lunes, 27 de diciembre de 2021

FRANCISCO UMBRAL, UN SER DE LEJANÍAS: UN RELATO DEL PRESENTE, DE LO CONOCIDO O INTUIDO, Y DEL PODER QUE EL PASADO TIENE SOBRE ESE PRESENTE

 


Si nos ponemos a mirar por la ventana del pasado observaremos aquello que fuimos, y quizá ya no reconozcamos. Las cenizas del tiempo descansan así: depositadas sobre un manto transparente e intangible que nos engaña cada vez que nos acercamos a él. Quizá, porque con un simple soplo del presente, se desvanezcan en el agujero negro de nuestra memoria. La vida, en este sentido, es lo que ya no puede ser, y aquello que cuando fue dejó de serlo. La vida, entonces, es una ensoñación lírica de la memoria que ensalza nuestras gestas a un pedestal que solo nosotros vemos o visitamos. Desde esa atalaya de infortunios, más que de felicitaciones, los más valientes se arriesgan a atravesar las intangibles líneas del tiempo: el pasado que ya no es, y el futuro que quizá nunca llegará a ser. Como nos dice Francisco Umbral en Un ser de lejanías: «Me resisto a la cuenta atrás de los años, de los tiempos. No hay otra salvación que el presente, el presente es todo mío y me moriré en presente… Me siento presentísimo, que no es igual que eterno ni quiere serlo.» 

Mujeres, libros, periódicos o amigos flotan en una deriva en la que sobresale él, Umbral. Todo él y su obra. Su cuerpo. Sus premios. Su gata. Y su día a día. Todos ellos como figurantes de esta alegoría del tiempo y de la muerte, de lo inútil y la literatura, del amor y la melancolía que es Un ser de lejanías. Ese niño grande que es Umbral en estas páginas desborda ingenio e inteligencia, lirismo y prosa, gótico y barroco: «Yo soy apenas el soporte de este libro. Lo que busco es la literatura en estado puro, que no tiene nada que ver con la perfección literaria, sino con que el instrumento se exprese a sí mismo». La literatura como soporte del hecho literario en el que el autor difumina su obra, sus pensamientos y en el que se diluye para dar solo protagonismo al verdadero hecho literario: la obra y no el autor. «Creo que la literatura debe ser —es— completamente inútil, y sólo eso la justifica...». Y, él, desde esa inutilidad construye un universo de luces y sombras, mañanas de trabajo y tardes de fiesta, aromas de mujer y conversaciones extra literarias. Después llegará, claro está, la sociedad. Esa penumbra de la que él se refugiará en su cueva literaria: primero los periódicos de la mañana, luego la columna diaria, para más tarde desembarcar en su penacho. Risco en el que seguir forjando su leyenda, donde el mito se aleja cada vez más del hombre, pues éste va camino de las sombras con total naturalidad. El mundo personal y literario, una vez más, van de la mano en este libro que más que ensayo es una reflexión de vidas y costumbres, literatura y sexo, mujeres y alcohol, gatos y dachas. Desde esa esfera desde la que Umbral observa el mundo también existe la posibilidad de respirar. Respirar aire puro, pues tan solo necesita salir al jardín y tropezarse con la madre naturaleza; una naturaleza plena de árboles y plantas, rosas y jazmines que acuden con puntualidad a su cita anual de engalanamiento y aroma. Perfumes que más tarde se perderán en el túnel del tiempo.  

Hay cierta voluntad de derrumbe en este libro memorístico y, de alguna forma desmemoriado, tanto por la sombras como por el tiempo. Nada se detiene en este baúl sin fondo sobre el que se precipita el hoy, el ayer y el mañana. Futuro si brújula y pasado sin reproche. Auras de vidas que se fueron y no volverán. Ahí es donde surge la literariedad de su literatura, un espacio donde sus textos literarios están exentos de asunto, porque como nos apunta Mallarmé en este diario de diarios: «No es la cosa sino la sensación de la cosa». Sensaciones que se convierten en una literatura del todo: de las sensaciones y del mundo, de la poesía y su rima, de lo conocido o intuido, porque como nos dice Umbral: «Somos seres de lejanías, los hombres, no porque nos vayamos yendo lejos con la edad, sino que son las cosas las que se van, es el mundo lo que ya no nos queda al alcance de la mano. Todo está ahí, pero un poco más lejos.» 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 21 de diciembre de 2021

PAOLO SORRENTINO, FUE LA MANO DE DIOS: LA DOLOROSA BELLEZA QUE ENGENDRA LA VIDA

 


El mar. El mar y la ciudad. Nápoles se nos acerca. Poco a poco, en un travelling acuático donde la cámara pasa del azul intenso del mar a la variedad cromática de unos edificios multicolores que suben y suben por la ladera de una colina hasta que se pierden en el tenue azul del cielo. Así nos muestra Sorrentino la primera imagen de su ciudad, resumen y sintaxis de una vida, de una tragedia, de un dolor, de la dolorosa belleza que engendra la vida. Nápoles, embrujada por el ojo de una cámara que busca la belleza. Belleza iluminada por una gigantesca lámpara desprendida del techo y que nos proporciona un halo de misterio y sensualidad. Belleza luminosa que busca, porque la cámara no se detiene. La cámara va y viene, divertente, escurridiza, atrevida cuando nos muestra la otra cara de la vida, la del realismo mágico, la del deseo que desconoce la palabra pecado, la del fútbol como arte —La vida es fútbol y el fútbol es vida—. Esa cámara también entra y sale. Se desplaza a lo largo de un pasadizo y sale directamente al mar, y vuelve a entrar para pararse en los retratos de una feria de monstruos al estilo de Fellini y su legendaria y entrañable Amarcord. Sueños de juventud que a veces se  resumen en figurantes circenses caídos del más allá onírico de nuestra imaginación. Hombres y mujeres reconvertidos en realidad después de pasar por el tamiz de los sueños. Y, a su lado, la familia, La familia y sus peculiaridades, sus extravagancias y defectos, redondeces del alma que ya no mueven el mundo. Habilidades que se despliegan en un gigantesco mantel en el que cabe todo: lo bueno y lo malo; el amor y la estupidez, el esperpento y la locura. Paolo Sorrentino en su última película, Fue la mano de Dios, se enfrenta a sí mismo y a sus recuerdos al afrontar el riesgo de mirar hacia atrás. Un pasado que primero fue feliz, insulso, volcado en la soledad y el fútbol. Un pasado que después fue trágico e inesperado, lleno de dolor e incomprensión ante la tragedia. De pérdida y de estar perdido sin saber tan siquiera quién es uno mismo a los diecisiete años, sobre todo, después de haber perdido a sus padres. Huérfano se define a sí mismo en el abismo de la desgracia. Fue la mano de Dios: película de iniciación, existencial e íntima en ese arriesgado mirar hacia atrás que siempre nos depara un dolor inesperado, distinto y punzante a aquel que creíamos haber superado. La naturaleza del miedo y de la pérdida se fusionan en la búsqueda de una belleza inusual, aquella que a su protagonista le produce el fútbol y enseguida le llevará a querer ser un cineasta. Un cineasta que busca crear su propia realidad. Una realidad alejada de la tragedia. Cuando un choca de frente contra lo inesperado nunca se recupera, y su vida se convierte en un andar paralelo al que el destino le ha castigado. Redención y castigo deambulan sobre el mar en una misma barca; una barca con destino hacia otra vida. Una vida de azules cargados de nuevas esperanzas. Azules a los que siempre amenazan una sempiterna tormenta. Tormenta de recuerdos y espacios vacíos que nunca más volverán a ser ocupados. 

Paolo Sorrentino ha querido que el fútbol sea el armazón sobre el que se sustente esta historia de referentes estéticos y paterno filiales a los que tener siempre presentes. Sus padres, Maradona y Nápoles. Una ciudad que, esa luz con la que la ha retratado Sorrentino, ilumina a partes iguales su decadente y caótica belleza. Una ciudad de Nápoles que también ilumina el corazón de Fabietto (Filippo Scotti, el joven protagonista de esta película), álter ego del cineasta que en su día se lo jugó todo “a la mano de Dios”. A ese dios del fútbol que fue, es, y seguirá siendo Diego Armando Maradona. Una idolatría que ya se muestra en los créditos iniciales cuando se le cita como: «el mejor futbolista de todos los tiempos». El fútbol juega aquí el papel de revelador de una nueva vida. Aquella que surge de las entrañas y que nadie es capaz de enseñarnos. En esa falta de una brújula que nos guíe, en el caso de Paolo Sorrentino, surge una vida. Una vida enfocada al arte. Una expresión vital, en la que al fin, poder culminar la búsqueda de la dolorosa belleza que engendra la vida. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 19 de diciembre de 2021

MIS MEJORES LECTURAS DEL AÑO 2021: DE LO INHÓSPITO A LO INESPERADO


 1.- FRANCISCO UMBRAL, MORTAL Y ROSA: UN LARGO POEMA DE AMOR

Buscar en uno mismo aquello que la vida nos arrebató de una forma cruel e inesperada. Hacerlo a través de uno mismo como prolongación del hijo que día a día se va muriendo, y como anticipación del mañana y la tragedia. Hacerlo mediante los recuerdos de su niñez (la del poeta narrador), que afloran en la ausencia. Ausencia impuesta por la vida, el destino y la muerte. Ausencia no deseada. «Puedo escribirlo todo, pero la literatura es la distancia definitiva que perpetuamos entre nosotros y las cosas». De ahí, que cuando la realidad y la ficción interfieren la una con la otra, y se funden en una sola, surge la leyenda en contraposición del mito, el hado y sus aristas frente al olvido, las huellas del dolor y su vacío como puñales asesinos. Mortal y rosa es un largo poema de amor con ecos de surrealismo arrabaliano; un surrealismo conmocionado por el pasado y la construcción del hijo a través del padre. Igual que si éste fuese un heterónimo nacido del dolor y la inocencia perdida, porque nace de su propio ser, de su «yo», y de su carne. La palabra, entonces, se hace piedra y agua que la desgasta, nube y aire que la disemina, sed y agua que no la calma. En este largo poema de amor, Umbral naufraga, él solo, tras cada palabra, recuerdo o intento de apoderase del tiempo y la vida. Él conoce el sentir de su derrota, y por eso se deja llevar por las aguas que le conducen a la nada. «La muerte es nada» nos dice, como la vida es nada sin el hijo: «Ea, mi niño, ea», concepto traslúcido convertido en sombra, pero también en mecedora, pizarra y tiza, en oso de peluche… 


2.- THOMAS WOLFE, HISTORIA DE UNA NOVELA: EL PODER BRUTAL Y FULGURANTE DE LA LETRA IMPRESA

Abandonarse a la lujuria del tiempo. Un instrumento con el que colonizar el mundo a través de la memoria. Una memoria repleta de palabras que salen abruptamente de la mente y necesitan un espacio para ser eternas. De la memoria a la realidad, o de la más pura ficción que encuentra su fuente en la que saciar su sed en el día a día. En el poder brutal y fulgurante de la letra impresa como nos dice Thomas Wolfe en esta portentosa novela corta donde la literatura lo es todo: el mundo y sus aledaños. Porque Wolfe, víctima de sus desmesurada memoria, es incapaz de huir o dejar a un lado ese mínimo detalle que le martiriza y le obliga a plasmarlo en una cuartilla en blanco que a él se le queda pequeña e inútil para tanto como tiene que contar. La vida, su vida. El mundo, su mundo. Su ingenio descomunal repleto de una intensa prosa poética que lo acapara todo: lo superfluo y lo fundamental. Nadie como él para describir la melancolía o ese aura que anda suspendida en la atmósfera que envuelve a sus personajes. Thomas Wolfe en Historia de una novela nos habla del método a la hora de empezar a escribir de un escritor joven y sin oficio. De esa literatura que parte de la autoficción o autobigrafía y sus consecuencias. De su gran memoria, o del torrente inagotable y la vividez de sus recuerdos. A pesar de todas esas iniciales intenciones, Historia de una novela se aparta del método para sumergirse en el caos de un escritor que no conocía límites a la hora de ponerse a escribir. De ahí, el gran alumbramiento que supuso para su obra el conocimiento y sabiduría de Maxwell Perkins, su editor, que con una paciencia infinita y unas dotes inigualables sobre la materia prima con la está formada la gran literatura, hicieron de su obra algo único; único y portentoso. Perkins evitó la capacidad de dispersión del escritor, pero no solo hizo eso, sino que acabó aguantando los desplantes y el mal humor de Wolfe; una terapia que le llevó a acogerle como si fuera el hijo que nunca tuvo (solo tuvo hijas). De esa templanza, sin duda, emergió una gran obra, solo truncada por la temprana muerte de Wolfe a la edad de treinta ocho años víctima de la tuberculosis. Wolfe, coetáneo de Fitzgerald o Hemingway, con quienes además compartía editor, fue un verso libre de la historia de la literatura norteamericana del siglo XX; un escritor a quien se le comparó con el poeta Walt Whitman, por su innata capacidad de retratar el mundo tal y como era, además de por la fuerza expresiva de su narrativa.   


3.- ALICE MUNRO, ALGO QUE QUERÍA CONTARTE: LA COTIDIANEIDAD HECHA MAGIA

Observar en lo más profundo del alma humana. Escudriñar aquello que nadie ve, y sentir el impulso de seguir buscando en la oscuridad de la nada. En las primeras experiencias de la vida. En el miedo a exhibir nuestra desnudez a los demás. En el recuerdo del primer amante. Y siempre desde el punto de vista de una mujer. Fuerte. Insólita. Innegociable en los principios y los afectos. Y, tras ella, una mirada sencilla y mordaz sobre la realidad. Todos estos matices componen el universo de Algo que quería contarte, una nueva recopilación de cuentos de Alice Munro (perteneciente a la primera parte de su obra), que ahora ve la luz en España, y con la que de nuevo somos conscientes del poder de una escritora que hace tiempo dijo que no sabe hacer otra cosa en el mundo que escribir, por mucho que años atrás intentara dejar de hacerlo. En esta recopilación de historias, sobre las duras condiciones de vida en el campo y las pruebas a los que la autora somete a sus personajes a lo largo de su existencia, una vez más, las mujeres serán las verdaderas protagonistas de las mismas, y los hombres, el reflejo de sus ilusiones o sus miedos. Desde esa feminidad, vista, tratada y solo comprendida desde el útero de la creación nos propone Munro, arranca un universo rico en matices y emociones; un universo que, por otra parte, es inaccesible para cualquier hombre. 


4.- LEOPOLDO MARÍA PANERO, LA MENTIRA ES UNA FLOR: LA DECONSTRUCCIÓN DEL HOMBRE Y EL POEMA

La poesía miente. La mentira es una flor. Un flor hecha poesía y silencio a través del poema. Así nace el verso como consecuencia de la página. Una página que se alza ante la ruina, el desastre, la desolación, y todo aquello anterior al silencio. A la muerte. Al no poema. En La mentira es una flor asistimos a la deconstrucción del hombre y el poema. El hombre es el no poema. Aquello efímero y circunstancial que nada más sirve de instrumento al poema, porque la página es el mundo sobre el que todo sucede y todo se levanta, y el poema es su mejor obra, pues de sus cenizas nace la muerte: de la vida, del poeta, del mundo.

            Leopoldo María Panero sigue dando vueltas sobre sí mismo. Sobre su ruina inyectada de silencios, tabaco y coca-colas. En ese tiovivo existencial es donde él encuentra que la única verdad es la muerte. Esa que le acecha y, que como una sombra, se prolonga sobre su mano a través de la página. Ahí es donde surge la comparación de los ojos y las manos con el desastre. Por su vulnerabilidad ante la caída. Inevitable. Justa. Esperada. Para él, solo queda el poeta tras la muerte. 


5.- VICENTE VALERO, BREVIARIO PROVENZAL: LA NATURALEZA Y EL ARTE DE LA CONTEMPLACIÓN

Contemplar la naturaleza imbuido por el rumor que desprenden las hojas de los árboles, las flores, los riachuelos y los cantos de los pájaros. Aislarse para sentir el latido de nuestro corazón, y con él, llegar a crear algo nuevo al ritmo que esa naturaleza nos proporciona. En ese triaje de las sensaciones es donde la sensibilidad del que mira, y la destreza del pintor o el poeta, comienzan a dibujar palabras que de ninguna otra forma hubieran llegado a existir. Palabras que nacen del impulso imaginario que nos mueve hacia la cima de lo sublime o lo inalcanzable. Hacia esa búsqueda de la belleza que nos suministra el arte de la contemplación cuando la mirada del otro se deposita sobre la naturaleza. Las razones o excusas de ese estado de excitación (casi mística) pueden ser múltiples, pero solo una de ellas es la verdadera: la búsqueda de uno mismo y el afán que nos guía cuando somos capaces de mirar hacia adentro. Hacia esas entrañas que nos producen miedo y desazón cuando nos impulsan a explorar en los recuerdos, más si cabe, cuando en mitad de la naturaleza ejercen el papel de jueces de nuestras vidas. Jueces, que más allá de esa búsqueda dentro de uno mismo, también nos aproximan al concepto de belleza a través de la contemplación, porque naturaleza y contemplación van de la mano en el nuevo libro de Vicente Valero, Breviario provenzal, escrito a medio camino entre el ensayo y el libro de viaje, y donde una vez más, su personal y única manera de observar el mundo a través de los otros sigue gestando momentos de gran literatura, aquella que se produce con la única intención de su permanencia en el tiempo. 


6.- ANDRÉS ORTIZ TAFUR, LOS ÚLTIMOS DESEOS: LAS SOMBRAS DE LA VIDA

Las huellas de nuestras vidas en ocasiones descansan en la esponjosidad de una nube, o en la piedra que una vez removimos en nuestra infancia y ahora yace en la inmensidad de una montaña perdida. En esos vericuetos de los que no somos conscientes residen nuestras anónimas proezas. Logros que se difuminan con el paso de los días y que, de repente, acuden a nuestros recuerdos para que no nos olvidemos de lo que un día fuimos. El viaje y sus etapas. La vida y sus curvas. El trasunto y sus incondicionales sorpresas. Las sombras de la vida que van y vienen en forma de nube o roca enviándonos esos mensajes a los que demasiadas veces no prestamos atención. Como dice Andrés Ortiz Tafur en uno de los microtextos de Los últimos deseos: «Me pregunto dónde irá el tiempo que vivimos y olvidamos porque al poco otro suceso lo resuelve superfluo». Tiempo. De esa dictadura de la inmediatez y el instante nace Los últimos deseos: reflexiones, anécdotas recuerdos, miradas, rastros, confesiones, e incluso alguna certeza que en forma de latigazos lucha a través de la palabra contra aquello que nos invade como la peor de las desgracias: la natural imposición de lo efímero. Andrés Ortiz Tafur pone freno a tanto desmán escarbando una vez más en lo más profundo del alma humana. Un ejercicio que le lleva a vigilar las nubes y las rocas, o el horizonte y sus aledaños. Todas ellas sombras de la vida. Accidentes que permanecen en la memoria por mucho tiempo que transcurra, porque son las heridas que de verdad dejan una huella indeleble en nuestras vidas. 


7.- JULIO LLAMAZARES, EL RÍO DEL OLVIDO: LA MEMORIA Y EL PAISAJE

Caminar sobre el pasado y los recuerdos igual que un águila sobrevuela su territorio desde el punto más alto de sus dominios. Alejarnos del olvido para sentir lo más cerca posible aquello que un día fuimos. Volver con la idea de reconquistar el tiempo sin miedo a que el pasado nos arañe la memoria. Evocar, porque en el fondo se trata de eso, evocar lo que una vez creímos nuestro o aquello a lo que creímos que una vez pertenecimos por el simple hecho de que el destino nos hizo llegar a la vida desde ese lugar sin nombre que solo nosotros conocemos. Escudriñar la ribera del río montaña arriba con el único afán de devolver a nuestra memoria el placer de redescubrir el paisaje, porque como nos dice Julio Llamazares en el prólogo de El río del olvido: «El paisaje es memoria», igual que «los caminos más desconocidos son los que más cerca tenemos del corazón», de ahí esa necesidad de llegar a lo más alto para regalarnos esa vista tantas veces repetida en nuestros sueños y, a pesar de cómo dice el propio Llamazares, a sabiendas de que «una mirada jamás se repite». En la pureza de esa mirada es donde el autor leonés pone el objetivo de este libro de viajes a medio camino entre la confesión, el asombro y los recuerdos. 


8.- CARSON McCULLERS, EL CORAZÓN ES UN CAZADOR SOLITARIO: EL CARÁCTER SECRETO DEL AMOR

La fuerza del amor y sus contradicciones. Secretos y frustraciones que yacen en el más oscuro de los silencios. Fuerzas que unidas conforman una corriente de aguas salvajes. Aguas salvajes y transparentes que discurren por el perfil de las montañas en busca de su final. Un final cuyo magnetismo no se fabrica únicamente de los encuentros que lo cimentan, sino también de los desencuentros que lo desvían de su objetivo. Es en esos desencuentros donde tenemos acceso al mundo de olvidados y perdedores en el que la joven escritora Carson McCullers (esta es su primera novela escrita con 23 años) sitúa la narración del carácter secreto del amor a la que tituló El corazón es una cazador solitario. Un amor universal y que siempre creemos único. Un amor sin más límites que el de nuestros sueños. Un amor que, en demasiadas ocasiones, no se llega consolidar en la realidad. De esas frustraciones y de sus ecos nacen las relaciones que se entrelazan en una ciudad olvidada del sur de los Estados Unidos donde la autora sitúa esta novela. Siempre se nos dice que la literatura está plagada de historias de perdedores, aquellos con los que los lectores mejor se identifican (quizá porque ellos también lo sean), y esta es una de esas historias de perdedores donde lo importante no es aquello que ocurre o se nos cuenta, sino lo que no se nos muestra. Ese punto de misterio y secreto Carson McCulllers nos lo van construyendo de una forma lenta y en apariencia sencilla (nada más lejos de la realidad), para a partir de ahí, levantar un clásico de la literatura norteamericana por su capacidad para abrir puertas por las que dejar transcurrir las vidas y los deseos de unos personajes que no consiguen que la flecha de Cupido acabe en el corazón de la persona a la que aman. 


9.- LINDA BOSTRÖM KNAUSGARD, BIENVENIDOS A AMÉRICA: UNA MELODÍA DE LO INHÓSPITO Y LO INESPERADO

El dolor que va más allá de los recuerdos y se incrusta como una lanza en el epicentro de nuestro corazón. Ahí es donde acaban las certezas y comienzan los miedos como una melodía de lo inhóspito y lo inesperado. ¿Cabe mayor proeza que la de rebelarse contra el mundo de los deseos? ¿Atacarlos con la firmeza del que anhela destruir la oscuridad en la que se refugian parte de sus miedos, para más tarde, rechazarlos con la certeza de la realidad? Monstruos infinitos que recorren nuestros pensamientos en forma de afluentes que antes o después llegarán a ese río de la vida que nunca se parece al que soñamos. Tener la valentía de romper ese hilo que nos mantiene balanceándonos sobre el abismo es la única alternativa al desastre. Ese desastre que la protagonista de Bienvenidos a América, Ellen, materializa a través del silencio. Un silencio hacia el mundo exterior que la rodea y no hacia el interior que la martiriza y absorbe todo el poder de su mayúscula apuesta: «Con el habla desapareció la luz». Oscuridad y silencio en forma de rebeldía contra sí misma y su familia. Familia de luz, en palabras de la madre. De ahí que, ante la personificación de la seguridad que engendra toda mentira, Ellen anteponga el único poder real a su alcance: el silencio. 


10.- GONZALO CALCEDO, COMO ÁNADES: EL EJE DE UN CAMINO QUE YA NO VOLVERÁ A SER CIRCULAR

Siempre pensamos que tendremos una vez más para repetir aquello con lo que disfrutamos o nos hizo felices. Con el simple apretón de una mano que nunca olvidaremos. Con ese último beso de despedida. O con la sonrisa de la persona que amamos. Sin embargo, el mundo no entiende de otras repeticiones que aquellas que, poco a poco, nos sumergen en el olvido, o nos dejan a la intemperie de los afectos. Afectos corrosivos y letales a veces, justicieros y maquiavélicos otras, e inesperados siempre. Como inesperada es la última despedida que nos marca la vida; una vida que se asemeja al eje de un camino que ya no volverá a ser circular. Como ánades de Gonzalo Calcedo es un ajuste de cuentas con el tiempo. Aquel que se nos escapa de las manos sin darnos cuenta, y del que nunca somos conscientes de que ya no regresará. Su última colección de relatos publicada en Menoscuarto ediciones destaca por la soltura del lenguaje de sus historias. Por el manejo impecable del tiempo y la brillantez de la estructura de los relatos cortos, lo que convierten, sin duda, en el John Cheever español con mayúsculas. Su fuerza narrativa prevalece sobre el desaliento de sus personajes que, en esta ocasión, ajustan cuentas con sus vidas y sus miserias a propósito de la pandemia. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 16 de diciembre de 2021

PROCESO Y EXCESO, EXPOSICIÓN DE PINTURA DE IRENE CUADRADO EN CASA DE VACAS. PARQUE DEL RETIRO DE MADRID: LA MAGIA DEL COLOR

 


De lo minúsculo a lo mayúsculo. De lo singular a lo múltiple. De la incertidumbre a la certeza. Del blanco al color. Etapas de creación y reflexión que cubren el proceso del exceso del mundo en el que vivimos y mal habitamos. Un proceso y un exceso que, Irene Cuadrado en su exposición en Casa de Vacas de Madrid, nos los plantea a través de la magia del color. Una magia que muchas veces comienza sobre fondos blancos adornados apenas con unos trazos, o unas manchas, de lo que más tarde será un macizo de capas que se superponen las unas a las otras, y cuya pigmentación nos obliga a contemplarlo todo desde la óptica de aquel que se precipita sobre un vertedero de luz y color al modo del festival hindú de los colores Holi. De esa explosión cromática nace la pasión de una propuesta maximalista que, sin embargo, busca los espacios mínimos que aún poseen algo de libertad. Espacios que representan la génesis de lo que luego será el todo: múltiple y único, delatador y apasionado, efectista y vívido. 

La policromía dentro de la monocromía nos advierte del riesgo que en sí mismo conlleva generar capas de pintura en forma de tisúes, porque de esa atracción por la magia del color se crean pasos indeterminados que bien es verdad que, a medida que avanzan, se convierten en un ballet de objetos que tanto pueden atraer al espectador como hacerle desistir a la hora de buscar aquello que le falta o le sugiere la pintura que observa. Un espejismo óptico del que sin embargo se libera cuando es capaz de resolver y percibir la dimensión simbólica de los objetos que se acumulan en el lienzo. Irene Cuadrado es una adalid del orden sobre el desorden, y por qué no, del mensaje que el arte en sí mismo posee sobre el exceso. Aquí, si hay un horror vacui, es el de la intensidad del color sobre la memoria y el recuerdo que se precipitan sobre los objetos que componen sus cuadros. Recuerdos y experiencias de un mundo nuevo que es especialmente adictivo al simbolismo de las marcas con las que nos identificamos, y con los objetos de consumo que utilizamos y después desechamos. Un proceso del exceso que plasma muy bien la artista en sus obras. Un proceso del exceso en el que también tiene cabida el olvido. La máxima condena que los seres humanos aplicamos sobre lo que deja de interesarnos o simplemente de aquello a lo que ya no le prestamos atención. La atención y la intención del proceso del exceso se convierte, en este caso, en la gran bandera del consumo sobre la que vertemos nuestros fallidos deseos. 

Más allá de esta majestuosidad pictórica interpretada como la magia del color, en esta exposición también asistimos al buen hacer de la artista cuando aborda los paisajes. Esos verdes que se iluminan y decoloran por la luz del sol. Esas transparencias de las hojas que lo adornan y adivinan, juegan muy bien con nuestra capacidad de mirar. De mirar y repensar lo observado y experimentado, pues sus paisajes es lo que desprenden: vida; una vida que surge bajo los rayos de un omnipresente sol que, aparte de ser la fuente lumínica por excelencia, es la luz que hace de guía para perdernos en cada uno de los dos paisajes expuestos. Paisajes que se convierten en bosque y senda, hojarasca y madera, armonía y luz. 

En esta exposición de monocromías polícromas nos encontramos con un espacio denominado como Comienzos, y en el que sobresalen los retratos que la autora ha ido creando a lo largo de los años. Niñas, adolescentes y mujeres, que suspendidas bajo fondos pasteles, o en profundos sueños, o en miradas ancladas en un objetivo, se nos revelan con la consistencia del gesto sencillo y la profundidad de su mirada. Estáticas y balanceantes, sus mujeres-retrato son el contrapunto visual y cromático a una forma de concebir el arte como la capacidad que tiene el ser humano de llegar a repensar el proceso y el exceso como parte de un todo en el que Irene Cuadrado nos ha querido hacer llegar bajo la magia del color.  

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 13 de diciembre de 2021

LA GOTA DE SANGRE, VERSIÓN TEATRAL DE LA NOVELA DE EMILIA PARDO BAZÁN, DIRIGIDA POR JUAN CARLOS PÉREZ DE LA FUENTE: EL REENCUENTRO INESPERADO CON LA EMOCIÓN

 


El desaliento, la apatía, o el célebre desasosiego, fiel acompañante del poeta portugués Fernando Pessoa que le obligaba a caminar solo por el mundo son la cara oculta de una soledad que él remarcaba diciendo: «La literatura es mi forma de estar solo en el mundo». De ahí, quizá, también nazca la importancia del instinto. Ese instinto incorruptible y tenaz que Emilia Pardo Bazán exhibió contra todo lo impuesto en una época de grandes retos a los que hacer frente, y de auténticas revoluciones que ganar al tedio, la intolerancia y la falta de ingenio. De todo ello nace la novela La gota de sangre, pionera del género policíaco escrito por una mujer y, que de una manera muy acertada, Juan Carlos Pérez de la Fuente ha rescatado para el teatro y el deleite de los espectadores que acudan a verla a los Teatros del Canal hasta el próximo 13 de diciembre. La figura de la mujer como femme fatale —en esta obra— es el perfecto vehículo conductor de una trama donde lo de menos es el asesino y el muerto, porque lo más importante son las emociones. Emociones en forma de giros inesperados que para nada son deductivos sino intuitivos. Emociones que en un momento dado se abalanzan sobre el protagonista de la obra, Ignacio Selva, un acomodado burgués que no sabe qué hacer con su vida hasta que el destino llama a su puerta para despertarle todo aquello que permanecía dormido en su espíritu de galán, aventurero o investigador accidental de muertes accidentales. A veces lo hará en forma de vodevil o revista, otras mezclando la tragedia y la comedia, para de esa forma y de la mano de Pérez de la Fuente construir una divertida y amena pieza teatral que deambula entre la inmediatez del asombro y la ironía de un costumbrismo a los que él dota de un dinamismo de dirección actoral vertiginoso en ocasiones, y una puesta en escena sencilla, efectiva y muy solvente a la hora de proporcionar a los actores una total libertad de movimientos sobre el escenario. Actores que deben agradecer la frescura de sus textos a la magnífica adaptación de Ignacio García May, pues con unos diálogos siempre vivos, dota a la obra de una soltura que hace que se te haga corta. 

El acierto y la diligencia con las que Pérez de la Fuente abordó el año Pérez Galdós y ahora el año Pardo Bazán, le vuelven a situar en lo más alto de la dirección teatral española, pues su visión de la escena está muy alejada de los maniqueísmos tan usuales en nuestros días y, también, está sustentada en el tacto a la hora de escoger los textos sobre los que montar una nueva obra de teatro. El teatro por el teatro, y el teatro desde la más innegociable apuesta por la cultura, hacen de sus montajes un acierto seguro. Un acierto que en La gota de sangre también va de la mano de dos grandes actores, Gary Piquer como Ignacio Selva, es un portento de expresividad y elegancia interpretativa, pues proporciona al alma de su personaje del don de la ubicuidad más ingeniosa y divertida que uno pueda imaginar. Y a su lado, Roser Pujol como Chulita Ferna, reconvertida en cupletista o mujer orquesta, por la cantidad de personajes que desarrolla sobre el escenario sin fallar en ninguno de ellos. Su movilidad y capacidad de dicción en cada una de las voces que interpreta son de alabar. 

La gota de sangre, bajo la dirección de Pérez de la Fuente, es una buena muestra de que aquello que se plantea bien y se ejecuta mejor, pues desde la aparente sencillez somos capaces de disfrutar de una hora y media de buen teatro, y de paso, hacerlo con el reencuentro inesperado de la emoción. ¡No se la pierdan!    

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 12 de diciembre de 2021

GONZALO CALCEDO, COMO ÁNADES: EL EJE DE UN CAMINO QUE YA NO VOLVERÁ A SER CIRCULAR

 


Siempre pensamos que tendremos una vez más para repetir aquello con lo que disfrutamos o nos hizo felices. Con el simple apretón de una mano que nunca olvidaremos. Con ese último beso de despedida. O con la sonrisa de la persona que amamos. Sin embargo, el mundo no entiende de otras repeticiones que aquellas que, poco a poco, nos sumergen en el olvido, o nos dejan a la intemperie de los afectos. Afectos corrosivos y letales a veces, justicieros y maquiavélicos otras, e inesperados siempre. Como inesperada es la última despedida que nos marca la vida; una vida que se asemeja al eje de un camino que ya no volverá a ser circular. Como ánades de Gonzalo Calcedo es un ajuste de cuentas con el tiempo. Aquel que se nos escapa de las manos sin darnos cuenta, y del que nunca somos conscientes de que ya no regresará. Su última colección de relatos publicada en Menoscuarto ediciones destaca por la soltura del lenguaje de sus historias. Por el manejo impecable del tiempo y la brillantez de la estructura de los relatos cortos, lo que convierten, sin duda, en el John Cheever español con mayúsculas. Su fuerza narrativa prevalece sobre el desaliento de sus personajes que, en esta ocasión, ajustan cuentas con sus vidas y sus miserias a propósito de la pandemia. Una protagonista que marcha en paralelo a las vicisitudes que la misma proyecta sobre el mundo: al principio el asombro, para más tarde acabar en el derrumbe. Hombres y mujeres solos que huyen por el mero hecho de vencer a su soledad; una soledad que se pega a su día a día con la peor de las intenciones. Decía Pessoa que: «la literatura es mi forma de estar solo»; una forma con la que Calcedo moldea a sus personajes a la hora de derrumbar sus miedos y sus iras. Por ejemplo, en el relato que abre el libro: Invita la casa, la conversación en un bar de hotel entre una clienta habitual y un hombre de negocios, le sirve al autor palentino para dibujarnos un fresco sobre la soledad, el desarraigo, los falsos tics del deseo y la necesidad de jugar al equívoco o aparentar lo que nunca se ha sido. O en el cuento titulado El tiempo, una gota de grasa, donde nos muestra la relación entre un padre, ya mayor, y su único hijo. Aquí nos habla sobre la distancia, la incomunicación, el miedo a enfrentarnos a la realidad, lo inesperado como objeto y propósito de la huida, y la sutileza como eje del engaño. 

Como ánades tiene la majestuosidad de las narraciones que nos presentan ese mundo en destrucción del que tanto se habla, pero en el que nadie parece estar dispuesto a renunciar a sus privilegios, ya estén éstos circunscritos al ámbito profesional o personal. En este sentido, en Las islas —donde el virus empieza a hacerse presente— el lenguaje literario de Calcedo se desarrolla a través de situaciones no previstas, donde sus personajes deben luchar contra sí mismos y sus fallas. Aquí, las aventuras extramatrimoniales son refugios sin protección; refugios a la espera de un simple soplo de viento que los derrumbe. Su protagonista femenina a pesar de que se sabe perdedora desde un principio, no acepta ese final. La ternura del rechazo y su inoportunidad, entonces se convierten en venganza. De nuevo la soledad, la necesidad del otro, y el mundo marginal de los sentimientos que naufragan por la inestabilidad de sus fundamentos se hacen presentes. O, como ocurre en Cruzar el mundo, donde en una nueva relación entre dos personas desconocidas asistimos a la soledad que ambas esconden, o a esos fortuitos encuentros que más que agradables o excitantes son los culpables de un desasosiego que se eriza con un simple intercambio de miradas. Miedos que se intensifican tras un inesperado roce. Señas de un mundo-burbuja. Un mundo atrapado por las redes invisibles de un virus. 

Enfrentarse al universo narrativo de Gonzalo Calcedo es hacerlo a los miedos que nos atenazan, a las arrugas de la piel que nos delatan y al murmullo de un silencio que cada vez se hace más incontestable. Su fuerza, sin duda, está en su lenguaje y en la elección de unos personajes y unas historias de traspasan miedos y fronteras y se ciñen a un tipo de literatura en desuso: la que nos habla de la vida sin más. El escritor afincado en Cantabria no es de aquellos narradores que nos cierran las historias de una forma directa o incisiva, sino que nos deja adivinar qué será de las vidas de aquellos a los que él ha dado voz en un momento dado. Finales que abren puertas y ventanas y nos permiten ver y pensar. Historias que, como los paisajes, cambian con el paso del tiempo y la luz que inciden en ellos, como sucede en Dejar el hierro donde el mar, la naturaleza o el recuerdo del amor, se fusionan con grandes descripciones de paisaje marítimos que convierten al relato en pura poesía. Bajo esa hipnosis que representa el tiempo, el poder de los recuerdos del pasado sobre el presente y su naturaleza aniquiladora sobre todo aquello que fue importante una vez, es desgarradora. En este relato, las consecuencias del paso del tiempo y del olvido son como esas bombillas apagadas durante largo tiempo y que ya nunca más volverán a iluminar o dar luz. El presente y sus tenebrosas sentencias son el eje de un camino que ya no volverá a ser circular. O en ¿A quién contárselo? Una historia en la que el paisaje es como una avestruz que mete su cabeza dentro de la tierra para ignorar el presente y sus consecuencias, por más que éstas sean visibles. Esta estupenda colección de relatos se cierra con el cuento que da título a la recopilación, Como ánades, quizá el más corto de todos, y que sin embargo, simboliza todo aquello que el autor nos ha ido mostrando a lo largo de las otras ocho historias. Un relato donde la melancolía es una nueva arma de destrucción masiva, pues el lenguaje de Calcedo nos hipnotiza sin apenas darnos cuenta, y cómo no, nos sumerge en el eje de un camino que ya no volverá a ser circular. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 16 de noviembre de 2021

GUILLERMO PÉREZ MASEDO, TOPOLOGÍA DE UN VERANO EN AVINYÓ: EL PODER DE LA MIRADA SOBRE EL PAISAJE

 


Hacer de la mirada un arte hasta no distinguir la realidad del sueño, la verdad de la ficción, la nube de la lluvia, el horizonte de la tierra. Y, de esa forma, desplazarnos en una línea recta que nos atraviesa el corazón, explora el mundo de lo incierto, y adivina todo aquello que es inasequible al continuo movimiento que nos condena a no expiar el poder de la mirada sobre el paisaje. De esa forma de mirar nace la obra de Guillermo Pérez Masedo (https://guillermomasedo.com) pura entelequia a la que pocas veces identificamos como arte, porque el verdadero arte es aquel que no entiende de modas y se circunscribe a la introspección e investigación que el artista abate sobre su obra. De esa particular virtud nace también el pintor, el artesano que busca la línea perfecta que une trazos y colores, fusiona imágenes e ideas, y transforma nuestros pensamientos en algo tan líquido como la belleza. Belleza construida de horizontes y campos, casas y calles, luces y sombras que, poco a poco, se pierden en la magnitud de unos universos interiores que se desatan en el anonimato del día a día, en la acrescencia del ovillo del que nos resulta imposible librarnos. Esa fuente ingrávida de sensaciones, en el caso de la pintura de Masedo, se proyecta en una paleta de colores que humanizan el verbo que el pincel es capaz de definir sobre el lienzo. Artista y obra recogidos en la extraña topología de un verano. Único por su destreza. Intenso por su intrínseco poder de comunicación. Diluido por el descubrimiento del último horizonte. Hay una gran capacidad narrativa en este cuadro que, aparte de describirnos la naturaleza del paisaje, nos abre la puerta al viaje. Un viaje con líneas de fuga que se unen en el epicentro del universo pictórico de esta obra. Un viaje exterior-interior. Sencillo y colectivo. Rural y urbano. Pop y cubista. Onírico y real como solo lo pueden ser las grandes obras de arte que, en este cuadro, son el resultado del trabajo que se esconde bajo el talento, y que en ocasiones, brilla con luz propia como sucede en esta Topología de un verano en Avinyó, porque como decía Paul Cézanne: ver es pensar. Un ver y un pensar únicos que se alzan sobre la inconmensurable montaña de lo imposible para demostrarnos cuál es el auténtico poder de una obra de arte por sí sola. 

El diálogo entre el pintor y su obra queda plasmado en el subtítulo que acompaña a este cuadro: “49 estudios para un mismo paisaje (ext int)”. Un subtítulo que en sí mismo define el poder de esta obra. Un poder que radica precisamente en eso, en la capacidad que atesora de adentrarnos en el interior a través del exterior, porque con ello logra definir la estructura de los sueños. Cabe la posibilidad de que soñar sea mentirse, pero también de que sea el camino que nos traslade a un ver y un pensar en el que existe la opción de llegar a ser otro a través del paisaje. Y, en Topología de un verano en Avinyó, cruzamos ese límite mediante la ficción que se hace perpetua en los recuerdos, o con el pincel de las sensaciones que dibuja nuestras vidas, porque quizá una de las cosas más importantes en la vida sea la de aprender a mirar. A mirar y a mirarse dentro de uno mismo, y hacerlo entre las rendijas del tiempo. Ahí es donde surge la necesidad de iniciar un viaje, el propio, aquel que nos puede llevar a las entrañas de lo desconocido, o a lo más profundo de un bosque que en apariencia lo cubre todo. Un bosque que no es un bosque cualquiera, sino el bosque de los sueños. Un lugar donde no cabe mentir y sí disfrutar del arte de la contemplación. Contemplar aquello que conforma la esencia de la que estamos hechos, y no sentir miedo a la hora de hallar la verdad de nuestros más íntimos anhelos. En ese camino hay muchas etapas, una de ellas es la de escudriñar la naturaleza del paisaje. A través del color y su recuerdo. La abstracción y el misterio. Sensaciones adheridas a una belleza tan necesaria como el aire que respiramos. Una belleza que, en Guillermo Pérez Masedo, está protagonizada por 49 estudios para un mismo paisaje. 49 estudios que van desde el inicial orden de la naturaleza hasta el desorden de la habitación en el que acaba. Un final en el que sobresalen una fotografía y el rayo de luz que entra a través de la ventana. Imágenes yuxtapuestas que fusionan una sucesión de instantes que nos hablan de las huellas de la vida. Una vida protagonizada por lo uno y lo múltiple en un maravilloso travelling que nos invita a vivir y a reinventar aquello que vemos y de lo que somos partícipes. Imágenes que nos descubren la perversidad de la mirada sobre el paso del tiempo y su analogía con el silencio que siempre nos acompaña. 

Topología de un verano en Avinyó es un único paisaje que requiere contemplarlo en silencio y, a partir de ahí, soñar. Soñar para mentirse, y a la vez, para reencontrarnos con la posibilidad de llegar a ser otro mediante el poder de la mirada sobre el paisaje. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 14 de noviembre de 2021

LINDA BOSTRÖM KNAUSGARD, BIENVENIDOS A AMÉRICA: UNA MELODÍA DE LO INHÓSPITO Y LO INESPERADO



El dolor que va más allá de los recuerdos y se incrusta como una lanza en el epicentro de nuestro corazón. Ahí es donde acaban las certezas y comienzan los miedos como una melodía de lo inhóspito y lo inesperado. ¿Cabe mayor proeza que la de rebelarse contra el mundo de los deseos? ¿Atacarlos con la firmeza del que anhela destruir la oscuridad en la que se refugian parte de sus miedos, para más tarde, rechazarlos con la certeza de la realidad? Monstruos infinitos que recorren nuestros pensamientos en forma de afluentes que antes o después llegarán a ese río de la vida que nunca se parece al que soñamos. Tener la valentía de romper ese hilo que nos mantiene balanceándonos sobre el abismo es la única alternativa al desastre. Ese desastre que la protagonista de Bienvenidos a América, Ellen, materializa a través del silencio. Un silencio hacia el mundo exterior que la rodea y no hacia el interior que la martiriza y absorbe todo el poder de su mayúscula apuesta: «Con el habla desapareció la luz». Oscuridad y silencio en forma de rebeldía contra sí misma y su familia. Familia de luz, en palabras de la madre. De ahí que, ante la personificación de la seguridad que engendra toda mentira, Ellen anteponga el único poder real a su alcance: el silencio. 

Las no palabras que se niegan a salir de su boca, son sin embargo, ricas en su pensamiento, conformando ese armazón de niña adolescente que es presa de sus miedos, y que a Ellen se le abaten sobre su conciencia en forma de recuerdos. Dulces. Trágicos. Únicos y añorados, porque en el fondo todos caemos en el pozo del pasado en busca de respuestas sobre nuestro presente: «Andar manipulando el tiempo es peligroso». El presente en Bienvenidos a América se diluye igual que lo hacen los sueños al despertarnos, dejándonos a merced de la sinestesia de un mundo que no reconocemos y rechazamos por no ser aquel que deseamos. El fulgor de la derrota, entonces, se hace insoportable, y más para una niña que todavía se pelea con su padre a través de los recuerdos. Un padre al que pidió a Dios que se muriera y por fin lo hizo. De ese desgarro en forma de arrepentimiento tardío nace un universo diferente y muy alejado de lo que conocemos como normal. En ese nuevo mundo es donde Ellen inicia un nuevo viaje: el del silencio que busca en las entrañas, igual que alfileres que cada vez que nos los clavamos nos recuerdan que del dolor también se aprende. El dolor que va más allá de los recuerdos. La cacofonía de ese silencio es una apuesta que su autora, Linda Boström Knausgard, utiliza para crear una historia demoledora sobre la soledad y la zozobra que buscan una respuesta ante la imposición que supone ver cómo se cumplen nuestros más funestos deseos. Ahí es donde la niña se da cuenta de que la vida no es solo juego, sino también realidad. Realidad teñida de claroscuros y destellos de luz tal y como la interpreta su madre. Y que de esa enseñanza nace un nuevo aprendizaje: el de la fuerza ante lo desconocido y la rabia ante la infelicidad. Ellen quiere ser feliz como su hermano o su madre, pero no es capaz de encontrar el martillo que rompa la membrana que la aísla del mundo, y de la incapacidad para llegar a amar fuera de sus no palabras o de sus sueños. 

Linda Boström nos sumerge en lo más profundo del mundo de los deseos con tintes oníricos arrebatadores, donde la lucha de su protagonista, Ellen, es la lucha por encontrar una verdad que le resulte válida y no la comúnmente aceptada. Esa rebeldía intrínseca a su personaje es también la búsqueda de una fe dentro del aislamiento y la tortura de un silencio que es una caja de resonancias interiores y ocultas para los demás. Resonancias que desembocan en mil y una imágenes preñadas de oscuridad: «La noche es como un amigo. El silencio no tenía nada de extraño por la noche. Y la soledad era auténtica». En esa autenticidad es donde nace esta melodía de lo inhóspito y lo inesperado. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

DOCUMENTAL ENRIQUE URQUIJO, VOLVER A SER UN NIÑO, EN EL PROGRAMA IMPRESCINDIBLES DE TVE2: LAS DOS CARAS DE UNA MISMA MONEDA


 

Las trampas del tiempo con la ayuda de los archivos de la televisión hacen posible recuperar el pasado, nuestro pasado. Y, al hacerlo, se vuelcan sobre nosotros de una forma inquietante por ese carácter entre desafiante y veraz que poseen, al ser los testigos de una vida y una verdad que ya no forman parte de nosotros. El pasado y su hiriente realidad se comportan como guadañas de los sueños, porque por más que intentamos esquivarlos éstos se empeñan en autodestruir los falsos recuerdos que nos hemos creado a lo largo del tiempo, sobre todo, si esos falsos recuerdos son de nuestra juventud. Una juventud cargada de canciones y chicas, locales y flashes apagados, neones y tribus urbanas que ahora se agolpan por salir de ese baúl en el que un día sin darnos cuenta los guardamos. El documental que el programa Imprescindibles de TVE2 emitió el pasado 7 de noviembre sobre el cantante y compositor del grupo Los Secretos, Enrique Urquijo, es una buena muestra de ese artefacto compuesto del binomio pasado-presente con el que vienen cargadas las exploraciones de un no tiempo que yace en un lugar —muchas veces perdido— de nuestra memoria. Volver a Los Secretos y a Enrique Urquijo, para quien suscribe, es regresar a su actuación para el programa El Gran Musical de la Cadena Ser en la discoteca Consulado de Madrid, una mañana de domingo rodeado de fans enfervorecidos/as. O hacerlo a esas cintas magnetofónicas de las que salían las notas de sus primeras canciones de su homónimo primer Lp, en el que canciones como: Déjame, Sobre un vidrio mojado o Niño mimado se peleaban por salir al aire y conquistar nuestros corazones. Pero también, sumergirnos en este documental es descubrir a esos hermanos Urquijo de niños y adolescentes; niños y adolescentes que ahora nos recuerdan que una vez todos fuimos niños, además de verlos crecer a través de las palabras de sus amigos, cantantes que compartieron escenarios con ellos, y vivencias vitales confesadas de nuevo por boca de productores, amigos y hermanos. Con sus palabras y recuerdos sentimos más de cerca la figura humana de Enrique Urquijo, un gran artista que, años más tarde, se unió a las sombras de Canito o Pedro Antonio Díaz, que con su marcha antes de tiempo le dejaron una profunda cicatriz en su vida. Lejos de esas sombras nos quedan sus canciones, y sobre todo, sus letras: poemas cargados con la munición más genuina de la verdad que se propaga por nuestras venas en compañía de la desnudez que toda confesión vital conlleva. Esos testamentos líricos y sonoros constituyen, sin duda, el mejor de los recuerdos que un artista puede dejar de su paso por este mundo. Un calendario infinito donde la sucesión de los días, aparte de aportarnos arrugas en la piel, dejan tras de sí las huellas de nuestras pisadas y el aroma de nuestro aliento. Un aliento que el inadaptado busca en soledad, como en soledad surgen las canciones de un Enrique Urquijo condenado a ser el protagonista de cada una de sus letras y canciones. Una manera de estar en la vida que te obliga a permanecer siempre desnudo ante los demás, lo que supone que partes con desventaja si no estás preparado a aceptar ese duelo donde tú ya sabes que acabarás perdiendo. Si bien es cierto que el mundo de los perdedores se aferra a nuestra memoria de una manera intangible a nuestros deseos, porque de una u otra forma, acabamos convirtiéndoles en héroes de aquello que nosotros nunca fuimos capaces de pensar, sentir o vivir. Caras de una derrota que, sin embargo, también poseen máscaras en las que cobijar todo aquello que nos da miedo compartir. Máscaras que se convierten en sombras que nos persiguen hasta la muerte y se transforman en las dos caras de una misma moneda. 

Los Secretos ya forman parte de la banda sonora de varias generaciones de españoles que crecieron con sus canciones y éstos a su vez las hicieron partícipes con sus amigos, hijos, e incluso nietos. La melancolía, esa niebla que nos atrapa cuando menos lo esperamos, aquí se ha convertido en una fuerza que se levanta cada día al lado de esa última esperanza que marcha inherente al ser humano, pues no hay nada más genuino que la melodía de una canción para sentirnos únicos y retrotraernos a tiempos donde fuimos felices, porque ahí reside la magia de la música: hacer felices a los demás por más que nuestras mejillas en ocasiones se nos llenen de lágrimas cuando las escuchamos. 

El rastro de los recuerdos me lleva ahora hasta finales de 1994 o principios de 1995, cuando vi a Enrique Urquijo con Los Secretos por última vez. Lo hice en una sala de Zaragoza, la ciudad en la que se encontraba Álvaro cuando su mujer le comunicó la muerte de Enrique. Casualidad o no, el destino va surcando nuestras vidas con la pericia de aquel que cree «nunca ha estado en ningún sitio al quisiera ir» como nos dijo Joan Didion. Entonces, el paso del tiempo se comporta como un boomerang que te golpean en la sien del alma… 

… A veces, cuando alguien te dice Déjame lo hace Sobre un vidrio mojado húmedo por el caudal de nuestras lágrimas. Igual que aquella Otra tarde que ya No me imagino, porque ahora Solo quiero beber hasta perder el control. Y sí, sé Buena chica por más que te perdieras en La calle del olvido y me dijeras aquello de que Solo estás. A lo que yo te respondí: Soy como dos. Sin embargo, me di cuenta tarde de que Y no amanece porque estoy perdido entre tus Ojos de gata Buscando aquello que fui. Y Hoy no, no quiero Cambio de planes, porque tan solo me queda la compañía de mi Amiga la mala suerte. Colgado, pero a tu lado. Dos caras distintas de ti y de mí. Por eso te digo: Agárrate a mí María que todo Solo ha sido un sueño. 

Este mes de noviembre salen a la luz los dos últimos proyectos de Los Secretos. Siempre hay un precio (editorial Espasa) una biografía del grupo escrita por Álvaro Urquijo —que llega a las librerías el próximo 18 de noviembre—, donde cuenta en primera persona toda la historia de Los Secretos desde sus orígenes hasta hoy. Y, el día 19 de noviembre, sale a la venta el disco Desde que no nos vemos; un larga duración como homenaje por el vigésimo aniversario del fallecimiento de Enrique Urquijo. Un CD+DVD grabado el 17 de noviembre de 2019 en el Wizink Center de Madrid. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 9 de noviembre de 2021

CARSON McCULLERS, EL CORAZÓN ES UN CAZADOR SOLITARIO: EL CARÁCTER SECRETO DEL AMOR


 

La fuerza del amor y sus contradicciones. Secretos y frustraciones que yacen en el más oscuro de los silencios. Fuerzas que unidas conforman una corriente de aguas salvajes. Aguas salvajes y transparentes que discurren por el perfil de las montañas en busca de su final. Un final cuyo magnetismo no se fabrica únicamente de los encuentros que lo cimentan, sino también de los desencuentros que lo desvían de su objetivo. Es en esos desencuentros donde tenemos acceso al mundo de olvidados y perdedores en el que la joven escritora Carson McCullers (esta es su primera novela escrita con 23 años) sitúa la narración del carácter secreto del amor a la que tituló El corazón es una cazador solitario. Un amor universal y que siempre creemos único. Un amor sin más límites que el de nuestros sueños. Un amor que, en demasiadas ocasiones, no se llega consolidar en la realidad. De esas frustraciones y de sus ecos nacen las relaciones que se entrelazan en una ciudad olvidada del sur de los Estados Unidos donde la autora sitúa esta novela. Siempre se nos dice que la literatura está plagada de historias de perdedores, aquellos con los que los lectores mejor se identifican (quizá porque ellos también lo sean), y esta es una de esas historias de perdedores donde lo importante no es aquello que ocurre o se nos cuenta, sino lo que no se nos muestra. Ese punto de misterio y secreto Carson McCulllers nos lo van construyendo de una forma lenta y en apariencia sencilla (nada más lejos de la realidad), para a partir de ahí, levantar un clásico de la literatura norteamericana por su capacidad para abrir puertas por las que dejar transcurrir las vidas y los deseos de unos personajes que no consiguen que la flecha de Cupido acabe en el corazón de la persona a la que aman. 

El punto de partida de El corazón es un cazador solitario es John Singer, un sordomudo enamorado de su amigo. Un personaje que se convierte en el armazón de una historia que gira entorno a sus silencios y a la capacidad que los demás depositan en él a través de la falta de comunicación. De esa profunda incomunicación nacen los deseos hacia él de la joven Mick Kelly, del alcohólico Jake Blount, del dueño del restaurante donde todos paran Biff Brannon, y del doctor Copeland, un médico negro con ideas revolucionarias. En este sentido, Singer se convierte para todos ellos en una especie de santo al que confesarle sus secretos, anhelos y frustraciones. Esa capacidad que tienen los demás de convertirle en un gigantesco buzón de sus deseos es la que utiliza Carson McCullers para incidir en todo aquello de negativo que existe en la incomunicación, pues en demasiadas ocasiones se transforma en una falsa versión de la realidad. Es en esos mundos paralelos, es donde la ficción que nos propone la autora sureña alcanza altas cotas de literatura. Literatura que araña sobre lo más profundo de la naturaleza humana. Literatura que nos relata la necesidad de dar a conocer nuestros sentimientos y frustraciones. Una búsqueda de emociones que McCullers no solo aborda a través de sus personajes, sino también mediante la situación política internacional (la acción se sitúa en la década de los años 30), el racismo o la lucha de clases. Todo ello envuelto en un papel cebolla que actúa como distorsionador de la realidad y, que hace del aislamiento de unos personajes perdidos en sus propias vidas, unos héroes sin voz. Héroes de vidas sencillas, anónimas y atormentadas. Héroes sin voz cuya máxima necesidad es la de salir de ese sarcófago vital. Una necesidad que McCullers nos narra en esta larga novela donde el mundo es un aparte de aquello en lo que ella fija su mirada, una joven de 23 años que analiza de una forma puntiaguda el mundo interior de cada uno de sus personajes. Personajes solitarios que a lo largo de su carrera fueron los protagonistas de sus historias. Historias cargadas del simbolismo de la inocencia que va en busca de una felicidad que, quizá, no exista, pero que quizá, también, sea el motor que mueve el mundo de mediante una sinergia de fuerzas encontradas que chocan una y otra vez entre sí para dar a luz algo nuevo: la vida que se crea con el amor. El de un hijo hacia su madre. El de una joven hacia una persona adulta. El de un médico negro hacia sus semejantes. O el de un joven hacia su amigo. Porque, quizá, todos ellos sean ejemplos del carácter secreto del amor. 

Ángel Silvelo Gabriel.

sábado, 30 de octubre de 2021

EXPOSICIÓN DE AD REINHARDT EN LA FUNDACIÓN JUAN MARCH DE MADRID, “EL ARTE ES EL ARTE Y TODO LO DEMÁS ES TODO LO DEMÁS: CUANDO MIRAR NO ES TAN FÁCIL COMO PARECE


 

Nadie nos enseña a mirar, como tampoco nadie nos enseña a amar o a encontrar el verdadero sentido de la vida, que para cada uno de nosotros representa nuestro particular deambular por el mundo. Quizá, si nos parásemos a observar en lo más profundo del alma humana llegaríamos a atisbar algo de luz en el universo de tinieblas en el que nos desenvolvemos. Pero quizá no sea tan sencillo, porque mirar no es tan fácil como parece. Bajo la imagen que se nos presenta día a día hay un trasfondo que apenas nos limitamos a escudriñar. Sí, por falta de tiempo. Pero también por esa falta de interés que a medida que avanzan los años nos va sepultando en la mediocridad como si fuera una lava volcánica que no para de cubrir las laderas de las que procede. Contra todo, contra todos, surge el arte como sentimiento o el arte en sí mismo. Una expresión del ser humano que, como la del artista, busca un límite, además de la complicidad de los otros para desentrañar su verdadero significado. El pintor Jordi Teixidor nos habla de esta exposición como «la pintura del límite… o como lo que no se ve es lo que hay que ver». De ahí, sin duda, nace la reinterpretación de la esencia de la que estamos hechos. De la necesidad de inmiscuirnos en las entrañas de un arte que es pura abstracción y sentimiento por descubrir y disfrutar. Los cuadros de Reinhardt necesitan de esa cómplice mirada del espectador y de la necesidad del tiempo para poco a poco introducirnos en sus múltiples capas. Capas que nos hablan de lo abstracto y lo teórico, pero también del amor y la belleza. De la vida y la muerte. De lo incógnito y del descubrimiento. Magmas de colores que se cruzan e interseccionan. Que se trasponen y suplementan. Que se funden y se confunden en unas gamas cromáticas rojas, azules que, al final de su vida, llegan al no color: el negro. 

Brumosos, esquemáticos, a veces coloridos y siempre difuminados. Cromáticos…, sus formas poco a poco se diluyen en colores que se acercan y alejan, hasta llegar a encontrar la profundidad del color negro, donde también descansan cruces e intersecciones sobre las que se deposita la verdadera naturaleza del arte: aquella que nace de la abstracción del alma. Arte despojado de palabras. Arte que se define a sí mismo y en sí mismo. Un mimetismo pictórico protagonizado por un único deseo: el de observar la nada. Una nada capaz por sí sola de despertar emociones en el espectador. «El arte es el arte…» y, quizá por ello, admirar su plasticidad y su significado sean tareas difíciles de asumir por un mundo que se precipita en la búsqueda de materiales y elementos huecos, sin esencia y sin la multiplicidad de significados que poseen las obras de arte en sí misma. El arte es el arte y no admite más alternativa que la búsqueda de la belleza que, en el caso de Ad Reinhardt y esta exposición, sea la búsqueda de lo más esencial y primitivo que pertenece al ser humano: la necesidad de formularnos una y mil preguntas para poder llegar a encontrar alguna respuesta a todo aquello que nos mueve y nos conmueve como seres sensibles. 

La exposición de la Fundación Juan March está divida en dos. Por un lado, la sala recoge la muestra plástica de este artista minimalista norteamericano que se afanó en buscar la esencia de la vida a través de sus cuadros; y, por otro, una sala donde a modo de cronología se muestra la faceta del artista como profesor, escritor e ilustrador, junto a diapositivas de contenido artístico, que utilizó como herramienta educativa en sus clases y conferencias, algunas ilustraciones en libros, revistas, periódicos, viñetas, cómics artísticos y material diverso. En definitiva, una exposición que busca la opción de la pregunta o la interrogación, para mediante la duda que nos genera, permitirnos llegar a espacios y lugares en los que antes no habíamos estado o tan siquiera pensábamos que existieran. Quizá, porque mirar no es tan fácil como parece. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 24 de octubre de 2021

EL RASCACIELOS, MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO


 

Soñar para mentirse. Soñar que se había convertido en un enorme rascacielos en el puerto de Málaga. Tan grande como él. ¡Pero tan distinto! Soñar y desear. Un soñar y un desear en los que existía la posibilidad de llegar a ser otro. Como él, que antes formaba parte del paisaje desde que sus creadores le concibieron como un elemento más de la naturaleza, y ahora era un dinosaurio-holograma que no dejaba huellas cuando se desplazaba. Sin embargo, al despertar, el rascacielos no estaba allí y sus huellas habían desaparecido. El arte de la fuga, se dijo, mientras miraba hacia el puerto y su Farola. Una imagen donde la cultura del paisaje era un deseo. Un deseo hecho de poesía e ilusión. Ilusión del que no se rinde. Poesía del que reclama la mirada del otro para ser completo. Como él, que nunca quiso dejar de ser aquello que era.

Ángel Silvelo Gabriel


miércoles, 20 de octubre de 2021

ANDRÉS ORTIZ TAFUR, LOS ÚLTIMOS DESEOS: LAS SOMBRAS DE LA VIDA

 


Las huellas de nuestras vidas en ocasiones descansan en la esponjosidad de una nube, o en la piedra que una vez removimos en nuestra infancia y ahora yace en la inmensidad de una montaña perdida. En esos vericuetos de los que no somos conscientes residen nuestras anónimas proezas. Logros que se difuminan con el paso de los días y que, de repente, acuden a nuestros recuerdos para que no nos olvidemos de lo que un día fuimos. El viaje y sus etapas. La vida y sus curvas. El trasunto y sus incondicionales sorpresas. Las sombras de la vida que van y vienen en forma de nube o roca enviándonos esos mensajes a los que demasiadas veces no prestamos atención. Como dice Andrés Ortiz Tafur en uno de los microtextos de Los últimos deseos: «Me pregunto dónde irá el tiempo que vivimos y olvidamos porque al poco otro suceso lo resuelve superfluo». Tiempo. De esa dictadura de la inmediatez y el instante nace Los últimos deseos: reflexiones, anécdotas recuerdos, miradas, rastros, confesiones, e incluso alguna certeza que en forma de latigazos lucha a través de la palabra contra aquello que nos invade como la peor de las desgracias: la natural imposición de lo efímero. Andrés Ortiz Tafur pone freno a tanto desmán escarbando una vez más en lo más profundo del alma humana. Un ejercicio que le lleva a vigilar las nubes y las rocas, o el horizonte y sus aledaños. Todas ellas sombras de la vida. Accidentes que permanecen en la memoria por mucho tiempo que transcurra, porque son las heridas que de verdad dejan una huella indeleble en nuestras vidas. Los padres, los vecinos, los amigos, la pareja, o la actualidad, se van dando la mano en una continua película hecha a base de pequeños textos que al autor le sirven de excusa para reflexionar sobre aquello que para él es importante, es decir, sobre lo que en verdad debería importar: a él y a todo el mundo. De ese modo, lo minúsculo se impone a lo general, y lo mágico empuja a lo real sin pedir más permiso que la licencia que el autor se permite a la hora de mostrarnos su clásica cláusula de cierre en cada texto. Una cláusula donde la anécdota acaba siendo derrotada por la innegociable verdad de la intrahistoria que nos cuenta. Narrador, contador, trovador de palabras, poeta..., en Los últimos deseos vamos de la mano de Tafur del mismo modo que lo hemos hecho en sus anteriores trabajos: con sus conversaciones y desencuentros con Dios, con un tema que en ocasiones se vuelve recurrente como lo es la España vaciada y su comparación con las grandes urbes, y con esa naturaleza del paisaje que te permite ver y reflexionar sobre cuál es su lugar en el mundo. Aquí, sin embargo, nos enfrentamos a un Andrés Ortiz Tafur más íntimo y cercano si cabe, donde todo es lo que parece, o mejor dicho, donde todo es lo que él nos quiere mostrar en la forma que lo hace. 

Muchos de estos textos están escritos a modo de relatos cortos o microrrelatos, con esa suerte de final que busca romper con todo lo dicho, lo que nos obliga a ampliar el horizonte que hasta ese momento estábamos observando. Un acto, el de levantar la mirada, que nos hace ser conscientes de ese mundo de sombras en el que se nos aparece la yegua Macarena en mitad de la pradera sin pedírselo, como si fuera un unicornio de un cuento infantil. Un efecto óptico y onírico como manifestación de la necesidad que nos obliga a regresar a nuestra infancia: «He encontrado un pañuelo de mi padre, uno de esos pañuelos de tela que antes de que todo lo concibiéramos para usar y tirar servían para sonarse los mocos… De mi padre heredé la libertad y un pañuelo». O a la nostalgia de la juventud en forma de besos: «… el pub Nelson era uno de esos sitios en los que las mesas a dos, con besos y caricias, estaban al orden del día. Hoy, me costaría encontrar un sitio en el que un morreo de aquellos no llame la atención. Y lo habrá, claro… el primer mañana siempre se construye con besos y caricias. Lástima que a ese lo sucedan otros. Lástima». O al recuerdo de nuestros muertos: «Hace como cuarenta y cinco años que no me orino en la cama… También imagino que llegará un momento en que no resulte raro que vuelva a orinarme en las sábanas y a necesitar ayuda para caminar y comer… De modo que me hallo en el instante perfecto para renunciar a Halloween y a sus estúpidas calabazas y reivindicar con furia el día de los muertos que nos enseñaron a caminar. Y eso hago. Besos, mamá». O esa conciencia lúcida de nuestro paso por la vida y lo efímera que es la eternidad en uno de los mejores textos de este libro: «Mis cenizas, en un bar, a la orilla de la barra, donde pisan los del carajillo y la copa de coñac; sin ceremonia ni llantos ni brindis siquiera… Y cuando se alcance la hora de cierre y el camarero resople y suba la fin el volumen de la música y baje la persiana, que me cepille con cuidado y a la basura. Hasta ahí mi existencia». 

Como diría Andrés, Los últimos deseos son los haces de luz que desde Santiago-Pontones iluminan el resto del mundo. Un mundo que puede ser tan pequeño como deseemos o tan inmenso como argumentemos. Un mundo que descansa y permanece junto al río Madera y la Venta Rampias. Un mundo definido por la sierra de Segura y sus ventas y valles. Un espacio que fue retratado por Lola Buendía López en su novela Los valles olvidados (con la que ganó el premio Diputación de Jaén para Escritores Noveles en el año 2008); un relato donde nos ofrecía otra mirada de la vida a través del rastreo en las costumbres de la gentes de esta sierra de Jaén. Una sierra que Andrés ha hecho suya como una parte inseparable de su vida y, que gracias a su verbo y prosa, de alguna forma también nos pertenece a todos. Una sierra en la que habitan nubes y rocas que, igual que ocurre con los últimos deseos, se precipitan por las sombras de la vida. 

Ángel Silvelo Gabriel.