miércoles, 2 de octubre de 2024

KENZABURO OÉ, LA PRESA: ADOLESCENCIA, LIBERTAD Y MUERTE

 


El ansia de exploración en la adolescencia es el mayor aliado de las nuevas experiencias. Figuras virtuales que, cuando traspasan la mera anécdota, se convierten en trágicas en el instante que son las protagonistas de situaciones no previstas o deseadas en la calidez y candidez de una persona inmadura. Algo parecido es lo que le ocurre al protagonista de esta historia cuando se ve inmerso en un juego que le domina el espíritu, sobre todo, cuando quiere elevar sus experiencias a la categoría de mito. Un mito alegórico que deja de serlo en el momento en el que debe enfrentarse a la más pura e inoportuna realidad, donde el encuentro con el otro (otro totalmente distinto a lo conocido), trasciende en un manantial de sensaciones nunca antes vividas. De esta forma, Kenzaburo Oé, en su novela corta, La presa, nos propone una sucesión de realidades y contratiempos que, a él, le sirven para hacernos reflexionar sobre el rechazo al extranjero, o a lo desconocido, por el simple hecho de ser diferente. La localización de esta historia en la guerra del Pacífico le permite al escritor japonés situar a su protagonista en una aldea perdida en mitad de un bosque donde la naturaleza es la verdadera dueña de las vidas de unos seres humanos aislados del mundo. De ahí, que el avión norteamericano que cae en el bosque se nos presente como el antagónico a esa civilización milenaria. El choque entre ambos mundos dará pie a las distintas fases que experimentamos ante lo desconocido: el miedo y la desconfianza, la aceptación y la cercanía, y la imposición de una trágica realidad que viene marcada más allá de los límites de ese mundo subterráneo y aislado que se nos presenta. Con matices que nos recuerdan al libro de William Golding, El señor de las moscas, en el que también se describe la tiranía de unos chicos que confunde la libertad con la muerte, nos invita a revisitar el trinomio: adolescencia, libertad y muerte desde la inicial inocencia de un niño, hasta el abrupto y trágico enfrentamiento con la edad adulta de su protagonista (a su vez narrador de esta novela). Una novela escrita con intensidad y lirismo, ambas características de la técnica narrativa del escritor japonés que, en este caso, trata de revisitar las consecuencias que para él y el resto de la humanidad tuvieron los lanzamientos de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. De ese desconocimiento del que nos habla aquí, es de donde surge el miedo que llevó al ser humano a renegar de sí mismo para aniquilarse como nunca antes lo había hecho. Esta singular forma de llegar desde lo particular a lo general, convierten a La presa en un magnífico ejemplo del odio con el que se cubre el cotidiano día a día de la humanidad, siempre más preocupada en defender lo suyo que en llegar a un acuerdo con el otro. 

La presa nos muestra lo peligroso que es convertir en dogma las ideas que exploran mitos erróneos basados en viejos planteamientos de dioses caídos, por mucho que quieran mostrarnos el ímpetu que guarda la relación entre adolescencia, libertad y muerte. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 23 de septiembre de 2024

LORRIE MOORE, SI ESTE NO ES MI HOGAR, NO TENGO HOGAR: MISTERIOS INCONEXOS Y SIN SENTIDO


 

De la cultura que nos asola y, a su vez presume de manifestar un extremo buenismo hacia todo aquello que le rodea, nace esa ridícula necesidad de demostrar continuamente una empatía pegajosa hacia el otro. Una empatía que está muy por encima de nuestras posibilidades. Buenismo a raudales sea de la naturaleza que sea y que, a ser posible, tape todo aquello que no somos ni nunca seremos. Y todo ello camuflado bajo una pátina de mentiras patológicas asfixiantes. Citas inalcanzables, por rebuscadas e inconexas. Planteamientos guais adornados de una simpleza enfermiza. Narrativas de un estilo directo forjados en la nada. Una nada barroca y repelente cuando lo elevamos todo al mundo de los fantasmas. En este sentido, Hollywood y su industria nunca serán conscientes del año que han hecho a la humanidad. De esa contracultura guay hemos llegado a la estructura creativa de unos autores que se pasan de originales y no saben qué contar para ser tenidos en cuenta (si Fitzgerald y sus guiones cinematográficos engendrados entre copa y copa levantaran la cabeza). Algo parecido a todo esto le ocurre a Lorrie Moore en su última novela. Lejos de su faceta de gran cuentista, la escritora norteamericana nos ofrece una historia desencajada de misterios inconexos y sin sentido, por mucho que intente hacernos cómplices de la idea del “doble”, tanto en el ámbito narrativo como en el de los personajes. Historias duplicadas que tratan de encontrarse en el tiempo, pero no en la narración, y de ahí su contrasentido. De esa polaridad inconexa es de la que adolece una historia pensada para un público muy específico, el norteamericano, al que, por cierto, le guste y disfrute con las referencias bélicas de su guerra civil, y las literarias del gótico americano del siglo XIX, pero que fuera de ahí no se entienden. 

A pesar de todo, Moore, en esta novela claustrofóbica por lo encerrada que está en sí misma, trata de mostrarnos a la muerte (uno de sus temas recurrentes) desde la doble perspectiva de la enfermedad y el suicidio, e intenta crear una atmósfera con tintes morbosos o de humor negro en ocasiones. Nada malo si no fuera por los tintes localistas de alguno de ellos, a los que la autora trata de contraponer una narración ágil basada en diálogos muy dinámicos. Si este no es mi hogar, no tengo hogar intenta abrir nuevos caminos tanto en su estructura narrativa como en la forma que aborda los temas trascendentales que caracterizan la obra de una Lorrie Moore que en esta ocasión se ha pasado de original y, por tanto, se queda a mitad de camino en cuanto a sus pretensiones. Tanto o más cuando se pierde en referencias furibundas hacia Donald Trump, y el miedo que les suscita la libertad de voto a las clases intelectuales norteamericanas. Un proceso al que quizá tengan que enfrentarse de nuevo en muy poco tiempo, lo que nos traerá un sinfín de novelas innecesarias sobre este mismo tema. 

Esta novela que lucha contra sí misma desde la primera página, acaba presentando su armisticio narrativo cuando termina por limitarse al mundo a los fantasmas (un arrebato que no acaba de funcionar en ningún momento), por mucho que la autora busque similitudes con Faulkner a la hora de recrearnos una vida más allá desde la materialidad de los vivos. En ese largo viaje por autopistas y carreteras interminables que nos recuerdan a Paul Auster, sus protagonistas tratan de sobreponerse a la muerte y crear una vida de muertos vivientes que no acaba encajando más que en el repetitivo y contradictorio mensaje sobre la inmaterialidad del ser humano y su finitud al que Moore trata de darle una consistencia que no termina de encontrar. Quizá, porque estemos ante una delirante sucesión de misterios inconexos y sin sentido. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 19 de septiembre de 2024

MARGUERITE DURAS, EL AMANTE DE LA CHINA DEL NORTE: LA POLIFONÍA DE LOS ECOS DEL AMOR A TRAVÉS DE LOS RECUERDOS


 

La vida va y viene, y en ese tobogán de idas y venidas, días y estaciones, el tiempo nos trae otras vidas, otros recuerdos que estaban dentro de nosotros para llegado el momento reclamar su protagonismo. Algo así le ocurrió a Marguerite Duras cuando se enteró de la muerte del protagonista chino de esta novela en el año 1990. De ese amor fragmentado en recuerdos nace esta historia ya narrada en su anterior novela El amante. Una historia que, al contrario que la antedicha, profundiza más en la historia familiar de la autora compuesta por la madre, su hermano mayor, Paulo su hermano pequeño y Thanh, el joven camboyano que adoptó su madre y a quien la escritora dedica la novela. Con un lenguaje entrecortado, fílmico por la brevedad de las frases y la estructura de los párrafos, Duras nos va narrando los momentos y las escenas que vivió en Indochina cuando apenas tenía 15 años. Ese tul del tiempo que lo entrevera todo y no nos deja adivinar con nitidez nuestro pasado es el que la autora aparta para afrontar cara a cara su pasado y ese primer amor del que nunca se recuperó. Quizá no hay nada más perverso que ser víctima de ese primer amor que te marca durante toda la vida si sólo se alimenta de los recuerdos. Pero, en este caso, la icónica Duras juega con él y los destellos que logra captar a través del tiempo y los ecos que éste produce son únicos y magistrales, porque esta reescritura de una misma historia es un texto perfecto y sublime en cuanto a los ecos del pasado que se hacen presentes y su poder de repetición. Pocos autores como Marguerite Duras han logrado dar a la repetición la categoría de esencia. Esencia domesticada por su forma de narrar y dejar en el aire una idea, un espacio o un sentimiento. Una indeterminación de la vida que nos recuerda a cada instante su fragilidad. 

El amante de la China del Norte nos sumerge en el mundo de los deseos y los miedos que éstos conllevan cuando se trata de romper barreras temporales y costumbres ancestrales que, sin embargo, serán la razón del fracaso de una relación condenada a morir desde un principio. De ese tormento surge y se afianza la relación entre la niña de quince años y el chino de veintisiete. De su apasionado encuentro nace una oda a ese fanatismo de los sentidos que conocemos como amor. Amor pleno de pasión y llanto, cercanía y distancia, rito y trasgresión. Aquí, Duras convierte a la palabra en algo tan matérico que la transforma en el cuerpo de los amantes, o en la estancia en la que yacen sus cuerpos. Esa forma de ver el pasado y el amor está marcada por la polifonía de los ecos del amor a través de los recuerdos y que, en esta novela, van más allá del amor entre la protagonista y el chino, para desdoblarse a su vez en una elegía del amor. Amor carnal, pero también fraternal. Amor con sus juicios y tragedias que, en ocasiones, llega al amor incestuoso que, narrado por la autora francófona, está exento de todo pecado, por estar abordado desde una postura más cercana a la dicha del que lo da todo —y con ello cubre el tormento y el desasosiego del otro— que al pecado carnal. 

La vida que nos plantea Marguerite Duras es una desfragmentación del mundo que siempre anda persiguiendo a los desdichados y sus tragedias. A los hechos puntuales de unas vidas que las marcan para el resto de su existencia. Un mundo en el que la escritora ensalza su capacidad para crear una atmósfera de nostalgia y pérdida a la vez, y donde ambas nos someten a un idilio entre lo que una vez fue y lo que nos es mostrado. Una forma de entender la literatura a la que Duras impregna de grandes dosis visuales con las que llega muy cerca del alma y la memoria del lector, porque como dice el refrán: «Una imagen vale más que mil palabras». 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 17 de septiembre de 2024

BILL VIOLA (1951-2024): EL ARTISTA QUE CONVIRTIÓ EL VIDEO-ARTE EN PURO SENTIMIENTO

 



En un mundo gobernado por las imágenes no cabe un mayor reto que hacer de ellas no sólo un mero escaparate de vivencias, vacuas la mayoría de ellas y sin ningún interés para el resto de la humanidad, sino una epifanía de los sentimientos humanos. Sensaciones que, en la mente y en la ejecución visual y estética que les dio Bill Viola, interpelan a la fusión del espacio que nos separa de la pantalla para convertirlo en algo mágico, pues consigue anular esa distancia hasta hacerla invisible (ficción y realidad unidas en un único plano). En esta sociedad donde todo parece estar al alcance de un click, no hay nada subversivo que ralentizar las imágenes mediante la técnica del slow film hasta convertirlas en un grito de guerra contra la frialdad y el hedonismo de la nueva sociedad woke que nos gobierna, porque no hay nada más atroz y ridículo que la yuxtaposición continua de imágenes sin más sentido que el del protagonismo no reclamado. Esa falsedad, entre otras consecuencias, es la que asesina día a día la experiencia del arte y nos hace confundir lo banal con lo auténtico que nace de la conciencia y experimentación. Herramientas que Viola exploró hasta llegar a esos espejos de lo invisible en los que se han convertido una gran parte de sus video instalaciones. De ahí la importancia que, con el paso del tiempo, las obras y vídeos del artista norteamericano tendrán en un futuro no tan lejano, porque son el mejor antídoto y el mayor legado que se nos puede dejar contra la omnipresencia de lo anodino, además de ser una barrera necesaria para evitar la catástrofe que conlleva todo arranque de exposición vital que nada tiene que ver con el arte. ¿Qué es el arte, entonces? En el caso de Bill Viola fue la expiación del mundo sensible y la posibilidad de mostrarnos cómo somos en los momentos más trascendentes de nuestras vidas. El amor, el odio, el nacimiento, la muerte, la alegría, la tristeza, o el milagro del renacimiento surgen en sus instalaciones como la conciencia de aquello que los seres humanos hemos olvidado con excesiva facilidad: la de mostrarnos tal y como somos, y no cómo queremos que los demás nos vean. Esa distancia ha sido la que el video-artista fulminó en post de una verdad incontestable: la de la realidad sin filtros, la de la lucha por la supervivencia ante la catástrofe, o la debilidad de las personas ante la fuerza de una naturaleza que en ocasiones se nos muestra tan devastadora como purificadora. Esa sensación a la hora de experimentar, mostrar e influir sobre todo aquel que se acerque a sus montajes hacen de la obra de Viola una biografía universal de lo que somos y hacia dónde nos encaminamos. Sus imágenes surgen de la necesidad de la búsqueda de ese más allá que en demasiadas ocasiones está al alcance de nuestras manos y sin embrago obviamos por pura distracción, el gran mal de la sociedad moderna. Viola nos habla en su obra de esa atención necesaria, plena y directa, a la par que sencilla, por la inmediatez de sus propuestas. Una sencillez que sólo es la excusa para adentrarnos en un universo único, por sensible y onírico, por auténtico y real, por expresivo y diferenciador. Viola nos hace viajar hacia el interior de nuestra esencia. Hacia aquello que nos moldea como personas. Hacia aquello que denominamos como alma. Un componente de nuestra personalidad que ha sido aplastado por la indigencia del falso reality en el que nos desenvolvemos. No hay nada más anodino que una sonrisa en Instagram, justo lo opuesto a lo que Viola dedicó su vida: la expiación de lo esencial, y de la materia oscura de la que estamos hechos, pues el video-artista convirtió su arte en puro sentimiento. Bill Viola ha conseguido con su obra que seamos conscientes de ese recogimiento íntimo y personal que logra sentirnos vivos y ser nosotros mismos sin tener la necesidad de exponerlo. Un recogimiento que nos lleva hasta el más puro anonimato, sin duda, la mejor herramienta a la hora de enfrentarnos a nuestros miedos y fobias. Bill Viola fue capaz de ver aquello que nadie ve. Fue el mago que nos acercó a lo que creíamos que no existía para ofrecernos la oportunidad de verlo y, sobre todo, sentirlo, porque su arte es un arte de la exaltación de los límites del ser humano a través de los sentimientos. No en vano, sus creaciones se asemejan mucho a las ventanas del alma.

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 16 de septiembre de 2024

ANGÉLICA LIDDELL, DÄMON, EL FUNERAL DE BERGMAN: RESONANCIAS ALREDEDOR DE LA MUERTE


 

¿Qué hay más vulnerable que mostrarnos desnudos ante los demás? En este caso, no se trata de hacerlo por puro exhibicionismo, sino con la intención de arrancarnos el corazón y mostrárselo a los otros sangrante en nuestra mano. Quizá lo hagamos por el miedo ante la muerte, o por el pánico ante la decrepitud de nuestro cuerpo o nuestra mente: «Sigo trabajando para no perder la razón de puro terror». Todas ellas son manifestaciones de un final. El de la intimidad. El de la vida. El de la lucidez. De esos espacios sumidos entre tinieblas nos habla una vez más Angélica Liddell, una vez más, instaurada en ese viaje sin retorno al óbito. Al propio, y al de un mundo al que ella se enfrenta con todas sus fuerzas. Su teatro es un arte a la contra. Una respuesta a sus preguntas que van desde la provocación a la búsqueda del silencio. Una falta de palabras que se capta muy bien en el monólogo de esta obra, Dämon, el funeral de Bergman, porque quizá sea el menos original que la hayamos escuchado. El teatro es el arte de la palabra y la furia al expresarlo no basta para armarlo del valor que atesora. Sin embargo, lejos de esa primera percepción, y a poco que nos detengamos en contemplar su plática y la forma de llevarla a cabo, lo que más aflora en esta larga representación de dos horas y media es la soledad. Esa de la que Liddell se hace acompañar en sus largas caminatas diarias. Palabras que se ahogan en esas diatribas que siempre dan vueltas sobre lo mismo, pues se nutren de una soledad muda reconvertida en ira hacia los demás y sus formas de vida, relación y expresión. En este sentido, en esta obra no cabe sino una agonía vital en la que, poco a poco, se abren paso con fuerza la ceremonia y el rito. Rito religioso y católico —en sus diferentes variantes— que es expresamente representado en la última parte de esta función dedicada precisamente a la muerte y funeral de Bergman, el gran cineasta sueco al que Liddell rinde homenaje y pleitesía, devoción y ternura, honor y gloria. Para, en el fondo de todo ello, subyacer sus imposturas contra el miedo que la atrapan y zarandean. Una provocación a la que ella responde con su concepción del arte. Provocación que, aparte de ser una de las características de su teatro, ella vuelca llena de rabia al inicio de la obra contra la crítica francófona que la vapuleó tras su paso por el pasado Festival de Aviñón. Un parlamento que obvia expresamente a la crítica española por considerarla inexistente o falta de valor en sí misma. Provocación, provocación, y provocación… 

Dämon, el funeral de Bergman está concebido en tres partes y como una larga ceremonia de vivos-muertos y de muertos-vivos, en la que al final de la misma también hay espacio para el dramaturgo sueco August Strindberg y su obra El sueño, de la que Bergman era un gran admirador. Más allá de la palabra, en este homenaje al arte en sí mismo, también hay espacio, un gran espacio, para la música que a veces hace de elemento distorsionador del texto y la propia música y, sobre todo, para esa concepción estética en rojo y blanco que la preside. Rojo de sangre y muerte, y blanco de pureza y esperanza. Un color blanco que, al inicio de la obra, preside la escena en la que ella se limpia —con el agua limpia y clara derramada en una palangana— sus partes pudendas, con las que más tarde bendecirá a los espectadores de las primeras filas. Un agua, no bendita, que en sí misma ya es una advertencia para todos aquellos que no estén acostumbrados al lenguaje nada convencional de la Liddell sobre el escenario. Una escenificación de la escatología que de nuevo ella hace acompañar con la desnudez de su cuerpo apenas tapado con una fina bata de seda blanca tan entreabierta que nos la deja ver como vino al mundo. Otra forma más de hacer frente a sus obsesiones, y que muy bien podríamos interpretar como un desafío a la enfermedad y a la vejez a la que se declara cercana: «La enfermedad es la historia más importante de nuestras vidas». Una declaración a la que acompaña con una puesta en escena final y coral de gran impacto visual y estético, sin duda, otro de sus puntos fuertes a la hora de ejecutar sus obras sobre los escenarios. «El teatro es tiempo, y el tiempo mata», nos recuerda en un momento dado, para que no se nos olvide uno de los mensajes principales de esta obra. 

Dämon, El funeral de Bergman acaba, por extraño que nos parezca en la carrera de Angélica Liddell, con un canto a la esperanza. No sólo por la sublimación del arte en sí mismo que ella refleja en la obra de Bergman, sino también por un epílogo teñido con la palabra alegría: «Por fin puedo darle forma a la alegría, esa alegría que a pesar de todo se esconde dentro de mí, y a la que nunca he dado vida en el trabajo». Un punto y final que quizá nos muestre a una Liddell más abierta al prójimo y menos encerrada en sí misma. Una Liddell, quien sabe, si más cercana a la esperanza en un mundo que, a pesar de todo, ya no será tal y como un día lo conocimos. 

Ángel Silvelo Gabriel

martes, 25 de junio de 2024

PESSOAS, 28 HETERÓNIMOS ESPERANDO A FERNANDO PESSOA: LA MULTIPLICIDAD DEL ALMA


 

Los Pessoas que Ricardo Ranz despliega en este libro son dibujos con alma propia. Existen muchos Pessoas en el mundo, pero sin duda, los del artista leonés son algunos de ellos. Saltando, bailando, con paraguas, suspendido del aire, derrochando tinta, con el alcohol y el tabaco teñidos de un color que resaltan cada una de sus ilustraciones. Una multiplicidad que no es ajena a Ricardo Ranz, porque cuando se desdobla en los diarios de Franz Frichard: «Mis logros, tan íntimos que solo los conoce la vida. Mis sueños tan silenciosos que solo los escucho yo» se hace un auto-Pessoa que busca, explora e investiga aguas adentro. En esos límites que tanto miedo nos da visitar, y que son nuestra esencia y sus múltiples vertientes. Ricardo Ranz, también en este caso ejerce de filósofo espiritual, y nos recuerda que somos seres multidisciplinares y de múltiples voces, por mucho que nos cueste reconocer lo contrario, pero para eso está entre otros motivos este Pessoas, 28 heterónimos esperando a Fernando Pessoa, para mostrarnos la multiplicidad del alma. Una perfecta excusa para revisitar la figura del poeta portugués y sus múltiples voces a través de las 28 voces que lo reinterpretan o revisitan. 28 voces que simulan al tranvía 28 de Lisboa. Un artefacto de color amarillo que recorre aquellas calles y rincones que formaron parte del devenir vital y onírico de un escritor preñado de personajes a los que dio luz y vida propia. 

La variedad de posturas y expresiones. La soltura en los trazos. El acierto en los colores. Y la inigualable caricaturización de los múltiples retratos de Pessoa que, Ricardo Ranz ha conseguido inmortalizar, le proyectan como un heterónimo más de las andanzas e incertidumbres del portugués más universal del siglo XX. Sus imágenes se proyectan como ecos sonoros materializados en líneas, trazos y gamas cromáticas que se quedan incrustados en nuestro imaginario colectivo y que, compiten de tú a tú, con las figuras que del poeta se distribuyen por la Casa Fernando Pessoa de Lisboa. Unas y otras, son el espíritu que le reafirman como un elemento ornamental que complementan a la perfección su vida y su obra. Esa multiplicidad se asimila a las huellas que nos llevan por un viaje nuevo y distinto, porque de estos Pessoas que representan a tantos Pessoas saltamos al abismo que supuso y sigue siendo El libro del desasosiego. A la brisa que en La Baixa nos llega desde el Tajo. A los adoquines que nos recuerdan al hombre que no pisaba el suelo. A las múltiples moradas que habitó el cuerpo humano que sostenía a su sombrero, sus gafas y su bigote isósceles. A los escaparates de una Olissipo que nos hablan de la grandeza de un hombre universal, que va mucho más allá del reclamo publicitario y turístico de una nación que lo ensalza como estandarte universal de su fisonomía física e intelectual. Una fisonomía infinita pues en su día rebasó los límites del Cementerio dos Prazeres donde fue enterrado, para ser aposentado entre los más grandes portugueses de todos los tiempos. Y, por si esta excusa visual y poética no fuera suficiente para revisitar al poeta, aquellos lectores que se acerquen a este libro de libros, debe pararse a leer con detenimiento la gran introducción de Manuel Moya, el mejor especialista español sobre la vida y la obra de Pessoa. Manuel, en apenas ocho páginas y un poema, nos desglosa el alma del poeta portugués y sus mundos adyacentes. Una magnífica apertura de lo que es y representa la obra del poeta portugués. Hombre de hombres que, como nos recuerda el poeta Juan Carlos Mestre, en las palabras preliminares que abren este libro: «Volverá como el rey Don Sebastián rodeado de pasteleros e impostores. El hombre. El hombre que le tenía miedo a un árbol». Quizá, por eso, Pessoa dijo: «Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida». Y en esa eterna búsqueda del presente exento de futuro, abordó todo aquello que su mente tuvo a bien vislumbrar o explorar. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 20 de junio de 2024

STEFAN ZWEIG, EL MUNDO DE AYER: EL MALTRECHO ANHELO DE LA UNIÓN ESPRITUAL DE EUROPA

 




«Acojamos el tiempo tal como él nos quiere». Esta frase de la obra Cimbelimo de Shakespeare abre estas memorias de un europeo, que el escritor austríaco Stefan Zweig tituló como El mundo de ayer. Esta frase, en sí misma, tiene la peculiaridad de ser como una doble página de una misma idea. Por un lado, porque nos traslada al pasado y nos invita a recuperar aquello que nos aconteció, y por otro, porque manifiesta un deseo: convertirnos en una materia porosa del tiempo que nos ha tocado vivir como si fuésemos una parte de un falso presente, ya que el tiempo pasado lo es. Además, también podríamos darle al menos un tercer significado: el del viaje como trayecto vital que nos dispone a tener que elegir entre varios itinerarios. En este sentido, Zweig opta por el más complejo: «Desde mi primera pieza, Tersites, nunca me había dejado de preocupar el problema de la superioridad anímica del vencido […] tratando de ayudar a los demás me ayudé a mí mismo». Esa ONU ambulante en la que Stefan Zweig convirtió a su vida le llevó a conocer, primero Europa y, más tarde, parte del resto del mundo. Ahí, en ese deambular, donde no eran necesarios ni los pasaportes ni las fronteras, inició un largo trayecto que le trasladó desde la sociedad tranquila de la Viena que le vio nacer al caos que se implantó en toda Europa y el mundo con las dos Guerras Mundiales. Antes de que todo eso llegara, el escritor austríaco nos muestra una sociedad en la que su vida está impregnada de arte, y de la especial sensibilidad que sus conciudadanos muestran hacia la cultura. Un modo de estar en la vida con un único afán: el de ser los mejores. Esa explosión cultural en la que se desarrolla la primera parte de su vida le lleva a aborrecer el gimnasio —nombre con el que se conocía la escuela o el instituto—, y le lleva a lanzarse a esa otra vida que existe fuera de él, junto a sus compañeros. De ahí nacerán su interés por la música y la poesía, que desembocará en la publicación de sus primeros poemas. Unos versos nacidos de su pasión por el lenguaje y alejados de la experiencia. En este sentido, es llamativo el apartado que reserva a la iniciación sexual de su generación, encorsetada por la forma pacata y distante de llevarla a cabo, ya que se circunscribía a los gestos, las miradas, o las visitas a las casas de citas para burgueses. Sin embargo, lo más importante de este despertar a la vida lo constituye su acceso a la universidad, y el hecho de que tras publicar sus primeros poemas conoce a Theodor Herlz, el redactor del folletín Neue Freie Press, al que presenta un pequeño trabajo poético que le publicará; una noticia que le llevará a ganarse el respeto de su familia y a trasladarse seis meses a Berlín donde continuará con sus estudios universitarios. Es estancia en la capital alemana, por primera vez en su vida, le permitirá abrirse a la vida con total libertad. Este hecho, sin duda, marcará su ritmo vital para siempre, porque más adelante le abrirá las puertas de muchas ciudades europeas (Zurich, París, Londres, Roma, Ostende, Munich…) y, sobre todo, a entrar en contacto con grandes personalidades culturales de su tiempo: Rudolph Steiner, Rainer Maria Rilke, Rodin, Yeats, Walter Rathenau, Romain Rolland, Maxim Gorki, etc. Por ejemplo, su encuentro con el poeta Emile Verhaeren, del que dirá que: «en aquellas tres horas llegué a querer a la persona tanto como la he querido después toda mi vida», le influirá de tal modo que cambiará el inicio que tenía proyectado acerca de su obra literaria, dado que, tras conocerle, decidió dedicar sus próximos dos años a traducir la obra completa de éste. Un trasunto que marcó de una forma definitiva su posicionamiento creativo, y también le llevó a reforzar su afición por el coleccionismo que, al principio fue acumulando en una casa de las afueras de Viena. Allí depositó, por ejemplo, el dibujo Rey Juan de William Blake adquirido en el Museo Británico de Londres gracias a su amigo Archibald G. B. Russell (un dibujo que desde entonces le acompañará ya casi toda su vida). O también uno de los poemas más bellos de Goethe, así como autógrafos de poetas, actores y cantantes; manuscritos originales (una página de una galerada de Balzac), o los borradores de poesía o composiciones musicales. 

El mundo de ayer, como el resto de la obra del escritor austríaco, transcurre a lo largo de los años bajo una escritura cuidada y un ritmo que evita los afluentes o las largas descripciones que lo conviertan en aburrido, como muy bien nos explica el propio Zweig cuando aborda el reconocimiento literario que él nunca ha buscado, o nos expresa las pautas que él cree debe poseer todo escritor a la hora de forjar su estilo literario. Este es un libro en el que hay múltiples anécdotas culturales y, quizá, la más llamativa de todas ellas sea el aciago destino que fue de la mano de sus primeras obras de teatro y las muertes de los actores (Adalbert Matkowsky o Joseph Kainz) justo antes de estrenarlas, o del óbito del nuevo director del Burgtheater de Viena, Alfred Baron Berger, antes del estreno de su obra La casa a orillas del mar; o más tarde la de su amigo y actor italiano Alexander Moissi en 1931. Un sino, que le hizo desistir, durante mucho tiempo, de volver a escribir un texto teatral y que, de alguna manera, podría simbolizar la orfandad cultural y su conversión en un futuro apátrida, que le perseguiría hasta el final de sus días en Brasil. 

Dentro de su innato europeísmo hay que destacar su encuentro en París con Roman Rolland, en la casa de éste cercana al bulevar de Montparnasse. Tanto es así que Zweig lo recuerda como uno de los días más luminosos de su vida. Aquella conversación le hizo comprender que su deber no consistía en hacer frente a la perspectiva, posible a pesar de todo, de una guerra europea. Un hecho que ocurrió cuando estaba de vacaciones en Ostende, lo que le obligó a regresar a Viena de inmediato. A partir de ahí, comienza un lento pero interminable peregrinaje por toda Europa. Primero, cuando fija su residencia en la casa de Salzburgo, cercana a la frontera alemana, que abandonará de una forma definitiva veinte años después. Aquí, Zweig nos muestra que hay tantas vidas como caminos tomar. Ritmos vitales que nos llevan a esos lugares que nunca teníamos pensado ir. A esas metas que se fueron tropezando en nuestras vidas sin desearlo. Y a esos fracasos que derrumbaron los grandes esfuerzos que nos llevaron a intentar conquistar una meta de por sí imposible. París y, finalmente Londres, o Bath, donde se encontraba cuando se declaró la IIGM, le ayudaron a huir de las sombras que le persiguieron a lo largo de su vida: «El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo este tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad.» 

Esa vida, más allá de la sombra que siempre le persiguió, le llevó a mirar más allá de las fronteras físicas o de las banderas, para entregarse de na forma apasionada a materializar su anhelo de la unión espiritual de Europa. Un deseo que él no vio materializado. Sin embargo, su espíritu de concordia sí venció tal y como él lo concibió cuando Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y Paul-Henri Spaak, conocidos como los padres de Europa, fundaron la Comunidad Europea (CE) tras la IIGM. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 17 de junio de 2024

ERWIN OLAF, NARRATIVAS DE EMANCIPACIÓN, DESEO E INTIMIDAD: MIRARNOS A NOSOTROS PARA MIRAR AL OTRO

 


Una premisa: mirarnos a nosotros para mirar al otro. De ahí nace un juego de espejos y espejismos que nos atrae y nos rechaza. Imán y repelente que nos une y nos separa. Sinergias y sus transparencias que aluden a una forma de contar el mundo. Su exilio. La derrota. La libertad del yo. La emancipación del otro. Así, imagen tras imagen, composición tras composición surge el niño que fuimos que apunta al hombre que ahora somos. Dedo que traspasa la barrera del tiempo para llevarnos hacia el pasado desde un presente también lejano. Viaje provocador y, a la vez, mutilado por el dolor que provoca. Un dolor, del que esa distancia busca refugio en la intimidad y el deseo que nunca se apaga o se frena. El deseo por crear, por interrogarnos acerca de la inmaterialidad escondida en el infierno que alimentamos y nunca se apaga. Miradas que, como muy bien nos expresa Erwin Olaf en la exposición Narrativas de emancipación, deseo e intimidad (PHotoESPAÑA 2024, del 10 de mayo al 14 de julio en la Sala de Exposiciones del Centro Cultural Fernando Fernán Gómez de Madrid), buscan el letargo de la melancolía y la trasgresión del recuerdo con imágenes sobrecogedoras, exultantes o evanescentes. Miradas que se plasman en diálogos que resucitan nuestra capacidad de análisis a la hora de mirarnos a través del majestuoso espejo que nos ofrece el artista holandés en esta magna exposición acerca de los sentimientos humanos y los sentidos a través de los que éstos nos llegan. Sus fotografías tienen la potencia que envuelve a las míticas imágenes cinematográficas que se quedan adheridas a nuestra memoria, y a la intensidad de la evocación que nos llega a lo largo del tiempo. Imágenes y sensaciones que se yuxtaponen a los vídeos que se nos muestran en espacios oscuros que representan templos de recogimiento y veneración hacia aquello que a Erwin Olaf le sale de sus entrañas. 

Narrativas de emancipación, deseo e intimidad posee una plasticidad única, por intensa y militante. Una plasticidad que va desde la profunda melancolía que se recoge en la tristeza, hasta la búsqueda de una soledad y un silencio que busca refugio en plena naturaleza sin olvidar la estética arriesgada y delatora de los cuerpos desnudos que se exhiben y las múltiples interpretaciones que éstos nos sugieren. A lo que habría que añadir el minucioso estudio de los rostros humanos, y la potencia que éstos nos transmiten a través de la mirada, donde sus ojos y facciones, sus encuadres y posturas nos dicen tanto o más que el propio retrato en sí. Hombres y mujeres, niños y adultos. Todos los seres humanos posibles y las diferentes razas que habitan nuestro planeta se dan cita tras la cámara de un Erwin Olaf, que los adivina y nos los muestra de una forma sencilla, pero intensamente serena y reveladora. En esa forma de mirar tan particular y única nos acerca al ser humano sin más ambages que la verdad de su objetivo y su afán por llevarnos a realizar el viaje que él ha hecho. Un viaje hecho imágenes que alcanza su lado más íntimo en la última parte de la exposición, donde el artista holandés adopta el papel de protagonista y nos ofrece una multitud mágica y directa de su propio confinamiento durante la pandemia. Instantáneas de no vida, que poco a poco se van convirtiendo en autorretratos bicolores con supremacía del blanco y negro que nos alertan de un final: el propio. Un magnífico ejemplo de cómo romper la distancia entre realidad y ficción con una propuesta basada en la valentía de mirarnos a nosotros para mirar al otro. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 20 de mayo de 2024

NUCCIO ORDINE, LOS HOMBRES NO SON ISLAS: LA BÚSQUEDA DEL SENTIDO DE LA VIDA A TRAVÉS DEL OTRO

 


La búsqueda del sentido de la vida a través del otro, tal y como nos lo presenta Nuccio Ordine en este ensayo sobre lo individual frente a lo colectivo, el uno frente a lo múltiple, o del hombre frente al mundo, nos pone de manifiesto que las ideas y la esencia del ser humano siempre han permanecido inmutables a lo largo de los siglos. El amor, la esperanza, la codicia, la venganza, etc., forman parte de esa coraza que nos define a través de los sentimientos. En este sentido y, en un espectro más amplio de este concepto, la relación del hombre como ser individual frente al resto de la colectividad puede venir marcada, como nos apunta Ordine, por muy diversos factores y relaciones que van de lo interior hacia lo exterior bajo el prisma de la necesidad de la socialización que el ser humano expresa a lo largo de su vida. Así, Montagne necesita de los otros para hablar de sí mismo. Shakespeare, en El rey Lear, nos plantea el conocimiento de una realidad distinta para quien ostenta el poder cuando éste se pierde, porque le obliga a realizar un viaje interior inesperado. Aquí, los otros son quienes le obligan a relacionarse consigo mismo a través de la fuerza que éstos ejercen sobre su poder. De ese viaje interior que llega hasta la locura surge la posibilidad de volver a “ver”, y con ello, contemplar la terrible injusticia que acarrea la desigualdad. Sin embargo, Xavier de Maistre nos propone un periplo alrededor de su habitación, para a partir de ahí establecer múltiples relaciones con los otros. Relaciones basadas en la imaginación. En Tólstoi, por ejemplo, esa interacción con el prójimo nos lleva a la obligación de desarrollar una utilidad colectiva cuyo destino sea el resto de la humanidad. Una humanidad que él fija en los desamparados o más desfavorecidos como única forma de lograr una mayor igualdad entre los seres humanos. Humanidad utilitaria, en este caso, y basada en el concepto de compartir los bienes y servicios. 

Una necesidad de relacionarse, y de ese modo vencer a la soledad, que también admite la opción de llegar a lograrlo a través de los sentimientos. Un planteamiento que Ordine nos formula cuando a través de Saint-Exupéry y su obra El principito nos esgrime la necesidad de aprender a ver con el corazón. Un trayecto que busca el encuentro con la felicidad y el alejamiento de la cuantificación que gobierna el mundo en pos de una mayor espiritualidad. Para llegar a ese punto de partida, Ordine se detiene en analizar conceptos como: riqueza, domesticar, efímero, o crear lazos. Donde, de ese crear lazos, parte la percepción de cambio entre el uno y el otro a través de los objetos que los circundan. Por ejemplo, nos dice que a la amistad hay que dedicarle tiempo y alejarla de la idea productiva que rigen las aspiraciones. Siendo ésta, una de las manifestaciones a través de la cual es posible hacer visible lo invisible a los ojos de los demás. Una posibilidad que sólo se puede realizar a través del corazón. Esa fuerza innata que nos mueve y nos protege de los demás es la que Ordine trata de vencer a lo largo de este ensayo en el que nos propone la necesidad de explorar la colectividad frente a lo individualidad. Un planteamiento que en el campo de la educación nos acerca hacia la masiva implantación en la educación de un conocimiento rápido y productivo en las escuelas y universidades basado en el binomio empresa-cliente, en detrimento del conocimiento de las humanidades, por ser éste menos productivo económicamente y más prolongado en el tiempo. Esa idea de Ordine nos lleva a plantearnos, como dijo Oscar Wilde, que: «Lo importante no es elegir, sino saber lo que se quiere». De esa capacidad de elección Ordine nos dice que: «Quien quiere conservar su libertad, debe saber renunciar a dones y privilegios». Una mirada que va mucho más allá de lo individual y trata de acercarse a lo colectivo. Una idea que él nos muestra al final del libro a través de la novela de Virginia Woolf, Las olas: «Masas singulares de agua que se alzan de la superficie del mar para después, acabado su curso, reintegrarse en ella». Una frase donde, quizá, no quepa una mejor interpretación de lo que es el individuo a la humanidad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 14 de mayo de 2024

ALICE MUNRO (1931-2024): EL SILENCIO Y EL ECO PROFUNDO DE LA CONCIENCIA


 

La vida y la literatura están plagadas de casualidades, y ambas, poseen eso que denominamos como lagos interiores que en apariencia nadie ve, pero que sin duda existen. La necesidad última del ser humano por expresarse, le llevó a una joven madre canadiense llamada Alice Munro a refugiarse en la escritura, y lo hizo mientras sus hijas pequeñas dormían la siesta. El silencio y ese eco profundo de la conciencia que, cual duende no nos deja conciliar el sueño, hicieron su función de una forma sencilla y magistral en la todavía joven e inexperta Alice. Seguidora de la mejor tradición de los escritores norteamericanos, ella supo conjugar su propio mundo a través de la demoledora precisión del relato corto caracterizado por la pasión del retrato psicológico de sus personajes, en lo que podríamos denominar como la aventura de los discursos interiores. Tanto es así que una buena parte de su producción transcurre en un condado que lleva su propio nombre, al mejor estilo de Faulkner. 

Alice Munro nos ha dejado con la misma sensación que sus cuentos al terminar de leerlos: aturdidos por el peso de una vida unida a la intemperie por la que transitaban sus personajes. Viajeros sin más rumbo que el del sentido de la búsqueda de una felicidad que nunca coincide con lo esperado. Un inconveniente que, sin embargo, no jugó en su contra sino a favor de ese espíritu de lucha y confrontación con la realidad que la llevaron a crear un mundo propio, donde el amor y la necesidad del sentido de la libertad fueron dos de sus brújulas más importantes a lo largo de toda su obra literaria. Una libertad que, sin embargo, ella compartió muchas veces en silencio, tal y como declaró cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en el año 2013 —fue la primera mujer que en ser distinguida con ese galardón por una obra cimentada en sus relatos cortos—. En este sentido, Munro, como buena diseñadora de vidas ajenas conocía de la importancia del tiempo y la soledad que conllevaban el oficio de escribir, de ahí que en una de las múltiples entrevistas que concedió tras recibir el Nobel declarara que Demasiada felicidad sería su último libro, porque el poco tiempo que le quedaba no lo quería pasar sola, sino junto a su familia. Una dura decisión que no llegó a cumplir, pues no la debió resultar fácil renunciar a aquello que amaba, por más que la vida que transcurría más allá de su obra literaria la apartara de su segundo marido hacía poco tiempo. En aquel momento, con 82 años, y sin la posibilidad de ir a recoger el Nobel, Munro a pesar de todo se mostró al mundo sonriente y segura de su victoria: la materialización de su más valioso sueño como escritora. 

La soledad de Alice Munro nace como esa fuerza que nos somete a lo largo de la vida. Soledad que no desaparece con la muerte, pues se trata de un reflejo interior que nunca se extingue ni tampoco llega a atisbarse en un mundo hostil y primitivo como el que habitamos. Una inmunidad a la muerte que se refleja en sus relatos cortos, donde las aguas subterráneas por las que fluyen sus historias no dejan de correr por su mente y la de sus personajes. Aguas que una y otra vez salen a la luz en narraciones afincadas en una realidad muchas veces hostil porque huyen de ella asociadas a la indiferencia. Vidas anónimas que también necesitan de algo de cariño. Un cariño que parece que nunca encuentran, porque Munro indaga en los secretos que mueven nuestras vidas y en las atrocidades que éstos engendran. El resultado de todo ello convierte a sus personajes en seres débiles y sensibles que necesitan de ilusiones efímeras o absurdas que se crean ellos mismos para sobrevivir. La vida, en estos casos, es un espacio de ausencias. Ausencias que, sin duda, necesitan aliarse con el destino, y donde las historias contadas lo son de vidas paralelas que no tienen nada en común, salvo la soledad. Vidas paralelas que, sin embargo, acaban uniéndose en un enigmático final marca de la casa que nos ofrece la posibilidad de terminar o reinterpretar lo leído o imaginado. Un ejemplo de todo ello es el cuento titulado como Demasiada felicidad. En esta pequeña biografía de la matemática rusa Sofia Kovalevski, Alice Munro nos proporciona una clase magistral de contención, frialdad, y perfección narrativa a la hora de relatarnos los últimos días de la matemática rusa, pues lo hace con una mirada inequívocamente sublime hacia el personaje, lo que nos obliga a no dejar de leer. Demasiada felicidad es la partitura de una hermosa historia de amor y sus desencuentros. De su atrevimiento y su desencanto. De su valentía y sus renuncias. Una historia plena de magnetismo. Intensa. Mágica como un cuento de hadas. Reveladora como el mayor de los milagros. Una historia donde la nieve hace de justiciera maldita y atroz. Una historia que en su último capítulo llega a la perfección. La limpieza con la que Munro afronta esta biografía es admirable, porque nada falta y nada sobra en esta brillante narración teñida por el infortunio y la soledad que nos acoge a lo largo de nuestras vidas, a pesar de que en ella tenga cabida la frase demasiada felicidad como expresión de ese último deseo que nos acoge antes del final. Una felicidad que, sin embargo, se transforma en la cruel soledad del diferente. Igual que el amor que te despoja del mundo. Sí, Alice Munro nos ha dejado bajo el silencio y el eco profundo de la conciencia. 

Ángel Silvelo Gabriel.