lunes, 13 de octubre de 2025

YO, CAPOTE, DIRIGIDA POR MANUEL VELASCO BAJO LA IDEA ORIGINAL DE DÁMASO CONDE: UN SUEÑO ENTRE TINIEBLAS

 


El destino nos acaba juzgando más allá de la percepción que cada uno tenemos de nosotros mismos, quizá, porque hay barreras que no nos atrevemos a atravesar y, sin embargo, el paso del tiempo derriba de una forma autoritaria, por lo que tiene de dilapidación de nuestras fantasías y anhelos. ¿Quién no ha soñado con ser famoso, una gran estrella de cine o un escritor reputado? Anhelos que rara vez se cumplen y dan paso a la estricta realidad. Anhelos que se convierten en espejos oscuros que no reflejan nuestros deseos y dejan huellas que nosotros no consideramos del todo ciertas, pero que son el resultado que nos persigue en la vida y, también, el que trasciende tras nuestra muerte, pues la huella indeleble que dejamos en el mundo no es la misma que los demás ven o, sobre todo, reinterpretan. A este gran reto se ha enfrentado Dámaso Conde al escribir e interpretar Yo, Capote. Un sueño entre tinieblas que recorre parte de las obsesiones y adicciones del genial escritor norteamericano; un ser humano que se devoró a sí mismo e incluso se ahogó en su propio vómito. De esa última noche en la vida de Truman Capote surge como un ave fénix —pleno de acierto tanto en la interpretación como en la concepción del escenario en el que se desenvuelve— el personaje escrito e interpretado por un Dámaso Conde que da vida de una forma muy convincente, a la vez que magistral, a un Capote valiente, borracho y trasgresor que, también, se auto infringe un castigo descomunal en ese delirium tremens al que asistimos a lo largo de una hora, donde el montaje y la escenografía tienen un papel fundamental e inteligente del universo que vivió y al que se enfrentó el genial escritor que definió a Jane Bowles como Cabeza de gardenia, un adjetivo que podría valer también para sí mismo, por lo que dicha planta tiene de carácter ornamental, y por representar la gracia femenina, la sutileza y el mérito artístico, todas ellas cualidades presentes en la vida y obra de ambos. 

Yo, Capote recorre algunas de las obsesiones —quizá las más importantes— del escritor y que, en la obra de teatro, vienen protagonizadas por la madre, interpretada por Macarena Gómez —a la sazón productora de este montaje— de una forma telemática a través de unas imágenes perturbadoras, deliciosamente estéticas y, sobre todo, alumbradoras del carácter de una madre que quiso que su hijo alcanzase el éxito que ella siempre deseó y por el que luchó toda su vida. Sin embargo, Truman, con su voz aflautada como de trino de un pájaro, y sus movimientos amanerados —que tan bien interpreta Dámaso— se alejaron de la imagen que su progenitora deseó de él. De ahí nace un distanciamiento y una tortura infinita que no le abandonaron nunca. En esos fantasmas que le acompañan en su última noche también tienen cabida sus famosos cisnes, que tan bien retratados salen en la serie, Feud: Capote contra los cisnes, basada en el relato La Côte Basque y que en esta ocasión se centran sobre todo en Babe Paley —alma gemela del autor—; o el ajuste de cuentas entre Perry Smith el asesino protagonista de A sangre fría, interpretado por Jorge Monje que, esta vez sí, le da contrarréplica en un escenario que ambos recorren entre hielos y copas cargadas de alcohol. De ese desfase nacen las penurias, verdades y mentiras de un personaje que en demasiadas ocasiones se confunde con la propia persona. Espejo ambivalente de una vida que, pasará a la posteridad, por ese libro de fama mundial que es A sangre fría. Sin embargo, Truman Capote es mucho más que todo eso, porque su capacidad de observación y su perfecto estilo literario lo harán figurar por encima de sus provocaciones, a veces sin sentido, pero otros con toda la intención, como uno de los grandes escritores del siglo XX y en la reivindicación de un mundo tutelado por la ambivalencia entre la genialidad y autodestrucción como elementos de un mismo juego al que podríamos definir como el de un sueño entre tinieblas. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 29 de septiembre de 2025

DIQUE, NOVA GALEGA DE DANZA BAJO LA DIRECCIÓN DE ESCENA Y DRAMATURGIA DE MARTA PAZOS: EL CUERPO QUE EMERGE DE LA PIEDRA


 

El cuerpo que emerge de la piedra. Materia hecha carne y huesos. O esencia de la vida que se da de bruces con la naturaleza. De ahí procede y, a partir de ella, se transforma el universo de “las estibadoras”. Como dice la ley de la transformación de la materia del químico francés Antoine de Lavoisier: «Todo se transforma, nada se destruye». Y, así parece que sucede en Dique, una majestuosa y epopéyica puesta en escena de la construcción del Dique de la Campana de Ferrol que se llevó a cabo entre 1874 y 1879 por 200 mujeres que, primero excavaron, y luego transportaron 245.000 metros cúbicos de tierra y piedra sobre sus cabezas. Esta odisea Marta Pazos la convierte en algo único a través en un relato de danza, música y puesta en escena que nos cuenta mucho sin decir una palabra. Su concepción dramática, una vez más, aparta de nuestra mirada lo obvio para sumergirnos en un mundo distinto, por visceral, singular y trasgresor. Su concepción artística mueve nuestras cabezas hacia el terreno de la múltiple sensibilidad por lo que tiene de acaparadora de nuestros sentidos una puesta en escena que habla por sí sola y, a la que se adhiere una potente, enérgica y magnífica coreografía de Belén Martí Lluch que sabe interpretar el inabarcable espacio temporal entre lo antiguo y lo moderno, lo clásico y lo contemporáneo, dotando a sus bailarinas de un perfecto encaje con los objetos que hay en el escenario. A lo que se une la potencia de una luz —diseñada por Cristina Bolívar— que nos provoca multitud de sensaciones al unísono de la música electrónica, a veces, y con rasgos populares, otras, a través de las que Clara Aguilar derrocha enormes cantidades de ritmos y matices tan repetitivos como hipnóticos; una simbiosis perfecta a la hora de recrear un mundo mágico en el que nos sumergimos sin darnos cuenta. 

Dique y su compenetración en una cultura —la gallega— resplandecen como un faro en plena noche; noche que se funde con el tiempo y su naturaleza, y que se plasma en forma de danza y sonido, construcción visual y sonora repleta de ecos: de la danza tradicional gallega —cómo nos recuerdan en ocasiones los pasos de las bailarinas a los de la tradicional muñeira, o su manejo de las panderetas—, o de los gritos de unas mujeres que poblaron y aún pueblan la geografía gallega. Mujeres con sus cestos encima de sus cabezas en las que aún llevan la ropa a casa desde el lavadero, o la comida a los que trabajan en el campo. 

Todo ello se nos aviene en un relato sin parangón, por lo original que se nos presenta; luminoso por el devenir de unos colores que van desde el magenta y sus múltiples tonalidades, al azul celeste tan presente en Galiza, terra de meigas, que esta vez se han transformado en mujeres de carne y hueso, pues son ellas las únicas que conforman este espectáculo y crean un conxuro de ritos y leyendas. Ritos y leyendas con un lenguaje actual y atrevido, símbolo de la modernidad de una tierra donde dicen que se halla el fin del mundo. 

El elenco de las bailarinas está formado por: Alba Vázquez, Carmen Cebrián, Alba Cotelo, Estefanía Gómez, Alicia López, Laura Santamariña. María de Vicente y Lúa Cárdenas. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

ANGÉLICA LIDDELL, PREMIO NACIONAL DE TEATRO 2025: LA ENFANT TERRIBLE DE LA ESCENA ESPAÑOLA QUE POR FIN ES RECONOCIDA COMO SE DEBE EN SU TIERRA


 

Suponemos que Angélica Liddell habrá dado el sí quiero al Ministro de Cultura, cuando éste, le haya comunicado que es la acreedora del Premio Nacional de Teatro 2025. Ni lo sabemos ni lo sabremos, pues encerrada en su torre de marfil apenas concede entrevistas. Nunca lee ni críticas ni reseñas de sus trabajos. Ni falta que le hace. Ella siempre está contra todo. Contra el mundo. Contra el gremio de los artistas y la cultura de su país que, a su pesar, es España. Y, también, contra sí misma y sus diablos y fantasmas. Ahí reside su alma, aislada en un sufrimiento mágico y telúrico que la posee y que ella expulsa sobre los escenarios. Nada escapa a su radar creativo. La comida, la sociedad, todo el feísmo que creamos y nos abstenemos de ver…, y la muerte. Por supuesto, la muerte: la de sus padres, la del torero, la de una religión que ya no la santifica por mucho que se acerque a ella para humillarla y a veces redimirla. Parece, que el premio viene dado a cuenta de que ha inaugurado el prestigioso Festival de Aviñón. Parece que nadie recuerda que junto a Fernando Arrabal es la dramaturga española viva más representada en todo el mundo. Parece que nadie reconoce el riesgo y la valentía con la que asume cada una de sus representaciones. Obsesivas y concéntricas si se quiere, pero únicas, por ser la única que se atreve a desmontar tabúes, prejuicios y aburguesamientos de quienes asisten a sus representaciones. Su poder de provocación es único, como único también es el grito que nos invade cada vez que nos lanza sus interminables monólogos llenos de ira. Monólogos dirigidos al personal que va a verla, y cuya última intención es la de sumir al espectador en una clara incomodidad. En este sentido, son muchos los que abandonan las salas de teatro ante tan maña falta de escrúpulos. Ella provoca, sí, y también quiere que sus heridas sean compartidas por quienes van a verla, o soportarla según se mire. 

Angélica Liddell es una aventurera de la perfomance que se regocija en el vestuario, la puesta en escena, la música y las pantallas que proyectan imágenes y palabras que convierten a sus espectáculos es tridimensionales, por acaparar estos todos y cada uno de nuestros sentidos. Su lema, en ocasiones, es el más es más a la hora de reivindicar su lugar en el mundo. Una postura que ella basa en unos postulados alejados de la normalidad diaria que nos consume. Ella es nuestra profeta. Nuestra gurú de los destierros no reclamados, y de los que también somos víctimas cuando permanecemos en silencio. Allá donde queramos ir ya ha llegado ella. Desclasada. Mancha de sangre y desvirtuada por la simbología de sus sueños. Ella sueña y nos conduce a sus pesadillas. Vestida de negro. De blanco. Desnuda, porque nada escapa a la enfant terrible de la escena española que por fin ha sido reconocida como se debe en su tierra. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 22 de septiembre de 2025

MANUEL MOYA, FERNANDO PESSOA. LA RECONSTRUCCIÓN: LA HUMANIZACIÓN DEL MITO


 

Nada se abstrae a la vida, ni siquiera la sombra que se desplaza a nuestro alrededor como una falsa huella de lo que siempre quisimos ser y nunca fuimos. Sombra que, con el paso del tiempo, se convierte en un fantasma. Fantasma que, en ocasiones, se rebela contra el mito que nos acecha, ya sea por ignorancia, genialidad, u oscurantismo. De esa trilogía suelen surgir falsas biografías cargadas de la mitología que se apodera de esa parte más vulnerable de los seres humanos: los sueños. «Los sueños, sueños son» nos advertía Calderón de la Barca en uno de sus famosos versos. Sueños que, en el caso de Fernando Pessoa, convirtieron al hombre en mito dotándole de un duende fragmentado que no siempre se asemejaba al real. Quizá, para desmontar al mito, viene bien recordar estos versos de su poema inconcluso Navegantes antiguos: «Navegar es preciso; vivir no es preciso […] Vivir no es necesario; lo necesario es crear». Y ese axioma es el que le guio a lo largo de su existencia en un periplo vital y literario que dejó algo más de veintisiete mil quinientos documentos en un arca a modo de papelera infinita. Una ruta a la que el escritor, poeta y biógrafo de Pessoa, Manuel Moya, trata de dar luz, aunque nos parezca una misión imposible, y que visto su resultado final sin embargo no lo es: humanizar al mito. Muchas son las biografías que se han publicado del poeta portugués como muy bien se nos apunta en este magnífico ensayo biográfico, Fernando Pessoa. La reconstrucción, que tan útil y esclarecedor nos resulta a todos aquellos que, en alguna ocasión, nos hemos acercado al intrincado y siempre complejo mundo pessoano, por la multiplicidad que se desprende de la unicidad del poeta. Ahí es donde incide Moya con una extraordinaria profusión de datos biográficos, históricos y literarios, a la hora de hacer valer sus incontestables pronunciamientos y teorías sobre el Pessoa niño, hombre, poeta, escritor, articulista, o polemista. De esa multitud de espejos es de la que se nutre el escritor onubense para ofrecernos un semblante y una figura de un Pessoa más cercano, actual y real. Dando luz a las sombras que siempre le han perseguido, asistimos a un mayúsculo ejercicio de estilo literario en el que Moya va desde la anécdota al dato histórico a través de un ritmo narrativo ágil y entretenido que nos lleva de la mano por esta reconstrucción de una manera didáctica e inteligente. Un ejercicio narrativo de una exquisita pureza literaria que siempre está presente en su obra y, más si cabe, cada vez que se acerca a la vida y obra del poeta luso. 

Fernando Pessoa La reconstrucción es, sin duda, a día de hoy, la mejor forma de aproximarse al enjambre de datos que persiguen a la biografía del vate luso y, de ese modo, poder ampliar y discernir la lucha entre realidad y sueño tan presente a lo largo de toda su vida y su obra. En ese debate entre lo exterior y lo interior como muy bien se nos apunta en la introducción: «En lo exterior, piensa, habita lo problemático, lo incierto, lo sucio. De lo exterior habita el desasosiego […] Para él, lo mejor del hombre está en la imaginación y en su capacidad para sentir, razonar o soñar; un sentimiento es mejor y más auténtico que un pensamiento». De ese tormentoso debate interno del que parte el poeta, este ensayo biográfico nos proporciona las coordenadas y el camino —muchas veces sinuoso y plagado de recovecos—, las luces y las sombras que se cernieron, por ejemplo, en la falsa confusión entre Bernardo Soares y el propio Pessoa en su majestuoso y fascinante Libro del desasosiego, por mucho que éste fuese un heterónimo con muchos puntos en común con el propio Pessoa; o la no menos falsa percepción de que en su noche triunfal del 8 de marzo de 1914 diera a luz a sus heterónimos más inmortales (Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Alberto Caeiro) siendo, como es más lógico, que formaran parte de un largo proceso mental y creativo del múltiple Pessoa siempre avenido a la indeterminación y el escapismo.  

Ahora, que está a punto de cumplirse el nonagésimo aniversario de la muerte de Pessoa el próximo 30 de noviembre en el hospital de San Luis de los Franceses en Lisboa rodeado de amigos, vecinos y compañeros de trabajo somos conscientes de la importancia de su legado y del interés que todavía suscitan su vida y su obra; un interés, sin duda, acrecentado por la multiplicidad y singularidad de su devenir vital y literario circunscrito casi en su totalidad a la ciudad de Olissipo que, desde el año 1905 cuando regreso a ella desde Durban, apenas abandonó salvo en contadas ocasiones, lo que no le impidió ser un hombre de su tiempo, implicado, casi hasta el final de sus días en la vida social, política y literaria de su país, y de los convulsos tiempos que le tocaron vivir, como queda más que demostrado en Fernando Pessoa. La reconstrucción, donde Manuel Moya sale victorioso cuando nos plantea y analiza la humanización del mito.   

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 19 de septiembre de 2025

SARA MESA, LA FAMILIA: DESEOS Y MENTIRAS

 


Nada es lo que parece. Los silencios, las soledades, el desarraigo y los miedos que acompañan a nuestras vidas al final tienen una marca, indeleble, que aparece a poco que la dejemos salir a la luz en nuestra memoria. Como dijo Tolstoi: «Todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz es infeliz a su manera». Y esa frase podría ser muy bien el punto de partida desde el que surge la novela de Sara Mesa, La familia. Un inicio que, sin embargo, a ella le permite excavar en las profundidades de unos personajes basados en los deseos y las mentiras que proyectan a lo largo de sus vidas de una forma singular y única por el carácter tan personal de su escritura. La estructura fragmentaria, incluso dentro de cada capítulo, de la novela le permite a su autora llevarnos poco a poco hacia ese punto de incertidumbre y desasosiego con el que se cierran la mayoría de los capítulos, que atienden a ese elemento de sorpresa final tan característico de los relatos cortos. Ahí es donde la luz se impone a la oscuridad que se nos muestra, y donde nada es lo que parece. A través de una lectura ágil, Sara Mesa da vida a unos personajes que, tras esa primera impresión de sencillez intrascendente, van surcando corrientes subterráneas que los trasladan a ese otro mundo de sombras que los persiguen y al que la autora nos invita a descifrar desde el suspense de las historias que ella nunca cierra. Ese modelo abierto es el que nos deja imaginar y reinterpretar la esencia de sus personajes que, en ocasiones, nos viene dado por las confesiones de otro, en un juego de reflejos que a la autora le sirven para desentrañar los deseos y mentiras que les mueven. 

En La familia hay huidas que, antes o después, necesitan de un regreso al lugar del que partieron. Esa vuelta atrás es la que nos sumerge en un ambiente de intrigas y silencios que nos engancha y obliga a conocer cada vez más lo que les ocurre a unos personajes que están muy bien aspectados y definidos, pues no nos cuesta imaginarlos en las situaciones que se nos describen. Atmósferas cerradas que deambulan en la indeterminación que muchas veces nos marca el destino en nuestras vidas; una indeterminación que, aunque sea bajo la apariencia de lo casual, siempre descansa sobre las heridas que nos acompañarán hasta la muerte. Ese juego de ambivalencias, miedos, y sufrimientos ocultos le sirve a Sara Mesa, una vez más, para seguir escudriñando esos universos interiores atormentados y desasosegantes que caracterizan a muchos de los personajes de su obra literaria. Nada permanece a salvo en la mente de la escritora madrileña, como nada es para siempre, pues por muy desdichados que seamos siempre existe la posibilidad de burlar las rejas de la cárcel en la que nos encontramos para ir en busca de nuestra propia libertad, dañada, sí, pero teñida por la luz de la esperanza que de nuevo nos lleve a soñar con esa felicidad que todos perseguimos por muy manchada que ésta se encuentre del precario equilibrio ente los deseos y las mentiras. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ, LA BELLEZA DE LA MATERIA: ENCUENTROS CON LO INESPERADO


 

La materia como forma, color y tacto; como palabra, significado y sendero. De otras voces. De otra vida: la soñada. Materia aliada con la belleza y el ensayo. La búsqueda y el rechazo. La materia dentro de la materia. Y dentro de ella: la poesía. Como nos recuerda la autora de este ensayo poético: «La poesía es siempre un acto de fe». El mismo que a ella le lleva a soñar con lo que la rodea y, tras esos sueños, abrir nuevas vías, porque el sueño es tanto el conductor de lo posible como el corazón entre las sábanas que yacen mudas para que nosotros las convirtamos en palabras y sus ecos. La belleza de la materia concebida como encuentros con lo inesperado… Tras esa cortina, donde reside la realidad silenciosa que se apodera de nuestro subconsciente, se halla este ensayo de María Ángeles Pérez López; un trabajo que nos acerca a los múltiples significados de la belleza de la materia. Sí, porque en él anida la materia que es múltiple e infinita. La materia lo abarca todo. «¿Y las ideas son materia?». Sí, también, porque de ellas parte la vida que un día nos conducirá hasta la muerte. «La belleza ha de ser lo que resta al cerrarse el sarcófago del poder absoluto». Poder incólume que mueve las entrañas del artista y su razón de ser. 

«La belleza/ la belleza/ la belleza…», como nos recuerda Luis Eduardo Aute en la canción del mismo nombre. ¿Acaso existe una mayor revolución que reivindicarla hoy en día? No puedo estar más de acuerdo con la autora cuando abre el libro con estos versos de mi querido John Keats: «La belleza es verdad y la verdad belleza/ Es todo lo que necesitas saber en la tierra». Hermosas palabras del poeta de la melancolía que nos dejó como señal indeleble de lo que es, y de lo que está concebida la belleza: la verdad. Nada deja de ser cierto en su búsqueda, tal y como explora la poeta vallisoletana a través de los poemas de otros, convirtiendo a estos hallazgos en metamateria metaliteraria: «La materia es siempre aquello que logra acercarnos a lo que no sabíamos». De ese no saber surge la escritura de María Ángeles; una escritura que busca tanto el amor como el desconcierto que genera. Todo se resume a seguir el rastro de la palabra. Una palabra que nos lleva a otra y a otra: «Si antes de nacer todos los niños son pájaros es porque la materia sueña el movimiento». Un movimiento que nos genera encuentros con lo inesperado. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 8 de septiembre de 2025

LAS AMARGAS LÁGRIMAS DE PETRA VON KANT, DIRIGIDA POR RAKEL CAMACHO: LA SOLEDAD NO INVOCADA

 


Todo vuelve al punto de partida. El día. La noche. El día. En un movimiento interminable que nos marca el devenir de la vida. Fassbinder debió pensar en ello cuando en un vuelo de Berlín a Los Ángeles escribió el texto de esta obra de teatro que se estrenó en el año 1971. El escritor y director alemán fue un rompedor con las estructuras burguesas. Inició ese proceso de revisión de las costumbres alemanas explorando, entre otras, las relaciones amorosas entre mujeres. Relaciones a las que dotó de una estética muy de la época y que venía definida por el protagonismo del plástico, el color blanco y cierto arrebato sadomasoquista en corsés, botas altas y vestimentas muy ceñidas, como mejor forma de mostrar el encorsetamiento y la falta de libertad de unas mujeres que iban en busca de su propia libertad lejos de la sombra que los hombres proyectaban sobre sus vidas. Un planteamiento que al dramaturgo y novelista alemán le lleva a explorar los territorios de la dominación, la servidumbre o el caos sentimental inherente a todo ser humano. Algo que, en la adaptación dirigida por Rakel Camacho de Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, se queda a medio camino entre lo naif y lo superfluo en cuanto a su concepto y a la falta de tensión dramática que nos expresan las protagonistas de la obra. Eso sí, estamos ante una adaptación profundamente pop en su faceta estética y musical donde a modo de cortinillas entre las diferentes escenas suenan canciones como Lili Marleen, o el Wicked game de Chris Isaak interpretada por Aura Garrido (Karin), y que resultan lo más destacado de una función que no acaba de encajar ni en el texto (da la impresión que no llegamos a conocer la esencia que mueve a los sentimientos de las relaciones entre las mujeres que componen el reparto), ni en la tensión que se le supone al planteamiento original. Esa fuerza, inexistente, es la que nos deja fríos ante lo que se nos plantea por mucho que ahondemos en lo que se nos está contando. 

Quizá lo más llamativo de todo ello sea la soledad no invocada de Petra (interpretada por una voluntariosa Ana Torrent) que, como un continuo movimiento en círculo, abraza al inicio y final de la obra. Más allá de los temas recurrentes en esta pieza teatral del Fassbinder como son: la incomunicación, la dominación, la opresión o la sumisión, lo que emerge por encima de ese amor que se vuelve como imposible es la soledad que tanto asusta al ser humano, sobre todo, cuando esta ni se invoca ni se desea. Ese no saber estar solo, en nuestro caso, hace girar a los personajes de la obra sobre sí mismos en un eje concéntrico que no les permite sino hundirse cada vez un poco más. De ese agujero nace la desidia ante la vida, pero también la falta de una ilusión que, en demasiadas ocasiones, tratamos de tapar con el éxito en el trabajo y el dinero. Aquí es donde, una vez más, regresamos cual Ítaca sensorial al menos es más a través de unas emociones que, sin llegar a ser estridentes, pueden resultar grandes exploradoras de los silencios que nos acogen y expresan más que mil palabras. Una mirada. Un roce de la piel. La lealtad hacia la persona que amamos, a veces, son el trampolín sobre el que hay que saltar para librarnos de lo grotesco, lo superfluo o el grito desesperado que nada más que produce desconsuelo y desasosiego. Tras esa cortina que, casi nunca nos atrevemos a descorrer, es donde se esconde la soledad no invocada y el simbolismo que representa el hecho de quitarnos el corsé que nos atosiga y no nos deja vivir en libertad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 26 de agosto de 2025

PIERRE DRIEU LA ROCHELLE, EL FUEGO FATUO: EL SUSPIRO DE LA DESESPERACIÓN


 

Fuego fatuo como una burbuja y emblema de la desesperación que, sin embargo, renace cada amanecer. Creer en aquello que sabemos que nos matará. Ejercer de lo que no conocemos por el simple hecho de reivindicar el juego que conlleva enfrentarnos a la realidad. Juego sin malabares y repleto de oscuridades. Calles desiertas. Vomitonas de madrugada. Y droga. Heroína como simuladora de aquello que no somos. En El fuego fatuo, Pierre Drieu la Rochelle refleja esa desazón que se quedó en las almas de aquellos que hicieron frente y sobrevivieron a La Gran Guerra. Muerte y destrucción que dejó sin futuro a miles de jóvenes europeos que se quedaron sin vivir el esplendor de la vida. De esas sombras nacieron hombres gobernados por el miedo y la desesperación, lo que a muchos de ellos los llevó al distanciamiento, la soledad y la frustración. Alain, el protagonista de esta historia, podría ser uno de ellos. Enfrentado a sus días sin nada. Hambriento de vida, pero que no sabe como masticarla y menos engullirla. Así marcha, erguido en la loma de un desasosiego pertinaz, que tiene una única meta: la muerte. 

El fuego fatuo navega por esas aguas donde lo normal es la cobardía del que no quiere saber la verdad, porque ésta es tan aplastante que no admite ningún tipo de interrogatorio. No obstante, cabe preguntarse si esa deriva está llena de algún tipo de significado, sea éste trascendente o no, y la respuesta es que sólo está determinada por el vacío. Aquel que el alma humana es incapaz de esquivar. Como nos dice su autor en la contrarréplica titulada Adiós a Gonzague: «Morir es el arma más potente que puede tener un hombre». Una sentencia cargada de dramatismo, pero también de una voluntad férrea carga de valentía. El acoso del mundo en ocasiones es tan incisivo que nos empuja al abismo con tan sólo enseñarnos el final de nuestros días. Francia. París. Las mujeres. La vida burguesa. En este caso, todos ellos forman parte de un atrezo hueco y muchas veces sin sentido. Relaciones que no llevan a ninguna parte por el esnobismo que desprenden. Así es fácil perderse en la nada. Un río lleno de palabras huecas y guiños falsos que no nos permiten alojarnos en ningún lugar en concreto. Y de ahí surge el vagabundeo de un Alain que se declara incapacitado para el amor y la vida. Él nada más necesita de acciones y no de sentimientos, por mucho que éstas no signifiquen nada para él. Y es en esos huecos donde se hunde por un precipicio que él se construye a cada instante. Su orden práctico es el que da una respuesta a su desorden vital. Incapaz de escribir o amar se refugia en los objetos inertes e insignificantes que le rodean, como lo puede ser una cerilla. En este sentido, se nos recuerda que: «En todo literato hay un enterrador». 

Pierre Drieu la Rochelle se inspiró en la vida atormentada y suicidio de su amigo y poeta dadaísta Jacques Rigaut para escribir El fuego fatuo. Un nuevo símbolo del suspiro de la desesperación que gobernó el mundo en el período entreguerras. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 31 de julio de 2025

MIRANDA JULY, A CUATRO PATAS: ¿DÓNDE HA IDO A PARAR LA LITERATURA?

 


Como nos recuerda de una forma muy acertada el escritor Nicolás Melini: «Ya casi hemos sustituido al crítico —conocedor de la literatura— por aquel al que sólo le interesa lo que tiene muchos consumidores. Y, al menos, esa es la sensación que a uno le queda después de leer A cuatro patas, de Miranda July, la novela que ha sido seleccionada a la vez por el New Yorker y el New York Times como el mejor libro de ficción del año. Lo que nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿Dónde ha ido a parar la literatura?, porque nos entra la duda que un típico libro de autoayuda como este sea el mejor libro del año para algunos profesionales de la crítica literaria. De ahí que, en este camino repleto de arquetipos y banalidades del alma, la próxima parada sea la visión de la literatura actual como una mera empresa de marketing. Como nos recalca Melini. «¿En qué momento toda esa gente aprendió que debe despreciar el cuento literario, la poesía, la novela como gran narración y expresión artística? A cuatro patas, es el ejemplo perfecto de lo expuesto, pues tras su lectura a uno le queda la sensación de haber perdido el tiempo y haber sido engañado por una autora que en su hoja de agradecimientos referencia a tal multitud de personas que nos hace sospechar que se trata de una historia escrita a veinte o cuarenta manos como poco. Todas ellas, lejos de la literatura, por supuesto, y seguro, muy cerca del marketing, entendido éste como un producto de consumo vacuo y sin sentido, porque, qué sentido tiene la búsqueda de la libertad en una persona que ya lo tiene todo y no sabe qué hacer con su vida con la llegada de la perimenopausia. Esa falsa falta de libertad July la explora bajo el prisma de un feminismo hueco, histriónico, caótico y sin sentido que nos habla de  una sociedad enferma de un yoísmo insulso. De ahí, que la búsqueda de la originalidad del texto se base en fórmulas banales, manoseadas y falsamente originales. Su protagonista, sin nombre (sin duda estamos ante una falsa ficción, pues el texto tiene todos los tintes de ser autobiográfico) descansa en referencias como la influencia de la comida sana, la publicidad, el saneamiento del alma, los gimnasios y el culto al cuerpo para alcanzar falsas cuotas de juventud y una abundancia de sexo lésbico que resulta histriónico y egocéntrico, y que pone de manifiesto la cualidad más memorable de la novela: el retrato de un mundo en plena decadencia. 

A cuatro patas refleja el universo de la sociedad woke norteamericana traumatizada por dar vueltas sobre su propio eje sin aportar nada nuevo ni al mundo ni así mismos. Una falsa realidad que se pone de manifiesto en frases como esta: «El sueño compartido que no era solamente un sueño». Una libertad de sueños, o una secuencia de sueños de sueños que no van a ninguna parte. Sin duda, esta suerte de planteamientos lo que buscan en su final es pautarnos todo aquello que debemos hacer como manifestación de una libertad que ya tenemos. July naufraga en su intento literario de mostrarnos la benevolencia de su propia locura (¿qué pensaría Virginia Wolf?). Ni la presencia mayoritaria de personajes femeninos, ni el retrato de un marido al que podríamos tildar de normal, ni la omnipresencia de su hijo no binario (en serio alguien se puede creer que un hijo nace no binario, qué manifestación de totalitarismo es esa. Uno será lo que quiera ser cuando sea adulto y no lo que le dicta su madre). Como diría Rousseau: «El hombre es bueno por naturaleza es la sociedad quien lo corrompe». 

A su vez, esta novela, en sí misma, nos plantea una serie de despropósitos que, en su versión viajera, no puede estar más falta de originalidad (se nota que ninguno de sus múltiples asesores ha leído El palacio de la luna de Paul Auster, por ejemplo), cuando la anónima protagonista decide ir a Nueva York en coche y, sin embargo, se queda a cincuenta kilómetros de su casa en un motel donde intenta reencontrarse a sí misma y hacer frente a su preminente perimenopausia. Esta puesta en escena tan manida nos recuerda a aquella otra en la que Lorrie Moore nos plantea en su novela de fantasmas huecos Si este no es mi hogar, no tengo hogar. 

Para que todo esto retroceda, sólo nos queda una opción, como nos apunta Nicolás Melini: «Si, de pronto, una gran crisis económica hiciera desaparecer el mercado, todos los productos librescos desaparecerían. En ese momento, de nuestro tiempo, solo se seguiría haciendo y publicando el cuento literario, la poesía, la novela como gran narración y expresión artística, el ensayo filosófico del gran pensador de este tiempo, el teatro, y, en definitiva, todo aquello que ya se publicaba cuando el mercado no se había desarrollado hasta el nivel actual, sin descartar que se pudieran producir innovaciones genéricas a partir de la literatura, no a partir del consumo, como se ha dado tanto.» 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 2 de julio de 2025

TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO, EL QUE MENOS SABE: EL ALMA Y SUS DEBILIDADES

 


Nos dice Tomás Sánchez Santiago en Almanaque desconcertado (I): «Me confundí de madre. Entre una bolsa y otra bolsa/ supe para siempre lo que era caer en las aguas heladas/ del desamparo. Unos segundos, unos cuantos segundos/ nada más. De bolsa en bolsa. Pero fue suficiente. No pude/ soportar a solas el aullido del mundo». De ese aullido y de ese desamparo surgen muchos de los poemas de El que menos sabe. Versos que ahondan en lo minúsculo. En aquello que no se ve. En lo cotidiano. Y en las sombras que no nos dejan jugar con la esperanza. Este poemario de madurez da vueltas sobre sí mismo y su existencia, porque como nos dice su autor, el poema es lo que cuenta, la razón final de todo verso. El poema, en este sentido, es la excusa del propio poema. Es el tótem. El demiurgo que descarrila y vuelve a retomar su camino, porque hay caminos y caminos y, algunos de ellos, le llevan al poeta a revisitar los recuerdos de su niñez y el devenir de la vida como un componente más de una voz poética que busca sin llegar a encontrar. ¿Acaso existen las certezas? De ahí que no sea extraño que el paso del tiempo y sus consecuencias nos vengan dadas con forma de sombras, imágenes oscuras, inquietud, decrepitud, y desalojo. Para ello Tomás Sánchez se sirve de un léxico en el que abundan palabras como: nombres, quehaceres, atardecer, desechos, día, memoria, almanaque… «Larga es la tarde y sus hirvientes itinerarios amarillos./ Y casi todo sobra en el corazón/ del verano suspendido, de golpe/ en medio de la vida, torvo/ como el forastero que ha llegado/ a detener una fiesta/ y logra descolgar las reservas del cielo/ hasta que a todo llegue el olor de las terminaciones». Unos versos de su poema Extenuación en los que indaga en los finales y en «la incierta virtud de estar vivo», sobre todo, cuando todo desaparece a nuestro alrededor. Ahí es donde la voz poética llega directamente del alma y se alimenta de sus debilidades. 

No es fácil adivinar el mundo, por eso, es más confortable desasirse de todo aquello que una vez nos dijeron que debería acompañarnos durante toda la vida. Ese gesto de libertad y aligeramiento lleva consigo romper la coraza que nos oprime y atosiga. Tareas prestablecidas que a la hora de la verdad nos resultan ridículas. ¡Qué fácil es perder la mirada en lo inhóspito! Y llegar a intuir ese otro mundo que nadie gobierna, salvo lo desconocido. En ese destruir de tareas es lo que nos lleva a «merodear por los territorios limítrofes con lo olvidado, lo humilde y desatendido. Son las afueras de las consignas, de las frases hechas y lo estridente: es la vida de otro modo», como nos apunta José María Castrillón en la contraportada del libro. En ese otro modo es donde reside este poemario por el que deambulan el alma y sus debilidades. Un poemario que escarba en aquellos espacios vacíos que un día compartimos con nuestros seres queridos. Ecos del pasado que en El que menos sabe también vienen de la mano de una madre y su ausencia-presencia en nuestros recuerdos. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 1 de julio de 2025

MARIO VARGAS LLOSA, LA FIESTA DEL CHIVO: LA LUZ DE LA VERDAD QUE SE PRECIPITA SOBRE LA MÁS CRUEL DE LAS MENTIRAS

 


Las raíces de la vida en ocasiones se transforman en ramas trepadoras que devoran todo lo que tocan. Lo hacen como si fueran las elegidas por la ironía del destino, para de ese modo, convertir la vida en sangre, la esperanza en condena, y la libertad en una profunda dictadura. Vargas Llosa, en esta novela de tintes realistas, echa mano de su mejor y portentoso estilo literario y narrativo para mostrarnos un mundo y unas vidas que son un todo, pues ese todo que es y representa el devenir de nuestros días es llevado a la ficción con la plenitud de quien sabe hacer muy bien su trabajo. El despliegue de personajes y sus microhistorias va surgiendo página tras página de una forma natural, y a veces abrupta, por el cariz violento de los protagonistas de la misma, porque de eso va una buena parte de esta novela, la de desmantelar las excusas de la violencia gratuita del poder que un tirano ejerce sobre sus súbditos. En este sentido, el escritor peruano nos propone una reflexión sobre los totalitarismos de América Latina que, en La fiesta del Chivo, se centran en el fin de la dictadura de Rafael Trujillo (El Chivo) en la República Dominicana. Con un estilo narrativo que mezcla el presente con el pasado con tan sólo separarlos con un punto y aparte, consigue que el lector avance en la historia que se le cuenta y regrese a su pasado en un devenir temporal caracterizado por las heridas que el tiempo ha ido causando en unos personajes que afrontan a destiempo las consecuencias de sus decisiones pasadas. Hay una inteligente revelación de la luz de la verdad que se precipita sobre la más cruel de las mentiras, por ser éstas armas arrojadizas de la barbarie, el dolor, y la muerte. Desprecios morales que tienen un alto precio humano, pues no cuentan con la posibilidad de atisbar una salida. 

El regreso de Urania, la hija de un alto dirigente de la dictadura de Trujillo a Santo Domingo, es el punto de partida con el que arranca esta recreación ficcionada de unos hechos que le sirven a Vargas Llosa para hacer un gran examen mental y sentimental del dictador; una figura que el escritor usa para ir introduciendo a los personajes de esta historia y la relación que todos ellos establecen con “El jefe”. El Chivo tiene a toda la nación amenazada bajo su férreo control, pero sin embargo no es capaz de frenar ni el deterioro de su largo mandato, ni tampoco su salud, pues ésta se ve dañada donde más le duele: en su virilidad. Las incontrolables pérdidas de orina y la dificultad para mantener relaciones sexuales van haciendo mella en un carácter cada vez más paranoico frente a los demás. Las cuestiones básicas de su día a día poco a poco se desmoronan y se vuelven trepidantes cuando la acción de la novela aborda el relato de su muerte, lo que le sirve a Vargas Llosa para hacer un despliegue monumental magistral de personajes, ideas y pensamientos de cada uno de ellos; un instrumento literario que le sirve para mostrarnos lo mejor y lo peor del ser humano. A ese examen psicológico y personal de los protagonistas de esta historia, habría que añadir el suspense que es utilizado como una gran arma narrativa a la hora de adentrarse en un final que conocemos de antemano, pero que no por ello, le resta un ápice de genialidad a la trama. 

Esta forma de narrar tan personal del escritor peruano, nos recuerda, sin duda, a la que ya utilizó en La ciudad y los perros, donde el análisis psicológico de los personajes, caracterizados muchos de ellos con unos magníficos motes que los definen, no dejan ninguna duda de la sagacidad observadora de un maestro de la escritura como es Vargas Llosa que, en esta novela, arroja con toda su fuerza la luz de la verdad que se precipita sobre la más cruel de las mentiras. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 23 de junio de 2025

KOR’SIA, SIMULACRO, EN EL CENTRO CONDE DUQUE DE MADRID: FRAGMENTOS ENCERRADOS EN UN CÍRCULO



 

Algo da vueltas en nuestra cabeza. Primero es una música martilleante que nos pone sobre aviso. Emergencias sin luces de auxilio, pero que sí nos hablan de una catástrofe: el fin del mundo. Como un Sísifo que empuja su piedra una y otra vez, un hombre se debate contra un paracaídas como si en ello le fuera la vida. Esa es la primera metáfora que nos propone Simulacro: la del Hombre frente a la adversidad de un mundo enloquecido. Mundo-burbuja que, a modo de rotonda, no nos ofrece la posibilidad de avanzar, sino la de darnos constantemente frente a una barrera invisible que no nos permite salir de los fragmentos que representan nuestras vidas. Vidas encerradas en círculos. Como decía el poeta portugués, Fernando Pessoa: «Y entonces, ¿qué es el hombre, por sí mismo, sino un insecto fútil que zumba mientras se estrella contra el cristal de una ventana?». Insectos que, en Simulacro, vienen representados por bailarines con neoprenos, coderas, y rodilleras negras. Siluetas que no paran de moverse y que apenas están iluminados por un foco que les permite seguir dando vueltas. Hay un espíritu totémico en este nuevo espectáculo dirigido por Mattia Russo y Antonio de Rosa, en colaboración con los intérpretes, por el carácter simbólico y trascendente que le ha querido imprimir la dramaturgia de Agnés López-Río. Aquí el dios es la imagen. Su poder. Su repetición. Y el cariz universal de atracción y sumisión que posee sobre el ser humano. No es de extrañar que los siete bailarines repitan una y otra muchos de sus movimientos como mejor expresión de esa desolación que está tan presente en nuestro día a día. Una desolación que en Simulacro no evita las guerras, ni el eco de los helicópteros que tanto nos recordaron a la mítica película Apocalipsis now de Coppola. 

Hay en esta magnífica representación una proyección multidimensional que nos altera cuando se conjugan a la vez la música, la soledad y la escenografía de una rotonda sobre las que los bailarines dan vueltas y vueltas. A veces rápido, y otras, a cámara lenta. Esa inhóspita rotonda se asemeja mucho al escenario del fin del mundo. Por su luz. El sonido atronador que la persigue. Y la sensación de abandono que transmite. Todo es oscuro. Negro o casi negro, como lo podría ser una película de ciencia ficción, donde la distopía que la gobierna se mezcla con la realidad que ya vivimos. De la música atronadora y de carácter industrial que nos propone Alejandro da Rocha, pasando por la escenografía de Amber Vandenhoeck y las imágenes de Nouseskou, que se repitan sin parar en esa pantalla que funciona a modo de ojo que todo lo ve, nace el abismo de un acantilado siniestro y condenatorio que visualizamos a través de una coreografía que reinterpreta una manera muy personal de escenificar aquello en lo que ya nos hemos convertido: una sociedad insulsa dominada por el poder silencioso de las pantallas. ¿Qué sería de nosotros, si de vez en vez, el mundo de la cultura no nos remitiera al estado de ansiedad apocalíptica que nos somete? En este caso, la compañía de danza afinca en España, Kor’sia, tiene la valentía de romper las barreras de lo cotidiano para acercarnos a ese mundo de tinieblas que tanto nos recuerda a La Caverna de Platón, donde la única luz que nos llega es la del sentimiento de esperanza que nos impulsa a despojarnos de nuestras negras vestimentas y mostrarnos tal cual somos, sin trampa ni cartón. Una esperanza que podemos adivinar de una forma tímida en las cortinillas con canciones americanas de los años sesenta, o en el semi desnudez de unos bailarines que, una vez más, rozan la perfección a la hora de interpretar la agonía que llevamos dentro. Fragmentos encerrados en un círculo donde se superponen la ciencia ficción y la realidad. 

Intérpretes: Martina Anniciello, Nagga Baldina, Edoardo Brovadi, Benoît Couchot, Samuel Dilkes, Ange Hiroki y Samuel Van der Veer. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 18 de junio de 2025

THE CHAMELEONS EN LA SALA MON LIVE DE MADRID: ¡NO TE CAIGAS!

 


Perdidos en las telarañas del tiempo, a veces, el pasado se nos hace presente en un arquetípico juego de fantasmas. Siendo estos testigos directos de un sueño que, de repente, se convierte en realidad. Más allá de las coordenadas del tiempo, el grupo de Middleton hicieron su aparición en el escenario de la Sala Mon Live de Madrid parapetados tras una sesión continua de fuerza musical, eso sí, herida por los estragos que la vida han causado en la voz de un Mark Burgess que lo dio todo en una impetuosa actuación basada en los grandes éxitos de la banda. Un setlist dedicado a sus seguidores de toda la vida y que, en el directo que vimos el pasado domingo, se caracterizó bajo el tono algo más bajo y diluido de las guitarras —tan importantes y sublimes en esta banda— con el fin de no amortiguar la voz de un Burgess inconmensurable en el resto de aspectos musicales y comunicativos con una sala llena a rebosar. Generoso, hasta tal punto, que antes del show salió al exterior para firmar discos, entradas, camisetas, o lo que fuese, a sus fans más fieles. Pero a quién importaban estos pequeños menesteres si, de nuevo, podían asistir a un directo de un grupo, no tan famoso como otros de los trasnochados años 80, pero sí influyentes, tanto en la concepción estrictamente musical como en el mensaje de sus letras. Hipnóticos, aguerridos y entregados The Chameleons no se rindieron en ningún momento y fueron pulverizando sin descanso los 15 temas del setlist a lo largo de la hora y media que duró el concierto; un show que se inició con el mítico «A Person Isn’t Anywhere These Days», al que siguieron «Pleasure and Pain», «The Fan and the Bellows», o «Perfume Garden» en una secuencia imparable de ritmos intensos y canciones legendarias que hacían disfrutar a los asistentes, y que éstos respaldaban, con constantes muestras de entusiasmo; una euforia desaforada que a algunos de los presentes se le hizo más intensas por mor del alcohol o los extras administrados a sus cuerpos. Entre viajes psicodélicos, aplausos y gritos de júbilo llegamos a «Tears», «Up the Down Escalator» y «Soul in Isolation», que fusionaron con «For What it’s Worth» de Buffalo Springfield, «The End» de The Doors, «Eleanor Rigby» de The Beatles, y «There is a ligth» de los Smiths, en un claro homenaje a las influencias y gustos de la banda inglesa que, como buenos camaleones, supieron adaptar estos temas a su particular forma de interpretar la música. 

Con «P.S Goodbye» pusieron fin a la parte principal de su actuación, y cuando comenzaron con los bises lo hicieron de la mano de Monkeyland, que dio paso a «Looking Inwardly» y al inolvidable «Second Skin» con el que Burgess nos presentó al resto de los componentes del grupo y que nos llevó a la apoteosis final protagonizada por «Don’t Fall», otro tema mítico que mezclaron con el «Rebel Rebel snippet» de David Bowie, y Burgess interpretó junto a sus fans fuera del escenario en una extendida versión de la canción que hizo las delicias de los presentes, que dieron por bueno este viaje al pasado sin necesidad de El condensador de fluzo, en una muestra de ímpetu y energía incontestables, con la única salvedad de las telarañas del tiempo —¡Qué lejos queda ya el concierto del jueves 6 de junio del año 1985 en la sala Astoria de Madrid— que se hacen presentes más allá de los deseos propios y ajenos. Como dicen The Chameleons: «¡No te caigas!».   

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 13 de junio de 2025

JESÚS MARCHAMALO, LA VIDA IMAGINADA: UNA EXISTENCIA ALREDEDOR DE LOS LIBROS

 


Hay muchas formas de celebrar un cumpleaños. Más de las que imaginamos, porque en esa efeméride es cuando, a veces, nos dejamos llevar y pedimos un deseo. Ese que no hemos contado a nadie y, que cuando se convierte en algo real y tangible, se escapa de nuestra vida imaginada. La exploración de ese territorio, mágico e incierto a la vez, nos lleva a recorrer espacios nunca visitados. Y de esa novedad que va, por ejemplo, del pasado al presente surgen nuevos mundos. A veces, mundos llenos de libros y sus consecuencias. Quizá, por todo ello, el periodista y escritor Jesús Marchamalo ha decidido publicar La vida imaginada en su sesenta y cinco cumpleaños. Una edad que no oculta y le sirve de excusa para dar a luz este libro de libros, porque de eso va este librito escrito por él mismo e ilustrado por Juan Vidaurre. Una experiencia a modo de viaje a lo largo y ancho de la literatura, en el que las anécdotas propias y ajenas (magnífica la de Machado, tal y como la cuenta Marchamalo) iluminan una senda de plagada de escritores y sus bibliotecas, lo que nos lleva a ser conscientes de los diferentes conceptos que pueden llegar a tener una biblioteca y los libros que la componen. Esa vida imaginada donde se tropiezan los préstamos, el desorden, las diferentes ubicaciones, las estanterías y sus estilos, e incluso, sí, el orden que se le dan a los libros y la pertenencia que éstos tienen como la mejor muestra de nuestra vinculación íntima y personal hacia ellos. Como en el resto de los libros de Marchamalo hay adjetivos, comas, puntos y aparte, y seguidos, y esos puntos suspensivos que proporcionan a su escritura ese modo tan personal y literario de contar la vida, los libros, y todo aquello que gira entorno a ellos. También hay en este auto-regalo recuerdos de infancia que no se olvidan, porque quizá, de eso vaya la vida en un punto determinado de la misma: de recordar aquello que fuimos. Recuerdos e historias propios que tan bien nos cuenta este periodista de la cultura y los libros que, además, nos sirven a sus lectores para traer a nuestra frágil memoria aquellos momentos que fuimos otros; una imagen de nosotros mismos que el paso del tiempo se encarga de ir borrando poco a poco. Por eso, gracias a él, nos damos cuenta de que los libros son una parte esencial de esa otra vida, la imaginada. 

En la estupenda edición de La vida imaginada, el bueno de Jesús, nos ofrece otro regalo: las ilustraciones de Juan Vidaurre en forma de hojas de papel envejecidas por el paso del tiempo, y a las que superpone sobre todo manos, pero también ruedas de cochecitos de bebé, tinteros, libretas… Hojas que, en ocasiones, toman diferentes formas: de casa o simplemente siluetas irregulares sobre las que el ilustrador madrileño dibuja figuras geométricas en forma de rombos, círculos, triángulos que conforman diferentes tetris imaginarios en combinación con las palabras sobre las que se depositan. Una magnífica compañía para esta vida imaginada que nos narra una existencia alrededor de los libros. Porque, sí, todavía nos queda esa última esperanza de volver a ver: «Estos días azules y este sol de la infancia». 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 10 de junio de 2025

JUAN MAYORGA, LOS YUGOSLAVOS EN EL TEATRO DE LA ABADÍA: LAS PALABRAS Y EL SILENCIO COMO LUGARES DONDE REENCONTRARSE

 


El proceso identitario no sólo se refleja en el cuerpo, también es una manera de estar en el mundo geográficamente. Ahora que está tan de moda romper con todo lo anterior, y las tradiciones de la clase que sean huelen a rancio, todavía existe esa necesidad de pertenencia a un lugar sin el cual no seríamos las mismas personas. Por mucho que nos cueste reconocerlo somos de donde hemos nacido por muchos kilómetros que nos alejemos de ese punto inicial que nos perseguirá el resto de nuestros días. Juan Mayorga, entre otros conceptos, nos habla de esa pertenencia física y de su importancia, porque no se trata de algo onírico, sino de un estigma real. Por ejemplo, Marta Pazos, en su versión de Orlando nos habla de otra forma de identidad que, en este caso es la física en su apartado personal, aunque también la podríamos trasladar a un margen más amplio si nos fijamos en el período de tiempo que se desarrolla. Ambos procesos identitarios marcan los márgenes de una realidad plural que, en Los Yugoslavos, está anclada en la palabra y el silencio como lugares donde reencontrarse. Palabras y silencios que ejercen como brújulas. Y, de ahí, es de donde nacen la voluntad y la fe de las palabras como manantiales cristalinos de nuevas vidas. Como se nos recuerda en la obra: «Las primeras palabras son las más importantes». Entonces, qué es lo más importante de todo esto, en esa posibilidad de búsqueda de uno mismo. O del lugar con el que soñamos al que pertenecemos. Aquí no nos valen los mapas como espacios geográficos que nos delimitan los silencios, porque todo se establece como un juego de contrarios que nos remite a esa amarga posibilidad que representa la desaparición de lo que una vez sentimos como nuestro. En este sentido, no es casual la elección del gentilicio que nombra a la obra de teatro: los yugoslavos. Un territorio que dejó de existir y sucumbirá cuando el último de los nacidos en esa patria muera. Entonces, todo, de nuevo, será víctima del olvido. De ahí, que en el texto de Mayorga los mapas surjan como metáforas de los desencuentros, de los lugares equivocados. De esos espacios a los que nunca llegaremos, aunque siempre haya un rayo de esperanza y, dentro de nuestras entrañas, un mapa surja dentro de otro mapa para convertirse en una nueva oportunidad. «Un mapa dentro de otro mapa», como se repite en varias ocasiones a lo largo de la obra. Una frase, como otras, que se asemeja a un eco que nos perfora los recuerdos y la conciencia. Quizá, porque como nos dice su autor: «Lo que hacemos con las palabras y lo que las palabras hacen con nosotros» formen parte del verdadero secreto que nos rodea y al que debemos de enfrentarnos para retar a la soledad, la tristeza, la depresión y, también, al amor como recurso infinito de la esperanza. 

En este entramado de huidas, búsquedas y desencuentros, el escenario juega un papel fundamental. Dividido en dos plantas y tres espacios, el bar, la casa y, sobre todo, la planta superior a modo de ventana traslúcida en la que los personajes de la obra dibujan, leen o simplemente se esconden y que surge como una ventana de todos los sentimientos que escondemos. En este sentido, Luis Bermejo (Gerardo), Javier Gutiérrez (Martín), Natalia Hernández (Ángela) y Alba Planas (Cris), suben y bajan, se esconden y pierden para volver a aparecer en una coreografía sin par, por lo que esta tiene de introductoria en cada una de las escenas. Algo que alcanza su clímax en los cortes del texto que se producen a lo largo de la representación y nos dejan en suspense, y que tan bien interpreta un Javier Fernández pletórico, por lo que tiene de eje fundamental en el desarrollo de la obra. Interludios verbales que nos remiten a esta otra frase: «Siempre es mejor callar que decir mentiras», en lo que podríamos definir como esa otra ventana que nos remite al silencio y a la confrontación de la realidad con los sueños cuando se nos recuerda que: «Si has llegado al lugar que buscas nunca es como esperabas». Y que nos recuerda a esa infinita espera que se produce en la obra Esperando a Godot, donde la esperanza, al final, es la mejor arma para hacer frente a la vida, porque ese lugar que tanto buscamos quizá no exista y, que en Los yugoslavos viene dado en la frase: «Deberíamos haber ido a los yugoslavos. Allí se juega a cualquier hora. Y se juega de verdad. Mientras las mujeres bailan». 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 19 de mayo de 2025

CASA DE MUÑECAS, DIRIGIDA POR LAUTARO PEROTTI EN EL TEATRO FERNANDO FERNÁN GÓMEZ DE MADRID: SIN NOTICIAS DE IBSEN

 




Ibsen planteó su obra dramática de una forma contestataria frente a la sociedad victoriana que le tocó vivir. Y, uno de los conflictos que planteó en ella, fue el de dar a la mujer la posibilidad de ser ella misma a la hora de decidir acerca de su vida y de caminar por una senda de libertad impensable en el siglo XIX. El tiempo pasa, pues hace casi ciento cincuenta años que se estrenó su famosa obra de teatro Casa de muñecas y, sin embargo, las oscilaciones vitales de las mujeres persisten en un mundo cada vez más igualitario, pero al que todavía le quedan muchas barreras que derribar. En esta ocasión, bajo una versión actualizada de Eduardo Galán, Lautaro Perotti asume la dirección de esta moderna Casa de muñecas que intenta acercarla a un público más actual. Una decisión que, sin embargo, fracasa. En primer lugar, por la desdramatización que lleva consigo, y también, por la falta de acierto a la hora de elegir a los actores que dan vida a unos personajes a medio camino entre la falta de credibilidad de las situaciones que nos plantean y su inocua interpretación, tan desdramatizada como la propia versión que se nos ofrece. Eso, por no hablar de una solución escénica que se nos antoja equivocada por lo frenética que resulta su propuesta y la nula necesidad de la misma a la hora de sugerirnos diferentes espacios, lo que ahonda en su carácter turbador. 

La supuesta actualización del texto y propuesta escénica se viene abajo nada más ver el público asistente, en su mayoría con una edad superior a los cincuenta años y una media cercana a los setenta. De ahí, que tampoco parezca tan necesario el léxico que se ha elegido que resulta cuando menos desmotivador y, más, en la voz apagada de una María León que nunca parece al borde del precipicio que se le presupone, y que alcanza sus cotas más bajas en los soliloquios que afronta sola delante de un escenario a oscuras salvo por la luz que la ilumina. Una característica que también arrastra Santi Marín en su papel de marido traicionado, o el resto de los actores que en la mayoría de los casos parecen más preocupados en su papel de tramoyistas moviendo los paneles móviles de la escenografía que en su labor dramática. De ahí, que el espectador salga con esa sensación de tiempo perdido si no fuese porque la oscuridad de un teatro siempre nos ofrece la posibilidad de resarcirnos de las mentiras del mundo que dejamos atrás durante el tiempo que asistimos a la representación; o por la inercia que el mismo tiene de ofrecernos la mágica posibilidad de soñar con lo imposible, cuando aquello que nos es ofrecido nos deja sin palabras. Un anhelo que, en esta ocasión, sólo nos ha producido turbación, desapego, y sin noticias de Ibsen. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 7 de mayo de 2025

ORLANDO, DIRIGIDA POR MARTA PAZOS EN EL TEATRO MARÍA GUERRERO DE MADRID: LA LIBERTAD QUE DUDA HASTA DE LA BELLEZA

 


Blanco sobre blanco, verde sobre verde, incluso negro sobre negro. Todo se expande sobre un imaginario tablero de ajedrez que se retroalimenta de sabias palabras sobre la juventud, el deseo o el amor. En ese suelo sin fondo es donde la libertad es expresada bajo la fervorosa manifestación de la belleza. Una belleza única; una belleza que se apropia de nuestros sentidos como el mejor de los láudanos. Luces. Colores. Sonidos. Danzas. Todos juntos crean nuevos espacios donde caemos rendidos sin más. Orlando, atravesado/a por las palabras de una Virginia Woolf ausente y presente a la vez. Sus palabras y el sentido que les dio en esta obra literaria —, ahora convertida en onírica y teatral— atravesaron las fronteras del tiempo sin llegar a formularse el poder de sus principios. Este viaje a lo largo del tiempo y la belleza por la belleza nos muestra la pálida e inmaculada plática de unos personajes que se hablan, que nos hablan, que bailan o patinan, o se quedan en silencio. Y, sí, todo gira alrededor del tiempo y su importancia, a la exploración de la identidad del individuo y su propio cuerpo. Territorio político, como expresa la directora de esta obra (Marta Pazos). Un periplo que también nos habla del amor a la literatura, una enfermedad que Orlando padecía en las manos de una Virginia Woolf que se diluye en esta gran metáfora sobre la libertad y la muerte, igual que si estuviese sumergida tras el escenario en el caudal de agua que se la llevó. Quizá, no haya una mayor expresión de la libertad que duda hasta de la belleza, que cuando Orlando (Laia Manzanares) toma la palabra, o sobre el escenario llueven libros, o Virginia Woolf (Abril Zamora) nos recita pasajes de la novela vestida de libro. Palabras, unas y otras, que se expanden sobre hojas escritas y hojas en blanco que simbolizan la gran capacidad de expresión que éstas generan y, que en la obra de teatro concebida por Marta Pazos y Gabriel Calderón, desemboca en una ópera visual y estética como símbolo de aquello que puede llegar a significar y hacernos sentir una obra de arte, pues eso es Orlando, una obra de arte con mayúscula que, en sí misma, camina con paso firme por las turbulencias de la vida que nos rodea. Espacios soñados y nunca llegados a expresar que atrapan nuestros anhelos oníricos, por lo que tienen de inesperados y bellos. Sueños bañados por la gran música de Hugo Torres que, en ocasiones, tanto nos recuerda a la que está presente en las estéticas e inigualables películas de Peter Greenaway, de la que también es partícipe el vestuario único, atrevido e inusual, pero inmensamente mágico, de Agustín Petronio, y que, junto a la iluminación de Nuno Meira, hacen de esta obra de teatro un espacio multidimensional y sensitivo que, a su vez, manifiesta su valía a través de sus coreografías, configurando de este modo su naturaleza de espectáculo total. 

Orlando, dirigida por Marta Pazos «en una larga carta de amor» y, también, una biografía del mundo a lo largo del tiempo, donde la memoria mete y saca la aguja de la vida para unir, pero, sobre todo, para romper con los límites establecidos, porque como se nos recuerda en la obra: «La belleza y la verdad no se llevan bien». Una afirmación que nos lleva a plantearnos la diferencia entre el tiempo físico y su espacio temporal, y el tiempo del alma y su naturaleza inabarcable. Quizá, porque como también se nos dice: «El dueño de las palabras es quien las escucha». De ese lado receptivo es del que nace el deseo de ser otro, y de expresar sin miedo aquello que nos oprime con el propósito de alcanzar nuestro objetivo. Una meta que no es otra que la identificación con uno mismo y el desarrollo de una felicidad que lleva implícita la lucha por ser quien queremos ser y no quien nos imponen. De ahí, quizá provenga la frase: «El cuerpo como castillo, el cuerpo como jardín, el cuerpo como laberinto, el cuerpo como roble, el cuerpo como teatro», que Marta Pazos expresa acerca de esta obra y su indudable conexión con la naturaleza. 

Un comentario aparte merece la maravillosa escenografía de Blanca Añón, en la que las puertas simbolizan como nadie el paso del tiempo y la transformación que éste nos genera. Puertas que se abren y se cierran y se vuelven a abrir y cerrar para dar paso a este sueño donde hasta la libertad duda de la belleza. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 22 de abril de 2025

PAOLO SORRENTINO, PARTHENOPE: UNA ENFERMEDAD LLAMADA NÁPOLES

 


¿Por qué necesitamos la belleza para sobrevivir? ¿De qué está hecha? ¿Cuál es su génesis? ¿De dónde procede esa mirada que nos deslumbra? Su búsqueda puede llegar a ser una enfermedad. Silenciosa. Abrupta. Incompresible. Fanática por su propensión a la locura. Espacio donde las fronteras de lo lícito son sólo oníricas. ¿Qué existe lejos de ella? Lejos de ella queda el mundo. Aquel que nos produce hastío y hartazgo. ¿Qué queda entonces tras la belleza? La nada, porque esa es la mayor muestra de esta enfermedad, una claudicación. Una claudicación que, en el caso de Parthenope, la última película de Paolo Sorrentino lleva el nombre de Nápoles. Ciudad azul. Lúdica. Luminosa y acuática, como la figura mitológica de la sirena que le da nombre a este film. Parthenope, es un mito, y una mujer nacida en el mar. Un todo que, en el caso de la belleza hecha mujer, para el director napolitano está encarnada en la actriz Celeste Dalla Porta. En este incandescente delirio de imágenes hay una pregunta que se repite: «¿En qué piensas?». A la que su protagonista responde, por fin, tras muchas veces planteada: «En todo lo demás». Ese todo lo demás, una vez vista esta historia podríamos decir que es un todo, porque abarca tanto la vida como la muerte, el deseo, el amor y la belleza. Parthenope es un artefacto fílmico que nos recuerda en ocasiones a la exuberante puesta en escena de un inconmensurable Fellini, pues sólo hace falta ver cómo se inicia ese film a través de una visión única de Nápoles desde una embarcación que se acerca a la ciudad. O mediante la carroza que se convierte en un fortín del deseo; o en ese recorrido nocturno donde se concitan personas bellos y monstruosos a la vez. Paseos nocturnos que, sin embargo, no llegan a esa máxima expresión estética que sí se alcanza en La grande bellezza y los paseos de Jep Gambardella por una Roma única y solitaria. 

Parthenope es una película ensimismada en bellas imágenes que se abaten sobre una inexistente estructura narrativa. La imagen se impone a la palabra en demasiadas ocasiones, lo que propicia el despiste o el vacío de lo inexpresivo. Sorrentino lo deja todo en manos de la mirada y la belleza mediterránea de su protagonista: Celesta Dalla Porta. Mujer nacida del mar y metáfora de una ciudad, Nápoles, que naufraga en una intensidad que se pierde en sus entrañas, y que como dice uno de sus personajes: «Es una ciudad donde se vive y se muere por motivos banales». Una banalidad que, a veces, se apodera de esta historia a medio camino entre la fantasía y el deseo. A pesar de que, Gary Oldman, el actor que da vida al escritor norteamericano John Cheever nos diga: «Tú puedes decirlo todo sin decir una palabra». Un andamio literario que no siempre soporta el espacio fílmico. Esa melancólica desidia es a la que se abandona Paolo Sorrentino cuando busca la belleza a través de los recuerdos y el feedback que éstos le producen. Memoria excesiva, en ocasiones, que se neutraliza con el contrapunto que supone en sí misma la antropología y su hallazgo. Esencia del mundo y del ser humano a la que se abandona Celeste, una vez que deja de lado la facilidad de una vida entregada a la belleza corporal y al deseo vacuo. Esa búsqueda, al principio inocente, de la esencia de la vida, le lleva al director italiano a crear y recrearse en un personaje protagonista inmerso en una distante frialdad que trata de romper con una visión hedonista de la belleza humana que, sin embargo, no llega a seducirnos como debería hacerlo dada la voluptuosidad de la propuesta. 

De ese hedonismo y frialdad nace un retrato, por momentos mágico, de Nápoles, aunque a veces caiga en la reiteración que la sumerge en el abismo, para más tarde renacer cuando creemos que todo está perdido. Y, todo ello, gracias a la luz de una ciudad y a un mar infinito en el que se recrea la cámara de un Sorrentino enfermo de la belleza de la ciudad que le vio nacer. Como dice uno de sus personajes: «Es imposible ser feliz en la ciudad más hermosa del mundo». Una recurrente infelicidad que también le lleva a manifestar a Parthenope: «Como imposible es ser feliz siendo la mujer más hermosa del mundo». 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 14 de abril de 2025

MARIO VARGAS LLOSA (1936-2025): UNA VIDA DEDICADA A LA LITERATURA

 




«Lo más importante que me ha pasado en la vida ha sido aprender a leer», manifestó en muchas ocasiones el escritor peruano, entre otras, en el discurso que ofreció en Estocolmo cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en el año 2010. Hasta llegar a ese momento, el transcurso de los días le llevó de lectura en lectura, de libro en libro, de autor en autor, a ser el literato que acabó siendo, pues él mismo se definió como lector antes que escritor. Y, entre sus muchas lecturas, que comenzaron con los libros de aventuras de Emilio Salgari o Julio Verne, recaló en Flaubert. Lo hizo, de la mano de Madame Bovary, una novela que leyó en infinidad de ocasiones, pues nunca supo zafarse de su encanto. Una loa a medio camino entre la admiración y el fetichismo literario que siempre quiso reflejar a lo largo de su obra desde sus inicios en su Perú natal, cuando escribió esas pequeñas obras maestras como son las novelas complementarias Los cachorros y La ciudad y los perros. 

La escritura a través del periodismo, las novelas, el ensayo y el teatro, fueron el manantial de una vida dedicada a la literatura. Una vida literaria que él reconoció que le fue propicia, gracias, entre otras cosas, a su tenacidad, al halago de los suyos, y a esa pizca de suerte tan necesaria en toda larga carrera que se precie. Un empeño que se fraguó en la adversidad, como el de tanto otros, desde sus difíciles inicios en París, donde lo pasó muy mal junto a su primera mujer, y donde tuvo que desempeñar múltiples oficios para poder subsistir, aunque de alguna manera, de ahí surgiese el germen que más tarde se convirtió en el boom latinoamericano junto a Gabriel García Márquez o Julio Cortázar, entre otros. Un boom que, desde Barcelona y la agencia literaria de Carmen Balcells se extendió al resto del mundo. De ese amor a la literatura también surgió el miedo a los totalitarismos y su lucha en aras de ganar una libertad colectiva y personal que fuese capaz de cambiar el mundo. Él, sin duda, lo entendió así, y lo dejó plasmado en su obra literaria y ensayística, e incluso en el final de su discurso del Nobel: «Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.» De ese imposible plagado de recuerdos de su Perú natal, adolescente y de primera juventud, a su deambular por el resto de mundo se debe la mirada universal de un escritor universal. Un escribidor sumergido y encadenado a esa hechicería plagada de mentiras propias y ajenas. De ilusiones nunca confesadas, pero sí escritas en un folio en blanco; o de los sueños que, compaginados con la realidad que le tocó vivir, caminaron de la mano a la hora de descubrir esas otras vidas, esos otros amores o desilusiones, o esos secretos nunca confesados que le llevaron a seducir al mundo con la mano firme de quien cree que en los hechos de aprender a leer y escribir se encuentran la esencia de la vida, pues ambos, son los vehículos posibilitadores para dinamizar el cambio de aquello que consideramos como imposible y, de algún modo, ser capaces de hacerlo posible. Siendo éste, sin duda, el espíritu transformador de la literatura en su más amplio sentido. Una posibilidad que Vargas Llosa exploró a lo largo de sus lecturas y sus escrituras, pues no en vano su vida ha sido una vida dedicada a la literatura. 

Ángel Silvelo Gabriel.