Las huellas de nuestras vidas en ocasiones descansan en la esponjosidad de una nube, o en la piedra que una vez removimos en nuestra infancia y ahora yace en la inmensidad de una montaña perdida. En esos vericuetos de los que no somos conscientes residen nuestras anónimas proezas. Logros que se difuminan con el paso de los días y que, de repente, acuden a nuestros recuerdos para que no nos olvidemos de lo que un día fuimos. El viaje y sus etapas. La vida y sus curvas. El trasunto y sus incondicionales sorpresas. Las sombras de la vida que van y vienen en forma de nube o roca enviándonos esos mensajes a los que demasiadas veces no prestamos atención. Como dice Andrés Ortiz Tafur en uno de los microtextos de Los últimos deseos: «Me pregunto dónde irá el tiempo que vivimos y olvidamos porque al poco otro suceso lo resuelve superfluo». Tiempo. De esa dictadura de la inmediatez y el instante nace Los últimos deseos: reflexiones, anécdotas recuerdos, miradas, rastros, confesiones, e incluso alguna certeza que en forma de latigazos lucha a través de la palabra contra aquello que nos invade como la peor de las desgracias: la natural imposición de lo efímero. Andrés Ortiz Tafur pone freno a tanto desmán escarbando una vez más en lo más profundo del alma humana. Un ejercicio que le lleva a vigilar las nubes y las rocas, o el horizonte y sus aledaños. Todas ellas sombras de la vida. Accidentes que permanecen en la memoria por mucho tiempo que transcurra, porque son las heridas que de verdad dejan una huella indeleble en nuestras vidas. Los padres, los vecinos, los amigos, la pareja, o la actualidad, se van dando la mano en una continua película hecha a base de pequeños textos que al autor le sirven de excusa para reflexionar sobre aquello que para él es importante, es decir, sobre lo que en verdad debería importar: a él y a todo el mundo. De ese modo, lo minúsculo se impone a lo general, y lo mágico empuja a lo real sin pedir más permiso que la licencia que el autor se permite a la hora de mostrarnos su clásica cláusula de cierre en cada texto. Una cláusula donde la anécdota acaba siendo derrotada por la innegociable verdad de la intrahistoria que nos cuenta. Narrador, contador, trovador de palabras, poeta..., en Los últimos deseos vamos de la mano de Tafur del mismo modo que lo hemos hecho en sus anteriores trabajos: con sus conversaciones y desencuentros con Dios, con un tema que en ocasiones se vuelve recurrente como lo es la España vaciada y su comparación con las grandes urbes, y con esa naturaleza del paisaje que te permite ver y reflexionar sobre cuál es su lugar en el mundo. Aquí, sin embargo, nos enfrentamos a un Andrés Ortiz Tafur más íntimo y cercano si cabe, donde todo es lo que parece, o mejor dicho, donde todo es lo que él nos quiere mostrar en la forma que lo hace.
Muchos de estos textos están escritos a modo de relatos cortos o microrrelatos, con esa suerte de final que busca romper con todo lo dicho, lo que nos obliga a ampliar el horizonte que hasta ese momento estábamos observando. Un acto, el de levantar la mirada, que nos hace ser conscientes de ese mundo de sombras en el que se nos aparece la yegua Macarena en mitad de la pradera sin pedírselo, como si fuera un unicornio de un cuento infantil. Un efecto óptico y onírico como manifestación de la necesidad que nos obliga a regresar a nuestra infancia: «He encontrado un pañuelo de mi padre, uno de esos pañuelos de tela que antes de que todo lo concibiéramos para usar y tirar servían para sonarse los mocos… De mi padre heredé la libertad y un pañuelo». O a la nostalgia de la juventud en forma de besos: «… el pub Nelson era uno de esos sitios en los que las mesas a dos, con besos y caricias, estaban al orden del día. Hoy, me costaría encontrar un sitio en el que un morreo de aquellos no llame la atención. Y lo habrá, claro… el primer mañana siempre se construye con besos y caricias. Lástima que a ese lo sucedan otros. Lástima». O al recuerdo de nuestros muertos: «Hace como cuarenta y cinco años que no me orino en la cama… También imagino que llegará un momento en que no resulte raro que vuelva a orinarme en las sábanas y a necesitar ayuda para caminar y comer… De modo que me hallo en el instante perfecto para renunciar a Halloween y a sus estúpidas calabazas y reivindicar con furia el día de los muertos que nos enseñaron a caminar. Y eso hago. Besos, mamá». O esa conciencia lúcida de nuestro paso por la vida y lo efímera que es la eternidad en uno de los mejores textos de este libro: «Mis cenizas, en un bar, a la orilla de la barra, donde pisan los del carajillo y la copa de coñac; sin ceremonia ni llantos ni brindis siquiera… Y cuando se alcance la hora de cierre y el camarero resople y suba la fin el volumen de la música y baje la persiana, que me cepille con cuidado y a la basura. Hasta ahí mi existencia».
Como diría Andrés, Los últimos deseos son los haces de luz que desde Santiago-Pontones iluminan el resto del mundo. Un mundo que puede ser tan pequeño como deseemos o tan inmenso como argumentemos. Un mundo que descansa y permanece junto al río Madera y la Venta Rampias. Un mundo definido por la sierra de Segura y sus ventas y valles. Un espacio que fue retratado por Lola Buendía López en su novela Los valles olvidados (con la que ganó el premio Diputación de Jaén para Escritores Noveles en el año 2008); un relato donde nos ofrecía otra mirada de la vida a través del rastreo en las costumbres de la gentes de esta sierra de Jaén. Una sierra que Andrés ha hecho suya como una parte inseparable de su vida y, que gracias a su verbo y prosa, de alguna forma también nos pertenece a todos. Una sierra en la que habitan nubes y rocas que, igual que ocurre con los últimos deseos, se precipitan por las sombras de la vida.
Ángel Silvelo Gabriel.
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