Mirar el mundo desde ese punto de vista que nadie
entiende, llegar a ese lugar que nadie ve, o reinterpretar el universo de los
sentimientos de una forma distinta, novedosa y tan expeditiva como
revolucionaria, deviene en una tumultuosa insatisfacción que, a veces, se paga
con la propia vida. La valentía de aquellos que dejan este mundo por decisión propia
y por sus propios medios, está forjada en la tenacidad de una lucha en la que
se saben perdedores desde el principio, pero que sólo asumen como tal, cuando
su espíritu atormentado se queda sin más excusas y sin fuerzas. El agotamiento
físico y vital se traspone en una sombra difícil de soportar, y, que sobre
todo, no aguanta el imposible equilibrio sobre la cuerda floja sobre la que se
sustenta su vida. «El poema nace muerto… Los hijos se mueren y los buenos
textos no», nos proclama una Anne Sexton
vital y viva dentro de su íntimo tormento. Y esa la única y posible salvación:
la poesía que, como deseo de perfección, es válida hasta que la propia
insatisfacción la bloquea para dirigirla camino del suicido. Sin embargo, El
techo de cristal (Anne & Sylvia) no es una obra de teatro acerca
del suicidio, sino un inesperado y productivo encuentro entre dos almas rotas y
perdidas que necesitan reencontrase en sus propios reflejos, ésos donde lo
invisible se convierte en posible. Bajo un excelente texto de Laura Rubio Galletero,
asistimos a través de los vaivenes del flashback a ese proceso de ida y vuelta
que sólo el paso del tiempo nos permite afrontar, y desde el que poder
afligirnos, reír y llorar junto a los actores que los ponen en pie: Montse
Gabriel (Sylvia Plath) en la
que destaca su ausencia de histrionismo a la hora de dar vida a la poetisa
norteamericana, Luzia Eviza (Anne Sexton)
que sobre las tablas desborda de una forma equilibrada la desmesura de Anne, e Ismael de la Hoz que da
vida a varios personajes a la vez, entre ellos a Ted Hughes (el marido de Sylvia
Plath), y que es el perfecto contrapunto de este viaje a la deriva, pues se
convierte en testigo, juez y verdugo de esta intrahistoria.
El techo de cristal es una metáfora que, alude, a las
barreras invisibles a las que ven expuestas las mujeres en el ámbito
profesional, pero en este caso también, sirve de guiño a la obra de Sylvia Plath, La campana de cristal, y
además, es el anhelo de dos poetas que se lanzan en busca del poema perfecto. Para
no faltar a la verdad, el techo de cristal es ese lugar que nadie visualizar, pero
al que Sexton pone palabras: «el
precio de la fama… dicen leernos cuando quieren decir follarnos». Ahí es donde
reside el alma de esa rabia incontenida pero a la vez invisible de estas dos
mujeres que en diversos flasback fechados en 1959 —cuando asisten al taller
literario de Robert Lowell— dan
rienda suelta a sus pasiones y sus miedos en el bar del hotel Ritz de Boston.
Ahí, temas como: el embarazo, la menstruación, el matrimonio, el amor y cómo
no, el proceso creativo, se abren uno a uno cuales pétalos de una flor en una
mañana de primavera. Esa desnudez a la que se enfrentan Anne y Sylvia tiene una excusa: encontrar el poema perfecto. Un
poema que Sexton siempre le pide a Plath, y que ésta no está dispuesta a
mostrarle y, cuando lo hace, quizá, ya sea demasiado tarde. Adelantadas a su
tiempo, ambas poetas deambulan por el mundo como lo harían dos frágiles barcos
por un océano lleno de obstáculos: maridos, hijos, padres, sociedad…, y que la
final de la obra deviene en una serie de confesiones de unos y otros que tratan
de ajustar sus posiciones y decisiones en el tiempo. Más allá de este postrero
ajuste de cuentas con el mundo, El techo de cristal es una magnífica
obra de teatro que nos hace reflexionar sobre aquello que de verdad importa:
las zancadillas —propias y ajenas— a las que los creadores se enfrentan a lo largo
de su vida y de su obra, porque de esa lucha sin cuartel nace la obra de arte,
ésa que nos ayuda a avanzar y ver el mundo de otra forma, pues sin ella, no
seríamos capaces de llegar a ese punto que no somos capaces de visualizar por
nosotros mismos, igual que ese invisible techo de cristal y el hallazgo del
poema perfecto.
Ángel Silvelo Gabriel
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