sábado, 20 de diciembre de 2025

MIS MEJORES LECTURAS DEL AÑO 2025

1.- PIERRE DRIEU LA ROCHELLE, EL FUEGO FATUO: EL SUSPIRO DE LA DESESPERACIÓN

Fuego fatuo como una burbuja y emblema de la desesperación que, sin embargo, renace cada amanecer. Creer en aquello que sabemos que nos matará. Ejercer de lo que no conocemos por el simple hecho de reivindicar el juego que conlleva enfrentarnos a la realidad. Juego sin malabares y repleto de oscuridades. Calles desiertas. Vomitonas de madrugada. Y droga. Heroína como simuladora de aquello que no somos. En El fuego fatuo, Pierre Drieu la Rochelle refleja esa desazón que se quedó en las almas de aquellos que hicieron frente y sobrevivieron a La Gran Guerra. Muerte y destrucción que dejó sin futuro a miles de jóvenes europeos que se quedaron sin vivir el esplendor de la vida. De esas sombras nacieron hombres gobernados por el miedo y la desesperación, lo que a muchos de ellos los llevó al distanciamiento, la soledad y la frustración. Alain, el protagonista de esta historia, podría ser uno de ellos. Enfrentado a sus días sin nada. Hambriento de vida, pero que no sabe como masticarla y menos engullirla. Así marcha, erguido en la loma de un desasosiego pertinaz, que tiene una única meta: la muerte. 

El fuego fatuo navega por esas aguas donde lo normal es la cobardía del que no quiere saber la verdad, porque ésta es tan aplastante que no admite ningún tipo de interrogatorio. No obstante, cabe preguntarse si esa deriva está llena de algún tipo de significado, sea éste trascendente o no, y la respuesta es que sólo está determinada por el vacío. Aquel que el alma humana es incapaz de esquivar. Como nos dice su autor en la contrarréplica titulada Adiós a Gonzague: «Morir es el arma más potente que puede tener un hombre».


2.- SÁNDOR MÁRAI, EL ÚLTIMO ENCUENTRO: LA PASIÓN, EL AMOR Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD

La pasión, esa aliada del deseo y la aventura. De la posesión y la envidia. De la traición y la culpa. Hay ocasiones, en la vida, que el río subterráneo que la recorre no es capaz de contener la furia del destino. Como se nos dice en esta novela: «… es la mayor tragedia con la que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano.» Ese es, sin duda, el sentir de los protagonistas de esta historia donde se dan la mano la pasión el amor y la búsqueda de la verdad. Y, donde la falsa apariencia de sus anhelos, más tarde, se revolverá en su contra bajo el prisma de una amistad que en el fondo no es tal, por estar ésta dañada por la sombra de la deslealtad. El amor, y todo lo que éste engendra, en la novela, es advertido como un mal mayor que a medida que pasa el tiempo se hace soportable por la ayuda de los recuerdos de una memoria que se encarga de aminorar o falsear bajo el prisma de la mentira que nos acoge cuando la vida se apaga y se encamina hacia la muerte. Sándor Márai, en El último encuentro se regodea de un profundo monólogo con el que el general Hendrick nos va desgranando las entrañas del alma humana. Una vida que, al escritor húngaro, le sirve de ejemplo de todas aquellas existencias marcadas por el engaño y un falso destino falso que acaba abocado al silencio. En este sentido, los largos parlamentos de Hendrick se refugian en los silencios que los acogen a él, a su esposa Krisztina y, al amigo de ambos, Konrad. Un silencio que el escritor húngaro confronta con el símil de la llama del fuego de la pasión y las cenizas que ésta genera. Todo ello, servido en un juego de declaraciones y secretos que se hallan muy cercanos al lenguaje del teatro. 

3.- MARIO VARGAS LLOSA, LA FIESTA DEL CHIVO: LA LUZ DE LA VERDAD QUE SE PRECIPITA SOBRE LA MÁS CRUEL DE LAS MENTIRAS

Las raíces de la vida en ocasiones se transforman en ramas trepadoras que devoran todo lo que tocan. Lo hacen como si fueran las elegidas por la ironía del destino, para de ese modo, convertir la vida en sangre, la esperanza en condena, y la libertad en una profunda dictadura. Vargas Llosa, en esta novela de tintes realistas, echa mano de su mejor y portentoso estilo literario y narrativo para mostrarnos un mundo y unas vidas que son un todo, pues ese todo que es y representa el devenir de nuestros días es llevado a la ficción con la plenitud de quien sabe hacer muy bien su trabajo. El despliegue de personajes y sus microhistorias va surgiendo página tras página de una forma natural, y a veces abrupta, por el cariz violento de los protagonistas de la misma, porque de eso va una buena parte de esta novela, la de desmantelar las excusas de la violencia gratuita del poder que un tirano ejerce sobre sus súbditos. En este sentido, el escritor peruano nos propone una reflexión sobre los totalitarismos de América Latina que, en La fiesta del Chivo, se centran en el fin de la dictadura de Rafael Trujillo (El Chivo) en la República Dominicana. Con un estilo narrativo que mezcla el presente con el pasado con tan sólo separarlos con un punto y aparte, consigue que el lector avance en la historia que se le cuenta y regrese a su pasado en un devenir temporal caracterizado por las heridas que el tiempo ha ido causando en unos personajes que afrontan a destiempo las consecuencias de sus decisiones pasadas. Hay una inteligente revelación de la luz de la verdad que se precipita sobre la más cruel de las mentiras, por ser éstas armas arrojadizas de la barbarie, el dolor, y la muerte. Desprecios morales que tienen un alto precio humano, pues no cuentan con la posibilidad de atisbar una salida. 

4.- MANUEL MOYA, FERNANDO PESSOA. LA RECONSTRUCCIÓN: LA HUMANIZACIÓN DEL MITO

Nada se abstrae a la vida, ni siquiera la sombra que se desplaza a nuestro alrededor como una falsa huella de lo que siempre quisimos ser y nunca fuimos. Sombra que, con el paso del tiempo, se convierte en un fantasma. Fantasma que, en ocasiones, se rebela contra el mito que nos acecha, ya sea por ignorancia, genialidad, u oscurantismo. De esa trilogía suelen surgir falsas biografías cargadas de la mitología que se apodera de esa parte más vulnerable de los seres humanos: los sueños. «Los sueños, sueños son» nos advertía Calderón de la Barca en uno de sus famosos versos. Sueños que, en el caso de Fernando Pessoa, convirtieron al hombre en mito dotándole de un duende fragmentado que no siempre se asemejaba al real. Quizá, para desmontar al mito, viene bien recordar estos versos de su poema inconcluso Navegantes antiguos: «Navegar es preciso; vivir no es preciso […] Vivir no es necesario; lo necesario es crear». Y ese axioma es el que le guio a lo largo de su existencia en un periplo vital y literario que dejó algo más de veintisiete mil quinientos documentos en un arca a modo de papelera infinita. Una ruta a la que el escritor, poeta y biógrafo de PessoaManuel Moya, trata de dar luz, aunque nos parezca una misión imposible, y que visto su resultado final sin embargo no lo es: humanizar al mito. Muchas son las biografías que se han publicado del poeta portugués como muy bien se nos apunta en este magnífico ensayo biográfico, Fernando Pessoa. La reconstrucción, que tan útil y esclarecedor nos resulta a todos aquellos que, en alguna ocasión, nos hemos acercado al intrincado y siempre complejo mundo pessoano, por la multiplicidad que se desprende de la unicidad del poeta. Ahí es donde incide Moya con una extraordinaria profusión de datos biográficos, históricos y literarios, a la hora de hacer valer sus incontestables pronunciamientos y teorías sobre el Pessoa niño, hombre, poeta, escritor, articulista, o polemista. De esa multitud de espejos es de la que se nutre el escritor onubense para ofrecernos un semblante y una figura de un Pessoa más cercano, actual y real. Dando luz a las sombras que siempre le han perseguido, asistimos a un mayúsculo ejercicio de estilo literario en el que Moya va desde la anécdota al dato histórico a través de un ritmo narrativo ágil y entretenido que nos lleva de la mano por esta reconstrucción de una manera didáctica e inteligente. Un ejercicio narrativo de una exquisita pureza literaria que siempre está presente en su obra y, más si cabe, cada vez que se acerca a la vida y obra del poeta luso. 

5.- GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA, EL GATOPARDO: EL PODER DE LO TRASCENDENTE SOBRE LO COTIDIANO, O VICEVERSA

La vida fluye como el caudal de un río que sabe cuál es su final. En ese paso entre el ayer, el hoy y el mañana, la cinética de los recuerdos convulsionan nuestras vidas como agrestes cascadas o sinuosos meandros. Entre la fuerza y la calma aún sopesamos los estados intermedios que nos llevan desde la plenitud de la juventud y el entusiasmo, a la decadencia y la melancolía de la madurez. Vagos perfiles de la existencia, ya que no nos describen ese futuro que nos gustaría atrapar para ser dueños de nuestro destino. En El GatopardoLampedusa juega con el tiempo y la historia de Sicilia a través de los sentimientos de unos personajes que nacen y mueren en la intemperie de un cambio de ciclo social y político que observan desde la lontananza de los privilegiados. Un hecho que, por ejemplo, no le impide a su protagonista, Don Fabrizio, ser consciente de los mimos y de las repercusiones que le traerán a su familia, pues él forma parte de otro tiempo. Un estar en el mundo que se resume muy bien en la famosa frase; «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». En este sentido, lo nuevo frente a lo viejo y decadente sólo es una impostura formal que no estructural. De esos relámpagos sostenidos en el tiempo nacerá una nueva nación sumida en las mismas sombras, o parecidas, que la precedieron, pues ese es uno de los axiomas de esta magnífica novela, donde su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, utiliza un refinado lenguaje que vuelca de un perfecto estilo que entremezcla lo trascendente con lo cotidiano. 

La novela es un asombroso engranaje de aptitudes y semblanzas que van desde el amor imposible de Concetta sobre Tancredi, ante el propio arribismo que representan él mismo, o Don Calogero y su hija Angélica. El ansia por el poder es inasequible al desaliento en las clases bajas y futuros burgueses, mientras que los aristócratas deambulan perdidos en sus trasnochadas costumbres. Circunstancias que, en ambos casos, determinarán el futuro próximo de Italia. Nación de contrastes dominados por la pasión y una belleza innata que la hacen inalcanzable. Ese gusto por la estética también está presente en El Gatopardo y el su refinada inclinación por una dejadez estética que no necesita de nadie para sobrevivir, sino de alguien que se detenga a observarla. No hay nada más bello que la contemplación del arte en su más amplia definición cuando éste es advertido en pleno descuido, aquel que nos permite adivinar lo que sentimos cuando lo observamos.

6.- EVELYN WAUGH, DECADENCIA Y CAÍDA: EL ESPEJO DE LO INMORAL Y CÍNICO

Reinterpretar el mundo desde un punto de vista sagaz, a la vez que irónico, donde lo superficial es el fiel reflejo de lo más profundo parece una tarea fácil, aunque en verdad no lo sea. Esa distancia que los separa es la que emplea Evelyn Waugh como un espejo a la hora de reflejar lo inmoral y cínico de la sociedad inglesa de entreguerras. La pérdida de valores, la ausencia de dignidad, e incluso de verdaderos sentimientos, rodean y se regodean en los personajes con los que el escritor inglés retrata a la alta sociedad británica. Para ello, sitúa en el centro de la trama y, en el foco de todos los desatinos y desgracias, a su protagonista (Paul Pennyfeather). Un observador-diana que es el foco que nos va iluminando las satíricas, y a veces, irónicas situaciones que se nos van mostrando a lo largo de la novela, como si todo ese mundo que se retrata fuese víctima de un simpar desatino. Un desatino imposible de parar por lo perverso que llega a ser. Una forma de ser y estar en el mundo que, lejos de encontrarse lejana a la realidad actual que nos acecha y persigue, es un fiel reflejo del buenismo mal interpretado y el utilitarismo agnóstico que se precipita sobre la acción y el día a día de aquellos llamados a ser los garantes de unos principios que, sin embargo, nos pisotean sin un ápice de mala conciencia. ¡Ay de aquellos que te digan que te vienen a salvar!, porque serán ellos los que te utilicen para sus espurios fines. En este sentido, Decadencia y caída es el margen por donde la virtud resulta deshonrada sin que las consecuencias de dicho acto sean perseguidas o condenadas. Evelyn Waugh, en esta novela, se sitúa al otro lado de aquellos escritores de la denominada era del jazz que basaron sus argumentos en fiestas llena de alcohol y amores desenfrenados que acabaron precipitándose por el terraplén que supuso el Crack del 29. De esa auto-condena también beben los personajes de Waugh, aunque lo hacen a través de la ironía y la idiocia de sus planteamientos, y de sus vidas ancladas en un modo de entender el mundo en desuso. Esa crítica social, sin embargo, en el puño y letra de Waugh trata de combatir dicha falta de principios para poner en valor su punto de vista católico sobre pecados terrenales como: el matrimonio o la culpa; un pecado original que no parece existir en las desalmadas almas de sus personajes que van y vienen como marionetas que aparecen y desaparecen de escena sin el más mínimo de los remordimientos. Sin remordimiento no hay pecado parecen decirnos sus personajes, aunque Evelyn Waugh, desde la distancia que le proporciona su protagonista, parece insinuarnos que no es así. 

7.- GONZALO CALCEDO, LA CHICA QUE LEÍA EL VIEJO Y EL MAR: VIAJES, DESTIERROS, ENCUENTROS

La vida pende de un hilo. Invisible, casi siempre, pero frágil y caprichoso. La vida es una sucesión de accidentes, encontronazos, despistes o casualidades que nos llevan a comportarnos como marionetas. Marionetas que también penden de un hilo. Esta vez, invisible siempre, sobre todo, si estamos lejos del guiñol. La vida es esa marea que nos trae y nos lleva como si estuviésemos reducidos o castigados a ser simples olas. Piezas sueltas de una masa inmensa y que, al unirse, conforman un todo. Un todo que se comporta como el libre albedrío de un conjunto de partículas. Por esa senda donde habita la ruptura del silencio es por donde caminan los magníficos relatos que Gonzalo Calcedo nos muestra en La chica que leía El viejo y el mar. Relatos rupturistas, por lo que tienen de abandono y soledad, y por el margen de maniobra que el autor palentino —de una forma brillante— es capaz de explorar en la cotidianeidad del desasosiego que nos vence. Viajes, destierros y encuentros se dan la mano en aeropuertos, carreteras secundarias o autopistas. Espacios que se comportan como islas dentro de ese otro gigante que es el mundo, pues islas somos cada uno de nosotros en nuestras vidas. Rutinarias y anónimas hasta que son abordadas por el magma de la accidentalidad, la casualidad, el destino o el azoramiento. Porque, qué somos sino meros accidentes. La maestría de Calcedo a la hora de plantearnos estas minúsculas historias que, sin embargo, están llenas de vida, se encuentra en su capacidad de inventar historias —ahora que está tan de moda la auto-ficción—, si salvamos algún relato. Y, también, en crear espacios únicos y nuevos por mucho que creamos que ya los hemos revisitado, porque como nos dice la escritora Estrella de Diego: «Hay que estar mirando donde uno cree que no debe estar mirando». Y de esa mirada nacen cuadros, muy del estilo Edward Hopper, por lo que destilan de mimetismo y soledad. Soledad humana que se rompe por la intrínseca necesidad del otro que en muchos momentos expresamos, y no sólo con la mirada o el gesto, sino también con la palabra. Conversaciones triviales que, en La chica que leía El viejo y el mar, se rearman para levantar vidas anodinas y convertirlas en algo nuevo. Un esqueleto que, al final, destila un rayo de esperanza y una magia que se corrobora por un estilo literario limpio y directo que demuestra un gran dominio del ritmo narrativo. No en vano, Gonzalo Calcedo define al relato corto como: «Una hoguera donde buscar refugio durante la noche», en contraposición con la novela que para el autor, afincado en Cantabria, tiene más que ver con la construcción de una ciudad. 

Mucho se ha dicho ya sobre la deuda estilística y de concepto literario que Calcedo tiene con el cuento norteamericano y, en concreto, con John Cheever, el narrador por excelencia de las periferias. Periferias que en el caso del escritor español son de urbanizaciones semi-abandonadas, bancos oxidados o coches a punto de exhalar. Sin embargo, lo que nunca se apunta, es su extraordinaria facultad para manejar la elipsis a la hora de crear una multiplicidad de situaciones que nos muestran vidas enteras con tan sólo adivinar un pequeño matiz de las mismas. Esa facultad de sugerir es lo que denota su grandeza como narrador, porque con muy poco, es capaz de llegar muy lejos, dejando al lector un gran margen de imaginación y maniobra a la hora de culminar las historias que nos plantea. 

8.- ANTONIO TOCORNAL, ÁRIDA: UN VIAJE HACIA LA NADA

Siempre hay un punto final. Un exilio del que nunca regresaremos. Un camino que acaba. O una estación de tren cuyas vías no continúan. Sin embargo, en ese despeñadero del mundo también habitan los sueños. Crueles. Etéreos. Inmateriales. Sueños que son el espacio invisible donde habita la fuerza motriz que nos trae y nos lleva, y a la vez, nos deja varados. ¿Existen la vida y el mundo? ¿O acaso el más allá? Preguntas que precisan de una respuesta que no siempre tenemos a mano. Por imposible. O inalcanzable a la mente humana. A la mente racional, por supuesto. Para indagar en todo ello Antonio Tocornal nos invita a visitar Árida. Un espacio onírico. Fantasmal. Y maldito. Meta, destino, y punto final de vidas y encuentros. ¿Qué es la vida sino un indeterminado número de encuentros? Relaciones donde la accidental y lo mágico se revuelven en una serie de crueldad divina. De fantasmagoría bíblica. Relaciones, eso sí, sin biblia ni santos. Para parapetadas en diatribas sin auxilio posible. Historias al margen de una realidad que no tiene más espacio que el de la senda que llevará a cada uno de los personajes de esta novela a un territorio llamado Árida. Convirtiéndolos es un viaje hacia la nada. Esta novelle, a medio camino entre la alegoría y lo fantasmagórico, crea un territorio propio. Del mismo modo que Rulfo creó Comala —de lo que se da nota en la antesala de esta historia—, o FaulknerYoknapatawpha; o Benet, Región; o Luis Mateo DíezCelama, sólo por poner algunos ejemplos. Desde esa inmaterialidad existencial presente en Árida surgen una serie de historias en las que la literatura se transforma en materia. Materia y locura que se desarrolla a lo largo de un desierto. De su arena. De su sol. Hábitat de una desolación que surge como un dios que todo lo observa y determina. Un hábitat en forma de desierto que representa al tiempo y su medida. Y, así, de la mano del escritor gaditano, afincado en Mallorca, vamos descubriendo vidas y sufrimientos. Torturas y sus reflejos. Deseos incumplidos. Y batallas perdidas. En un universo propio de zombis sin piel ni hueso, pero a los que aún les queda esa porción de vida que es el alma. 

9.- MIRIAM REYES, LA EDAD INFINITA: ¿ALGUNA VEZ FUIMOS LO QUE QUISIMOS SER?

Transitar por el camino que separa el cuerpo de la mente y, a partir de ahí, afrontar el desdoblamiento de la propia identidad, porque ¿alguna vez fuimos lo que quisimos ser? Esa frontera entre el yo y el  es la que vigila la niña que primero mira y luego se relaciona y, en la que Miriam Reyes se ha detenido para tratar de dar un sentido a la globalidad de una vida que se resiente a cada paso atrás que da. La memoria, tan selectiva y traicionera, nos vigila cuando la reivindicamos, aunque tan sólo sea como un ejercicio de supervivencia vital, único por tratarse del yo superlativo, y colectivo por lo que ese tratamiento tiene de relación con lo demás y los demás. Accidentes sentimentales, geográficos y lingüísticos manejados por el azar, porque como nos dice la autora un buen número de veces a lo largo del texto de La edad infinita: «Si pensara que todo tiene un sentido oculto y misterioso en lugar de pensar que todo puede suceder por azar, continuaría afirmando que la niña te estaba predestinada y yo lo arruiné todo». Ahí es donde el destino entre ambas se transforma en el yo de la niña y el  de Venezuela. En este sentido, en esta primera incursión de Miriam Reyes en el campo de la novela, la escritora nos lleva a visitar un proceso de construcción; un proceso de construcción que va desde aquello que alguna vez fuimos hasta lo que quisimos ser. Un proceso lleno de zanjas, trampas, mentiras y miedos que nos moldean el carácter y, también, nuestro posicionamiento en un mundo en constante cambio. Un mundo que no entendemos más allá de las cuestiones básicas que tiene que ver con la supervivencia. De esa falta de adaptación surge la literatura como nuevo territorio a explorar. Un camino de autorreconocimiento y de duda que, sin embargo, nos permite seguir avanzando en el enigma que somos. Como nos dice Miriam Reyes en la novela: «la identidad está en continua transformación, no se puede entender como algo fijo», a lo que cabría añadir: ni tampoco tangible, por lo que muchas veces tiene de onírica la propia identidad que busca tanto la marginalidad como el reconocimiento sin ser consciente de su antagonismo. 

La edad infinita es un mapa de sensaciones, un espacio de ecos del pasado y Galicia: «El abuelo, sobre todo, la escuchaba. Si ella hubiera sabido que el abuelo no volvería a entender sus palabras, le hubiera preguntado tantísimas cosas que en ese momento no sabía que necesitaba saber y que ahora son un misterio insondable, una historia desvanecida. O quizá no le hubiera dado tiempo a preguntarle nada; quizá, siendo una niña tan lenta, no le hubiera servido de nada conocer el futuro». Ecos que, en el caso de Venezuela, devienen en forma de palabras nuevas: Caraota, cachapa, Cambur, Casiquiare, Cumboto, Cuyagua, Chaguaramos, chama, Chacaíto. Venezuela, cuerpo e identidad a la que la niña también pertenece: «Necesito una forma de estar donde estoy ahora sin dejar de estar en ti. Que no me faltes. Que no desaparezcas.» Un léxico que es importante porque define a la «persona en proceso de ser yo». Una niña que, a su llegada a esa tierra prometida en el año 1983, con ochos años, tiene que aprenderlo todo de nuevo. A ser y a mirar. «Una niña que está en proceso de ser yo», y se alimenta de esa nueva realidad que se abre paso ante sus ojos y crea una nueva memoria. Puntos de inflexión que se hallan marcados por la notoriedad de los mitos que se desmoronan como el bolívar y el precio del petróleo. ¿Acaso ella —la niña— fue invocada por ella —Venezuela— para ser testigo del derrumbe? 

10.- TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO, EL QUE MENOS SABE: EL ALMA Y SUS DEBILIDADES

Nos dice Tomás Sánchez Santiago en Almanaque desconcertado (I): «Me confundí de madre. Entre una bolsa y otra bolsa/ supe para siempre lo que era caer en las aguas heladas/ del desamparo. Unos segundos, unos cuantos segundos/ nada más. De bolsa en bolsa. Pero fue suficiente. No pude/ soportar a solas el aullido del mundo». De ese aullido y de ese desamparo surgen muchos de los poemas de El que menos sabe. Versos que ahondan en lo minúsculo. En aquello que no se ve. En lo cotidiano. Y en las sombras que no nos dejan jugar con la esperanza. Este poemario de madurez da vueltas sobre sí mismo y su existencia, porque como nos dice su autor, el poema es lo que cuenta, la razón final de todo verso. El poema, en este sentido, es la excusa del propio poema. Es el tótem. El demiurgo que descarrila y vuelve a retomar su camino, porque hay caminos y caminos y, algunos de ellos, le llevan al poeta a revisitar los recuerdos de su niñez y el devenir de la vida como un componente más de una voz poética que busca sin llegar a encontrar. ¿Acaso existen las certezas? De ahí que no sea extraño que el paso del tiempo y sus consecuencias nos vengan dadas con forma de sombras, imágenes oscuras, inquietud, decrepitud, y desalojo. Para ello Tomás Sánchez se sirve de un léxico en el que abundan palabras como: nombres, quehaceres, atardecer, desechos, día, memoria, almanaque… «Larga es la tarde y sus hirvientes itinerarios amarillos./ Y casi todo sobra en el corazón/ del verano suspendido, de golpe/ en medio de la vida, torvo/ como el forastero que ha llegado/ a detener una fiesta/ y logra descolgar las reservas del cielo/ hasta que a todo llegue el olor de las terminaciones». Unos versos de su poema Extenuación en los que indaga en los finales y en «la incierta virtud de estar vivo», sobre todo, cuando todo desaparece a nuestro alrededor. Ahí es donde la voz poética llega directamente del alma y se alimenta de sus debilidades. 

Ángel Silvelo Gabriel

lunes, 15 de diciembre de 2025

JOACHIM TRIER, VALOR SENTIMENTAL: EL PESO DEL AMOR SOBRE EL ARTE

 


Una casa y sus grietas. El tiempo y su eco. Un padre y sus hijas. Y, el cine, dentro del cine. Con esos elementos de partida el director noruego Joachim Trier expía, por un lado, el pasado y sus consecuencias, y explora, por otro, el peso del amor de una familia. El peso que ese amor tiene sobre el arte. Al hacerlo a través de una compostura meta cinematográfica dota a la narración de la película de un valor añadido: las grietas con las que todo artista vive su propia pesadilla. Aquellas en las que tantas veces se halla sumergido y sólo, de vez en cuando, sale para expresarlas a través del arte. El cine, en este caso, es una obsesión y la manifestación de las múltiples voces que se reproducen como un potente eco en la mente de todo creador, donde los miedos, el pasado, el amor y el rechazo se unen en un potente cóctel molotov que nunca acaba de estallar, y el transcurso de nuestras vidas se encarga de reflejar en silencios, enfrentamientos y miradas que lo dicen todo. En este sentido, la potencia con la que Trier nos muestra los primeros planos de Nora, Gustav y Agnes son tan esclarecedores y perturbadores que nos implican de un modo directo e intenso en este drama familiar emotivo y conmovedor al que de vez en cuando se le escapa algún destello de luz como cuando suenan «The Price of love» de New Order, o «Same old scene» de Roxy Music bajo la resonancia de la magnífica voz de Bryan Ferry. Porque este drama con tintes de Bergman también posee la hipnótica presencia de los guiños a la presencia de esas gotitas de esperanza que nos permiten seguir hacia adelante; o de búsqueda de esa belleza desnuda cuando en la cámara del director se cuela la imagen de una playa al amanecer entre sombrillas de colores. Para que nada quede fuera de este homenaje al cine, tras alguno de los fundidos en negro tan de Woody Allen suena un clarinete en forma de duende que juega con nuestra atención. Fundidos en negro que marcan y remarcan espacios y estados de ánimo cambiantes y también elipsis —qué bien tratadas están en la película— que nos llevan y nos traen en un perfecto juego de idas y venidas que apelan a la inteligencia del espectador y a la reinterpretación libre de aquello que se le muestra. 

Valor sentimental es, también, la expresión mayúscula de lo que significa una gran interpretación, si Renate Reinsve como Nora (una clara resonancia al teatro de Ibsen) aguanta y asimila a la perfección la autodestrucción que asola al artista que siempre se halla buscando, Stellan Skarsgard como Gustav, con el poder de su mirada y sus silencios elevan a la categoría de sublime lo que es y significa dar vida a un personaje contradictorio, tirano y sentimental a la vez, en una perfecta lección de lo que es el alma humana. Un trío interpretativo que Inga Ibsdotter Lilleaas como Agnes refrenda muy bien. Todo ello, unido al montaje que nos modula con gran acierto los vaivenes entre el presente y el pasado hacen de esta película un perfecto fresco de la vida. Un fresco tridimensional que se mueve entre la vetustez de la casa familiar, las grietas de una familia y el peso del amor el arte. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 24 de noviembre de 2025

TEATRO TRIBUEÑE, LA GAVIOTA DE ANTÓN CHÉJOV DIRIGIDA POR IRINA KOUBERSKAYA: LA VERDAD DEL ARTE SOBRE LAS EMOCIONES

 


El margen de libertad creativa, por un lado, y de juicio de una época que va en contra de lo establecido, por otro, tan presentes en esta obra de teatro fueron, quizá, dos de los inconvenientes que llevaron al fracaso a su primera representación en el Teatro Aleksandrinski de San Petersburgo el 17 de octubre de 1896, donde llegó a ser abucheada por los espectadores. Un hecho que marcó tanto a Antón Chéjov como para no querer volver a escribir ninguna obra dramática más, lo que no ocurriría gracias a que Konstantin Stanislavski la dirigió en el Teatro de Arte de Moscú dos años más tarde y la reconvirtió en un clamoroso éxito. Una colaboración —Chéjov-Stanislavski— que se prolongó en el resto de la producción dramática de Chéjov y dio luz a nuevos conceptos dentro del arte de la dramaturgia como fueron la cuarta pared, el subtexto, o el realismo psicológico. Este teatro singular que representa La gaviota sobre ese otro gran teatro general que lo envuelve todo y que es el mundo, se nos presenta como una gran esfera cerrada en la que se desenvuelve la verdad del arte sobre las emociones. Emociones que van de la esperanza al desarraigo. De la vanidad al fracaso. O del amor a la tristeza. Emociones que sirven de excusa al gran escritor ruso para proponernos un viaje que se inicia en la decadencia del naturalismo y llega hasta un simbolismo que muchos años más tarde reinterpretarán grandes autores dramáticos como Samuel Beckett. En este sentido, Chéjov nos muestra a un coro de personajes que se relacionan entre sí a través de un ballet de palabras y movimientos con los que nos muestra de una forma, en apariencia superficial, sus sentimientos a través de sus pasiones o decepciones. Sentimientos tras los que se sumergen las sombras que se llevan tras de sí cada vez que entran y salen del escenario. Siendo esa aparente falta de claridad a la que implora Chéjov para que el espectador se planteé aquello que no se ve o se toca, pero sí se siente. La trama de esta obra, como las del resto de sus obras de teatro, se sustenta en los subtextos con los que juega el autor para, desde la vanidad unas veces (tan presente en los personajes de Irina y Trigorin), o la desesperación otras (véase a Treplev y Nina) hacer de sus dramas un gran teatro del mundo que, por otra parte, ya está presente en el Hamlet de Shakespeare y al que Irina y Trigorin hacen referencia en esta obra. La gaviota es múltiple no sólo en el gran elenco de sus personajes, sino también porque aborda otros muchos temas relacionados con la condición humana como es, por ejemplo, la insatisfacción del artista capaz por sí sola de llevarle al suicidio cuando ésta se precipita por el abismo del fracaso. Un fracaso con grandes matices existenciales en el personaje de Treplev que no sólo debe hacer frente a su soledad y aislamiento en la inmensidad del campo ruso, sino que también tiene que lidiar con la ausencia y el banal éxito de su madre. Treplev reclama amor y comprensión, pero nadie sabe dárselo, ni siquiera la joven Nina, víctima de sí misma y su equivocada percepción del éxito. En ellos dos, el arte sobre el arte, y el teatro en el teatro, se fusionan en un largo y trágico romance como pocas veces tendremos la ocasión de experimentarlo en directo. 

Irina Kouberskaya nos demuestra, una vez más, su profundo conocimiento sobre la obra de Chéjov, y su capacidad de análisis e inteligencia a la hora de versionar y dirigir los grandes clásicos del teatro. En esta ocasión, ha depositado su mirada hacia la compleja obra La gaviota, tan difícil de representar, y que tan bien ha sabido solventar al llevarla a las tablas con sus característicos toques de realismo mágico (las olas del lago en forma de grandes plásticos transparentes) y de matices apenas perceptibles para el espectador, pero tan importantes para levantar una obra teatral como esta, y que nos vienen dados por esa luz unidireccional que ejerce como faro en la penumbra en la que se desenvuelven los personajes, o a través de ese espacio sonoro tan sutil y característico de sus montajes. Irina Kouberskaya se reinventa a sí misma cada vez que asume el reto de representar una nueva obra que se convierte en única bajo su mirada. En La gaviota, según sus propias palabras, ha querido dar un margen de esperanza a los jóvenes que se ven desesperados por la falta de oportunidades y la supremacía que la sociedad actual expresa, y nos impone, a través de esa maldición que es la agonía de la prisa y la falta de un espacio para la reflexión. Un estudio del alma humana a la que Chéjov también da una última oportunidad, tal y como nos refleja Iréne Nèmirovsky en la La vida de Chéjov, donde asistimos, de una forma escrupulosa y seductora a los hechos más importantes de la biografía del «más humano de los hombres» como lo define la escritora ucraniana. En esa plasmación de las diferentes etapas por las que atraviesa la singular existencia de este médico, siempre preocupado por sus semejantes más desfavorecidos —una labor que antepuso a la de su faceta de escritor—, asistimos al retrato de un hombre tímido y sin embargo pasional, alegre con los suyos y sin embargo pesimista con su enfermedad, generoso con los demás y sin embargo pulcro con su forma de expresar sus sentimientos al gran público. Incomprendido. Adelantado a su tiempo. Siempre visionario de esa otra realidad que se sumerge bajo las aguas de la vida, Chéjov fue el representante de un mundo en descomposición; un mundo que aún tardará muchos años en recomponerse, si acaso alguna vez lo ha hecho. Un mundo que, en su caso, representa el arte que se alza sobre la vida. La propia y la ajena. Matices, todos ellos presentes en la adaptación que Irina Kouberskaya ha hecho suyos en esta magnífica versión de La gaviota, que se puede ver y disfrutar en el Teatro Tribueñe de Madrid. Una gaviota que primero representa la libertad y luego la dependencia, en una muestra más de la verdad del arte sobre las emociones. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

LOS DOMINGOS, DIRIGIDA POR ALAUDA RUIZ DE AZÚA: LA FE QUE LUCHA CONTRA LA LIBERTAD DE ELECCIÓN

 



Hoy que todos los jóvenes quieren ser influencers sin importarles lo que significa esa palabra ni lo que van a hacer para llegar a serlo, surgen contrapuntos como el que se nos plantea en la película ganadora de la Palma de Oro del Festival de San Sebastián, Los domingos, donde su directora, Alauda Ruiz de Azúa, nos levanta la mirada para mostrarnos la fe que lucha contra la libertad de elección. Una fe que no tiene explicación, como la de aquellos que quieren ser influencers por el simple motivo de serlo sin ser conscientes de que para ello tendrán que generar algún tipo de contenido, o no, en sus vídeos. Esta circunstancia no es algo que le afecte a la protagonista de la película Ainara (Blanca Soroa) porque ella de alguna forma ya tiene el camino abierto: la oración, la meta de llegar y entregarse a Dios, y un convento de clausura donde seguir la senda para logarlo). Lo que unos y otros, sin embargo, no llegan a entender es la cualidad de intangible que posee la fe. La fe ni se ve ni se toca y, por tanto, no admite explicación o disculpa. En esa libertad de lección, acertada o no, hay mucho de crítica a la sociedad actual, porque nada nos da más miedo hoy en día que expresarnos en libertad, no vaya a ser… En este sentido, Ruiz de Azúa lucha por encontrar un equilibrio en tan inusual decisión y, para ello, se balancea entre la aceptación, la indiferencia y el rechazo a dicha decisión por parte del entorno y de todos los miembros de la familia de Ainara, pues todo ellos se muestran ciegos ante la evidencia. Un círculo familiar no exento de ninguna cualidad formal que todos expresan según sus intereses en la comida que los reúne cada domingo, aunque no todos hallan asistido a misa ese día. 

Los domingos es una película de la que no se sale indemne tras su proyección, porque ni los planteamientos más extremos del padre, tía o abuela de la protagonista, ni la desnudez y franqueza de las monjas —sobre todo de la madre superiora—; ni la de ese rostro lleno de una prístina beatitud que encarna Blanca Soroa —pues por si sola llena la pantalla—, no dejan indiferente al espectador que, a buen seguro, se preguntará a que viene ahora plantearse este tipo de cosas si ya nadie quiere ser ni monja ni cura. Aquí, es donde la dirección de la película se centra muy bien en la cercanía de unos ojos y un rostro que con los que el guion va derribando los múltiples obstáculos a los que se enfrenta la protagonista y llevarla hasta un final que no por esperado nos resulte apacible. En este sentido, a través de los numerosos primeros planos de Ainara con los que cuenta el film se consigue distorsionar el ruido que se genera a su alrededor e intenta hacerla dudar de sí misma. Sin embargo, con ello, Ruiz de Azúa consigue poner el foco en lo de verdad importante: la fe que lucha contra la libertad de elección. Y lo hace más allá de ideologías y comportamientos plagados de prejuicios. Como dice Antoine de Saint-Exupéry en El Principito: «He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos.» 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 17 de noviembre de 2025

NADADORA, MAÑANA Y SIEMPRE: EL MEJOR INDIE POP GALLEGO ESTÁ DE VUELTA

 


Mañana y siempre el nuevo álbum de Nadadora engloba en su título la esperanza del futuro y las cicatrices del pasado. Una dicotomía que podríamos aplicar a la lírica de sus seis nuevas canciones. Arrebatadoras, en su lado más poético, por lo que tienen de sanadoras e ilustrativas de lo que es la vida y de las circunstancias que nos rodean a cada uno de nosotros a lo largo de la misma; y serenas, por la concepción de reparación que atesoran. Unas sensaciones que se manifiestan en la música y los arreglos que han elegido para seguir definiendo su trayectoria musical. Canciones que entran y salen de nuestro corazón con el riesgo que conlleva todo salto al vacío. Un riesgo del que salen victoriosos con unas guitarras alentadoras e inspiradoras de muchas imágenes que se superponen unas a otras y surgen, como un duende, tras la voz de Sara Atán, más segura que nunca en esa fragilidad que desmonta tópicos y aviva nuevas emociones. Guitarras que, además, nos dejan buena muestra de lo que fueron en composiciones como «Me llamaréis asesino» y ahora resurgen en temas como «Aparecer». De la mano de Martí Perarnau IV en la producción, y Pablo Pulido en la ingeniería de sonido, las melodías y el sonido de Mañana y siempre surcan un nuevo camino pleno de matices, limpio y conciso si se quiere, pero que tiene un resultado más que notable a la hora de ejecutar unas canciones concebidas, interpretadas y ejecutadas con el alma, pues esa podría ser su mayor y mejor definición. Canciones que han nacido para quedarse como es el primer adelanto del disco, «1997» —cómo nos llevó hasta «Septiembre no está tan lejos» tras su primera escucha—, por lo que tiene de continuidad y, a su vez, ruptura con el pasado. Un tema que nace de la melancolía de la brecha del tiempo y termina por ser una gran oda a la esperanza: «Ahora explotaremos en el cielo/ seremos un destello/ brillaremos esta noche de nuevo/ tan solo un momento/ nada más.» Cualidades que también se encuentran en «Aparecer» el segundo adelanto del grupo de O Grove; un tema en el que las guitarras se afilan y afilian a las pesadillas que nos canta Sara envolviendo a la canción en un ritmo pop intenso y dilatado que nos traslada a las nuevas sensaciones de las que hacen gala Nadadora. Una extensión musical que se sigue percibiendo en «Bailaremos», otra demostración del ritmo vivo que nos reta a revisar nuestras emociones: Bailemos, bailemos, y bailamos, y bailaremos, sobre todo, para estar más cerca el uno del otro. Amor y recuerdo. Promesa y entusiasmo, todo en uno: «Recordé cómo brillaban nuestros ojos/ Te prometí que nada iría mal/ Levantamos nuestras manos en el aire/ Todo lo podíamos alcanzar». Ritmos que nos precipitan sobre «Valiente», la joya escondida de este álbum, por emblemática, preciosa, directa y con un sonido envolvente que te atrapa desde la primera audición. Elementos todos ellos que son como un eco del inicio y final de una forma de entender la música que nos lleva por la senda de esa mañana y siempre con el que se busca reconstruir lo destruido. Grietas como la referencia que Sara Adán hace referencia al kintsugi, una técnica japonesa que tiene como filosofía la aceptación de las cicatrices y las heridas. Heridas que ya no sangran y con el paso del tiempo se asemejan a grietas; grietas que, por cierto, también están presentes en la gran ilustración del disco que ha hecho Guillermo Arias y recorren el rostro de él y el de ella como venas que antes separaron y ahora unen. 

Mañana y siempre hace referencia a la novela homónima de Jon Fosse, publicada en España por Nórdica Libros. La lectura de la misma impactó tanto en Gonzalo Abalo que tomó su nombre para titular el cuarto álbum de Nadadora que tiene en «Anillo» el quinto corte del disco; un tema que representa la mejor muestra de ese matiz lírico más acentuado de todos los tracklist del grupo gallego: «Cuando todo haya acabado/ te haré con papel un anillo blanco/ bajo el cielo más estrellado/ Me limpiaré el miedo, me quitaré el espanto». Voz y sonido aunados en una suave brisa que te roza la piel como si fuese un velo sonoro. Cadencias que siguen buscando su soporte en «Flores», la canción que cierra la vuelta de Nadadora y en la que colabora Xoel López: «Todas las flores giran/ en algún momento hacia el sol/ igual lo haré yo». 

Tras todo este gran telón de ritmos y melodías se encuentra Ernie Records que, desde Ponte Caldelas, Pontevedra, y bajo la batuta de ese gran alentador y descubridor de tantos y tantos músicos, y tantas y tantas canciones que es Josiño Carballo, nos ha hecho llegar Mañana y siempre para anunciarnos que el mejor indie pop gallego está de vuelta. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 11 de noviembre de 2025

MIRIAM REYES, CON: LA INTEMPERIE DEL AMOR Y EL OTRO

 


El cuerpo propio y el que mira. El que siente y el que observa. El que se transforma y el que se interroga. Entre ellos, una única distancia: con. Vínculo casi invisible que sirve de unión frente a lo inaudito. De ese asombro intangible, por ruinoso, nacen los interrogantes y las exequias de aquello que descubrimos y, de pronto, se nos rebela. Con el otro. Con nosotros. Con la intemperie del amor y el otro. Espacios huérfanos de incertidumbres mientras el cuerpo se abre y cierra se abre y cierra: «Si me desata su mano es para sentir mi peso/ la cosquilla sobre la madera/ el tintineo de metales al cerrarme/ y abrirme y cerrarme y abrirme.» A cada pálpito, a cada verso el universo se aproxima al éxtasis que parece que nunca llega. Los poemas, cortos e incisivos, abiertos y explícitos, declarativos y susurrantes, se van sucediendo como gotas de agua que, poco a poco, van llenando el libro, Con, donde Miriam Reyes explora de nuevo la relación del cuerpo y la palabra, del cuerpo y la mente, o del cuerpo y su negación. De ahí, nace la persona otra, aquella que interroga, escudriña, absorbe y dilapida al yo y su manifiesta perseverancia sobre lo tangencial anecdótico o periférico. Ese yo que no necesita de explicación y sí de la luz que se derrama sobre sus ojos. 

Con surge como la sinestesia entre lo imaginado y lo culminado en una suerte de algoritmos etéreos, a los que Reyes, da la relevancia de todo lo que se superpone al mito, pues de eso se trata: de desmitificar al yo y al otro, al cuerpo y al amor que lo interroga explora y sublima. Porqué sin porqués que van hacia su propio destierro: «con o por medio de tu cuerpo/ amplío los límites de mi consciencia/ mi consciencia/ que no es materia sensible/ pero tiembla.» Consciencia que surge como un eco que persigue a la materia sensible que nos reconforte de las diferencias del otro, o de aquello que creímos ver en un principio y nos equivocamos, porque Con también es ese trayecto que va de un principio a un final como experiencia de una búsqueda que no supone renuncia, sino más bien aceptación: «Luego no termina aquí ni en lugar/ se continúa infiltrando el cuerpo/ para derribar la muralla/ se continúa trabajando el signo/ para construir lo mutuo.» Cuerpo que no acaba y se expande en pos de desarrollar algo que sea con y no sin. 

Miriam Reyes en Con, Premio Nacional de Poesía 2025, nos ofrece un juego de múltiples espejos. Habitaciones en las que surgen los reflejos de la imaginación y la realidad como un todo, y que representan el preludio de nuevos universos, imaginados unos, experimentados otros, donde materia e idea se buscan y separan en un continuum devenir de imágenes que se yuxtaponen a la intemperie del amor y el otro. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 5 de noviembre de 2025

MIRIAM REYES, LA EDAD INFINITA: ¿ALGUNA VEZ FUIMOS LO QUE QUISIMOS SER?

 


Transitar por el camino que separa el cuerpo de la mente y, a partir de ahí, afrontar el desdoblamiento de la propia identidad, porque ¿alguna vez fuimos lo que quisimos ser? Esa frontera entre el yo y el es la que vigila la niña que primero mira y luego se relaciona y, en la que Miriam Reyes se ha detenido para tratar de dar un sentido a la globalidad de una vida que se resiente a cada paso atrás que da. La memoria, tan selectiva y traicionera, nos vigila cuando la reivindicamos, aunque tan sólo sea como un ejercicio de supervivencia vital, único por tratarse del yo superlativo, y colectivo por lo que ese tratamiento tiene de relación con lo demás y los demás. Accidentes sentimentales, geográficos y lingüísticos manejados por el azar, porque como nos dice la autora un buen número de veces a lo largo del texto de La edad infinita: «Si pensara que todo tiene un sentido oculto y misterioso en lugar de pensar que todo puede suceder por azar, continuaría afirmando que la niña te estaba predestinada y yo lo arruiné todo». Ahí es donde el destino entre ambas se transforma en el yo de la niña y el de Venezuela. En este sentido, en esta primera incursión de Miriam Reyes en el campo de la novela, la escritora nos lleva a visitar un proceso de construcción; un proceso de construcción que va desde aquello que alguna vez fuimos hasta lo que quisimos ser. Un proceso lleno de zanjas, trampas, mentiras y miedos que nos moldean el carácter y, también, nuestro posicionamiento en un mundo en constante cambio. Un mundo que no entendemos más allá de las cuestiones básicas que tiene que ver con la supervivencia. De esa falta de adaptación surge la literatura como nuevo territorio a explorar. Un camino de autorreconocimiento y de duda que, sin embargo, nos permite seguir avanzando en el enigma que somos. Como nos dice Miriam Reyes en la novela: «la identidad está en continua transformación, no se puede entender como algo fijo», a lo que cabría añadir: ni tampoco tangible, por lo que muchas veces tiene de onírica la propia identidad que busca tanto la marginalidad como el reconocimiento sin ser consciente de su antagonismo. 

La edad infinita es un mapa de sensaciones, un espacio de ecos del pasado y Galicia: «El abuelo, sobre todo, la escuchaba. Si ella hubiera sabido que el abuelo no volvería a entender sus palabras, le hubiera preguntado tantísimas cosas que en ese momento no sabía que necesitaba saber y que ahora son un misterio insondable, una historia desvanecida. O quizá no le hubiera dado tiempo a preguntarle nada; quizá, siendo una niña tan lenta, no le hubiera servido de nada conocer el futuro». Ecos que, en el caso de Venezuela, devienen en forma de palabras nuevas: Caraota, cachapa, Cambur, Casiquiare, Cumboto, Cuyagua, Chaguaramos, chama, Chacaíto. Venezuela, cuerpo e identidad a la que la niña también pertenece: «Necesito una forma de estar donde estoy ahora sin dejar de estar en ti. Que no me faltes. Que no desaparezcas.» Un léxico que es importante porque define a la «persona en proceso de ser yo». Una niña que, a su llegada a esa tierra prometida en el año 1983, con ochos años, tiene que aprenderlo todo de nuevo. A ser y a mirar. «Una niña que está en proceso de ser yo», y se alimenta de esa nueva realidad que se abre paso ante sus ojos y crea una nueva memoria. Puntos de inflexión que se hallan marcados por la notoriedad de los mitos que se desmoronan como el bolívar y el precio del petróleo. ¿Acaso ella —la niña— fue invocada por ella —Venezuela— para ser testigo del derrumbe? 

Miriam Reyes, en La edad infinita, explora y se explora. Lo hace bajo el rigor de un léxico poético, puro, conciso, evocador y, en ocasiones arrebatador, por lo que tiene de lucidez su brevedad, a la que muchas veces no le haría falta ni los signos de puntuación —como a su poesía—, porque el ritmo que marcan sus palabras es el de un diapasón único que se mueve lejos de la confesionalidad para situarse de una forma sólida en la conceptualidad de una existencia que bucea en el desdoblamiento entre el yo y el . Entre el cuerpo y la mente. Entre el pasado y el presente ——«Ahora vuelvo»—. Entre lo que alguna vez fuimos y lo quisimos ser. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 13 de octubre de 2025

YO, CAPOTE, DIRIGIDA POR MANUEL VELASCO BAJO LA IDEA ORIGINAL DE DÁMASO CONDE: UN SUEÑO ENTRE TINIEBLAS

 


El destino nos acaba juzgando más allá de la percepción que cada uno tenemos de nosotros mismos, quizá, porque hay barreras que no nos atrevemos a atravesar y, sin embargo, el paso del tiempo derriba de una forma autoritaria, por lo que tiene de dilapidación de nuestras fantasías y anhelos. ¿Quién no ha soñado con ser famoso, una gran estrella de cine o un escritor reputado? Anhelos que rara vez se cumplen y dan paso a la estricta realidad. Anhelos que se convierten en espejos oscuros que no reflejan nuestros deseos y dejan huellas que nosotros no consideramos del todo ciertas, pero que son el resultado que nos persigue en la vida y, también, el que trasciende tras nuestra muerte, pues la huella indeleble que dejamos en el mundo no es la misma que los demás ven o, sobre todo, reinterpretan. A este gran reto se ha enfrentado Dámaso Conde al escribir e interpretar Yo, Capote. Un sueño entre tinieblas que recorre parte de las obsesiones y adicciones del genial escritor norteamericano; un ser humano que se devoró a sí mismo e incluso se ahogó en su propio vómito. De esa última noche en la vida de Truman Capote surge como un ave fénix —pleno de acierto tanto en la interpretación como en la concepción del escenario en el que se desenvuelve— el personaje escrito e interpretado por un Dámaso Conde que da vida de una forma muy convincente, a la vez que magistral, a un Capote valiente, borracho y trasgresor que, también, se auto infringe un castigo descomunal en ese delirium tremens al que asistimos a lo largo de una hora, donde el montaje y la escenografía tienen un papel fundamental e inteligente del universo que vivió y al que se enfrentó el genial escritor que definió a Jane Bowles como Cabeza de gardenia, un adjetivo que podría valer también para sí mismo, por lo que dicha planta tiene de carácter ornamental, y por representar la gracia femenina, la sutileza y el mérito artístico, todas ellas cualidades presentes en la vida y obra de ambos. 

Yo, Capote recorre algunas de las obsesiones —quizá las más importantes— del escritor y que, en la obra de teatro, vienen protagonizadas por la madre, interpretada por Macarena Gómez —a la sazón productora de este montaje— de una forma telemática a través de unas imágenes perturbadoras, deliciosamente estéticas y, sobre todo, alumbradoras del carácter de una madre que quiso que su hijo alcanzase el éxito que ella siempre deseó y por el que luchó toda su vida. Sin embargo, Truman, con su voz aflautada como de trino de un pájaro, y sus movimientos amanerados —que tan bien interpreta Dámaso— se alejaron de la imagen que su progenitora deseó de él. De ahí nace un distanciamiento y una tortura infinita que no le abandonaron nunca. En esos fantasmas que le acompañan en su última noche también tienen cabida sus famosos cisnes, que tan bien retratados salen en la serie, Feud: Capote contra los cisnes, basada en el relato La Côte Basque y que en esta ocasión se centran sobre todo en Babe Paley —alma gemela del autor—; o el ajuste de cuentas entre Perry Smith el asesino protagonista de A sangre fría, interpretado por Jorge Monje que, esta vez sí, le da contrarréplica en un escenario que ambos recorren entre hielos y copas cargadas de alcohol. De ese desfase nacen las penurias, verdades y mentiras de un personaje que en demasiadas ocasiones se confunde con la propia persona. Espejo ambivalente de una vida que, pasará a la posteridad, por ese libro de fama mundial que es A sangre fría. Sin embargo, Truman Capote es mucho más que todo eso, porque su capacidad de observación y su perfecto estilo literario lo harán figurar por encima de sus provocaciones, a veces sin sentido, pero otros con toda la intención, como uno de los grandes escritores del siglo XX y en la reivindicación de un mundo tutelado por la ambivalencia entre la genialidad y autodestrucción como elementos de un mismo juego al que podríamos definir como el de un sueño entre tinieblas. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 29 de septiembre de 2025

DIQUE, NOVA GALEGA DE DANZA BAJO LA DIRECCIÓN DE ESCENA Y DRAMATURGIA DE MARTA PAZOS: EL CUERPO QUE EMERGE DE LA PIEDRA


 

El cuerpo que emerge de la piedra. Materia hecha carne y huesos. O esencia de la vida que se da de bruces con la naturaleza. De ahí procede y, a partir de ella, se transforma el universo de “las estibadoras”. Como dice la ley de la transformación de la materia del químico francés Antoine de Lavoisier: «Todo se transforma, nada se destruye». Y, así parece que sucede en Dique, una majestuosa y epopéyica puesta en escena de la construcción del Dique de la Campana de Ferrol que se llevó a cabo entre 1874 y 1879 por 200 mujeres que, primero excavaron, y luego transportaron 245.000 metros cúbicos de tierra y piedra sobre sus cabezas. Esta odisea Marta Pazos la convierte en algo único a través en un relato de danza, música y puesta en escena que nos cuenta mucho sin decir una palabra. Su concepción dramática, una vez más, aparta de nuestra mirada lo obvio para sumergirnos en un mundo distinto, por visceral, singular y trasgresor. Su concepción artística mueve nuestras cabezas hacia el terreno de la múltiple sensibilidad por lo que tiene de acaparadora de nuestros sentidos una puesta en escena que habla por sí sola y, a la que se adhiere una potente, enérgica y magnífica coreografía de Belén Martí Lluch que sabe interpretar el inabarcable espacio temporal entre lo antiguo y lo moderno, lo clásico y lo contemporáneo, dotando a sus bailarinas de un perfecto encaje con los objetos que hay en el escenario. A lo que se une la potencia de una luz —diseñada por Cristina Bolívar— que nos provoca multitud de sensaciones al unísono de la música electrónica, a veces, y con rasgos populares, otras, a través de las que Clara Aguilar derrocha enormes cantidades de ritmos y matices tan repetitivos como hipnóticos; una simbiosis perfecta a la hora de recrear un mundo mágico en el que nos sumergimos sin darnos cuenta. 

Dique y su compenetración en una cultura —la gallega— resplandecen como un faro en plena noche; noche que se funde con el tiempo y su naturaleza, y que se plasma en forma de danza y sonido, construcción visual y sonora repleta de ecos: de la danza tradicional gallega —cómo nos recuerdan en ocasiones los pasos de las bailarinas a los de la tradicional muñeira, o su manejo de las panderetas—, o de los gritos de unas mujeres que poblaron y aún pueblan la geografía gallega. Mujeres con sus cestos encima de sus cabezas en las que aún llevan la ropa a casa desde el lavadero, o la comida a los que trabajan en el campo. 

Todo ello se nos aviene en un relato sin parangón, por lo original que se nos presenta; luminoso por el devenir de unos colores que van desde el magenta y sus múltiples tonalidades, al azul celeste tan presente en Galiza, terra de meigas, que esta vez se han transformado en mujeres de carne y hueso, pues son ellas las únicas que conforman este espectáculo y crean un conxuro de ritos y leyendas. Ritos y leyendas con un lenguaje actual y atrevido, símbolo de la modernidad de una tierra donde dicen que se halla el fin del mundo. 

El elenco de las bailarinas está formado por: Alba Vázquez, Carmen Cebrián, Alba Cotelo, Estefanía Gómez, Alicia López, Laura Santamariña. María de Vicente y Lúa Cárdenas. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

ANGÉLICA LIDDELL, PREMIO NACIONAL DE TEATRO 2025: LA ENFANT TERRIBLE DE LA ESCENA ESPAÑOLA QUE POR FIN ES RECONOCIDA COMO SE DEBE EN SU TIERRA


 

Suponemos que Angélica Liddell habrá dado el sí quiero al Ministro de Cultura, cuando éste, le haya comunicado que es la acreedora del Premio Nacional de Teatro 2025. Ni lo sabemos ni lo sabremos, pues encerrada en su torre de marfil apenas concede entrevistas. Nunca lee ni críticas ni reseñas de sus trabajos. Ni falta que le hace. Ella siempre está contra todo. Contra el mundo. Contra el gremio de los artistas y la cultura de su país que, a su pesar, es España. Y, también, contra sí misma y sus diablos y fantasmas. Ahí reside su alma, aislada en un sufrimiento mágico y telúrico que la posee y que ella expulsa sobre los escenarios. Nada escapa a su radar creativo. La comida, la sociedad, todo el feísmo que creamos y nos abstenemos de ver…, y la muerte. Por supuesto, la muerte: la de sus padres, la del torero, la de una religión que ya no la santifica por mucho que se acerque a ella para humillarla y a veces redimirla. Parece, que el premio viene dado a cuenta de que ha inaugurado el prestigioso Festival de Aviñón. Parece que nadie recuerda que junto a Fernando Arrabal es la dramaturga española viva más representada en todo el mundo. Parece que nadie reconoce el riesgo y la valentía con la que asume cada una de sus representaciones. Obsesivas y concéntricas si se quiere, pero únicas, por ser la única que se atreve a desmontar tabúes, prejuicios y aburguesamientos de quienes asisten a sus representaciones. Su poder de provocación es único, como único también es el grito que nos invade cada vez que nos lanza sus interminables monólogos llenos de ira. Monólogos dirigidos al personal que va a verla, y cuya última intención es la de sumir al espectador en una clara incomodidad. En este sentido, son muchos los que abandonan las salas de teatro ante tan maña falta de escrúpulos. Ella provoca, sí, y también quiere que sus heridas sean compartidas por quienes van a verla, o soportarla según se mire. 

Angélica Liddell es una aventurera de la perfomance que se regocija en el vestuario, la puesta en escena, la música y las pantallas que proyectan imágenes y palabras que convierten a sus espectáculos es tridimensionales, por acaparar estos todos y cada uno de nuestros sentidos. Su lema, en ocasiones, es el más es más a la hora de reivindicar su lugar en el mundo. Una postura que ella basa en unos postulados alejados de la normalidad diaria que nos consume. Ella es nuestra profeta. Nuestra gurú de los destierros no reclamados, y de los que también somos víctimas cuando permanecemos en silencio. Allá donde queramos ir ya ha llegado ella. Desclasada. Mancha de sangre y desvirtuada por la simbología de sus sueños. Ella sueña y nos conduce a sus pesadillas. Vestida de negro. De blanco. Desnuda, porque nada escapa a la enfant terrible de la escena española que por fin ha sido reconocida como se debe en su tierra. 

Ángel Silvelo Gabriel.