No hace falta más que
alejarse un poco del bullicio que reina en el Coliseo y sus alrededores para
llegar a Campo Cestio, un lugar presidido por una pirámide evocadora de otras
culturas, y que es el mejor símbolo de la magnitud del paso del tiempo. «Todo
es efímero menos yo misma», parece decirnos, pero también, a poco que nos
fijemos, caeremos en cuál es el verdadero fin último de su ubicación. Campo
Cestio, a día de hoy, es un lugar de peregrinación literaria en la ciudad
eterna. Todos aquellos amantes de la lectura que tratan de unir arte y
literatura, llegan hasta el cementerio protestante de la ciudad de Roma para
cumplir con la liturgia de visitar la tumba del poeta romántico John Keats y,
de esa manera, cerrar el círculo de su historia. Cada vez más, los visitantes
acuden sin reparo a ese lugar sagrado que se esconde bajo la sombra de pinos y
cipreses, naranjos y palmeras, y que junto al interés puramente literario,
cobija un mágico silencio que el tráfico que le rodea no es capaz de perturbar.
Una sensación tan placentera que nos lleva a expresar que a escasos metros de
sus murallas se encuentra el mundo, pero dentro de ellas, se halla la
eternidad. De ahí, que uno sólo será testigo de la magnitud que día a día va
tomando la figura del poeta inglés si visita el cementerio y su tumba,
presidida por una lira a la que le faltan cuatro cuerdas, como símbolo de su
fugaz paso por la vida.
El final del viaje
para Keats, acabó en el cementerio protestante de Campo Cestio en Roma. Una afirmación que
por otra parte no es del todo cierta. Sí es verdad que su sepultura no tiene
nombre, y que en su lápida se puede leer el famoso epitafio que inventó días
antes de morir, sobre el que hay una imagen de una lira a la que le faltan la
mitad de las cuerdas (idea de Joseph Severn), y que a unos metros a la
izquierda, justo en la tapia del cementerio, hay un medallón con una efigie y
unos versos en los que se puede leer su apellido en acróstico vertical. También
es verdad que Shelley llevaba un libro de Keats en el bolsillo cuando murió
ahogado en un naufragio un año después en la Toscana, y que antes, le dio
tiempo a escribir el poema Adonaïs en
honor de su amigo que describe muy bien el cementerio donde descansan sus
restos, y donde el poeta romántico dio sus últimos pasos en la ciudad de Roma: “el cementerio es un espacio abierto entre
ruinas,/ y en invierno lo cubren violetas y margaritas./ Podría hacer que uno
se enamorara de la muerte/ al pensar en ser enterrado en un lugar tan grato”.
Un lugar que Lord Houghton define así en su libro Vida y cartas de John Keats: "...
uno de los más hermosos lugares donde pueda reposarse la mirada y el corazón de
los hombres. Es un declive lleno de césped, entre las ruinas de las murallas de
Honorio correspondientes a la ciudad reducida, y dominada por la tumba
piramidal que Petrarca atribuyó a Remo, pero que la verdad arqueológica a
adscrito al nombre más humilde de Cayo Cestio, tribuno del pueblo, sólo
recordado por su sepulcro". Y que incluso Severn, tampoco pudo evitar
describir las sensaciones que le producía, y así lo hace en una carta que
escribió a Mr. Haslam diez semanas después del óbito de Keats: “anduve por allí hace pocos días, y vi que
las margaritas la han cubierto ya enteramente. Es uno de los lugares retirados
más hermosos de Roma. No se encontraría un sitio semejante en Inglaterra. Lo
visito con una deliciosa melancolía, que alivia mi tristeza. Cuando me acuerdo
del largo tiempo en que ni un solo día estuvo Keats libre de agitación y
tormento tanto del alma como del cuerpo, y que ahora yace en reposo con las
flores que tanto deseaba sobre él, sin otro sonido en el aire que el de las
esquilas de unas pocas ovejas y cabras, me siento realmente agradecido de que
esté aquí, y me acuerdo de cuán ardientemente rogaba porque sus sufrimientos
llegaran a su fin y pudiera alejarse de un mundo donde ya ni un solo ápice de
alivio quedaba para él”.
Sin embargo, este no es el final del
viaje, pues tras el cuerpo del hombre que permanece enterrado bajo tierra
quedan sus palabras, las palabras del poeta que, siempre, estarán presentes a
lo largo del tiempo.
Ángel Silvelo Gabriel