martes, 22 de abril de 2025

PAOLO SORRENTINO, PARTHENOPE: UNA ENFERMEDAD LLAMADA NÁPOLES

 


¿Por qué necesitamos la belleza para sobrevivir? ¿De qué está hecha? ¿Cuál es su génesis? ¿De dónde procede esa mirada que nos deslumbra? Su búsqueda puede llegar a ser una enfermedad. Silenciosa. Abrupta. Incompresible. Fanática por su propensión a la locura. Espacio donde las fronteras de lo lícito son sólo oníricas. ¿Qué existe lejos de ella? Lejos de ella queda el mundo. Aquel que nos produce hastío y hartazgo. ¿Qué queda entonces tras la belleza? La nada, porque esa es la mayor muestra de esta enfermedad, una claudicación. Una claudicación que, en el caso de Parthenope, la última película de Paolo Sorrentino lleva el nombre de Nápoles. Ciudad azul. Lúdica. Luminosa y acuática, como la figura mitológica de la sirena que le da nombre a este film. Parthenope, es un mito, y una mujer nacida en el mar. Un todo que, en el caso de la belleza hecha mujer, para el director napolitano está encarnada en la actriz Celeste Dalla Porta. En este incandescente delirio de imágenes hay una pregunta que se repite: «¿En qué piensas?». A la que su protagonista responde, por fin, tras muchas veces planteada: «En todo lo demás». Ese todo lo demás, una vez vista esta historia podríamos decir que es un todo, porque abarca tanto la vida como la muerte, el deseo, el amor y la belleza. Parthenope es un artefacto fílmico que nos recuerda en ocasiones a la exuberante puesta en escena de un inconmensurable Fellini, pues sólo hace falta ver cómo se inicia ese film a través de una visión única de Nápoles desde una embarcación que se acerca a la ciudad. O mediante la carroza que se convierte en un fortín del deseo; o en ese recorrido nocturno donde se concitan personas bellos y monstruosos a la vez. Paseos nocturnos que, sin embargo, no llegan a esa máxima expresión estética que sí se alcanza en La grande bellezza y los paseos de Jep Gambardella por una Roma única y solitaria. 

Parthenope es una película ensimismada en bellas imágenes que se abaten sobre una inexistente estructura narrativa. La imagen se impone a la palabra en demasiadas ocasiones, lo que propicia el despiste o el vacío de lo inexpresivo. Sorrentino lo deja todo en manos de la mirada y la belleza mediterránea de su protagonista: Celesta Dalla Porta. Mujer nacida del mar y metáfora de una ciudad, Nápoles, que naufraga en una intensidad que se pierde en sus entrañas, y que como dice uno de sus personajes: «Es una ciudad donde se vive y se muere por motivos banales». Una banalidad que, a veces, se apodera de esta historia a medio camino entre la fantasía y el deseo. A pesar de que, Gary Oldman, el actor que da vida al escritor norteamericano John Cheever nos diga: «Tú puedes decirlo todo sin decir una palabra». Un andamio literario que no siempre soporta el espacio fílmico. Esa melancólica desidia es a la que se abandona Paolo Sorrentino cuando busca la belleza a través de los recuerdos y el feedback que éstos le producen. Memoria excesiva, en ocasiones, que se neutraliza con el contrapunto que supone en sí misma la antropología y su hallazgo. Esencia del mundo y del ser humano a la que se abandona Celeste, una vez que deja de lado la facilidad de una vida entregada a la belleza corporal y al deseo vacuo. Esa búsqueda, al principio inocente, de la esencia de la vida, le lleva al director italiano a crear y recrearse en un personaje protagonista inmerso en una distante frialdad que trata de romper con una visión hedonista de la belleza humana que, sin embargo, no llega a seducirnos como debería hacerlo dada la voluptuosidad de la propuesta. 

De ese hedonismo y frialdad nace un retrato, por momentos mágico, de Nápoles, aunque a veces caiga en la reiteración que la sumerge en el abismo, para más tarde renacer cuando creemos que todo está perdido. Y, todo ello, gracias a la luz de una ciudad y a un mar infinito en el que se recrea la cámara de un Sorrentino enfermo de la belleza de la ciudad que le vio nacer. Como dice uno de sus personajes: «Es imposible ser feliz en la ciudad más hermosa del mundo». Una recurrente infelicidad que también le lleva a manifestar a Parthenope: «Como imposible es ser feliz siendo la mujer más hermosa del mundo». 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 14 de abril de 2025

MARIO VARGAS LLOSA (1936-2025): UNA VIDA DEDICADA A LA LITERATURA

 




«Lo más importante que me ha pasado en la vida ha sido aprender a leer», manifestó en muchas ocasiones el escritor peruano, entre otras, en el discurso que ofreció en Estocolmo cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en el año 2010. Hasta llegar a ese momento, el transcurso de los días le llevó de lectura en lectura, de libro en libro, de autor en autor, a ser el literato que acabó siendo, pues él mismo se definió como lector antes que escritor. Y, entre sus muchas lecturas, que comenzaron con los libros de aventuras de Emilio Salgari o Julio Verne, recaló en Flaubert. Lo hizo, de la mano de Madame Bovary, una novela que leyó en infinidad de ocasiones, pues nunca supo zafarse de su encanto. Una loa a medio camino entre la admiración y el fetichismo literario que siempre quiso reflejar a lo largo de su obra desde sus inicios en su Perú natal, cuando escribió esas pequeñas obras maestras como son las novelas complementarias Los cachorros y La ciudad y los perros. 

La escritura a través del periodismo, las novelas, el ensayo y el teatro, fueron el manantial de una vida dedicada a la literatura. Una vida literaria que él reconoció que le fue propicia, gracias, entre otras cosas, a su tenacidad, al halago de los suyos, y a esa pizca de suerte tan necesaria en toda larga carrera que se precie. Un empeño que se fraguó en la adversidad, como el de tanto otros, desde sus difíciles inicios en París, donde lo pasó muy mal junto a su primera mujer, y donde tuvo que desempeñar múltiples oficios para poder subsistir, aunque de alguna manera, de ahí surgiese el germen que más tarde se convirtió en el boom latinoamericano junto a Gabriel García Márquez o Julio Cortázar, entre otros. Un boom que, desde Barcelona y la agencia literaria de Carmen Balcells se extendió al resto del mundo. De ese amor a la literatura también surgió el miedo a los totalitarismos y su lucha en aras de ganar una libertad colectiva y personal que fuese capaz de cambiar el mundo. Él, sin duda, lo entendió así, y lo dejó plasmado en su obra literaria y ensayística, e incluso en el final de su discurso del Nobel: «Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.» De ese imposible plagado de recuerdos de su Perú natal, adolescente y de primera juventud, a su deambular por el resto de mundo se debe la mirada universal de un escritor universal. Un escribidor sumergido y encadenado a esa hechicería plagada de mentiras propias y ajenas. De ilusiones nunca confesadas, pero sí escritas en un folio en blanco; o de los sueños que, compaginados con la realidad que le tocó vivir, caminaron de la mano a la hora de descubrir esas otras vidas, esos otros amores o desilusiones, o esos secretos nunca confesados que le llevaron a seducir al mundo con la mano firme de quien cree que en los hechos de aprender a leer y escribir se encuentran la esencia de la vida, pues ambos, son los vehículos posibilitadores para dinamizar el cambio de aquello que consideramos como imposible y, de algún modo, ser capaces de hacerlo posible. Siendo éste, sin duda, el espíritu transformador de la literatura en su más amplio sentido. Una posibilidad que Vargas Llosa exploró a lo largo de sus lecturas y sus escrituras, pues no en vano su vida ha sido una vida dedicada a la literatura. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 8 de abril de 2025

GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA, EL GATOPARDO: EL PODER DE LO TRASCENDENTE SOBRE LO COTIDIANO, O VICEVERSA


 

La vida fluye como el caudal de un río que sabe cuál es su final. En ese paso entre el ayer, el hoy y el mañana, la cinética de los recuerdos convulsionan nuestras vidas como agrestes cascadas o sinuosos meandros. Entre la fuerza y la calma aún sopesamos los estados intermedios que nos llevan desde la plenitud de la juventud y el entusiasmo, a la decadencia y la melancolía de la madurez. Vagos perfiles de la existencia, ya que no nos describen ese futuro que nos gustaría atrapar para ser dueños de nuestro destino. En El Gatopardo, Lampedusa juega con el tiempo y la historia de Sicilia a través de los sentimientos de unos personajes que nacen y mueren en la intemperie de un cambio de ciclo social y político que observan desde la lontananza de los privilegiados. Un hecho que, por ejemplo, no le impide a su protagonista, Don Fabrizio, ser consciente de los mimos y de las repercusiones que le traerán a su familia, pues él forma parte de otro tiempo. Un estar en el mundo que se resume muy bien en la famosa frase; «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». En este sentido, lo nuevo frente a lo viejo y decadente sólo es una impostura formal que no estructural. De esos relámpagos sostenidos en el tiempo nacerá una nueva nación sumida en las mismas sombras, o parecidas, que la precedieron, pues ese es uno de los axiomas de esta magnífica novela, donde su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, utiliza un refinado lenguaje que vuelca de un perfecto estilo que entremezcla lo trascendente con lo cotidiano. 

La novela es un asombroso engranaje de aptitudes y semblanzas que van desde el amor imposible de Concetta sobre Tancredi, ante el propio arribismo que representan él mismo, o Don Calogero y su hija Angélica. El ansia por el poder es inasequible al desaliento en las clases bajas y futuros burgueses, mientras que los aristócratas deambulan perdidos en sus trasnochadas costumbres. Circunstancias que, en ambos casos, determinarán el futuro próximo de Italia. Nación de contrastes dominados por la pasión y una belleza innata que la hacen inalcanzable. Ese gusto por la estética también está presente en El Gatopardo y el su refinada inclinación por una dejadez estética que no necesita de nadie para sobrevivir, sino de alguien que se detenga a observarla. No hay nada más bello que la contemplación del arte en su más amplia definición cuando éste es advertido en pleno descuido, aquel que nos permite adivinar lo que sentimos cuando lo observamos. Acontecimientos y vidas que dan luz a una época a la que Lampedusa dota de una universalidad pasmosa, por lo que ésta tiene de alumbradora en el futuro de la Historia, como se refleja en este diálogo entre Don Fabrizio el padre Pirrone: «No somos ciegos, querido padre, sólo somos hombres. Vivimos en una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como se mecen las algas ante el empuje del mar. A la santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad; a nosotros, como clase social, no». Acontecimientos y vidas que nos introducen en el corazón, e incluso en el alma de un tiempo, donde el tiempo, no era el dueño del mundo, y donde el descubrimiento de las oportunidades que proporciona siempre el cambio son medidas con la desazón de una falta de principios que puedan ser establecidos más allá del hecho revolucionario en sí. Lampedusa es consciente de todo ello y deja la posteridad al servicio de un libre albedrío alejado de sus personajes que, como buenos vividores de su tiempo, acabarán perdidos en la inmensidad de la nada. Una nada que no admite la eternidad de la santa Iglesia, pero que muchos de ellos desconocen. Fe frente a razón, del mismo modo que las sombras de la vida se depositan sobre el poder de lo trascendente sobre lo cotidiano, o viceversa. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 7 de abril de 2025

ABEL AZCONA, MADRE E HIJO. PERFOMANCE EN LA SALA DE COLUMNA DEL CÍRCULO DE BELLAS ARTES: UNA MADRE Y SU HIJO; UN HIJO Y SU MADRE

 


¿Qué mejor forma de celebrar tu trigésimo séptimo cumpleaños que conociendo a tu madre? Esa fantástica idea fue la que se le ocurrió a Abel Azcona el pasado 1 de abril en una sala de columnas del Círculo de Bellas Artes repleta de amigos y desconocidos ávidos de nuevas experiencias como esas. Una forma de celebrar, en principio, privada, que invade el espacio público. Espacio público, eso sí, como sinónimo de político y militante. Político por el resplandor woke que inundó de buenismo el espacio para tal representación. Y militante, por la exposición del dolor, el abuso físico, el acoso y sus múltiples perfomances que nos acercaron hasta la figura del superviviente que nos exhibió un Azcona, primero sentado mientras nos introdujo en su perfomance, y luego de pie antes de dar entrada a su madre. Porque la celebración de su cumpleaños iba de eso: «Vengo a encontrar a la madre que ha venido a buscarme». Un acto que, sin embargo, tenía truco, porque ese uno de abril, la fecha de su trigésimo-séptima onomástica, era la condición que él mismo le había propuesto a su primogénita para conocerla físicamente. No así, a través del WhatsApp y sus emoticonos cargados de retóricos mimos en forma de piolines, flores o corazoncitos rojos. 

Tal acto de amor estuvo rodeado de una gran expectación por lo que tenía de sobresaliente el primer encuentro de una madre y su hijo; un encuentro entre un hijo y su madre que quedó plasmado en un interminable suspenso de 45 minutos, que fueron los que permanecieron ambos en silencio sobre el estrado, a modo de escenario, a la espera de que en algún momento dado se rompiera ese silencio. Un silencio que, sin duda, implicó que fuese el propio espectador el que se lo tuviera que imaginar todo, salvo aquellos amiguis que lloraban desconsoladamente y llenaban las primeras filas del improvisado patio de butacas—hasta la kamikaze Angélica Liddell fue presa de tal desesperación— ante tal muestra de ternura —que sin duda la hubo—. Lo que corrobora, una vez más, que la auto-ficción está más de moda que nunca, sobre todo, si la misma va de un personaje conocido o famoso —España, la mayor de las veces, no pasa de ser un corral de cotillas, y el mundo cultural es una buena muestra de ello—. 

Al otro lado de esa invasión del espacio privado o más íntimo, por pudoroso, sobre lo público, hubo una declaración del propio Azcona que lo hizo más patente si cabe: «Me muevo mejor entre las personas que me han hecho daño». En ese espacio de solemne silencio a uno le dio por romper esa cacofonía del buenismo que dilapidó el dolor y el sufrimiento propio, y que nos fue expuesto sin más contemplaciones que unas grandes dosis de ternura que lo recubriesen para no salir manchados de sangre. Para romper esa cacofonía que ya está presente en los nombres de los protagonistas; de una parte, el Abel del hijo; y de otra, el Isabel que comparten sus madres biológica y adoptiva, a uno le dio por pensar en ese más allá que también se produjo en ese primer contacto físico del hijo con la madre. Una especie de nacimiento cárnico por la similitud con la que lo contemplamos desde la distancia, y que es fácilmente asimilable a esa liturgia que en sí misma tuvo la puesta en escena de tal acto. Una puesta en escena donde el perdón y la religión se fusionaron en el movimiento y contacto de las manos entre madre e hijo. Donde ella se asemejaba, sin mucha dificultad para adivinarlo, a una Madonna con su hijo en brazos, lo que corrobora la expresión del hijo cuando manifestó que: «Me he acercado más al arte». 

Una madre y un hijo que, en su intensa quietud sobre el escenario, nos recordaron a los montajes del video-artista Bill Viola, por esa capacidad que muchas veces tienen el estatismo y el silencio, que esta vez, hasta incluso fue privado de una banda sonora que lo acompañase o lo recogiese un poco más, si cabe. Dolor y sufrimiento. Loas a la esperanza y a la resurrección que de alguna forma se produjeron sobre el escenario. Posibilidad de transformación, eso sí, silenciosa. Quizá, porque haya que esperar a próximas perfomances donde Azcona ya sí, recurra a la palabra para trasladarnos sus experiencias sobre la auto-ficción y la vida.

Ángel Silvelo Gabriel.