lunes, 10 de marzo de 2025

EL GATOPARDO, SERIE DE NETFLIX CREADA POR RICHARD WARLOW: UN VIAJE A LA LUZ DEL PASADO



 

«Roma o norte» se puede leer en la gigantesca peana sobre la que se sustenta la estatua ecuestre de Garibaldi en la cima del Gianicolo en Roma, donde a las doce del mediodía se sigue lanzando una salva como recordatorio de su gran hazaña: la unificación de Italia. Una expresión que podemos utilizar como punto de partida de la serie El Gatopardo, porque nadie mejor que ésta puede hacer de testigo del paso del tiempo y de la conocida frase pronunciada por Tancredi: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». Una sentencia que, en sí misma, es la mejor muestra del inmovilismo que rodea tanto a la vida privada como pública de los acontecimientos y los personajes de este serial italiano. Más allá de su trascendencia en la magna obra de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y del magnífico soporte estético, ideológico y literario que posee en su novela, el inmovilismo que se nos muestra en la serie de Netflix, bajo la creación de Richard Warlow, es una pose sobre todo estética, por lo que tiene de poderosa la luz con la que están filmados sus jardines, sus flores, su vegetación, sus palazzos, o incluso el mar (apenas perceptible en la serie) de la costa siciliana. A la que hay que añadir el poder de la melancolía que ésta tiene sobre los acontecimientos y los personajes de una trama que está retratada de una forma más amplia que en la película de Visconti gracias a su formato de seis episodios, y a sus casi seis horas de duración en total. No obstante, no es toda una búsqueda de la belleza lo que surge de esta adaptación de El Gatopardo, sino también la recreación de unos sucesos que a día de hoy se nos muestran de una actualidad aplastantes, porque sentencias como la que pronuncia Tancred, nos dan la medida de la maldición a la que estamos abocados: la del fracaso y la deslealtad. Quizá, nadie mejor que el propio Don Fabrizio, magníficamente interpretado por Kim Rossi Stuart, para delatarnos, con la transformación de su mirada, el declive de una forma de ser y estar en el mundo que, accede a la adaptación de los nuevos cambios sociales y políticos, pero no así a implantarlos en su propia vida. Esa distancia entre lo público y lo privado es una muestra más de la ampulosa hipocresía que nos gobierna. Si bien es cierto que frente a ella se erige la dignidad por mantener el futuro y la estirpe de toda una familia que, a su vez, representa muy bien el propio Don Fabrizio que, junto a su hija Concceta —Benedetta Porcaroli, conforman esa doble virtud que cae en las tentaciones y se levanta gracias a la fuerza de una responsabilidad que no se aprende en el día a día, sino que se lleva en la propia sangre. Existencias, todas ellas, gobernadas por el cambio y la premura que, tras ese tul de revolución y pasión que las envuielve, la serie nos presenta en una concatenación de sensaciones estéticas y vitales que nos recuerdan la belleza de Italia y de su luz que, en el caso de Sicilia, es un paradigma de un encanto incomparable. Una hermosura que, va desde la forma en la que se nos presenta la villa donde viven el príncipe de Salina, Don Fabrizio, y su familia, hasta el interior de sus majestuosos salones, y de unas habitaciones apenas disimuladas por un luz siempre omnipresente, y cuya calidez se deposita sobre los rostros de unos personajes que se mueven alrededor de un entorno, en el que la dejadez y la melancolía, son sus mejores virtudes. Pues de esa melancolía, a la que acompaña la pérdida de una forma de ver y vivir la vida, surge esta serie que, en sus seis episodios nos retrata la Italia decimonónica que se encamina hacia una única patria italiana —la que ahora conocemos— y que acabará con la adhesión del Estado Pontificio de Roma el 20 de septiembre de 1870. Punto final del largo proceso de unificación italiana conocido como el Risorgimento. En esas turbulencias revolucionarias, se basará su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, para mostrarnos el desmoronamiento de una época que, en el caso de esta serie, nos es mostrado bajo el influjo de un viaje hacia la luz del pasado. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 6 de marzo de 2025

SÁNDOR MÁRAI, EL ÚLTIMO ENCUENTRO: LA PASIÓN, EL AMOR Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD


 

La pasión, esa aliada del deseo y la aventura. De la posesión y la envidia. De la traición y la culpa. Hay ocasiones, en la vida, que el río subterráneo que la recorre no es capaz de contener la furia del destino. Como se nos dice en esta novela: «… es la mayor tragedia con la que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano.» Ese es, sin duda, el sentir de los protagonistas de esta historia donde se dan la mano la pasión el amor y la búsqueda de la verdad. Y, donde la falsa apariencia de sus anhelos, más tarde, se revolverá en su contra bajo el prisma de una amistad que en el fondo no es tal, por estar ésta dañada por la sombra de la deslealtad. El amor, y todo lo que éste engendra, en la novela, es advertido como un mal mayor que a medida que pasa el tiempo se hace soportable por la ayuda de los recuerdos de una memoria que se encarga de aminorar o falsear bajo el prisma de la mentira que nos acoge cuando la vida se apaga y se encamina hacia la muerte. Sándor Márai, en El último encuentro se regodea de un profundo monólogo con el que el general Hendrick nos va desgranando las entrañas del alma humana. Una vida que, al escritor húngaro, le sirve de ejemplo de todas aquellas existencias marcadas por el engaño y un falso destino falso que acaba abocado al silencio. En este sentido, los largos parlamentos de Hendrick se refugian en los silencios que los acogen a él, a su esposa Krisztina y, al amigo de ambos, Konrad. Un silencio que el escritor húngaro confronta con el símil de la llama del fuego de la pasión y las cenizas que ésta genera. Todo ello, servido en un juego de declaraciones y secretos que se hallan muy cercanos al lenguaje del teatro. 

Sándor Márai nos recuerda a Iréne Némirovsky cuando nos habla del orgullo, el honor y el deseo y, hasta la forma de reaccionar de su protagonista, nos lleva a las de los personajes de la escritora ucraniana. Unos y otros víctimas de esa sangre caliente que recorre sus cuerpos por más que aparenten frialdad. Un volcán de sentimientos que al final les pasará factura por más que no lo admitan o declaren. En este sentido, tras una magnífica primera parte, donde se nos muestra el inicio de la amistad entre Hendrick y Konrad, asistimos a una segunda en la que Márai extiende demasiado su argumento sin llegar a una conclusión concreta, por más que su prosa esté poseída por la melancolía y un estilo literario inconmensurable lleno de detalles literarios de gran altura. Sin embargo, esa amplitud de ideas y secuencias de imágenes y hechos deberían estar más justificados. Baste resaltar el largo monólogo del protagonista acerca de la caza, tras el cual se llega a un desenlace que sólo es el inicio del siguiente en el capítulo que va a continuación (como si fuera un acto más de una obra de teatro). Es cierto que, el poder que tienen la venganza y los recuerdos que ésta genera, están sublimados hasta el límite, y que el propio Márai trata de dejarnos una buena muestra de ello, lo que no es óbice para pensar que podría haber recortado esta novela. Bien es cierto que habría que recordar que la novela está ambientada en el año 1941, en plena Segunda Guerra Mundial y que, el sentimiento de un europeísta como él no debería pasar por el más plácido de los estados, ya que, como le ocurrió a Stefan Zweig, nunca se fio del poder devastador de los totalitarismos. Quizá, sea en esa entelequia donde se refugie el último sentido de esta novela, donde la traición de los más cercanos puede llegar a representar la traición de todo un pueblo, el europeo, en este caso, que nunca quiso ver las señales de alarma y peligro que le acechaban. Sea como fuere Sándor Márai nos deja un fiel retrato de las incertidumbres que rodean al alma humana. Sombras en las que la deslealtad y la traición aún son capaces de dejar un espacio a la expiación de la culpa. Una culpa que recorre la pasión, el amor y la búsqueda de la verdad, por más que llegado un cierto momento de nuestras vidas, la verdad ya no tenga más sentido que el descanso de los mártires.  

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 2 de marzo de 2025

CUENTO DE INVIERNO, DIRIGIDA POR JUAN CARLOS CORAZZA: LAS SOMBRAS DE LA VERDAD

 


El tiempo, como muy bien se nos recuerda al inicio, es ese motor que todo lo puede, e incluso perdona. El tiempo y su capacidad para redimir la locura y la venganza. El tiempo y su tránsito hacia el perdón, la rectificación o la dicha. Axiomas, todos ellos, que caracterizan esta adaptación de una de las obras tardías de Shakespeare, en las que abandona ese misterio que reinaba su producción teatral inicial. Un misterio que años más tarde también compartió con él John Keats, el poeta de la melancolía inalcanzable. Una melancolía que también hace acto de presencia en la última parte de este Cuento de invierno, donde a través de la redención de la culpa se busca la felicidad. Algo que podríamos considerar como inaudito tras el primer acto cargado por los celos, una lealtad mal interpretada —o al menos oscura— que le sirven al dramaturgo inglés para explorar la locura y la venganza: «Mi vida vale lo mismo que tus fantasías». Hay en esta carga dramática inicial una intención de arrastrar al público hacia una clásica tragedia cargada de oráculos, dioses mitológicos y personajes intrigantes que se mueven entre bambalinas para demostrarnos sus artimañas a favor o en contra del restablecimiento de una juiciosa verdad que se ve aplastada por los celos. A esa búsqueda de la verdad, nos ayudarán a vislumbrarla un elenco de actores muy equilibrado, y con una puesta en escena sencilla basada en la labor coral de todos ellos. Un equilibrio que demuestra las grandes dotes de dirección de Juan Carlos Corazza, que nos dice que: «El teatro de Shakespeare siempre es noble, hace bien al público». Y, bajo esa premisa, Espacio Teatro Zafra, ha inaugurado su andadura en la cartelera teatral madrileña con este comedia o romance tardío como lo han calificado los críticos. Un Cuento de invierno que, en este caso, descansa sobre el gran protagonismo que en el mismo desarrollan las mujeres —de ahí, quizá, devenga su mayor punto de actualidad—. Su director, en este sentido, visualiza muy bien esa carga de libertad que representan las actrices de la obra. De todas ellas, destacan tanto Alicia Borrachero como Laura Ledesma y Laura Calvo. Tres mujeres que nos irán introduciendo en una sucesión de intrigas y malentendidos que nos llevarán desde el sigilo al tormento, o de la codicia al engaño. Entre, todo ellos, sobresale el magnífico efecto de la elipsis de los actos finales, en los que las danzas, romerías y bailes nos traerán, al final, algo de luz a la tragedia. De esa nobleza de la que nos habla su director es de la que se beneficia una parte final de la obra que, como un cuento de los de toda la vida, explora la magnificencia del perdón, la virtud y la luz que se abre paso entre las sombras de la verdad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 24 de febrero de 2025

LA SEÑORITA DE TREVÉLEZ DE CARLOS ARNICHES BAJO LA DIRECCIÓN DE JUAN CARLOS PÉREZ DE LA FUENTE: EL AMOR Y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD


 

El amor y la búsqueda de la felicidad frente a la chanza, el embuste, o el engaño como patrimonio de esa vida que, al primero que se le precita encima, es al que la patrocina. Siempre se dice que la mentira tiene las patas muy cortas, y a eso es a lo que asistimos en esta magnífica reposición de La señorita de Trevélez de Carlos Arniches en versión de Ignacio García May y dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente. Lo primero que hay que decir de esta nueva puesta en escena es el gran homenaje que Pérez de la Fuente hace al teatro español con mayúsculas. Un reconocimiento que ya está implícito en la antesala de la función con el más que acertado holograma de Fernando Fernán Gómez que, aparte de dar nombre al Centro Cultural de la Villa de Madrid, con su presencia, nos recuerda a ese genio tan particular como entrañable que fue. A este recordatorio, hay que añadir la mención que se hace a lo largo del texto —un texto con un lenguaje vivaz, elocuente, arrollador, a veces, inteligente siempre, por lo que tiene de actual la versión de Ignacio García May, con frases absolutamente geniales: «Cuando hay que ocultar algo, nada mejor que la prensa», lo que se reafirma con el nombre de los periódicos, «La Voz, El Baluarte, La Muralla» — de autores como El Arcipreste de Hita, José Zorrilla, Tamayo y Baus o, allende de nuestras fronteras, del propio Hamlet: «Volved a Hamlet, volved a Hamlet», como nos recuerda uno de los actores. A lo que hay sumar la extraordinaria dirección de actores de Pérez de la Fuente, a través de unas perfectas y coordinadas coreografías, entradas y salidas de actores, fiestas o bailes, que nos hablan de su gran capacidad a la hora de transmitirnos el don del ritmo consecuente con un texto actual y único. Una más que notable manifestación de ese TEATRO TOTAL, al que asistimos a lo largo de la obra que, por no obviar, no olvida ni al público asistente a través de la interacción de los actores con el patio de butacas. En esta plenitud teatral hay que resaltar también la espectacular escenografía de Ana Garay con tintes tan acertados y cómicos como son los balcones móviles que acompañan a los actores, y el diseño de vestuario de Almudena Rodríguez Huertas, con detalles tan únicos como expresivos —no se pierdan los majestuosos alfileres de las chaquetas de los actores—. Un elenco actoral que, su director, ha sabido elegir y unir con un acierto encomiable, pues desde el primero al último de ellos/as, está a gran altura a la hora de dar vida a sus personajes. Si Daniel Albaladejo como D. Gonzalo está inconmensurable, Silvia de Pé como Flora de Trevélez está aún mejor, si cabe tal calificativo. Lo mismo se puede decir de Daniel Diges como Numeriano, o Críspulo Cabezas como Tito Guiloya, y del resto del reparto que, con gran acierto, dan vida a esta obra de Carlos Arniches que se nos presenta más actual que nunca con ese doble sentido de las palabras, o el aguijón directo ante la realidad de un país como el nuestro: «Tapamos una mentira con otra más gorda, como el Gobierno de la Nación». ¿Acaso cabe más verdad en una sola frase? O esta otra: «Se mata con libros y no con armas». 

Además de todo lo dicho, La señorita de Trevélez es, ante todo, la representación del amor como fuente de virtud y sumidero de desdichas que surge como gran homenaje al teatro, pues es el amor el que desde un inicio, con la introducción del Don Juan Tenorio, hasta el final, cuando se descubre la chanza o enredo de la obra, el que mueve entre bambalinas no sólo la acción, sino también el alma de la obra, porque como muy bien se nos recuerda a lo largo de la misma y al final: «La felicidad es un pájaro azul que se posa en un minuto de nuestra vida y que cuando remonta el vuelo, Dios sabe en qué otro minuto se volverá a posar». Bendito pájaro azul que representa al amor y la búsqueda de la felicidad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 21 de febrero de 2025

TERESA URCELAY, EL PERRO Y EL CORDERO: AULLIDOS DE UN CORAZÓN SALVAJE

 


Heridas y sus hallazgos. Grietas y la esperanza que tras ellas haya algo de luz. Preguntas que buscan respuestas tras el color púrpura de unas trenzas doradas recién cortadas. Caminos y sendas que narran las pérdidas que transitan de la niñez a la adolescencia, y de esa insatisfacción de la que están hechos los sueños. Aullidos del perro y el cordero. Aullidos de un corazón salvaje. Ahí es donde se encuentran una parte de los enigmas y razones de este alumbramiento literario. Un debut, el de Teresa Urcelay, que expresa muy bien la valentía que conlleva el hecho de ponerse a escribir. Una valentía que ella refleja en poemas llenos de rasguños e insatisfacciones. De dudas y sangre. Una sangre que brota y recorre su piel. Sangre observada desde un lirismo que no entiende de más cortapisas que la propia vida. Sangre caliente llena de verdad. La suya. La propia. En sus versos, una vez más, asistimos al rescate de una vida a través de la literatura. Un trasunto que nos zarandea y, a veces, nos muestra el reflejo de la luz del sol que se detiene como un halo de magia sobre nuestros sentidos. En este sentido El perro y el cordero es un testamento autobiográfico —¿quién dijo que la autoficción está sobrevalorada?— en el que Teresa mira sin miedo a sus entrañas. A esa necesidad que la lleva a preguntarse: «¿Y si todo no es más que esto?», o «Si es todo sonreiré, pero […] Un corazón que solo ha conocido el hambre; el hambre es lo único cierto.» Una necesidad de saber y conocer que la lleva a transitar y experimentar con una multiplicidad de voces: la propia, la de la madre, las amigas, o el padre. Versiones distintas sobre los recuerdos que la llevan a forjar una expresividad en sus poemas que desembocan en la parte de atrás de los sentimientos. Oscuridades que marcan la ira, el egoísmo y la furia, sobre todo, cuando aborda temas como la fe, la religión, la maternidad o la comida. Ahí, donde coge la mano de la madre y, a su vez, la rechaza, asistimos a la demarcación de un espacio propio, donde la hija y el reflejo de la madre, y viceversa, conforman un universo cerrado que no deja de dar vueltas sobre sí mismo. Un caleidoscopio —como diría la autora—, que acepta una gran amalgama de colores y sensaciones que nos descubren influencias como la de Sylvia Plath: «Imaginé que volverías como dijiste, / Pero crecí y olvidé tu nombre/ (Creo que te inventé en mi mente)». 

El perro y el cordero también deposita su atención sobre los mitos como, por ejemplo, lo son las figuras de Perséfone o Galatea; o la religión, a través de la Virgen María que, a su vez, se desdobla en María Madre, o María como símbolo de pureza. Metáforas que la autora emplea para retrotraer al presente los recuerdos de su nacimiento: «Hay un reloj colgado en la pared/ de esta habitación del Hospital Reina Sofía / que ofrece su tranquila canción y da la una. / Con su perdón, espero a nacer / en la quietud de esta madrugada sin luna. […] Fuera es enero, las carreteras están heladas»; o de su niñez, adolescencia, o el colegio y sus amigas. Tránsitos que avanzan a lo largo y ancho de los días sin nada —en algunos aspectos sus proclamas nos recuerdan a la biografía del desasosiego que abrazó con tanta intensidad Fernando Pessoa— y la obligan a replantearse: «Y si hay más, ¿cómo saberlo?». Inquietudes que poco a poco encontrarán nuevos interrogantes y salidas, como se puede apreciar en el tercer bloque de este poemario en el que ya se atisban los primeros destellos de la aceptación del propio cuerpo y el nacimiento del deseo.   

Teresa Urcelay en El perro y el cordero da luz a un maduro y prometedor nacimiento literario forjado en ese desasosiego vital que nos condena a la duda. Una duda que nos mantiene vivos y en alerta. Una duda por la que no hay que pedir perdón, aunque éste sea la mejor fórmula para expresar un resurgimiento bajo el eco de los aullidos de un corazón salvaje.

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 13 de febrero de 2025

ANTONIO TOCORNAL, ÁRIDA: UN VIAJE HACIA LA NADA

 




Siempre hay un punto final. Un exilio del que nunca regresaremos. Un camino que acaba. O una estación de tren cuyas vías no continúan. Sin embargo, en ese despeñadero del mundo también habitan los sueños. Crueles. Etéreos. Inmateriales. Sueños que son el espacio invisible donde habita la fuerza motriz que nos trae y nos lleva, y a la vez, nos deja varados. ¿Existen la vida y el mundo? ¿O acaso el más allá? Preguntas que precisan de una respuesta que no siempre tenemos a mano. Por imposible. O inalcanzable a la mente humana. A la mente racional, por supuesto. Para indagar en todo ello Antonio Tocornal nos invita a visitar Árida. Un espacio onírico. Fantasmal. Y maldito. Meta, destino, y punto final de vidas y encuentros. ¿Qué es la vida sino un indeterminado número de encuentros? Relaciones donde la accidental y lo mágico se revuelven en una serie de crueldad divina. De fantasmagoría bíblica. Relaciones, eso sí, sin biblia ni santos. Para parapetadas en diatribas sin auxilio posible. Historias al margen de una realidad que no tiene más espacio que el de la senda que llevará a cada uno de los personajes de esta novela a un territorio llamado Árida. Convirtiéndolos es un viaje hacia la nada. Esta novelle, a medio camino entre la alegoría y lo fantasmagórico, crea un territorio propio. Del mismo modo que Rulfo creó Comala —de lo que se da nota en la antesala de esta historia—, o Faulkner, Yoknapatawpha; o Benet, Región; o Luis Mateo Díez, Celama, sólo por poner algunos ejemplos. Desde esa inmaterialidad existencial presente en Árida surgen una serie de historias en las que la literatura se transforma en materia. Materia y locura que se desarrolla a lo largo de un desierto. De su arena. De su sol. Hábitat de una desolación que surge como un dios que todo lo observa y determina. Un hábitat en forma de desierto que representa al tiempo y su medida. Y, así, de la mano del escritor gaditano, afincado en Mallorca, vamos descubriendo vidas y sufrimientos. Torturas y sus reflejos. Deseos incumplidos. Y batallas perdidas. En un universo propio de zombis sin piel ni hueso, pero a los que aún les queda esa porción de vida que es el alma. 

Árida es un territorio propio de penitencias y de lucha. La del ser humano frente a la muerte. Contra el tiempo y la ausencia de recuerdos. Contra el viento que borra huellas y vidas. Y, sobre todo, es la historia de tenacidades que nunca se rinden ante el olvido. Así nos lo cuenta el personaje de La guardesa, argamasa de las historias de esta historia cuyo punto final es Árida, ciudad-fantasma que representa un viaje hacia el punto final donde se halla la nada. Esa nada que nos recuerda que: «polvo eres y en polvo te convertirás». Desde esa hipotética nada surge un modo de narrar cargado de tintes surrealistas donde la crudeza de la realidad se da la mano con el suspiro poético presente en muchas de sus frases. Construcciones gramaticales que van y vienen para darle a la novela un carácter cíclico, pues ese es uno de los mensajes que la misma atesora. Formas de expresión que vienen determinadas por la importancia que el autor le da al estilo narrativo —tan denostado en la última época—, fijando su atención en cómo se cuenta una historia que, por no tener, no precisa de un principio y un final, aunque esta novela los tenga, sino que se trata de crear universos literarios que buscan la excelencia por encima de la banalidad actual, y dejan al lector ese margen de reinterpretación de un texto que habla de todos nosotros. De ese último viaje hacia la nada. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 10 de febrero de 2025

SAKIKO NOMURA, EXPOSICIÓN FOTOGRÁFICA “TIERNA ES LA NOCHE” EN LA FUNDACIÓN MAPFRE: EL MUNDO A TRAVÉS DE LAS SOMBRAS

 



Caminar con paso decidido entre sombras. Por universos que nacen de un instinto felino capaz por sí solo de dar vida a lo inimaginable por incierto. Un casi negro sobre negro. O, quizá, la exploración del sueño sobre la realidad. Ahí, donde las formas pierden sus límites y adentramos en la vulnerabilidad del mundo sensible. Un territorio donde las percepciones no precisan de lo empírico, y sí de lo onírico. De esa fuerza brutal de lo indeciso e inesperado surgen las naturalezas apenas adivinadas, los cuerpos desnudos difuminados en la oscuridad, o las flores sobre un intenso fondo negro que la fotógrafa japonesa Sakiko Nomura expone en la Fundación Mapfre de Madrid. Una primera y gran retrospectiva de la artista nipona que nos muestra su gran habilidad a la hora de mostrarnos los universos ocultos que se nos hacen presentes sin que nosotros, en una primera instancia, seamos capaces de adivinar. De esa ambivalencia entre la luz y la oscuridad surgen mundos que nos abren puertas hacia nuevos territorios donde se dan la mano el hiperrealismo fotográfico de sus grandes flores e intensos colores que se nos aparecen como retratos no humanos de vida y solemnidad, pues solemne es la apuesta que se nos muestra delante de nuestros ojos; hasta sus cuerpos desnudos cargados de un erotismo y una sensualidad explícita. De esa primigenia forma de mirar el mundo tan presente en su obra, Sakiko Nomura se revuelve sobre sí misma para deleitarnos con espacios inertes y cotidianos de unas naturalezas muertas compuestas de árboles que nacen de la noche más oscura, como si fueran unos mágicos fuegos artificiales que se nos aparecen sin pedirlo en modo de mágica sorpresa, pues deambulan por un alambre difuso entre lo visto y lo sorprendente. Aquí es donde podríamos decir que sus fotografías nos relatan escenarios propios de las películas de David Lynch, con personajes agazapados en la noche, como es por ejemplo la instantánea del elefante manteniendo el equilibrio, y que nos sugieren la percepción de lo onírico de una forma directa. Oscuridades y sombras que nos narran un mundo subversivo como es el que transcurre en las horas en las que el mundo duerme, salvo nuestro inconsciente. 

Tierna es la noche también es un viaje literario a lo largo de los cuerpos desnudos de hombres (sobre todo) que se enfrentan a camas de sábanas blancas, en contrapunto con la tez más oscura de sus modelos. Hombres-modelo en los que se percibe la búsqueda de la empatía del espectador en un juego de atracción y escapismo cuando el retrato se pierde en la densa oscuridad de una noche que se desdeña como fruto del deseo. Imágenes que también nos muestran la amplitud del deseo en los cuerpos entrelazados en los que, en este caso, se nos priva de la visualización de los rostros, para dejarlo todo en mano de la imaginación del espectador. Aquí es donde la artista japonesa rinde homenaje al escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald, y donde nos revela, de alguna forma, la fascinación por esa primera opulencia que más tarde se apaga hasta caer en un pleno declive. Esa búsqueda inicial del deseo a través de cuerpos jóvenes y atractivos es en algún sentido tierna, a la vez que provocadora, por lo que tiene de invasiva en nuestros sentidos, por tratarse de imágenes que tienen tanta fuerza que nos invitan a imaginar y a completar lo que se nos muestra: el mundo a través de las sombras.  

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 7 de febrero de 2025

SÁNDOR MÁRAI, EL MATARIFE: UN RETRATO ATEMPORAL Y LÚCIDO DE LAS MÁS OSCURAS MISERIAS HUMANAS


 

La literatura centroeuropea de principios del s.XX está copada por grandes escritores. De Stefan Zweig a Thomas Mann, o de Walter Benjamin a Sándor Márai, sólo por poner unos ejemplos. Todos ellos representan esa desazón que se hiso dueña del paso del s.XIX al s.XX. Un quiebro del destino de los que la literatura ha dejado muchas huellas en las que buscar los porqués de los cambios políticos, económicos y sociales que ocurrieron en esos años. Y del destrozo que causó una inconclusa Primera Guerra Mundial que conllevó la no menos fratricida Segunda Guerra y determinaron y marcaron, sin duda, el alma creativa de los artistas que las sufrieron y vivieron. El caso de Sándor Márai podría ser un ejemplo de ello, pues en esta ópera prima titulada El matarife, asistimos a ese desglose sutil, certero, y también determinante, del alma de un joven que fue engendrado por sus padres tras asistir a la muerte de una mujer en un circo. Un hecho que se torna en decisivo cuando en su adolescencia golpea con un palo a una niña de diez años provocándola grandes daños en su cabeza y su visión. Esta carrera sin límites, hacia la semblanza de un asesino, el escritor húngaro nos la va describiendo con un estilo narrativo audaz y lleno de esos pequeños matices que lo hacen distinto y distinguido. Un estilo, donde lo superfluo, poco a poco, deja de serlo para convertirse en fundamental. En este sentido, el paso de Otto, el protagonista de esta novela corta, por un matadero de Berlín donde le lleva su padre cuando por fin parece haber encontrado el destino de sus debilidades y habilidades, y tras haber asistido en un caluroso día del mes de agosto al sacrificio de un buey y su posterior paso como soldado en la Primera Gran Guerra marcan los espacios geográficos en los que Sándor Márai perpetra este singular retrato de un joven que representa muy bien a toda una generación, y a la posterior connivencia de las sociedades futuras con la violencia. Un perfecto caldo de cultivo de la destrucción de las futuras guerras. 

El matarife destila a la perfección esa inquietud que manifiesta el ser humano por todo aquello que sucede a su alrededor y le lleva a dar luz a su desvelo, en este caso a través de la literatura, sobre los sucesos que les han tocado vivir. En esta novela corta, tanto el estilo como la intencionalidad literaria del escritor húngaro recuerda en muchas fases a la que también expuso Stefan Zweig sobre una sociedad, la europea, que acumuló sus más notables índices de putrefacción con el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. Ese determinismo hacia la fatalidad y, a la que se antepone el arte, nos hace ver muy a las claras el carácter reivindicativo y comprometido de un autor que, al igual que Zweig, tuvo que abandonar su país por culpa de los totalitarismos. De ahí, que no resulte extraño el carácter testimonial y de denuncia de una carrera literaria que se inició con esta novela corta en la que se hallan presentes la maestría de un gran escritor junto al retrato atemporal y lúcido de las más oscuras miserias humanas. 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 31 de enero de 2025

GONZALO CALCEDO, LA CHICA QUE LEÍA EL VIEJO Y EL MAR: VIAJES, DESTIERROS, ENCUENTROS


 

La vida pende de un hilo. Invisible, casi siempre, pero frágil y caprichoso. La vida es una sucesión de accidentes, encontronazos, despistes o casualidades que nos llevan a comportarnos como marionetas. Marionetas que también penden de un hilo. Esta vez, invisible siempre, sobre todo, si estamos lejos del guiñol. La vida es esa marea que nos trae y nos lleva como si estuviésemos reducidos o castigados a ser simples olas. Piezas sueltas de una masa inmensa y que, al unirse, conforman un todo. Un todo que se comporta como el libre albedrío de un conjunto de partículas. Por esa senda donde habita la ruptura del silencio es por donde caminan los magníficos relatos que Gonzalo Calcedo nos muestra en La chica que leía El viejo y el mar. Relatos rupturistas, por lo que tienen de abandono y soledad, y por el margen de maniobra que el autor palentino —de una forma brillante— es capaz de explorar en la cotidianeidad del desasosiego que nos vence. Viajes, destierros y encuentros se dan la mano en aeropuertos, carreteras secundarias o autopistas. Espacios que se comportan como islas dentro de ese otro gigante que es el mundo, pues islas somos cada uno de nosotros en nuestras vidas. Rutinarias y anónimas hasta que son abordadas por el magma de la accidentalidad, la casualidad, el destino o el azoramiento. Porque, qué somos sino meros accidentes. La maestría de Calcedo a la hora de plantearnos estas minúsculas historias que, sin embargo, están llenas de vida, se encuentra en su capacidad de inventar historias —ahora que está tan de moda la auto-ficción—, si salvamos algún relato. Y, también, en crear espacios únicos y nuevos por mucho que creamos que ya los hemos revisitado, porque como nos dice la escritora Estrella de Diego: «Hay que estar mirando donde uno cree que no debe estar mirando». Y de esa mirada nacen cuadros, muy del estilo Edward Hopper, por lo que destilan de mimetismo y soledad. Soledad humana que se rompe por la intrínseca necesidad del otro que en muchos momentos expresamos, y no sólo con la mirada o el gesto, sino también con la palabra. Conversaciones triviales que, en La chica que leía El viejo y el mar, se rearman para levantar vidas anodinas y convertirlas en algo nuevo. Un esqueleto que, al final, destila un rayo de esperanza y una magia que se corrobora por un estilo literario limpio y directo que demuestra un gran dominio del ritmo narrativo. No en vano, Gonzalo Calcedo define al relato corto como: «Una hoguera donde buscar refugio durante la noche», en contraposición con la novela que para el autor, afincado en Cantabria, tiene más que ver con la construcción de una ciudad. 

Mucho se ha dicho ya sobre la deuda estilística y de concepto literario que Calcedo tiene con el cuento norteamericano y, en concreto, con John Cheever, el narrador por excelencia de las periferias. Periferias que en el caso del escritor español son de urbanizaciones semi-abandonadas, bancos oxidados o coches a punto de exhalar. Sin embargo, lo que nunca se apunta, es su extraordinaria facultad para manejar la elipsis a la hora de crear una multiplicidad de situaciones que nos muestran vidas enteras con tan sólo adivinar un pequeño matiz de las mismas. Esa facultad de sugerir es lo que denota su grandeza como narrador, porque con muy poco, es capaz de llegar muy lejos, dejando al lector un gran margen de imaginación y maniobra a la hora de culminar las historias que nos plantea. 

La chica que leía El viejo y el mar es un universo de corazones rotos donde los personajes se encuentran por casualidad para, al final, acabar encontrándose a sí mismos. Una clara contraposición con los espacios donde se desarrolla la acción que los envuelve. Arquitecturas mastodónticas en forma de aeropuertos donde resulta muy fácil perderse, o construcciones civiles como son las autopistas en las que si quieres nadie te podrá seguir el rastro, salvo que te desvíes sin previo aviso a contemplar una laguna olvidada. La necesidad del otro, el amor y la soledad se dan la mano en estas historias plagadas de viajes, destierros y encuentros. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 29 de enero de 2025

THE NEW RAEMON Y McENROE PRESENTAN “NUEVOS BOSQUES” EN EL INVERFEST - SALA BUT: LA MÚSICA COMO METÁFORA DE NUEVOS RETOS

 


Nuevos bosques como metáfora en la que enfrentarse a nuevos retos. Aquellos que nacen en la frontera donde la noche se convierte en día. Y el tormento de un amor apasionado apenas es mitigado por el llanto del poeta. «Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma», como nos apuntó el químico francés Antoine de Lavoisier. Y en esa mezcla de veneno y antídotos nace la música de Nuevos bosques, el último y flamante álbum que nos llega tras la colaboración y muestra de amistad entre Ramón Rodríguez y Ricardo Lezón (The New Raemon y McEnroe). Canciones que de nuevo reclaman la atención de nuestra parte más sensible —que no sensiblera—, por ser composiciones que se buscan —y muchas veces no se encuentran— en la sinrazón del amor, o en el cortometraje que en ocasiones nos arrebata en forma de pasión desaforada, cantada y reinterpretada desde la más absoluta verdad y sinceridad, porque si algo caracteriza a Nuevos bosques es esa irrenunciable meta que cubre a la dignidad, —en esta ocasión artística y vital—, que lo puede todo, e incluso es capaz de derribar a las trampas del día a día. Esa magnitud inalcanzable es la que observamos desde que Ricardo y Ramón se subieron al escenario acompañados por la banda que normalmente va con Ramón en sus directos, y que fueron el perfecto complemento de una noche brillante. Sin duda, uno de los mejores conciertos de los últimos tiempos de todos a los que hemos asistido mi chica indie y un servidor. Un concierto donde la música reinó y se convirtió en la auténtica protagonista. Una velada llena de verdad, porque esa palabra alcanzó sus máximas cuotas de luminosidad. Una evidencia de la que fuimos testigos cuando al poco de comenzar el concierto sonó esa pieza maestra que es «Era amor»: «Te encuentro en los arroyos/ que no existen,/ en la ausencia de ruido,/ en el baile de las hojas muertas». Letras en forma de poemas que nacen desde las entrañas de un Ricardo Lezón muy inspirado, y que encuentran su acomodo en una brillante partitura musical a cargo de Ramón Rodríguez, sobre todo, cuando la melodía se acelera poco a poco y alcanza unas cotas de brillantez mágicas; esas donde se mueven los duendes en nuestro interior. ¡Qué gran dúo, y qué músicos más compenetrados y cómplices de tonadas y notas para el recuerdo! ¡Qué gran disco es Nuevos tiempos, y qué bien lo plasmaron sobre el escenario el pasado jueves 23 de enero en la sala madrileña But bajo el patrocinio del Inverfest! Música de músicas para oyentes de oído fino y sensibilidad a prueba de bombas. 

Entre anécdotas muy bien contadas por Ramón, fuimos escuchando los temas de su nuevo disco, a los que acompañaron otros de su anterior trabajo como «Lluvia y truenos», «La carta», o «Por fin los ciervos». Un deleite a medio camino entre temas de cortos y más extensos en su ejecución, pero todos ellos de intensa partitura que nos dejaron un gran sabor de boca a lo largo de casi dos horas. En su tramo final, atacaron una versión de «Te Debo un baile» de Nueva Vulcano, en cuya presentación Ramón nos hizo reír a todos con una extraordinaria y larga exposición acerca de lo que significa el éxito en la música. Sin olvidarnos de la magnífica interpretación de «Asfalto» (libres los animales): «Deberías venir y agarrarme de la mano» que hizo Ricardo a solas con su guitarra —un tema que compuso en recuerdo a su padre y que puso los pelos de punta de los asistentes—. Tras los que sonaron «Caen los árboles», y «Lo bello y la bestia», ya con la banda al completo sobre el escenario, y tras un pequeño descanso, a modo de bis. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 14 de enero de 2025

JESÚS MARCHAMALO, DICKINSON Y LAS VIOLETAS (ILUSTRADO POR ANTONIO SANTOS): EL RÍO DE LA VIDA


 

La literatura, en ocasiones, se comporta como ese río de la vida que nos conduce a lo largo y ancho de experiencias y sensaciones que se escapan de nuestro control y nos relegan al mundo de lo inesperado, por incierto, indefinible o sublime, Y es ahí, donde las palabras se consuman en llamas que arden dentro de nuestro cuerpo; una iluminación del alma que se escapa por las rendijas de la memoria para no dejar huellas, pero sí la inefable aspiración de todo aquello que nos mueve y nos hace sentir únicos en nuestra soledad. Como única, una vez más, es la manera con la que el escritor y periodista, Jesús Marchamalo, afronta la vida de un ilustre autor universal, autora en este caso. Con un léxico rico en palabras cercanas a la época que describe: daguerrotipo, apaloman, perlé… nos va mostrando, cual adalid de la vida y sus vericuetos, el retrato de una solitaria y beatífica Emily Dickinson: sus lecturas secretas, su hojas y plantas, su visión de las constelaciones y estrellas… sin una brizna de desaliento. De esa intensidad nace una forma de narrar que ni apoya ni contradice a Luis Landero cuando especifica que: «Yo, desde luego, desconfío mucho del adjetivo y, a la vez, no puedo vivir sin él». De ahí, que no nos pueda extrañar esa simbiosis entre ambas acotaciones cuando nos habla de: «Un esplendor insospechado, un naranja dulzón, una letra atribulada, un indómito río o una calvinista pulcritud». 

Dickinson y las violetas es una nueva muestra de la perfección del estilo narrativo que atesora Marchamalo. En esta ocasión, nos abre la vida de Dickinson como los poemas que la poeta mandaba a sus amigos con flores disecadas o briznas de la hierba de su jardín. Un estilo que tras leer las primeras páginas que, de este nuevo librito, nos ofrece la editorial Nórdica Libros, me llevó a sentir la necesidad de conocer el resto de esta historia, quizá mil veces contada, pero no abordada desde el punto de vista de este maestro de la elipsis, el ritmo y la adjetivación más sorprendente. Una lectura tan corta como apasionante, y tan didáctica como poética de una vida llena de estrecheces materiales que, sin embargo, de la mano de Marchamalo desprende tanta luz como los poemas de su autora; una Dickinson única, santa, pulcra y… 

Tras las palabras de Jesús Marchamalo aparecen como ventanas abiertas las ilustraciones de Antonio Santos, impactantes imágenes de negro sobre blanco que nos anuncian, advierten o solo reflejan, esos espacios interiores y exteriores de una vida dedicada a la contemplación de la interioridad y su entorno. Imágenes que también nos hablan muy bien de una Emily Dickinson enigmática y entregada a su lucha contra las palabras y los adjetivos. Adjetivos que Marchamalo nos muestra con la perfección de un refinado estilista, y de los que, a veces, Landero recela. ¿Y las violetas?,;las violetas son las que transcurren depositadas sobre ese lecho que es el río de la vida. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 13 de enero de 2025

EVELYN WAUGH, DECADENCIA Y CAÍDA: EL ESPEJO DE LO INMORAL Y CÍNICO

 


Reinterpretar el mundo desde un punto de vista sagaz, a la vez que irónico, donde lo superficial es el fiel reflejo de lo más profundo parece una tarea fácil, aunque en verdad no lo sea. Esa distancia que los separa es la que emplea Evelyn Waugh como un espejo a la hora de reflejar lo inmoral y cínico de la sociedad inglesa de entreguerras. La pérdida de valores, la ausencia de dignidad, e incluso de verdaderos sentimientos, rodean y se regodean en los personajes con los que el escritor inglés retrata a la alta sociedad británica. Para ello, sitúa en el centro de la trama y, en el foco de todos los desatinos y desgracias, a su protagonista (Paul Pennyfeather). Un observador-diana que es el foco que nos va iluminando las satíricas, y a veces, irónicas situaciones que se nos van mostrando a lo largo de la novela, como si todo ese mundo que se retrata fuese víctima de un simpar desatino. Un desatino imposible de parar por lo perverso que llega a ser. Una forma de ser y estar en el mundo que, lejos de encontrarse lejana a la realidad actual que nos acecha y persigue, es un fiel reflejo del buenismo mal interpretado y el utilitarismo agnóstico que se precipita sobre la acción y el día a día de aquellos llamados a ser los garantes de unos principios que, sin embargo, nos pisotean sin un ápice de mala conciencia. ¡Ay de aquellos que te digan que te vienen a salvar!, porque serán ellos los que te utilicen para sus espurios fines. En este sentido, Decadencia y caída es el margen por donde la virtud resulta deshonrada sin que las consecuencias de dicho acto sean perseguidas o condenadas. Evelyn Waugh, en esta novela, se sitúa al otro lado de aquellos escritores de la denominada era del jazz que basaron sus argumentos en fiestas llena de alcohol y amores desenfrenados que acabaron precipitándose por el terraplén que supuso el Crack del 29. De esa auto-condena también beben los personajes de Waugh, aunque lo hacen a través de la ironía y la idiocia de sus planteamientos, y de sus vidas ancladas en un modo de entender el mundo en desuso. Esa crítica social, sin embargo, en el puño y letra de Waugh trata de combatir dicha falta de principios para poner en valor su punto de vista católico sobre pecados terrenales como: el matrimonio o la culpa; un pecado original que no parece existir en las desalmadas almas de sus personajes que van y vienen como marionetas que aparecen y desaparecen de escena sin el más mínimo de los remordimientos. Sin remordimiento no hay pecado parecen decirnos sus personajes, aunque Evelyn Waugh, desde la distancia que le proporciona su protagonista, parece insinuarnos que no es así. 

Además, existe en esta historia un poso de melancolía y pérdida que se refleja en Pennyfeather de una forma palmaria cada vez que baja un escalafón en el orden social hasta que consigue difuminarse en su propia esencia. Si bien es cierto que lo hace con una dignidad y una entereza digna de elogio (algo parecido a lo que le sucede a Stoner, el protagonista de la novela de John Williams), lo que supone un acercamiento a la idea de ciclo que rodea también a esta novela, pues sin duda, uno de sus aciertos reside en esa perversión literaria que supone regresar al escenario inicial del que parte su narración. Un detalle más cargado de ironía, sagacidad y distancia sobre todo aquello que rodea y se retrata en este espejo de lo inmoral y cínico que representa Decadencia y caída. 

Ángel Silvelo Gabriel.