La sombra del mal siempre esta ahí, al acecho de la
conciencia humana para no permitirla redimirse de sus pecados así sin más. Si Paul
Verhoeven hubiese optado por esta vía, Elle no sería lo
que es: la provocación del mal reconvertida en un perverso sueño. Sin duda, el
veterano director, en su regreso a la gran pantalla después de diez años de
ausencia, ha querido divertirse y, para ello, se ha permitido coger otra de las
opciones en las que se bifurca el camino, aunque ésta no sea ni la más esperada
ni la más convencional. Elle es un juego que el director propone
a su protagonista, y que ésta, acepta como tal para deformar nuestra visión de
la realidad en aras de mostrarnos otro mundo: el suyo. Un mundo de turbio
pasado, violento y marcado por los demás, lo que provoca en ella la necesidad
de una experimentación vital nada convencional. Aquí entran en conflicto la
moral y el deseo, pero también la nula necesidad de que el bien prevalezca
sobre el mal, o el orden sobre el caos, pues Elle es un universo
personal y fílmico que no conoce reglas, salvo las propias, porque su director
nos propone entrar en un mundo aparte, para una vez dentro, participar de él a
través de la sutileza del engaño y la mordacidad de un tipo de moral a la que
no estamos acostumbrados a enfrentarnos, a la que además, hay que añadir unas
dosis de humor negro y de denuncia de la estructura familiar convencional que,
a lo que se nos muestra, marcha a una deriva sin final feliz. En esa
contraposición de luces y sombras, sospechas y sorpresas, vamos avanzando en un
discurso fílmico prolongado —quizá demasiado—, del que precisa Verhoeven
para mostrarnos su tesis acerca de esa doble moral que tanto nos corroe día a
día. Es verdad que Isabelle Huppert está inmensa y sale
victoriosa en su batalla frente a la cámara, a la que es sometida por parte de
su director, a través de unos primeros planos que no dejan espacio para la
mentira, o mediante intrépidos movimientos escénicos que inducen a la sorpresa,
pero que tanto en un caso como en el otro, se asemejan mucho a los de un
felino. Un juego de expresiones a los que la Huppert se enfrenta
desde una gama de matices que van, desde la más pérfida frialdad expresiva, al más
perverso y provocativo desmantelamiento del deseo que no conoce reglas.
Conviene aclarar que Elle no es una historia
real sobre la violación que sufre la protagonista de la misma, Michèle
LeBlanc, en el primer plano secuencia del film —perfectamente resuelto por
el director, por cierto— sino un sueño, el que tuvo el director de la película,
Paul Verhoeven, después de leer la novela Oh... del escritor
francés Philippe Djian. Un texto, al que el holandés, a sus
setenta y ocho años ha querido dotar de una personalidad y visión únicas, como
únicas son la esencia de su cine y la perversión de su alma, siempre dispuesta
a poner en entredicho las convenciones de la sociedad en la que vive. El
peligro de esta distorsionada percepción del mundo, está en que puede transformarse
en una peligrosa —por grotesca— reinterpretación de aquello que el resto tilda
de convencional, pues este desenfoque de la realidad, le llevaría a
precipitarse —sin derecho a una red salvavidas— por el abismo del cine de
grandes efectos especiales, quizá, el último peldaño que ya subió en más de una
ocasión cuando dirigía superproducciones en Hollywood.
Ángel Silvelo Gabriel
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