculas, sin explorar sus consecuencias. Sí, prueba
incondicional a la que la directora Isabel Coixet va a someter a sus
protagonistas en Nadie quiere la noche; una película única, inmensamente bella y
difícil de concebir y entender por lo salvaje de la experiencia. No hay
barreras en la cámara de Coixet ni en la mimética mirada de Juliette
Binoche, cuyos ojos y cara son perseguidos de una forma ensimismada por
el zoom de la directora que, quizá, como nunca, busca romper la barrera externa
de la piel para rebuscar en las entrañas de una protagonista refugiada en la
sinrazón del amor que no entiende de barrera ni límites.
Nadie quiere la noche es,
además, la posibilidad de recrearse en el manto inmaculado de un paisaje nevado
que se confunde con el níveo cielo y que se difumina hasta la línea del
horizonte. En ese universo blanco y prístino nos dejamos llevar por esa otra aventura
de recorridos interiores a la que Coixet nos invita. Detrás de ese
bellísimo decorado no hay nada, salvo la naturaleza más salvaje y adversa…, y
el silencio. Un silencio que, con el paso del tiempo, se transforma en soledad
y esta, a su vez, en una mera prueba de supervivencia como pocas veces se ha
rodado en el cine, pues las imágenes hablan por sí mismas, sin dejar espacio a
las dobles interpretaciones, salvo aquellas inherentes a la propia sensibilidad
de cada espectador. En Nadie quiere la noche, tanto Juliette
Binoche como Rinko Kikuchi se muestran cual heroínas
de una causa perdida que, aunque idéntica en su fin, en cada una de ellas es
distinta, como distintas son las razones que les lleva a aceptar su destino a
cada ser humano. Hambre y frío, soledad e incomunicación, compiten en cada
fotograma junto a esa otra aventura interior que mueve a cada una de las protagonistas
a seguir su propio camino. En este sentido, más allá de las condiciones meteorológicas
extremas a las que se verán expuestas Juliette Binoche y Rinko
Kikuchi, las auténticas y tenebrosas pruebas a las que tendrán que
hacer frente serán las definidas por ese abismo interior que, como un vendaval
de nuevas experiencias, deberán afrontar dentro de sí mismas. Hay pruebas que nada
ni nadie te enseña a soportar ni a sentir, de ahí que las más primarias de las esencias
humanas sean las verdaderas protagonistas de este viaje interior donde, ellas,
por fin, serán las verdaderas protagonistas de la aventura, dejando a un lado a
aquellos otros —todos hombres— que solo buscan el Polo Norte geográfico. Así,
mientras que el marido de la Binoche, Robert Peary, marcha sin rumbo en busca de una entelequia que se le
resiste a lo largo del tiempo, la directora española no repara en él, sino en
ese otro y verdadero descubrimiento que es el de alumbrar aquella otra experiencia
que supone asumir nuestras propias limitaciones y resistencia ante aquello a lo
que jamás imaginamos que deberíamos enfrentarnos. Igual que una lanza que
directamente nos parte el esternón en dos, las imágenes de esta película apuntan
con miedo, pero también con mucho coraje, a nuestro espacio más vulnerable,
para de ese modo, escarbar sin dificultad en el demiurgo de un alma que ya escapó
despavorida al imaginar aquello que se le avecinaba.
En esa plasticidad que mezcla
miedo y coraje, belleza y aventura, Nadie quiere la noche nos descubre
la inmensidad del ser humano, esa que va más allá de las extensas y paradisiacas
llanuras nevadas polares, y lo hace de la mano de una directora, Isabel
Coixet, y dos actrices Juliette Binoche y Rinko Kikuchi,
que son las verdaderas protagonistas de este viaje jamás contado.
Ángel Silvelo Gabriel.
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