«Roma o norte» se puede leer en la gigantesca peana sobre la que se sustenta la estatua ecuestre de Garibaldi en la cima del Gianicolo en Roma, donde a las doce del mediodía se sigue lanzando una salva como recordatorio de su gran hazaña: la unificación de Italia. Una expresión que podemos utilizar como punto de partida de la serie El Gatopardo, porque nadie mejor que ésta puede hacer de testigo del paso del tiempo y de la conocida frase pronunciada por Tancredi: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». Una sentencia que, en sí misma, es la mejor muestra del inmovilismo que rodea tanto a la vida privada como pública de los acontecimientos y los personajes de este serial italiano. Más allá de su trascendencia en la magna obra de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y del magnífico soporte estético, ideológico y literario que posee en su novela, el inmovilismo que se nos muestra en la serie de Netflix, bajo la creación de Richard Warlow, es una pose sobre todo estética, por lo que tiene de poderosa la luz con la que están filmados sus jardines, sus flores, su vegetación, sus palazzos, o incluso el mar (apenas perceptible en la serie) de la costa siciliana. A la que hay que añadir el poder de la melancolía que ésta tiene sobre los acontecimientos y los personajes de una trama que está retratada de una forma más amplia que en la película de Visconti gracias a su formato de seis episodios, y a sus casi seis horas de duración en total. No obstante, no es toda una búsqueda de la belleza lo que surge de esta adaptación de El Gatopardo, sino también la recreación de unos sucesos que a día de hoy se nos muestran de una actualidad aplastantes, porque sentencias como la que pronuncia Tancred, nos dan la medida de la maldición a la que estamos abocados: la del fracaso y la deslealtad. Quizá, nadie mejor que el propio Don Fabrizio, magníficamente interpretado por Kim Rossi Stuart, para delatarnos, con la transformación de su mirada, el declive de una forma de ser y estar en el mundo que, accede a la adaptación de los nuevos cambios sociales y políticos, pero no así a implantarlos en su propia vida. Esa distancia entre lo público y lo privado es una muestra más de la ampulosa hipocresía que nos gobierna. Si bien es cierto que frente a ella se erige la dignidad por mantener el futuro y la estirpe de toda una familia que, a su vez, representa muy bien el propio Don Fabrizio que, junto a su hija Concceta —Benedetta Porcaroli—, conforman esa doble virtud que cae en las tentaciones y se levanta gracias a la fuerza de una responsabilidad que no se aprende en el día a día, sino que se lleva en la propia sangre. Existencias, todas ellas, gobernadas por el cambio y la premura que, tras ese tul de revolución y pasión que las envuielve, la serie nos presenta en una concatenación de sensaciones estéticas y vitales que nos recuerdan la belleza de Italia y de su luz que, en el caso de Sicilia, es un paradigma de un encanto incomparable. Una hermosura que, va desde la forma en la que se nos presenta la villa donde viven el príncipe de Salina, Don Fabrizio, y su familia, hasta el interior de sus majestuosos salones, y de unas habitaciones apenas disimuladas por un luz siempre omnipresente, y cuya calidez se deposita sobre los rostros de unos personajes que se mueven alrededor de un entorno, en el que la dejadez y la melancolía, son sus mejores virtudes. Pues de esa melancolía, a la que acompaña la pérdida de una forma de ver y vivir la vida, surge esta serie que, en sus seis episodios nos retrata la Italia decimonónica que se encamina hacia una única patria italiana —la que ahora conocemos— y que acabará con la adhesión del Estado Pontificio de Roma el 20 de septiembre de 1870. Punto final del largo proceso de unificación italiana conocido como el Risorgimento. En esas turbulencias revolucionarias, se basará su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, para mostrarnos el desmoronamiento de una época que, en el caso de esta serie, nos es mostrado bajo el influjo de un viaje hacia la luz del pasado.
Ángel Silvelo Gabriel.