¿Por qué necesitamos la belleza para sobrevivir? ¿De qué está hecha? ¿Cuál es su génesis? ¿De dónde procede esa mirada que nos deslumbra? Su búsqueda puede llegar a ser una enfermedad. Silenciosa. Abrupta. Incompresible. Fanática por su propensión a la locura. Espacio donde las fronteras de lo lícito son sólo oníricas. ¿Qué existe lejos de ella? Lejos de ella queda el mundo. Aquel que nos produce hastío y hartazgo. ¿Qué queda entonces tras la belleza? La nada, porque esa es la mayor muestra de esta enfermedad, una claudicación. Una claudicación que, en el caso de Parthenope, la última película de Paolo Sorrentino lleva el nombre de Nápoles. Ciudad azul. Lúdica. Luminosa y acuática, como la figura mitológica de la sirena que le da nombre a este film. Parthenope, es un mito, y una mujer nacida en el mar. Un todo que, en el caso de la belleza hecha mujer, para el director napolitano está encarnada en la actriz Celeste Dalla Porta. En este incandescente delirio de imágenes hay una pregunta que se repite: «¿En qué piensas?». A la que su protagonista responde, por fin, tras muchas veces planteada: «En todo lo demás». Ese todo lo demás, una vez vista esta historia podríamos decir que es un todo, porque abarca tanto la vida como la muerte, el deseo, el amor y la belleza. Parthenope es un artefacto fílmico que nos recuerda en ocasiones a la exuberante puesta en escena de un inconmensurable Fellini, pues sólo hace falta ver cómo se inicia ese film a través de una visión única de Nápoles desde una embarcación que se acerca a la ciudad. O mediante la carroza que se convierte en un fortín del deseo; o en ese recorrido nocturno donde se concitan personas bellos y monstruosos a la vez. Paseos nocturnos que, sin embargo, no llegan a esa máxima expresión estética que sí se alcanza en La grande bellezza y los paseos de Jep Gambardella por una Roma única y solitaria.
Parthenope es una película ensimismada en bellas imágenes que se abaten sobre una inexistente estructura narrativa. La imagen se impone a la palabra en demasiadas ocasiones, lo que propicia el despiste o el vacío de lo inexpresivo. Sorrentino lo deja todo en manos de la mirada y la belleza mediterránea de su protagonista: Celesta Dalla Porta. Mujer nacida del mar y metáfora de una ciudad, Nápoles, que naufraga en una intensidad que se pierde en sus entrañas, y que como dice uno de sus personajes: «Es una ciudad donde se vive y se muere por motivos banales». Una banalidad que, a veces, se apodera de esta historia a medio camino entre la fantasía y el deseo. A pesar de que, Gary Oldman, el actor que da vida al escritor norteamericano John Cheever nos diga: «Tú puedes decirlo todo sin decir una palabra». Un andamio literario que no siempre soporta el espacio fílmico. Esa melancólica desidia es a la que se abandona Paolo Sorrentino cuando busca la belleza a través de los recuerdos y el feedback que éstos le producen. Memoria excesiva, en ocasiones, que se neutraliza con el contrapunto que supone en sí misma la antropología y su hallazgo. Esencia del mundo y del ser humano a la que se abandona Celeste, una vez que deja de lado la facilidad de una vida entregada a la belleza corporal y al deseo vacuo. Esa búsqueda, al principio inocente, de la esencia de la vida, le lleva al director italiano a crear y recrearse en un personaje protagonista inmerso en una distante frialdad que trata de romper con una visión hedonista de la belleza humana que, sin embargo, no llega a seducirnos como debería hacerlo dada la voluptuosidad de la propuesta.
De ese hedonismo y frialdad nace un retrato, por momentos mágico, de Nápoles, aunque a veces caiga en la reiteración que la sumerge en el abismo, para más tarde renacer cuando creemos que todo está perdido. Y, todo ello, gracias a la luz de una ciudad y a un mar infinito en el que se recrea la cámara de un Sorrentino enfermo de la belleza de la ciudad que le vio nacer. Como dice uno de sus personajes: «Es imposible ser feliz en la ciudad más hermosa del mundo». Una recurrente infelicidad que también le lleva a manifestar a Parthenope: «Como imposible es ser feliz siendo la mujer más hermosa del mundo».
Ángel Silvelo Gabriel.