lunes, 30 de noviembre de 2015

ISABEL COIXET, NADIE QUIERE LA NOCHE: CUANDO LAS PROTAGONISTAS DEL VIAJE Y LA AVENTURA SON ELLAS


Hay algo inmensamente perverso en el amor, y es esa capacidad que tiene para dibujar grietas en una superficie que nadie ve, salvo el que la sufre. Atrapados en una especie de mar helado que nos paraliza y nos impide avanzar —cuando además tenemos la certeza de que vamos a morir congelados—, es lo que nos obliga a realizar un salto mortal sin red, y en ese desesperado intento, cuando saltamos por encima de nuestras propias barreras definidas por los sentimientos autoimpuestos, es donde nos damos de bruces con nuestra propia identidad. Como no tenemos otra salida, la única opción que se nos presenta es la de aceptar ese todo o nada tan categórico como salvaje, tan cruel como adverso, tan inesperado como injusto. La vida es injusta en sí misma, pero también es verdad que, quizá, no haya aventura más arriesgada que la del viaje. El viaje, sea cual sea su distancia y su frontera, es tan poderoso, que por sí mismo nos modela el alma sin apenas darnos cuenta, y no solo eso, porque nos somete a esa perpetua revisión de nuestros más firmes principios como ninguna otra experiencia es capaz de conseguir. Si a todo ello le unimos las condiciones extremas a las que la climatología, y sobre todo, la pasión ciega con la que se viste el amor —que nos lleva a saltarnos las reglas más elementales del sentido común—, nos encontramos ante un precipicio que ejerce de frontera entre la vida y la muerte, excepto para aquel que se acerca a él de una forma temeraria e inesperada. Todas ellas, son condiciones inherentes a este film que se nos muestra como esa prueba incondicional y única del que solo entiende el amor con mayúsculas, sin explorar sus consecuencias. Sí, prueba incondicional a la que la directora Isabel Coixet va a someter a sus protagonistas en Nadie quiere la noche; una película única, inmensamente bella y difícil de concebir y entender por lo salvaje de la experiencia. No hay barreras en la cámara de Coixet ni en la mimética mirada de Juliette Binoche, cuyos ojos y cara son perseguidos de una forma ensimismada por el zoom de la directora que, quizá, como nunca, busca romper la barrera externa de la piel para rebuscar en las entrañas de una protagonista refugiada en la sinrazón del amor que no entiende de barrera ni límites.
 

Nadie quiere la noche es, además, la posibilidad de recrearse en el manto inmaculado de un paisaje nevado que se confunde con el níveo cielo y que se difumina hasta la línea del horizonte. En ese universo blanco y prístino nos dejamos llevar por esa otra aventura de recorridos interiores a la que Coixet nos invita. Detrás de ese bellísimo decorado no hay nada, salvo la naturaleza más salvaje y adversa…, y el silencio. Un silencio que, con el paso del tiempo, se transforma en soledad y esta, a su vez, en una mera prueba de supervivencia como pocas veces se ha rodado en el cine, pues las imágenes hablan por sí mismas, sin dejar espacio a las dobles interpretaciones, salvo aquellas inherentes a la propia sensibilidad de cada espectador. En Nadie quiere la noche, tanto Juliette Binoche como Rinko Kikuchi se muestran cual heroínas de una causa perdida que, aunque idéntica en su fin, en cada una de ellas es distinta, como distintas son las razones que les lleva a aceptar su destino a cada ser humano. Hambre y frío, soledad e incomunicación, compiten en cada fotograma junto a esa otra aventura interior que mueve a cada una de las protagonistas a seguir su propio camino. En este sentido, más allá de las condiciones meteorológicas extremas a las que se verán expuestas Juliette Binoche y Rinko Kikuchi, las auténticas y tenebrosas pruebas a las que tendrán que hacer frente serán las definidas por ese abismo interior que, como un vendaval de nuevas experiencias, deberán afrontar dentro de sí mismas. Hay pruebas que nada ni nadie te enseña a soportar ni a sentir, de ahí que las más primarias de las esencias humanas sean las verdaderas protagonistas de este viaje interior donde, ellas, por fin, serán las verdaderas protagonistas de la aventura, dejando a un lado a aquellos otros —todos hombres— que solo buscan el Polo Norte geográfico. Así, mientras que el marido de la Binoche, Robert Peary, marcha sin rumbo en busca de una entelequia que se le resiste a lo largo del tiempo, la directora española no repara en él, sino en ese otro y verdadero descubrimiento que es el de alumbrar aquella otra experiencia que supone asumir nuestras propias limitaciones y resistencia ante aquello a lo que jamás imaginamos que deberíamos enfrentarnos. Igual que una lanza que directamente nos parte el esternón en dos, las imágenes de esta película apuntan con miedo, pero también con mucho coraje, a nuestro espacio más vulnerable, para de ese modo, escarbar sin dificultad en el demiurgo de un alma que ya escapó despavorida al imaginar aquello que se le avecinaba.
 

En esa plasticidad que mezcla miedo y coraje, belleza y aventura, Nadie quiere la noche nos descubre la inmensidad del ser humano, esa que va más allá de las extensas y paradisiacas llanuras nevadas polares, y lo hace de la mano de una directora, Isabel Coixet, y dos actrices Juliette Binoche y Rinko Kikuchi, que son las verdaderas protagonistas de este viaje jamás contado. 

 

Ángel Silvelo Gabriel.

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