lunes, 15 de abril de 2024

LA MADRE DE FLORIAN ZELLER EN EL TEATRO PAVÓN: LA DUALIDAD DE LA AUSENCIA, LA SOLEDAD Y EL OLVIDO


 

La grieta está ahí, detrás de nosotros. Al principio no la vemos, pero poco a poco nos acecha sin que apenas nos demos cuenta de su presencia. Pero llega un momento que está tan cerca que reduce el espacio que necesitamos para vivir y hacerlo con cierta libertad. Esa grieta es la que en un momento dado nos asfixia y provoca que ya no seamos aquellos que fuimos. Somos otros. Invisibles para los demás. Extraños para nosotros mismos. Sin embargo, a la hora de echar la vista atrás no somos capaces de adivinar aquello que lo precipitó todo. La inocencia de una madre joven. El alejamiento marital de la pareja. El abandono por parte de los hijos. Sí, ¿qué fue primero la ausencia, la soledad, o el olvido? Si observamos el desarrollo de la acción que nos propone el autor de, La madre, Florian Zeller, adivinamos que ni todo es verdad ni todo es mentira. En ese juego de ambigüedades de escenas que se yuxtaponen y superponen con ligeros matices, los actores tienen que esmerarse a la hora de mostrarnos a través de su dicción esos pequeños cambios en el guion que en ocasiones no existen y por tanto se limitan al tono, a la mirada, o al juego corporal sobre el escenario. Un triunvirato donde su protagonista, Aitana Sánchez-Gijón, sale victoriosa y creíble en el tormentoso juego de palabras y afectos —o su falta— a los que se enfrenta. Si ella sí afronta y vence a esa repetitiva acción de diálogos y palabras, no podemos decir lo mismo de un texto que a medida que avanza arremete contra sí mismo, como si su misión fuese percutir contra un muro. Y de ese tira y afloja es de donde nace la dualidad. La dualidad de la ausencia, la soledad y el olvido. 

La madre, nos muestra una vez más la pigmentación que sufre nuestra vida a medida que ésta avanza. El mundo no se detiene, pero nosotros de alguna forma sí lo hacemos. Ese desfase entre el mundo y nuestra vida nos acaba llevando a una silenciosa resignación que a medida que pasa el tiempo se convierte en la abstracción de unos sentimientos a los que nadie quiere atender. De ahí que, la injusticia que supone la invisibilidad de la generosidad del día a día, se pierda en el olvido de aquellos que dan por sentado que todo está ahí para ser usado o manipulado sin esfuerzo. De esa decrepitud sentimental surge la grieta. Una fisura que poco a poco nos va comiendo por dentro y ya no sabemos cómo parar. Ahí, quizá, esté el mayor acierto del texto de La madre, porque nos trata de mostrar ese desprecio hacia las necesidades del otro de una forma muy acertada cuando combina luz, acción actoral y un margen de equívoco o doble interpretación en el texto que obliga al espectador a estar muy atento para que no se pierda. Una doblez muy contundente cuando se manifiesta en frases cortas como estas:

«—Ten cuidado.

—De qué.

—De ti misma.»

De ahí nace esa lucha contra uno mismo y la invisibilidad ante los demás por más que reivindiquemos nuestro espacio con un llamativo vestido rojo; un estímulo que reclama la belleza de una eterna juventud que ya no nos acompaña. En este sentido, al igual que la luz juega un papel revelador en la obra de teatro con sus tonalidades blancas, amarillas, o azules que van desde el brillo intenso que expresa la exaltación de los sentimientos a la tenue textura que implica la derrota, el director juega con los colores de los vestidos de las actrices como un reflejo más de esa dualidad igual pero distinta que aparece a lo largo de toda la obra, y que incluso se traslada a los movimientos de los actores sobre el escenario —no hace falta más que fijarse en las múltiples entradas que hace Juan Carlos Vellido en el papel del marido para darnos cuenta de esa duplicidad giratoria y envolvente—. 

La madre también representa con cierta desesperación al amor. El amor que una vez fue hallado y más tarde se encuentra perdido. Amor marital que desoye las pautas del deseo, y amor fraternal que adolece de un mínimo de caridad. Y, mientras tanto, la grieta crece y crece hasta echarnos de ese lugar que un día habitamos: «Envejecerá triste y sola». Una demoledora sentencia de una senda que antes ha transitado por la dualidad de la ausencia, la soledad y el olvido. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 9 de abril de 2024

AGOTA KRISTOF, CLAUS Y LUCAS: LA CRUELDAD HUMANA GOBERNADA POR UN MUNDO EN GUERRA

 


¿Para qué sirve la literatura? Sin entrar en géneros o estilos podríamos decir que para contar historias. Historias que conforman viajes inhóspitos por inexplorados. Por ser el producto de la imaginación del autor y también del avatar accidental y fragmentario que rige su vida. Por ejemplo, y según ha manifestado ella misma, a Agota Kristof la literatura como tal no le interesaba. Quizá, de ahí devenga su estilo crudo y directo. Sin medias tintas ni ambages. Todo a favor de lo que se quiere contar. Y, quizá también, de ahí venga su forma poliédrica y concisa de narrarnos esta historia con la que expresar la crueldad humana gobernada por un mundo en guerra. Guerra de fusiles y carros de combate, y también, de vandalismo y supervivencia, sobre todo, de mucha supervivencia con la que lograr conquistar algo de libertad, aunque ésta sea imaginaria, circular y envolvente como una gran mentira a la que la autora húngara hace referencia en el título de los tres libros que componen esta trilogía, donde los recuerdos y las encrucijadas a las que se enfrentan toman el poder de una narración desnuda. De frases cortas. De estilo indirecto. De primera persona del singular. De la tercera persona. De ese falso reflejo en el que se convierte la imagen del espejo en el que nos miramos y se miran sus personajes. Espejo mutilado en la infancia desgraciada y atormentada de los perdedores. De aquellos que siempre pierden las guerras, pues los enfrentamientos bélicos se generan sólo para que aporten su cuerpo y su vida. De esta novela circular que escribe su autora en una lengua —el francés— que no es su lengua materna nace una historia sin límites —sobre todo en el primer libro— que poco a poco también busca la generosidad con el prójimo. Aquel que también está condenado a la derrota colectiva. Derrota final que en el caso de Claus y Lucas es la narración de su iniciación a la vida. Un despertar cruel. De espacios reducidos y rutinas estoicas en las que buscar algo dentro de uno mismo. Esa esencia alejada de la barbarie los gemelos la buscarán en las matemáticas, pero también en la lectura y en la escritura. Ahí es donde Agota Kristof rinde homenaje a esa intemperie del alma garabateada en un papel que es la literatura. Literatura que busca salir de los espacios reducidos a los que han sido condenados Claus y Lucas. Espacios que representan todo el mundo y toda una vida. Esa desnudez en la prosa de Kristof es la que la hace auténtica y genuina, a la par que concisa y veloz, pues encadena acciones sin resentirse del agotamiento narrativo que a veces conllevan los acontecimientos trepidantes. Esas elipsis temporales son las que mejor nos muestran la desnudez del mundo y sus consecuencias. Universos sin apelación a los sentidos o los sentimientos. Un nihilismo que tanto desconoce el amor como la verdad, pues todo se reduce al binomio: el hombre contra el resto del mundo. 

A pesar de todo ello, y de la magnitud sin escalas que nos presenta Kristof, la narración de los tres libros presenta la dificultad de su ejecución en el tiempo (1986 a 1992), una pericia espacio-temporal a la que el lector debe enfrentarse a la hora de desentrañar el origen de una historia que a base de dar vueltas sobre sus personajes puede llevarnos a causar confusión a la hora de identificar acciones y nombres —Clara, Peter, la librería, etc— Una fragmentación argumental que la autora trata de resolver en el último de los tres libros: La gran mentira, en la que se atan cabos y argumentos, para dejarnos claro que su historia es la de toda la humanidad y el fracaso colectivo al que nos lleva todo enfrentamiento bélico. Una historia que seguro se fue fraguando en la fábrica de relojes en la que trabajó su autora, pues la economía verbal de la misma y el ritmo sin pausa con la que está ejecutada la retratan como un mecanismo de alta precisión. No en vano la crueldad humana gobernada por un mundo en guerra lo es. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 8 de abril de 2024

DEJE QUE EL VIENTO HABLE, BAJO LA DIRECCIÓN Y DRAMATURGIA DE IRINA KOUBERSKAYA: LA MEMORIA Y EL VIAJE DE LA VIDA



¿De qué estamos hechos? De cenizas y recuerdos. De un cuerpo material que muere, y un alma inmaterial que vaga por el universo. Del eco de nuestra voz que el viento transporta a lo largo del tiempo. Sin olvidarnos del agua y la tierra como soportes del ser humano. Un ser humano que vive, siente, sufre y añora. De ahí surgen la nostalgia, la búsqueda y los recuerdos que en Deje que el viento hable se transforman en relojes que nos recuerdan la importancia del paso del tiempo, o el reconocimiento del sacrificio de una madre que posibilita al hijo hacer todo aquello a lo que ella renunció por él. De esa renuncia surge la libertad y toda una amalgama de consecuencias y deseos que deambulan en la memoria y el viaje de la vida. Esta obra de teatro es un ajuste de cuentas con los recuerdos y esa vida que nunca supimos que llegaríamos a vivir encadenados a nuestros deseos. Hay mucho de posibilidad y redención en sus dos protagonistas, personajes que deambulan entre el presente, el pasado y la sinergia de esa magia que lleva implícita esta conmovedora obra de teatro que también bebe de la comicidad y de puntuales brotes de genialidad por su trascendencia. 

De esas cenizas, recuerdos y ecos, la dramaturga Irina Kouberskaya levanta Deje que el viento hable sobre el legado poético del italiano Tonino Guerra. Un hálito poético en el que Irina nos habla de las memorias de la tierra, o lo que es lo mismo, de las memorias de nuestras vidas, lo que convierte su propuesta en una nueva demostración de ese carácter existencialista con el que ella dota a sus representaciones. Un carácter que ya estaba presente en las adaptaciones que ha hecho autores clásicos como Chéjov, García Lorca o Harold Pinter, como lo es en este caso Tonino Guerra, aunque en esta obra la mano compositiva de Irina se deja notar con mayor fuerza en el texto. A lo que sin duda hay que añadir el gran talento que profesa a la hora de dotar a todas sus adaptaciones de unas coreografías que, junto con el elemento visual de la proyección de imágenes, transforman las representaciones en un magistral espectáculo de la palabra, la danza y la imagen, lo que las convierten en una manifestación de teatro total. Una esencia que está al alcance de muy pocos. Pero por si todo esto fuera poco, una vez más, deja contrastadas sus grandes dosis de dirección de actores, pues uno cae enamorado ante un José Luis Sanz, en su papel de ángel, para recordar, tanto por su versatilidad como por su presencia: dicharachero, trascendente, divertido y cómico con mayúsculas. Al lado de una no menos trascedente y cómica Chelo Vivares siempre a una gran altura en las obras que interpreta en el Teatro Tribueñe. Del mismo modo que, una mención aparte, merecen los tres pájaros de la obra: Ana Peiró, Ana Moreno y Virginia Hernández, pues con sus sonidos guturales están sencillamente geniales, dándonos una magnífica demostración de movimiento, ritmo y mímica. 

Deje que el viento hable es un espectáculo total y con mayúsculas, donde lo divino y lo humano se dan la mano bajo el paradigma que esconde el gran secreto de la vida. Una vida plagada de voces y sentimientos que fluyen en cada uno de nosotros día a día hasta el instante del juicio final, aquel que se acerca a nosotros sin avisar, pues estamos concebidos con la esencia de lo accidental que conforman la esencia de la memoria y el viaje de vida. 

Ángel Silvelo Gabriel. 

PD: No se pierdan el final de la obra con la coreografía de unos pájaros reconvertidos en vedettes bajo la batuta sonora de la canción de Renato Carosone, Piccolissima Serenata, como mejor forma de celebrar la vida.

lunes, 25 de marzo de 2024

EXPOSICIÓN EL REALISMO ÍNTIMO DE ISABEL QUINTANILLA EN EL MUSEO THYSSEN BORNEMISZA: LA AUTORIDAD DE LA LUZ



 

Hay algo que siempre se nos escapa en aquello que vemos. Ese reflejo que nos devuelve la luz en todo lo observado. Un reflejo que funciona como un espejo que nos divide la realidad en dos: la experimentada y la soñada. Una dualidad que nos produce un lirismo que deambula entre ausencias y presencias. La ausencia de los personajes que observan aquello que no es mostrado, y la presencia de un universo repleto de objetos. Cotidianos. Grandes. Pequeños. Desgastados. Olvidados. Un universo al que Isabel Quintanilla da protagonismo en la exposición El realismo íntimo que se exhibe en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid. Un realismo sublimado por la autoridad de la luz, y la realidad que surge a través de ella. Un mundo ignoto e imprevisible que pasamos por alto sin apreciar ni sus matices ni sus siluetas, y que la pintora madrileña consigue convertir en arte. Arte observado. Arte ensalzado. Arte sobre la realidad que lo cubre todo. No en vano, Isabel Quintanilla dejó dicho que: «Porque en la realidad está todo. El artista lo que hace es transformar esa realidad en otra realidad que es arte». Arte que contrapone los objetos pintados a los observadores que los contemplan. Arte que indaga en la importancia de la luz y su capacidad para mostrarnos la esencia de lo dibujado y pintado, como continuación de la naturaleza humana, porque esa es la materia prima del arte: la búsqueda de aquello que nadie ve salvo el artista que detiene el tiempo en ese instante que de fugaz se transforma en permanente. De inasequible en asequible. Y de imaginado en perceptible. 

El universo pictórico de Quintanilla es el de la proximidad y cotidianeidad de unos objetos que, de un papel secundario, ella los eleva a un papel principal. Ahí es donde sus vasos de Duralex, o sus flores son el arquetipo de una belleza innata bañada de una luz mágica, autoritaria si se quiere, por su capacidad de iluminadora de nuevos matices y vidas que nos sugieren los objetos en sí mismos. Objetos usados, abandonados y tocados por las personas que tras su anonimato reflejan el poder de todo aquello que nos rodea por simple que nos parezca. Una sencillez que se transforma antológica en el uso de ese lápiz minucioso que se muestra implacable en sus cuadros en blanco y negro, plenos de texturas y matices que nos resultan imposibles de descifrar por el cariz multiorgánico de sus sombras y reflejos. Brillos y opacidades que van y vienen, y se nos revelan ante la luz única que los acompañan. Un espacio que va del blanco al negro, y que cuando se transforma en toda una amalgama de colores, se muestra transparente por su noción de inclusivo en cada uno de los objetos que se retratan, y si no, baste observar la nitidez de las raíces de las flores inmersas en un vaso lleno de agua. Colores que se muestran implacables e intensos en sus jardines de carácter pompeyano, y de fondos terrosos, a los que se le superponen naranjos y limoneros, arbustos y plantas que conforman un esqueleto perfecto de composición y de ritmo. Un ritmo infinito en sus marinas, donde el mar Cantábrico es exhibido plagado de múltiples matices y una densidad infinita siempre alejada de la playa. Una densidad que sólo busca su esencia: el agua. 

En ese juego que la pintora establece, entre su cotidianeidad interior y exterior, surgen los espacios vacíos de sus viviendas. Donde las puertas y ventanas se convierten en la guía que nos conduce a ese más allá de las formas y colores que las acompañan. Mesas, espejos, sillas, o los objetos que yacen inertes en su estudio, son el esqueleto sobre el que se sostiene la mirada limpia e íntima de una Isabel Quintanilla que también sabe mirar al exterior, para que al igual que en sus cuadros marinos, mostrarnos las ciudades de Madrid y Roma sin más especulación que la belleza sobre la que se sostiene su elección de encuadres y su percepción sobre lo observado, donde la luz, una vez más, es la tela mágica que lo cubre todo: majestuosidad y firmeza. En un diálogo de formas y colores y, sobre todo, sensaciones, pues ese es el gran secreteo de su pintura, la capacidad que tiene de manifestarnos todo aquello que obviamos en nuestro día a día y que tenemos al alcance de nuestra mano, o más concretamente, de nuestra mirada y la posibilidad de hallar en lo observado la magia de lo que nos rodea. Quizá, porque de esa naturaleza inventada y creada por el hombre parta su esencia y su alma. 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 22 de marzo de 2024

LA TUMBA DE KEATS DE JUAN CARLOS MESTRE EN EL CORRAL DE COMEDIAS DE ALCALÁ DE HENARES: DE CERVANTES A KEATS


 

Una de las ventajas que nos ofrece la literatura es la de viajar en el tiempo, e interiorizar historias que sucedieron hace cientos de años, y revivirlas bajo un punto de vista personal. Una mirada que, además de romper barreras, nos convierte en testigos de esos otros mundos que poetas y escritores desarrollaron en la frontera de los sueños. Anhelos contra sí mismos, y contra el mundo. Su mensaje se hace nuestro en el instante que leemos, oímos y sentimos sus textos. Obras que perduran por los siglos de los siglos… Esa percepción atemporal de la literatura, sin duda, se hace presente cuando caminas por las silenciosas calles de una ciudad, Alcalá de Henares dotada con la magia de los duendes. Una ciudad que ayer se encontraba ensimismada por la penumbra de la última luz de la tarde, en la que la literatura y el arte se asociaban a cada paso. Museos, residencias, facultades se ceñían a cada paso que dábamos sin más premisa que la del gozo que en ese momento experimentaban nuestra vista y nuestra memoria. Alcalá de Henares, ciudad cervantina que descansa en la epifanía de los tiempos. Y, Cervantes, omnipresente en ella desde su casa natal hasta la plaza que lleva su nombre. Espíritu universal que nos acompañó hasta el Corral de Comedias; un magnífico entorno en el que hacer presente a Keats y sus poemas a través de otro. De ahí, que nada más entrar en él, lo primero que pensé fue: de Cervantes a Keats. Como si fuera un amuleto, ayer tenía entre mis manos el poemario de Juan Carlos Mestre, La tumba de Keats, que daba nombre al recital al que asistimos. Tras esa imagen, se escondía mi humilde homenaje al poeta británico cuando le describían como aquel que siempre llevaba un libro en sus bolsillos. Pero más allá de mis pensamientos, Cervantes y Keats ayer iban unidos de la mano, enarbolando esa mítica bandera de las causas imposibles. Transparente. Inmaterial. Única, como los sueños. Bandera reconvertida en agua universal que el alcalaíno inmortalizó en Lepanto, y el inglés dejó esculpida en su lápida: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua». 

En un escenario de tonos oscuros y en penumbra, pues sólo era alumbrado por el tenue destello que desprendían unas luces que simulaban a unas velas, y con un telón de fondo de un cementerio lleno de tumbas, Juan Carlos Mestre se disfraza de un bardo capaz de atravesar las barreras del tiempo, para hacer de sus versos el delirio de sí mismo y de un poeta que murió joven, olvidado y desesperado. De ese grito mudo de dolor nace el canto utópico de la búsqueda de la verdad inherente a este poemario, donde Roma es el escenario, y la voz poética la pluma que la delata. Mestre, a doble voz, recorre el infinito del tiempo. La soledad de aquel que observa con asombro y quietud el desastre. Y, también, la dicha que se halla presente en la gran bóveda de la ensoñación de las causas perdidas. Ahí, Keats no es la causa, sino el símbolo a través del cual Juan Carlos Mestre explora la posibilidad de enunciar la voz del otro u otros, pero no de un otro u otros cualesquiera, sino de aquellos que no tienen voz en el mundo de los vivos, y, quizá, por eso, la voz poética instale a su imaginario en un metafórico silencio de los cementerios que no es tal, pues la lírica que impregna a cada poema se remueve con fuerza contra lo imposible, y lo hace en una suerte de utopía en la que los muertos recuperan la voz mediante las palabras del poeta. Poemas extensos, poemas preñados de figuras literarias —anáforas, sinestesias, etc.—, repeticiones rítmicas y sin ritmo, hallazgos que nunca imaginaste e imágenes que nunca soñaste, buscan la vanguardia como una propuesta que en sí misma no ha acabado. Mestre huye de la experiencia y sale a encontrar otro universo de la mano de la utopía. En este sentido, no es de extrañar que, el famoso epitafio de la tumba de John Keats se le quede corto, pues a él no le hace falta esa definición de la nada para subirse a la quilla de los oprimidos y guiarles por una Roma milenaria que sólo no existe para aquel que no quiere ver. El tiempo y el mundo contra el hombre adquieren aquí la majestuosidad de las grandezas y las miserias presentes en los seres humanos de una forma inteligente, pero también muy dañina. De esa confrontación, su autor nos invita a explorar —a través de su discurso— a aquellos que acompañan al poeta romántico en el cementerio de Campo Cestio en Roma: Shelley, Severn, Gramsci…, para unir sus voces y alegatos con la historia de una ciudad —eterna—, que ha asistido a múltiples y muy diferentes formas de gobierno y opresión, de las que Mestre, entre otros, elige al nazismo y al exterminio que éstos hicieron de los judíos. Holocausto que permanece presente en la ciudad en las placas soldadas al suelo con los nombres y fechas de nacimiento y muerte de aquellos que fueron deportados y nunca regresaron. 

La tumba de Keats, a la que Mestre proporciona una magnífica lectura dramatizada durante algo más de una hora —sin otra ayuda que la del músico Cuco Pérez— es un canto heroico de aliento intenso y de expresiones que surgen de la penumbra asociada a la memoria del hombre y sus fracasos. De la condena que nos persigue y que, en este caso, busca algo de luz a través de la poesía. 

«Esto sucede ante la hora izquierda en que mi vida,

violenta juventud contra el poder de un príncipe,

llama jauría a la verdad y belleza a los puentes

derrumbados.

Llama flor del frío a la tumba de los náufragos,

astrolabio muerto a la nieve de los locos.

Hornea un talco negro el hambre de la muerte,

la edad de los sentidos, el obstinado aliento

de la cansada luz de octubre en el baúl de abejas.

Brota sobre esta duna blanca la vehemente hierba de las

islas,

la implacable hormiga en el blando bulbo de la boca

helada.

Con guantes de forense sale la noche verde de su

estuche

y la tempestad retumba por el otoño roto de las ánforas.

Tiene aquí mi corazón la edad del mundo,

el pez de piedra bajo el que los recién nacidos duermen.

Sufre el impaciente un reloj de sol bajo los párpados,

la aguja inmóvil como retina fría de los caballos muertos.

Mi vida es el temblor del consternado y el indigente

ciego,

la constelación del triste en un festín de víctimas.»

Fragmento del poema La tumba de Keats. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 20 de marzo de 2024

VIDAS PASADAS DE CELINE SONG: EL AMOR, EL PASO DEL TIEMPO Y SUS DESENCUENTROS




Es difícil imaginarse una historia que nos relata el amor entre dos personas a lo largo de los años en una sociedad sometida a la inmediatez en la que vivimos. Sin embargo, esa quietud sentimental y fidelidad amorosa adornada con grandes dosis de sensibilidad es la que nos muestra Celine Song a través de unas imágenes —y planos secuencia— en las que podemos casi tocar los sentimientos a flor de piel de dos jóvenes que siguen amándose en silencio mucho tiempo después a pesar de estar separados. El azar, el destino, el sino o el In-yun, es una de las principales características de este film en el que se nota desde un principio la necesidad de la cercanía, el tacto y el afecto, como quizá, sólo una mujer pueda transmitir y rodar. Song lo hace con un ritmo pausado en su narración fílmica, con una luz que te transmite cercanía, y con unos planos generales que nos dan una idea de conjunto acerca de la relación que mantienen Nora y Hae Sung. El hecho de que ambos se conozcan desde la infancia marca el devenir de su relación, y el cariño que ambos se profesan cuando a través de las redes sociales retoman su relación. La diatriba aquí reside en vencer al tiempo y la distancia. Elementos que se nos antojan insalvables si tenemos en cuenta el aspecto temporal y el económico. Al que, sin duda, habría que unir el personal que, en la mayoría de las ocasiones, viene antepuesto por las cadenas laborales o profesionales con las que cada uno nos atamos a nuestras falsas vidas. No obstante, cuando la relación subsiste al paso del tiempo, no hay casualidad sino un verdadero cariño que muchas veces se transforma en miedo a la hora de romper las barreras que nos imponemos. Barreras que derribamos cuando el amor y la sensación de no haberlo completado con la persona que elegimos una vez, nos lleva a fantasear con la posibilidad de la plenitud; una sensación que la distancia y el tiempo detienen. La imaginación que se superpone a la realidad no siempre sale victoriosa y más cuando hay otras personas de por medio. Ahí es donde reside otro de los aciertos del guion de Vidas paralelas, la dificultad de llevar a la práctica las emociones que perpetuamos en nuestros anhelos cuando éstas tropiezan con la dualidad. Amor real y amor soñado no son lo mismo, como tampoco lo son el amor de una pareja cerrada y el poli-amor. Pero esa no es la diatriba de Vidas pasadas, donde su directora, Celine Song, explora en sus propias vivencias para acercarnos los sentimientos encontrados que se desencadenan sin que podamos hacer nada para retenerlos, cuando nuestro pasado se hace presente. Un presente de carne y hueso que delante de nosotros no admite límites. De ese juego peligroso nacen los destellos del amor reencontrado, pero también las dudas de intentar recuperar lo que la vida se encargó de separar. 

Vidas paralelas es un buen intento de expresión de todo aquello que nos deparan tanto la pérdida como el reencuentro. El amor y su tempus fugit. O la percepción de que cambiar el destino es difícil cuando no imposible, por muy apasionados que seamos y lo queramos todo, porque todo nunca se tiene, ni se llega a tener. En estos espacios incompletos es donde se desarrollan nuestras vidas y nuestros sueños, y que en el caso de Vidas pasadas, nos muestran el amor, el paso del tiempo y sus desencuentros. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 19 de marzo de 2024

GRAHAM SWIFT, EL DOMINGO DE LAS MADRES: ¿QUÉ ES ENTONCES CONTAR LA VERDAD?

 


¿Hay algo más difícil que detener el tiempo? No el que transcurre tras cada movimiento de las manecillas de un reloj, sino aquel que, en nuestra mente, deja a nuestros pensamientos fuera de este mundo, por su carácter envolvente e hipnótico. Esa sensación es con la que Graham Swift consigue atrapar a sus lectores en esta novela-tiempo que es El Domingo de las Madres. Una historia de historias por la capacidad de envolver en una única narración dos vidas: la realmente vivida y aquella que se quedó parada en un domingo soleado del mes de marzo de 1924. Sin embargo, esa nueva vida en algún momento de nuestra existencia echa de menos a la que no fue, lo que conlleva la necesidad de volver atrás. A través de los recuerdos. Y mediante el juego azaroso de intentar atrapar el tiempo. Aquel que un día lo dejó todo en un estado indeterminado, inconcluso, fugaz, como el deseo que explota sin otra medida que la pasión, y una imperiosa atracción hacia la verdad. Aquella que nunca fue real, y que sólo podemos inventar, fabular, ficcionar…, o simular que la cogemos durante un instante entre nuestras manos: «¿Qué era exactamente, entonces, lo de contar la verdad? ¡Los lectores quieren siempre que hasta la explicación se explique! Y cualquier escritor que se precie los engatusará, los azuzará, se los llevará al huerto. ¿No era lo bastante obvio? Se trataba de ser fiel a la materia de la vida, se trataba de intentar capturar, aunque jamás se logre, la percepción misma de estar vivo.» 

¿Acaso importa que aquello que escribimos sea cierto o esté basado en la pura ficción? El arte de la literatura es el resultado final del cómputo entre lo vivido y lo deseado. Y, lo importante, al final, es la historia que se nos cuenta. Ese «cuento» al que hace referencia Graham Swift en esta novela hipnótica por lo que tiene de llegar a atrapar el tiempo como si fuese un instrumento más de su técnica narrativa. A través de la voz de su protagonista Jane Fairchild. De las elipsis con las que acota los períodos temporales de la novela. Con el suspense que a él le sirve para narrarnos esa otra vida: la que se ha vivido. En este sentido, el escritor británico despliega todo un compendio de imágenes, sensaciones y vivencias en las que caes atrapado igual que lo hacemos al mirar al horizonte en uno de esos atardeceres que siempre recordaremos, porque esta historia —o «narración» como también nos apunta su protagonista— es la historia de una vida. Vida que parte de un recuerdo y poco a poco se traslada a un presente vital que se presume que está a punto de terminar. De ese tira y afloja temporal nace una novela que se sumerge en la literatura dentro de la literatura. Esta elevación al cuadrado del espectro creativo es la que nos ofrece la posibilidad de sumergirnos en una narración de un hecho que cambia la vida de la protagonista, pero también en las profundidades de la espesura de la literatura sin más, porque lo que es contado alcanza la innegociable necesidad de encontrar la propia lengua. Una lengua que va más allá del idioma para adentrarse en los límites intangibles de la expresión de todo aquello que es necesario ser contado. ¿Qué es entonces contar la verdad?... 

Esta novela que es la historia de toda una vida: la de Jane, también le sirve al escritor inglés para abordar en profundidad al personaje femenino que alimenta tras cada palabra o cada descripción. Ella es una mujer trasgresora de principios del s.XX. Tan trasgresora que sabe leer y escribir. Y le gustan los libros que sólo leen los hombres. Libros de aventuras como los de Joseph Conrad, un escritor que Swift ha elegido no sólo para traspasar las barreras del tiempo, sino también para llamarnos la atención sobre ese tipo de literatura universal que en muchas ocasiones desdeñamos o dejamos caer en el olvido. Un Conrad, y su significado literario, que en este caso podríamos llevar a nuestro terreno para confrontarlo con Miguel de Cervantes y su Quijote —novela universal donde las haya—. Desde ese paradigma Swift ataca el corazón del lector para mostrarle los elementos esenciales de la literatura y la vida. Y lo hace con una técnica literaria sobresaliente, donde la cadencia de los hechos abordados, y el mimetismo de sus palabras, nos llevan a una observación detallista y profunda de los sentimientos humanos. ¿Acaso un escritor no es sino un buen observador? Con esa precisión narrativa es con la que El Domingo de las Madres nos atrapa a cada párrafo leído, pues la percepción de los términos que en ellos aparecen nos hacen pensar que todo lo que ocurre es indispensable, tanto, que nos planteamos: ¿Qué es entonces contar la verdad?               

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 13 de marzo de 2024

DELPHINE DE VIGAN, NADA SE OPONE A LA NOCHE: LA MIRADA HACIA LA VERDAD Y SUS MÚLTIPLES VERSIONES

 


Cuáles son los límites que bordean a la verdad en la necesidad de delimitar todas y cada una de las experiencias que tenemos a lo largo de la vida. A esos hechos contrastados que nos llevan a reinterpretar lo visto y lo vivido de una forma distinta dependiendo de la persona que los haya experimentado. La verdad, entonces, se convierte en algo relativo, dependiendo de quién nos la cuente, y Delphine de Vigan en Nada se opone a la noche, nos lo demuestra al abordar la vida y el recuerdo de su madre, Lucile, en una secuencia de hechos, vivencias y tiempo que nos lleva hacia ese terreno donde debemos aceptar que nuestro mundo gira entorno a la mirada hacia la verdad y sus múltiples versiones. Esa multiplicidad que, en principio, parece perniciosa, es sin embargo una perfecta herramienta que nos traslada hasta la multiplicidad y los diferentes enfoques que una vida —o un hecho concreto de la misma— nos llevan a pensar que no todo es lo que parece. De esa duda existencial es de la que se nutren nuestros sentidos, y también nuestros sentimientos, lo que desemboca en esa expiación que llevamos a cabo sobre los acontecimientos que nos han marcado —y nos marcarán— el resto de nuestra existencia. El hombre, como ser sensible que es, no es inmune a los destrozos y a las incertidumbres, sobre todo, si afectan a nuestros seres queridos, pues esa es la señal genética que nos distingue del resto. 

Nada se opone a la noche es una novela-búsqueda. De los otros, pero también de uno mismo a través de los otros, y de nuestras propias experiencias. Esa mirada ambivalente es la que se refleja en cada página de esta novela arriesgada por la temática que trata y profundamente conmovedora por el modo en el que lo hace. El estilo directo en forma de diario de investigación en el que se agolpan los recuerdos, los sentimientos encontrados, y las verdades que permanecían ocultas, hacen de este relato familiar un todo trasgresor de las buenas costumbres o comportamientos sociales, para acercarse al horror de la barbarie que todos tenemos en nuestra cara oculta, aquella que no dejamos ver salvo cuando perdemos la consciencia de la realidad. Esa ambivalencia entre el exterior y el interior es la que le posibilita a Delphine de Vigan escribir un fresco al natural de toda una familia, y lo que es sin duda más importante, de toda una época en la que asistimos atónitos muchas veces a los modos y costumbres que nos parecen testigos de un pasado muy lejano y, sin embargo, no lo son. Su valentía a la hora de ofrecernos esta desgarradora crónica de la vida de su familia posee el don de la multiplicidad, por ser ese el elemento en el que la escritora basa su relato que, en el plano formal, está escrito con brillantez por el reflejo de verdad que desprende, y articulado a través de párrafos cortos o largos que la permiten dibujar múltiples matices de cada uno de sus familiares en un mismo capítulo, y al lector, tener una visión más amplia de lo narrado. 

Delphine de Vigan afronta esta novela con una gran dosis de arrojo a la hora de poner encima de la mesa sus vísceras. Desnuda su alma, y confronta su confusión con el resto del mundo con una intensidad encomiable, por lo que tiene de real, próxima y literaria, pues el ritmo de sus palabras es siempre enérgico, a veces veloz y otras innegociable por su carácter arrasador. Su verdad sobre la verdad es un circunloquio de sueños perdidos y realidades ocultas que al salir a la luz se transforman en universales, dado el pulso íntimo y humano que las acoge. De Vigan disecciona, aparta, selecciona y nos ofrece el producto final de una familia y sus consecuencias. De aquello que, con el tiempo, dejará de tener interés, y que ella, con esta novela ha logrado que sea una historia de historias que navegarán por las mentes de los lectores que se acerquen a ella durante toda su vida. Y si no, sirva de ejemplo este texto que escribe su madre para acercarnos la mirada hacia la verdad y sus múltiples versiones. 

«¿Conoces esa enfermedad febril que se apodera de nosotros en medio de las frías miserias, esa nostalgia del país desconocido, esa angustia de la curiosidad? Es un territorio que se te parece, donde todo es hermoso, rico, tranquilo, honesto, donde la fantasía construyó y decoró una China occidental, donde la vida es fácil de respirar, donde la felicidad está casada con el silencio. ¡Allí hay que ir a vivir, allí hay que ir a morir!» 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 5 de marzo de 2024

TRUMAN CAPOTE, PLEGARIAS ATENDIDAS: EL ÚLTIMO CANTO DEL CISNE

 


Se suele decir que la realidad supera a la ficción cuando nos acercamos, o nos acercan, hechos que consideramos como insólitos o no creíbles por el poder que tienen de superar con creces todas las situaciones posibles que hemos sido capaz de imaginar a lo largo de nuestra vida. Truman Capote lo sabía mejor que nadie y, quizá por eso noveló las vidas ajenas, para darles una forma más digna y literaria a la realidad que vivían. Un privilegio de vida acomodada y alcahueta —en el caso de Plegarias atendidas— que su novela de no ficción A sangre fría le proporcionó. Esa subida a los altares que tanto pretendió desde su malograda infancia tuvo en esta incompleta Plegarias atendidas el último canto del cisne que él deseaba comparar con En busca del tiempo perdido de Marcel Proust; una obra que debía ser total y un ajuste con la vida que, en un principio nunca tuvo, y más tarde malogró al no ser capaz de controlar su ego y sus excesos con el alcohol. Uno, por su capacidad de no conocer límites a la hora de destruir las vidas ajenas que él pretendía inmortalizar bajo su pluma; y otro, por la desmesura que lo hizo cuando intentó asomarse al abismo de la autodestrucción. En este sentido, Plegarias atendidas —compuesta por tres relatos: Monstruos vírgenes, Kate McCloud y La Côte Basque— es la constatación de su ilimitada fortaleza cuando su mundo gira entorno a la perversión, y donde su recreación se mueve alrededor de la literatura y el arte de la seducción, basados ambos en la provocación como materia prima. Capote parece decirnos que si no hay límites no hay pecado, o posibilidad de sentirse herido si eres el foco de su lujuria literaria, pues él, como buen falso e icónico dios, te salvará del anonimato que por mucho dinero que tengas rodea a tu vida. Esta crónica de crónicas tiene una última redención en el uso de la palabra. Magistral, por otra parte, cuando el genio del escritor norteamericano se muestra indolente con todos y consigo mismo. Esa ansia irrefrenable de querer morir matando es una muestra más de su mordacidad y de la constatación de que para él la literatura y su esencia están por encima de cualquier otra consideración, porque en esta recopilación de relatos asistimos sin remordimiento alguno al retrato espeluznante de unas vidas que el gran estilo de Capote, a la hora de narrar historias, se muestran como un narcótico que te posibilita disfrutar de aquello que estás leyendo sin apenas ser consciente de su infinita crueldad. Irónico, a la vez que soez. Observador e hipnotizador en sus diálogos y en las caricaturescas caracterizaciones de sus personajes, Capote vuelca sobre su escritura la maestría del fabulador que interpreta y reinterpreta la realidad, y lo hace en un viaje que va desde el sur de los EE.UU a Nueva York. Del anonimato al estrellato. De la inocencia perdida al flirteo consciente de su fin. De la finalidad material de sus propuestas a la ambición literaria que conllevan cada una de ellas. Ese mundo interior, convulso por apasionado, y aterrador por destructivo, es el que sigue las líneas generales de las narraciones presentes en Plegarias atendidas, un romance á clef en el que el verdadero y genuino personaje de todas es el propio escritor tras la careta de su protagonista P.B. Jones. 

La técnica de convertir la realidad en una literatura de testimonio no es nueva en Plegarias atendidas, Capote ya jugó con esta técnica en su conocido relato Un día de trabajo donde acompaña a Mary Sánchez —una mujer de la limpieza a la que él contrata algunas veces—, en una de sus jornadas de trabajo. Departamento, tras departamento, la brillantez y la sagacidad de Capote nos hace una disección inteligente y ajustada a la realidad de las gentes de Nueva York que, en este caso, él utiliza para hacer un mapa sociológico de la misma y de las costumbres de las personas que la habitan. Historias de mujeres y hombre infelices que, como el propio Capote buscan su redención a través de la necesidad de ser escuchados. Y, quizá, contra ese silencio es de donde nazcan las mágicas y crueles palabras de Capote que, como una serpiente en apariencia indefensa llega a enrollarse en ellas hasta conseguir asfixiarlas. ¿Qué es el último canto del cisne sino el ajuste con toda una vida? 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 4 de marzo de 2024

VIVA SUECIA, FIN DE GIRA EN EL WIZINK CENTER DE MADRID: EL AMOR DE LA CLASE QUE SEA





Apoteósico fin de fiesta de un grupo y una gira que siempre recordarán y, a buen seguro, les colocará en lo más alto del escalafón del pop indie español. Había muchas ganas de divertirse y pasarlo bien por parte de las 16.073 personas que abarrotaban el Wizink Center capitalino acostumbrado ya al llenazo tras llenazo, lo que no fue impedimento para que el grupo y los allí reunidos lo vivieran como esa apasionante e inolvidable primera vez. Una primera vez que, como muy bien nos recordó el cantante de Viva Suecia, Rafa Val, ha tardado diez años en llegar, igual que un largo romance que por fin encuentra una salida a tanto éxtasis. Romance, éxtasis o amor, sobre todo amor, pues ese fue el mensaje que, unido a la fuerza volcánica del grupo, los ha llevado a ese lugar privilegiado de las stadium band en el que desarrollarán su carrera en el próximo futuro. Ya desde el inicio con No hemos aprendido nada se agarraron con al entusiasmo que demuestran en cada actuación, lo que le permitió disfrutar de un concierto que esta vez fue un poco menos acelerado que en otras ocasiones, lo que agradecieron tanto los componentes del grupo como los espectadores, pues unos y otros pudieron reponerse y relamerse con los interludios que se fueron produciendo a lo largo de una hora y cuarenta minutos. Actos de una obra completa donde actores y público disfrutaron de una perfecta comunión de afectos y ritmos entre los que se colaron las colaboraciones de Dani Fernández En Lo siento, Valeria Castro en Hablar de nada o Luz Casal en La parte difícil, una canción que el grupo interpretaba por primera vez en directo, y a la que Luz puso una serenidad y una firmeza dignas de encomio a pesar de lo breves que fuesen. 

Lejos queda aquella accidentada actuación en la Sala Ocho y Medio como teloneros de McEnroe donde a Rafa se le estropeó su guitarra eléctrica y tuvo que renunciar a ella. Un elemento tan importante en su sonido y puesta en escena que, sin embargo, aquella noche suplió con una guitarra acústica que cumplió a la perfección su cometido. Un gran salto en el tiempo y en su música que les ha llevado a saborear las mieles del éxito más rotundo, a pesar de que su último álbum no sea el mejor de todos, pues sus pasos iniciales por Subterfuge están plagados de grandes destellos musicales. No obstante, Viva Suecia ha sabido dar a sus canciones ese toque personal que los distingue ante sus seguidores, y que brilla con luz propia como el sábado pasado lo hizo la magnífica y estética infografía que acompañó a su canciones y que, sin duda, envolvió como el mejor papel regalo la esencia de su música. Una música que sonó con una fuerza y una limpieza dignas de admiración. Una música acompañada de inicios mágicos e inesperados, y también de coros de las dieciseismil almas que querían hacer de esa actuación algo único, y a fe que lo consiguieron. Lágrimas y besos entre los miembros del grupo —Rafa Val, Jesús Fabric, Alberto Cantúa, y Fernando Campillo— a los que acompañaron, entre otros, una versátil dj y multi-instrumentista Carmen Hoonie, y el saxofonista que deleitó con su sonido una buena parte de sus canciones. 

Tras La parte difícil sonaron temas como La voz del presidente, Algunos tenemos fe, Justo cuando el mundo apriete, o Hacernos polvo, entre otras, justo antes de que el grupo se retirara para volver al escenario a hacer el consiguiente bis y Carmen Hoonine se marcara una magnífica sesión de música electrónica que hizo las delicias del público asistente, y a la que siguió Todo lo que importa con una intro en plan rave, Lo que te meres y El bien, con un fin de fiesta en el grupo estuvo bailando sobre el escenario, sin duda, la mejor imagen que podría escenificar el amor de la clase que sea. 

Ángel Silvelo Gabriel.