miércoles, 23 de febrero de 2022

JOHN KEATS EN EL 201 ANIVERSARIO DE SU MUERTE EN ROMA: LA MIRADA INTERIOR DONDE NO EXISTE EL TIEMPO NI EL SILENCIO

 


«Roma, 27 de febrero de 1821 

Ya no existe; murió con la más perfecta tranquilidad… parecía entrar en el sueño. El día 23, hacia las cuatro, la cercanía de su muerte se manifestó. “Severn… yo… levántame… me estoy muriendo… moriré fácilmente… no te asustes… sé firme… y da gracias a Dios porque esto ha llegado…” Lo levanté en mis brazos. La flema parecía hervir en su garganta, y fue en aumento hasta las once, en que él fue deslizándose gradualmente hacia la muerte, tan silencioso que todavía creí que estaba durmiendo. Me es imposible decir nada más ahora. Estoy deshecho por cuatro noches en vela, sin dormir desde entonces, y mi pobre Keats muerto. Hace tres días que abrieron su cuerpo; los pulmones faltaban por completo. Los médicos no alcanzaban a imaginarse cómo pudo vivir estos dos meses. El lunes acompañé su querido cuerpo a la tumba, junto con muchos ingleses. Todos se preocupan mucho por mí; debo haber tenido un fuerte acceso de fiebre. Ahora estoy mejor, pero aun totalmente impedido.

            La policía ha estado aquí. Los muebles, las paredes, el piso, todo debe ser destruido y cambiado, pero el doctor Clark atiende a todo.

            Con mis propias manos puse las cartas en su ataúd.

            Esta sale con el primer correo. De lo contrario algunos de mis amables amigos hubiesen escrito antes.»

            Keats no murió solo en Roma porque, además de la lealtad y compañía de Severn y el auxilio espiritual de su poesía, también contó con la ayuda y los cuidados del doctor James Clark, que lo trató con mimo y devoción, pues además de conocer su historia era un devoto de la poesía, y él fue quien cumplió con una de las últimas voluntades del poeta e hizo que su sepultura fuera cubierta de margaritas, como una muestra más de su amor por la naturaleza y el esteticismo que siempre tiene un valor moral. Ese yo lírico, presente en la Oda a un ruiseñor, y que se eleva entre los árboles y compara la eternidad de la naturaleza y la trascendencia de los ideales con la fugacidad del mundo físico, le acompañó hasta el final. Esa fugacidad de la que Keats intenta alejarse, contraponiéndole su ansia de eternidad, es un deseo que sin duda a día de hoy podemos expresar que consiguió a través de sus poesías y sus cartas (de gran valor literario), cumpliendo de esta forma parte de ese anhelo, y alejando de sí la maldición que le persiguió a lo largo de su corta existencia. En este sentido, las circunstancias personales que rodearon a su vida, y en concreto los tres últimos meses de sufrimiento que abarcan este libro, hacen de su relato un hecho heroico en sí mismo. Dicen los entendidos que nunca es en vano el dolor del artista ante el proceso creador, pero en Keats, además, nos enfrentamos al dolor físico que poco a poco apaga la vida del artista que, sin fuerzas, lo deja todo en manos del destino. Aciago devenir, triste y miserable, pues hasta las condiciones económicas que albergaron sus últimos días entre los vivos fueron lamentables, pero que gracias a ese otro gran héroe llamado Joseph Severn el corazón derrotado de Keats no conoció, pues su sola sospecha hubiese sido suficiente para acelerar su amargo final.

            Quizá, después de todo, el alma del poeta haya encontrado en algún momento el reconocimiento que tan esquivo se le mostró en vida, pues tal y como recoge Julio Cortázar al final de su libro Imagen de John Keats: «Él había murmurado un día: “Pienso que después de mi muerte estaré entre los poetas ingleses”. Cincuenta años más tarde será Matthew Arnold quien confirme el alba: “Está. Está con Shakespeare”», tal y como fue su deseo.

            El cuerpo de John Keats descansa en el cementerio protestante de Roma, detrás de la pirámide de Cayo Cestio. Un lugar que Lord Houghton define así en su libro Vida y cartas de John Keats: «...uno de los más hermosos lugares donde pueda reposarse la mirada y el corazón de los hombres. Es un declive lleno de césped, entre las ruinas de las murallas de Honorio correspondientes a la ciudad reducida, y dominada por la tumba piramidal que Petrarca atribuyó a Remo, pero que la verdad arqueológica ha adscrito al nombre más humilde de Cayo Cestio, tribuno del pueblo, solo recordado por su sepulcro».

            Pero no queda ahí la nómina de ilustres que le dedicaron un póstumo reconocimiento, ya que Shelley también lo hizo en el poemario Adonais: «Ve a Roma… a la vez el Paraíso, / la tumba, la ciudad y el desierto; / donde sus ruinas como destruidas montañas se alzan,…» e incluso describió la sensación que le transmitió el camposanto: «el cementerio es un espacio abierto entre las ruinas, y en invierno lo cubren violetas y margaritas que se mezclan con las frescas hierbas. Es un lugar tan hermoso que lo hacen a uno enamorarse de la muerte, al pensar que podría estar enterrado en sitio tan hermoso». Un deseo que el poeta vio cumplido apenas un año más tarde cuando falleció víctima de un naufragio, y que, según cuenta la leyenda, llevaba un libro de poemas de Keats en el bolsillo. Ahora descansa al lado de Keats y de Severn, que tampoco pudo evitar describir las sensaciones que le producía ese lugar, y así lo hace en una carta que escribió a Mr. Haslam diez semanas después del óbito de Keats: «anduve por allí hace pocos días, y vi que las margaritas la han cubierto ya enteramente. Es uno de los lugares retirados más hermosos de Roma. No se encontraría un sitio semejante en Inglaterra. Lo visito con una deliciosa melancolía que alivia mi tristeza. Cuando me acuerdo del largo tiempo en que ni un solo día estuvo Keats libre de agitación y tormento tanto del alma como del cuerpo, y que ahora yace en reposo con las flores que tanto deseaba sobre él, sin otro sonido en el aire que el de las esquilas de unas pocas ovejas y cabras, me siento realmente agradecido de que esté aquí, y me acuerdo de cuán ardientemente rogaba porque sus sufrimientos llegaran a su fin y pudiera alejarse de un mundo donde ya ni un solo ápice de alivio quedaba para él».

            Sin embargo, su deseo de pasar desapercibido incluso después de su muerte solo fue cumplido a medias por sus amigos, ya que tanto Joseph Severn como Charles Brown, en contra de su voluntad, pero con la firmeza que les daba la lealtad hacia un amigo, hicieron esculpir una lira griega con cuatro de sus ocho cuerdas, como símbolo del genio poético que la muerte truncó antes de haber llegado a su madurez. Debajo de ella, puede leerse la inscripción: «Esta tumba / contiene todo cuanto era mortal / de un / JOVEN POETA INGLÉS, / quien, / en su lecho de muerte, / en la amargura de su corazón, / a merced de sus enemigos, / quiso / que se grabaran en su lápida estas palabras: / Aquí yace Uno / cuyo Nombre estaba escrito en el Agua / 24 de febrero de 1821». A unos metros a la izquierda, en la tapia del cementerio, hay un medallón con su efigie y unos versos en los que se lee en acróstico su apellido. Tras estos singulares signos de su paso entre los vivos, tenemos la dicha de que aún nos quedan sus poemas, donde su voz se alza majestuosa entre los muertos, en un espacio de mirada interior donde no existe el tiempo ni el silencio.

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 22 de febrero de 2022

PASOS HACIA LA TUMBA, LA RESEÑA DE ANTONIO RIVERO TARAVILLO SOBRE LA NOVELA LOS ÚLTIMOS PASOS DE JOHN KEATS



 

Antonio Rivero Taravillo

Lejos del Big Ben y de las principales atracciones turísticas de Londres, el barrio de Hampstead tiene al norte de la ciudad praderas y calles sosegantes que merecen recorrerse. Una de ellas alberga la casa con jardín donde John Keats vivió sus últimos años en Inglaterra y donde compuso –entre otros poemas prodigiosos y que arrancan lágrimas solo al recordarlos no por la sensiblería que no tienen sino por la belleza que derrochan– la “Oda a un ruiseñor”. Un ave que también oiría la muchacha amor del poeta: Fanny Brawne, su vecina.

Igualmente apartado del centro de Roma, del Coliseo y otros monumentos, al sur de la urbe hay un jardín a pie de una muralla, un jardín en el que se siembran restos mortales, muchos de ellos extranjeros. Se trata del Cemeterio Acatolico, que guarda los restos de Percy Bysshe ShelleyGregory Corso o un nieto de William Wordsworth; también, los del pintor John Severn y, enterrados unos años antes, aquellos que en vida cuidó aquel, los tejidos menguantes de Keats, vencido por la tisis. Antes del marasmo, este dedicó un soneto lleno de gracia al gato de la señora Reynolds, y otros felinos se pasean entre las tumbas y escoltan, quizá recordando reencarnaciones egipcias, la pirámide espigada de Cayo CestioThomas Hardy compuso un conmovedor poema a este lugar y en recuerdo de sus ilustres moradores, de alma presente. Sobre la vegetación, sobre las margaritas adivinadas sobre él, cuando ya fuera un cadáver, escribió el propio Keats.

La vida de John Keats, tan breve, ha dado no pocas biografías. La primera, en cuya agua clara han bebido las siguientes, es Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton. El Poeta Laureado Andrew Motion le dedicó otra. Y en nuestra lengua Julio Cortázar armó una Imagen de John Keats en la que no faltaban numerosas traducciones de los poemas del máximo exponente, sobre Lord Byron incluso, de la segunda generación del Romanticismo inglés. Ahora, Ángel Silvelo Gabriel ha publicado una novela que viene a ser una suerte de ‘biopic’ de Keats, contada desde la primera persona; es decir, del mismísimo poeta. Y lo ha hecho manejando bien sus fuentes, empleando y adaptando párrafos de su protagonista. La forma del diario ha sido, por otra parte, una adecuada elección.

Hay que decir que Silvelo sale airoso de una prueba difícil. Yo solo le reprocharía la dependencia declarada y un punto excesiva de la película de Jane Campion Bright Star, que narra los pormenores de las postrimerías keatsianas. La prosa es elegante y cuidada al máximo y la empatía del autor con el poeta es perfecta. Por sus líneas creemos leer no al abulense de 1964 sino directamente el alma del londinense que dejó el mundo –y a este, una poesía delicadísima– en 1821.

Luis Cernuda escribió de Keats, además de otras páginas, el poema “A propósito de flores” de Desolación de la Quimera. Bien podrían sus versos ser en un futuro un paratexto en la contracubierta de esta novela publicada por la editorial de Lorenzo Silva“Era un joven poeta, apenas conocido. / En su salida primera al mundo / Buscaba alivio a su dolencia / Cuando muere en Roma, entre sus manos una carta, / La última carta, que ni abrir ni siquiera quiso, / de su amor jamás gozado.” De esa angustia, de ese final trágico trata este hermoso libro de Ángel Silvelo.

lunes, 14 de febrero de 2022

MAGÜI MIRA, MOLLY BLOOM EN EL TEATRO QUIQUE SAN FRANCISCO DE MADRID: REVELACIONES DE UNA NOCHE DE INSOMNIO

 


Ítaca, territorio de conquistas imposibles perdidas en el devenir de los tiempos. Ítaca, objetivo y fin de una guerra que nunca reclamó Penélope para sí. Ella, que se alzó sobre las cenizas del deseo consumido en el tiempo y fue auxiliada por la palabra esperanza. Fidelidad de diosa. Tenacidad de mujer, madre y esposa. Conjeturas de una vida que reivindican una respuesta a su interminable espera. A su particular Caballo de Troya que, en una noche de insomnio, se abre paso entre las tinieblas que cubren el deseo y el quebranto que se derraman sobre su vida. Odiseo, Penélope. Joyce, Nora. Leopoldo… y al final del camino, ella: Molly Bloom, reveladora, omnipresente, sarcástica, tentadora, provocadora, insultante y siempre inquietante. A ese espíritu de heroína intemporal le da vida Magüi Mira, una Molly Bloom que se salta las páginas del Ulises de Joyce de las que procede, para poner en pie sobre el escenario todo en un compendio de riqueza expresiva y narrativa que desborda cualquier previsión anterior. Ella lo es todo, y lo ilumina y oscurece todo, también. Igual que una vela que se enfrenta a un viento huracanado, bandea, ajusta y orienta el devenir de una noche de insomnio. Una noche de revelaciones, confesiones y reproches que ponen en valor sus deseos carnales y artísticos, su vida conyugal y a sus amantes, y el deseo de ser ella misma por encima de todo. Texto rompedor, para la época que fue escrito (1922), y sobre todo provocador, por su capacidad de exponer una intimidad tan universal como es el deseo de una mujer que se siente libre y que no acepta las imposiciones sociales que le han tocado vivir. El tiempo pasa y todavía seguimos ahí —como nos dice la propia Magüi—, en esa posición inicial que se encuentra paralizada y que es paralizante, aunque la versión de Marta Torres y Magüi Mira sobre el texto de Joyce, que se ha representado en el Teatro Quique San Francisco de Madrid, sea más sexual y reveladora de los sueños íntimos que se dirimen en una cama que de otro tipo de rebelión de género, aunque también. 

Molly Bloom se ajusta cuentas junto a una cama, que se alza sobre el escenario como símbolo de todo lo horizontal y lo vertical que tiene cada una de nuestras vidas y, que la propia Molly acaricia, se tumba sobre ella, la rodea o la empina como si fuera su amante. La cama y ese símbolo de la carnalidad que se enciende y apaga entre sus barrotes que, a modo de cárcel, también representan el yugo de la realidad y de una fidelidad en desuso. Infidelidades que marcan el ritmo de un monólogo hecho a la medida de Magüi Mira, de su saber estar sobre el escenario, su dicción, sus giros, sus gestos, sus pequeñas pausas y sus bailes frente al espectador que, en ningún momento, deja de prestar atención hacia aquello que ocurre en una noche apenas iluminada. En una noche de insomnio atribulada por el sarcasmo y el humor de una vida que en ningún momento deja de ser vivida. La serenidad y el aplomo de su interpretación nos permiten avanzar con paso firme por esa parte que muchas veces olvidamos que existe en nuestro día a día: la verdad. Cualidad enfundada hoy en día por la hipocresía; una losa que nos conduce hacia el más profundo de los desconocimientos, porque como dice Molly: «Yo siempre quise estudiar para saber cómo somos nosotras las mujeres. A mí me hubiera gustado tanto estudiar...». Un estudio que la llevase a empezar de nuevo. A esa conquista del mundo basada en el saber, y sin duda, aunque no lo diga, en la experiencia. Una experiencia que a ella le lleva a sus noches de insomnio, y a las revelaciones que ésta le provocan. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 8 de febrero de 2022

MUERTE DE UN VIAJANTE DE ARTHUR MILLER EN EL TEATRO INFANTA ISABEL DE MADRID: UN MUNDO IMAGINARIO Y SU FALSA VERDAD

 


Buscar el éxito sin encontrar recompensa alguna es como encaminarse al abismo con los ojos vendados. Una apuesta difícil de entender para el que la pierde, y a la que no le sirve de nada que te des cuenta de tu falsa verdad cuando ya estás muerto o acabado. Ambos, estados inútiles para su propósito. El éxito y su tiranía precisa de esclavos, tan ciegos como autoritarios, pues siempre necesitarán de esa inconfesable e inquebrantable cerrazón que le hace ver —a quien la sufre— su propio jardín siempre verde y lleno de flores por más que el resto le digan que es un secarral que, por no tener, no tiene ni semillas sembradas con las que poder invocar el milagro de la esperanza. No hay vida sin esperanza, ni falso éxito sin su mentira, porque como se nos recuerda en un momento de la obra: «Hay que romperse el cuello para ver las estrellas». Inútil esfuerzo el de aquel que no sabe dónde se encuentra el cielo ni la posibilidad de iluminar un camino que no tiene salida, y sobre el que solo da vueltas y vueltas hasta desgastar del todo las suelas de sus zapatos. 

Ese NO FUTURE inmerso en la obra de Miller, reclama más que nunca su vigencia en una sociedad como la que vivimos, en la que más veces de las deseable andamos inmersos en el mundo de la postverdad —un mundo paralelo, y por tanto, sin posibilidad de encuentro con el real—, quizá por eso, no nos resulte tan difícil entender o incluso llegar a comprender a Willy Loman, el protagonista de este clásico del teatro del siglo XX. En este sentido, Muerte de un viajante se comporta como el vaivén del tiempo que se desplaza en un tren que representa el sueño de toda una vida, y que termina con un aciago final. Un final no exento de ironía, si se quiere, pero aciago y trágico final al fin y al cabo. De ahí, la valentía de seguir reponiendo este clásico que aborda las mentiras del éxito en las que los americanos —y el resto de la humanidad— siguen inmersos, y a los que Arthur Miller dio luz de una forma magistral a lo largo de toda su obra dramática —pero no así de su vida privada, teñida de trágicas hazañas—. En este caso, bajo la dirección de Rubén Szuchmacher, y la adaptación que de la obra ha hecho Natalio Grueso —con un lenguaje actual, escueto en ocasiones y algo falto de simbolismo—, asistimos a una puesta en escena sobria, en la que sobresalen las imágenes de una ciudad de Nueva York antigua y en la sombra, a modo de telón de fondo y de arcaico recuerdo perdido en los confines de los tiempos. Esa ubicación, en forma de falsa neblina del espacio-tiempo en el que transcurre la acción dramática, se abate sobre un escenario sencillo y acordonado por muros de ladrillos que dan una sensación de prisión y oscuridad que encierran aún más el ambiente. Un ambiente que transmite una intencionada pincelada gris en todo el escenario, y que también se traslada al vestuario de todos los actores, convirtiendo la atmósfera de la obra en una especie de hollín caído del cielo, y que pone el énfasis en las falsas esperanzas que rodean a la familia Logan. 

Todo resulta como un largo sueño en las casi dos horas que dura la función. Un largo sueño que recorre toda una vida y su pasado. Un largo sueño en el que se sumerge de una forma más que notable Imanol Arias en el papel de Willy Logan, y donde en esos flashback del pasado —que sin duda acortan la duración del texto original— sale a relucir la buena dirección de Szuchmacher; una dirección ágil y actual en el modo de abordar el tiempo y sus elipsis. Un reto del que Imanol Arias sale airoso, ya sea a través de un simple gesto, o de esa mirada perdida en su propio sueño. Aquí es donde el actor de Riaño demuestra su compenetración con el personaje que representa, y lo hace con ese deje de voz, con esa curvatura de su cuerpo, con su pelo blanco, y con la sensación de pérdida y olvido que maneja a lo largo de toda la obra. Un letargo al que da réplica su hijo, Jon Arias, en el papel de Biff Loman. Un reencuentro entre padre e hijo que, a medida que avanza la trama, va adquiriendo un mayor protagonismo y fuerza. Y a su alrededor, un elenco de actrices y actores muy solventes en sus interpretaciones. 

Muerte de un viajante es la visualización del lado oscuro del éxito y la repercusión que éste tiene a lo largo de la vida. Una temática presente en buena parte de la obra dramática de Arthur Miller, lo que nos lleva a recordar a un inmenso Agustín González en la representación que, en el Teatro Bellas Artes de Madrid, allá por el año 1988 se hizo de la obra Todos eran mis hijos. O también, a las míticas interpretaciones de Dustin Hoffman y John Malkovich en la versión cinematográfica de la obra de teatro que ahora nos ocupa, y que fue guionizada por el propio Miller. De ahí, que nos de pie a pensar, que esta falsa búsqueda del éxito, es una necesidad que el ser humano ha tenido a lo largo del tiempo para llegar a encontrar su felicidad en el lugar equivocado. Quizá, porque lo haya hecho en un mundo imaginario y su falsa verdad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 1 de febrero de 2022

ELOY MORALES, LA NATURALEZA DEL ARTE A TRAVÉS DEL PODER DE LA MIRADA

 


Atrapar el tiempo, la luz o la vida a través de la mirada. Reflejo íntimo e infinito del alma. Matriz del hombre y su poder de ensoñación. Viaje interpuesto entre realidad y arte. Una distancia que se aminora en cada retrato de Eloy Morales (www.eloymorales.es), tras cada capa de su pintura, en el interior de los ojos que dibuja, y en el reflejo que éstos determinan en la mirada y en la memoria de quien los mira. Observar sin otro objetivo que el del disfrutar del arte. El arte y su belleza, búsqueda y refugio que en la obra del artista madrileño se expresa mediante la naturaleza del arte a través del poder de la mirada. La naturaleza hiperrealista de sus retratos o autorretratos configuran un universo en el que perderse por el simple hecho de llegar a ese lugar que se nos propone desde el punto de vista que cada uno le conceda a su pintura. Lejos, cerca. Grande, pequeño. Cromático, monocolor. Capas del alma con las que su autor va desarrollando y haciendo crecer a sus cuadros y a ese misterioso devenir que nos proponen sus personajes que, salidos de la realidad, vuelcan todo su espíritu en el lienzo; una superficie en la que no se detienen, pues son capaces de abandonar las dos dimensiones para asentarse en el mundo tridimensional con la ayuda de los espectadores que los buscan y se detienen en sus relieves y en los mensajes claros y contundentes que reciben. La fuerza de sus rostros se alían con la melancolía y la plenitud expresiva de sus miradas. Llave mágica que nos abre el corazón y representa el resultado final de un descubrimiento personal por parte del artista que nos logra trasladar a un conocimiento del ser humano que se materializa en un recién nacido, un anciano, dos mujeres besándose, un adolescente… en los que no prima la necesidad del conjunto completo, sino la parte más ancestral y onírica de cada uno de ellos, tal y como quedó reflejado en su última exposición en la Galería Ansorena de Madrid (16 de noviembre a 17 de diciembre 2021), bajo el título  de Obra sobre papel. 

En la obra de Eloy Morales la imagen lo es todo, de ahí que su pintura se perciba por sí sola sin necesidad de más ambages que la naturaleza sensible que se desmorona sobre nuestros sentidos. A poco que uno se lo proponga cae en esa red donde el arte se convierte en belleza y misterio. Como decía John Keats: «Algo bello es un goce eterno». Pirámide de todo aquello que hace grande al hombre en su periplo vital exento de la oscuridad de la nada en la que se desarrollan buena parte de sus días. Esa ansiada plenitud, donde la luz es la protagonista de nuestra existencia, resulta más relevante cuando la podemos dar forma, algo que sin duda el artista madrileño consigue con sus composiciones pictóricas, plenas de un halo de realidad y misterio más que notables. De esa dualidad, donde la pintura que recubre sus rostros representa el arte, y el rostro sobre el que se depositan la realidad, nace lo que podríamos denominar como: la realidad, soporte del arte, donde el concepto pictórico del artista y las prodigiosas manos del artesano nos conducen a la esencia de una obra que palpita por sí sola y hace palpitar a quien se detiene en ella. 

Hay muchas dimensiones en sus propuestas artísticas, otra de ellas, sin duda, es la evanescencia de sus paisajes, animales míticos que proyectan sus relieves adheridos a esa naturaleza viva que las posee. Sus poderosos tonos verdes oscuros o difuminados, confieren a estos cuadros el poder de la relajación y también del viaje hacia su interior. No resulta difícil perderse entre sus árboles o ramas apenas sugeridos, o sobre el reflejo de un agua que parece sacada de un cuento. Esa letanía de incuestionables sensaciones arremete contra nuestros sentidos desde la elegancia que marca el ritmo de unas instantáneas que, robadas a la realidad, nos obligan a mirar el mundo desde el punto de vista que nos ofrece Eloy Morales. Unas composiciones de las que el propio autor confiesa que hay que ir un poco más allá para extraer de ellas las capas de las que están pensadas, sentidas y ejecutadas, lo que nos habla muy bien de ese significado trascendente que el artista busca a la hora de representar su obra. En este sentido, como decía Keats cuando definió su capacidad negativa: «no es sino la posibilidad de perder la identidad de la realidad para poder convivir con el misterio». Lo que, como apunta el poeta, lo aprendió de Shakespeare. 

De ese celo artístico, y de la minuciosidad plástica de su obra, hablan muy bien sus cuadernos de apuntes, que más que meros bocetos son una magnífica representación de esa energía con la que Morales se define amante de Velázquez y su obra, y que él vuelca en sus composiciones mediante un trazo rápido y limpio que deja muestras de una gran calidad. Ese dejarse llevar tan apasionado se verbaliza en conceptos y esbozos que por sí solos ya merecen el mayor de los elogios. Una materia prima exquisita y muy meritoria que no deja de sorprenderte a cada hoja que se pasa, donde sus animales: leones, monos, caballos; o rostros casi acabados o interrumpidos, por el rápido apunte que busca otra escena que representar, se hacen tan únicos como imprescindibles. Cuadernos que, por sí solos, nos hablan de una trayectoria y un camino que van hacia el hallazgo de la realidad como soporte del arte. 

Ángel Silvelo Gabriel.