En el 132 aniversario del
nacimiento de Fernando Pessoa (13 de junio de 1888), en la ciudad
de Lisboa, la vida sigue siendo un gran teatro de voces: de nuestra infancia,
casi olvidada; de nuestra adolescencia, siempre perturbada por el juego de los
deseos; de nuestra juventud, atascada por la voluntad de los otros; y de
nuestra madurez, perdida en la llanura del tiempo. Atravesar ese teatro de
voces es como querer parar el tiempo y de ese modo iniciar el transcurso de
nuestros días, pero lejos de creer que eso sea posible es preferible pensar que
ese imaginario teatro de voces es como arribar en la nada por el simple placer
de sentir la perfecta sincronía de estar solo y perdido. Solo y perdido en un
bosque que nadie más que uno mismo conoce; un bosque en mitad de una naturaleza
que, por fin, es lo que uno quería que fuese, y en la que uno se cobija como si
fuera el animalario de sus sentidos. De ese modo, vista, olfato, tacto, gusto y
oído, se nutren, cada uno de ellos, de la esencia del resto de los sentidos,
igual que hacen las entrañas mientras yacen desdibujadas en nuestro interior.
Esa posibilidad de lo imposible es igual que un mero acertijo que se repite día
tras día y, que para nuestra desdicha, no termina ni con la muerte, porque
«somos arrojados a la intemperie de un mundo desencantado, y con la implacable
lucidez de saber que no hay escapatoria o refugio, ni en este mundo ni en
otro».
Ante esta intemporalidad de la
vida Pessoa decía que: «Nunca he sentido nostalgia de la
infancia; nunca he sentido nostalgia de nada. Soy, por índole y en el sentido
literal de la palabra, futurista… Tengo del pasado tan sólo la nostalgia de
personas idas a las que he amado; pero no es una nostalgia del tiempo en que las
amé, sino de ellas; las querría vivas hoy, y con la edad que hoy tendrían si
hasta hoy hubiesen vivido.» Esa búsqueda, sin duda, le hizo descubrir su drama
en gente, porque a través de la literatura él encontró la forma de estar vivo,
tal y como dejó plasmado con apenas veinte años: «el primer alimento literario
de mi infancia fueron los numerosos relatos de misterio y horribles aventuras.
A los libros que se suelen llamar infantiles y tratan de experiencias
emocionantes nunca les presté atención. Nunca me identifiqué con la vida
saludable y natural. No me fascinaba lo probable sino lo imposible, y no lo
imposible por grado, sino por naturaleza.
Mi
infancia fue tranquila, mi educación adecuada. Pero desde que tengo conciencia
de mí mismo, he percibido en mí una tendencia innata a la mistificación, a la
mentira del arte. Añádase a esto un gran amor por lo espiritual, por lo
misterioso, por lo oscuro, que, después de todo, no es sino una variante de ese
primer rasgo de mí mismo, y mi personalidad queda completamente descubierta
ante la intuición». Ese Pessoa: solitario, temeroso, muy
imaginativo, sensorial y sensible fue un niño que no paraba de buscar en la
frontera que dividía a la realidad de la ficción. Voces y sonidos del exterior
que traducía a su propio lenguaje. Pessoa, hay que reconocérselo, nunca quiso
transitar por un mismo terreno, lo que le llevó a cultivar tantas formas de
expresión como su mente y el tiempo en el que vivió le permitieron: anuncios,
cartas comerciales y amorosas, poesías épicas, futuristas o mecanicistas,
novelas policiacas, diarios apócrifos, ensayos de historia y filosofía,
manifiestos políticos y patrióticos, relatos breves, críticas de arte…, por
tanto, no le debió resultar tan extraño que la figura del amigo imaginario se le
hiciera presente junto a la capacidad creativa y lectora de una forma temprana
en su infancia, más si cabe, cuando se vio obligado a aislarse del teatro de
voces procedentes de la Ópera de Lisboa —Teatro San Carlos— que se hallaba
frente a su casa, o de la niña que no dejaba de aporrear el piano en el piso de
arriba mientras aprendía a tocarlo o desafinarlo. Ambas circunstancias le
llevaron a marcar un territorio, en el cual, nadie podría entrar y, en el que
además, se aisló de esa gigantesca caja de sonidos en la que había sido
depositado tras su nacimiento. Desde entonces, ese mundo interior que tanto
fomentó desde pequeño le exilió de una forma definitiva de la sordidez de
aquellos sonidos y aquellas gentes que no le interesaban nada. Él buscó y halló
sus propios sonidos reconvertidos en ecos de voces múltiples. Amigos
imaginarios que, sin embargo, no eran invisibles dentro de su cabeza, y que le
hicieron ser ese otro siempre a la fuga. A la fuga de la soledad. A la fuga de
ese perpetuo caos de sus sentidos desde el que nacía su soledad; una soledad
que combatió a través de los heterónimos: su particular teatro de voces. Amigos
imaginarios que le capacitaron para crear su propia escena artística y cultural
desde su aislamiento. Fronteras que se superponían unas a otras a través del
lenguaje y las palabras, donde aquello que más importaba era lo que no se
tenía. Su praxis vital estuvo llena de experiencias perdidas, de ensoñaciones
rotas por la luz del día al amanecer, de vidas imaginadas por otros e imposibles
de vivir en un mundo adherido a la racionalidad de la materia. Pessoa
fue un poeta oficinista y un niño con amigos imaginarios que no sabían eludir
la irracionalidad de sus pensamientos o el tormento de la perfección que le
castigaba con la imposibilidad de llegar a ser feliz. ¿Para qué queremos ser
felices si no sabemos disfrutar de la felicidad?
Pessoa encontró su
particular saudade en las tascas,
bodegas y cafés de Lisboa que, en su mayor parte, ya no existen, si exceptuamos
su preferido, el Martinho da Arcada, donde todavía permanece vacía la silla en
la que él acostumbraba a sentarse junto a sus gafas; o el célebre A Brasileira,
plagado de turistas que, ávidos de inmortalizarse junto a la escultura del
poeta, no son conscientes de que cada vez que se sientan a su lado, le tocan, o
se hacen una fotografía abrazados a él, poco a poco borran las huellas de su
leyenda. Unos turistas que, en su mayoría, desconocen que muy cerca de allí
nació el poeta, en el Largo de San Carlos número cuatro, un inmueble que se
hallaba frente a la Ópera de Lisboa —Teatro de San Carlos— y, que también fue
bautizado a pocos metros de allí, en la Iglesia de Los Mártires del Chiado y,
que casi al lado de ambas, se halla la que dicen que es la librería más antigua
del mundo —la librería Bertrand en la misma Rua Garrett—, que hace de testigo
de todo ese enjambre pletórico de recuerdos y melancólica nostalgia donde
reposar los sueños: los propios y los ajenos. La Lisboa de Pessoa es muy
distinta a aquella que él mismo describió en 1925 en una guía que tituló Lo que el turista debe ver, una suerte
de redacción descriptiva que parece una venganza de cara a alejar a todos
aquellos que deciden visitarla, porque la verdadera, la Lisboa de Pessoa, es
otra. Una ciudad que, desde su infancia, él convirtió en un gran teatro de
voces.
«Otra vez vuelvo a verte, pavorosamente
perdida ciudad de mi infancia… Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí…
¿Yo? ¿Pero soy el mismo que aquí viví y volví, sí, y que aquí volví a volver y
volver, y que volví a volver aquí aún, todavía? ¿Somos quizá esos Yo que estuve
aquí o estuvieron, serie de cuentas -entes enlazadas por un hilo- memoria,
serie de sueños míos de alguien que me es externo?
Poema Lisbon revisited
«Otra vez vuelvo a verte,
pavorosamente perdida ciudad de mi infancia…
Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí…
¿Yo? ¿Pero soy el mismo que aquí viví y volví,
sí, y que aquí volví a volver y volver,
y que volvía a volver aquí, aún, todavía?
¿Somos quizá esos. Yo que estuve aquí o estuvieron,
serie de cuentas —entes enlazadas por un hilo— memoria,
serie de sueños míos de alguien que me es externo?
Otra vez vuelvo a verte,
El corazón un poco más remoto y el alma menos mía.
Otra vez vuelvo a verte -Lisboa y Tajo y todo-,
inútil transeúnte que soy de ti y de mí,
aquí extranjero como en todas partes,
casual en la vida al igual que en el alma,
fantasma errando por salas de recuerdos,
al rumor de ratones y de tablas que crujen
en el maldito castillo de tener que vivir…
Otra vez vuelvo a verte,
a ti, sombra que pasa entre sombras, y brilla
un momento, a una luz desconocida y fúnebre,
y penetra en la noche cual la estela de un barco se pierde
en el agua y se deja de pronto de oír…
¡Otra vez vuelvo a verte,
pero, ay, ya no me veo!
Quebró el mágico espejo en que me volvía a ver idéntico,
y en cada fatídico fragmento veo ya, solamente, solo un poco
de mí,
¡tan solo un poco, sí, de ti y de mí!...
Ángel Silvelo Gabriel.