lunes, 24 de febrero de 2025

LA SEÑORITA DE TREVÉLEZ DE CARLOS ARNICHES BAJO LA DIRECCIÓN DE JUAN CARLOS PÉREZ DE LA FUENTE: EL AMOR Y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD


 

El amor y la búsqueda de la felicidad frente a la chanza, el embuste, o el engaño como patrimonio de esa vida que, al primero que se le precita encima, es al que la patrocina. Siempre se dice que la mentira tiene las patas muy cortas, y a eso es a lo que asistimos en esta magnífica reposición de La señorita de Trevélez de Carlos Arniches en versión de Ignacio García May y dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente. Lo primero que hay que decir de esta nueva puesta en escena es el gran homenaje que Pérez de la Fuente hace al teatro español con mayúsculas. Un reconocimiento que ya está implícito en la antesala de la función con el más que acertado holograma de Fernando Fernán Gómez que, aparte de dar nombre al Centro Cultural de la Villa de Madrid, con su presencia, nos recuerda a ese genio tan particular como entrañable que fue. A este recordatorio, hay que añadir la mención que se hace a lo largo del texto —un texto con un lenguaje vivaz, elocuente, arrollador, a veces, inteligente siempre, por lo que tiene de actual la versión de Ignacio García May, con frases absolutamente geniales: «Cuando hay que ocultar algo, nada mejor que la prensa», lo que se reafirma con el nombre de los periódicos, «La Voz, El Baluarte, La Muralla» — de autores como El Arcipreste de Hita, José Zorrilla, Tamayo y Baus o, allende de nuestras fronteras, del propio Hamlet: «Volved a Hamlet, volved a Hamlet», como nos recuerda uno de los actores. A lo que hay sumar la extraordinaria dirección de actores de Pérez de la Fuente, a través de unas perfectas y coordinadas coreografías, entradas y salidas de actores, fiestas o bailes, que nos hablan de su gran capacidad a la hora de transmitirnos el don del ritmo consecuente con un texto actual y único. Una más que notable manifestación de ese TEATRO TOTAL, al que asistimos a lo largo de la obra que, por no obviar, no olvida ni al público asistente a través de la interacción de los actores con el patio de butacas. En esta plenitud teatral hay que resaltar también la espectacular escenografía de Ana Garay con tintes tan acertados y cómicos como son los balcones móviles que acompañan a los actores, y el diseño de vestuario de Almudena Rodríguez Huertas, con detalles tan únicos como expresivos —no se pierdan los majestuosos alfileres de las chaquetas de los actores—. Un elenco actoral que, su director, ha sabido elegir y unir con un acierto encomiable, pues desde el primero al último de ellos/as, está a gran altura a la hora de dar vida a sus personajes. Si Daniel Albaladejo como D. Gonzalo está inconmensurable, Silvia de Pé como Flora de Trevélez está aún mejor, si cabe tal calificativo. Lo mismo se puede decir de Daniel Diges como Numeriano, o Críspulo Cabezas como Tito Guiloya, y del resto del reparto que, con gran acierto, dan vida a esta obra de Carlos Arniches que se nos presenta más actual que nunca con ese doble sentido de las palabras, o el aguijón directo ante la realidad de un país como el nuestro: «Tapamos una mentira con otra más gorda, como el Gobierno de la Nación». ¿Acaso cabe más verdad en una sola frase? O esta otra: «Se mata con libros y no con armas». 

Además de todo lo dicho, La señorita de Trevélez es, ante todo, la representación del amor como fuente de virtud y sumidero de desdichas que surge como gran homenaje al teatro, pues es el amor el que desde un inicio, con la introducción del Don Juan Tenorio, hasta el final, cuando se descubre la chanza o enredo de la obra, el que mueve entre bambalinas no sólo la acción, sino también el alma de la obra, porque como muy bien se nos recuerda a lo largo de la misma y al final: «La felicidad es un pájaro azul que se posa en un minuto de nuestra vida y que cuando remonta el vuelo, Dios sabe en qué otro minuto se volverá a posar». Bendito pájaro azul que representa al amor y la búsqueda de la felicidad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 21 de febrero de 2025

TERESA URCELAY, EL PERRO Y EL CORDERO: AULLIDOS DE UN CORAZÓN SALVAJE

 


Heridas y sus hallazgos. Grietas y la esperanza que tras ellas haya algo de luz. Preguntas que buscan respuestas tras el color púrpura de unas trenzas doradas recién cortadas. Caminos y sendas que narran las pérdidas que transitan de la niñez a la adolescencia, y de esa insatisfacción de la que están hechos los sueños. Aullidos del perro y el cordero. Aullidos de un corazón salvaje. Ahí es donde se encuentran una parte de los enigmas y razones de este alumbramiento literario. Un debut, el de Teresa Urcelay, que expresa muy bien la valentía que conlleva el hecho de ponerse a escribir. Una valentía que ella refleja en poemas llenos de rasguños e insatisfacciones. De dudas y sangre. Una sangre que brota y recorre su piel. Sangre observada desde un lirismo que no entiende de más cortapisas que la propia vida. Sangre caliente llena de verdad. La suya. La propia. En sus versos, una vez más, asistimos al rescate de una vida a través de la literatura. Un trasunto que nos zarandea y, a veces, nos muestra el reflejo de la luz del sol que se detiene como un halo de magia sobre nuestros sentidos. En este sentido El perro y el cordero es un testamento autobiográfico —¿quién dijo que la autoficción está sobrevalorada?— en el que Teresa mira sin miedo a sus entrañas. A esa necesidad que la lleva a preguntarse: «¿Y si todo no es más que esto?», o «Si es todo sonreiré, pero […] Un corazón que solo ha conocido el hambre; el hambre es lo único cierto.» Una necesidad de saber y conocer que la lleva a transitar y experimentar con una multiplicidad de voces: la propia, la de la madre, las amigas, o el padre. Versiones distintas sobre los recuerdos que la llevan a forjar una expresividad en sus poemas que desembocan en la parte de atrás de los sentimientos. Oscuridades que marcan la ira, el egoísmo y la furia, sobre todo, cuando aborda temas como la fe, la religión, la maternidad o la comida. Ahí, donde coge la mano de la madre y, a su vez, la rechaza, asistimos a la demarcación de un espacio propio, donde la hija y el reflejo de la madre, y viceversa, conforman un universo cerrado que no deja de dar vueltas sobre sí mismo. Un caleidoscopio —como diría la autora—, que acepta una gran amalgama de colores y sensaciones que nos descubren influencias como la de Sylvia Plath: «Imaginé que volverías como dijiste, / Pero crecí y olvidé tu nombre/ (Creo que te inventé en mi mente)». 

El perro y el cordero también deposita su atención sobre los mitos como, por ejemplo, lo son las figuras de Perséfone o Galatea; o la religión, a través de la Virgen María que, a su vez, se desdobla en María Madre, o María como símbolo de pureza. Metáforas que la autora emplea para retrotraer al presente los recuerdos de su nacimiento: «Hay un reloj colgado en la pared/ de esta habitación del Hospital Reina Sofía / que ofrece su tranquila canción y da la una. / Con su perdón, espero a nacer / en la quietud de esta madrugada sin luna. […] Fuera es enero, las carreteras están heladas»; o de su niñez, adolescencia, o el colegio y sus amigas. Tránsitos que avanzan a lo largo y ancho de los días sin nada —en algunos aspectos sus proclamas nos recuerdan a la biografía del desasosiego que abrazó con tanta intensidad Fernando Pessoa— y la obligan a replantearse: «Y si hay más, ¿cómo saberlo?». Inquietudes que poco a poco encontrarán nuevos interrogantes y salidas, como se puede apreciar en el tercer bloque de este poemario en el que ya se atisban los primeros destellos de la aceptación del propio cuerpo y el nacimiento del deseo.   

Teresa Urcelay en El perro y el cordero da luz a un maduro y prometedor nacimiento literario forjado en ese desasosiego vital que nos condena a la duda. Una duda que nos mantiene vivos y en alerta. Una duda por la que no hay que pedir perdón, aunque éste sea la mejor fórmula para expresar un resurgimiento bajo el eco de los aullidos de un corazón salvaje.

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 13 de febrero de 2025

ANTONIO TOCORNAL, ÁRIDA: UN VIAJE HACIA LA NADA

 




Siempre hay un punto final. Un exilio del que nunca regresaremos. Un camino que acaba. O una estación de tren cuyas vías no continúan. Sin embargo, en ese despeñadero del mundo también habitan los sueños. Crueles. Etéreos. Inmateriales. Sueños que son el espacio invisible donde habita la fuerza motriz que nos trae y nos lleva, y a la vez, nos deja varados. ¿Existen la vida y el mundo? ¿O acaso el más allá? Preguntas que precisan de una respuesta que no siempre tenemos a mano. Por imposible. O inalcanzable a la mente humana. A la mente racional, por supuesto. Para indagar en todo ello Antonio Tocornal nos invita a visitar Árida. Un espacio onírico. Fantasmal. Y maldito. Meta, destino, y punto final de vidas y encuentros. ¿Qué es la vida sino un indeterminado número de encuentros? Relaciones donde la accidental y lo mágico se revuelven en una serie de crueldad divina. De fantasmagoría bíblica. Relaciones, eso sí, sin biblia ni santos. Para parapetadas en diatribas sin auxilio posible. Historias al margen de una realidad que no tiene más espacio que el de la senda que llevará a cada uno de los personajes de esta novela a un territorio llamado Árida. Convirtiéndolos es un viaje hacia la nada. Esta novelle, a medio camino entre la alegoría y lo fantasmagórico, crea un territorio propio. Del mismo modo que Rulfo creó Comala —de lo que se da nota en la antesala de esta historia—, o Faulkner, Yoknapatawpha; o Benet, Región; o Luis Mateo Díez, Celama, sólo por poner algunos ejemplos. Desde esa inmaterialidad existencial presente en Árida surgen una serie de historias en las que la literatura se transforma en materia. Materia y locura que se desarrolla a lo largo de un desierto. De su arena. De su sol. Hábitat de una desolación que surge como un dios que todo lo observa y determina. Un hábitat en forma de desierto que representa al tiempo y su medida. Y, así, de la mano del escritor gaditano, afincado en Mallorca, vamos descubriendo vidas y sufrimientos. Torturas y sus reflejos. Deseos incumplidos. Y batallas perdidas. En un universo propio de zombis sin piel ni hueso, pero a los que aún les queda esa porción de vida que es el alma. 

Árida es un territorio propio de penitencias y de lucha. La del ser humano frente a la muerte. Contra el tiempo y la ausencia de recuerdos. Contra el viento que borra huellas y vidas. Y, sobre todo, es la historia de tenacidades que nunca se rinden ante el olvido. Así nos lo cuenta el personaje de La guardesa, argamasa de las historias de esta historia cuyo punto final es Árida, ciudad-fantasma que representa un viaje hacia el punto final donde se halla la nada. Esa nada que nos recuerda que: «polvo eres y en polvo te convertirás». Desde esa hipotética nada surge un modo de narrar cargado de tintes surrealistas donde la crudeza de la realidad se da la mano con el suspiro poético presente en muchas de sus frases. Construcciones gramaticales que van y vienen para darle a la novela un carácter cíclico, pues ese es uno de los mensajes que la misma atesora. Formas de expresión que vienen determinadas por la importancia que el autor le da al estilo narrativo —tan denostado en la última época—, fijando su atención en cómo se cuenta una historia que, por no tener, no precisa de un principio y un final, aunque esta novela los tenga, sino que se trata de crear universos literarios que buscan la excelencia por encima de la banalidad actual, y dejan al lector ese margen de reinterpretación de un texto que habla de todos nosotros. De ese último viaje hacia la nada. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 10 de febrero de 2025

SAKIKO NOMURA, EXPOSICIÓN FOTOGRÁFICA “TIERNA ES LA NOCHE” EN LA FUNDACIÓN MAPFRE: EL MUNDO A TRAVÉS DE LAS SOMBRAS

 



Caminar con paso decidido entre sombras. Por universos que nacen de un instinto felino capaz por sí solo de dar vida a lo inimaginable por incierto. Un casi negro sobre negro. O, quizá, la exploración del sueño sobre la realidad. Ahí, donde las formas pierden sus límites y adentramos en la vulnerabilidad del mundo sensible. Un territorio donde las percepciones no precisan de lo empírico, y sí de lo onírico. De esa fuerza brutal de lo indeciso e inesperado surgen las naturalezas apenas adivinadas, los cuerpos desnudos difuminados en la oscuridad, o las flores sobre un intenso fondo negro que la fotógrafa japonesa Sakiko Nomura expone en la Fundación Mapfre de Madrid. Una primera y gran retrospectiva de la artista nipona que nos muestra su gran habilidad a la hora de mostrarnos los universos ocultos que se nos hacen presentes sin que nosotros, en una primera instancia, seamos capaces de adivinar. De esa ambivalencia entre la luz y la oscuridad surgen mundos que nos abren puertas hacia nuevos territorios donde se dan la mano el hiperrealismo fotográfico de sus grandes flores e intensos colores que se nos aparecen como retratos no humanos de vida y solemnidad, pues solemne es la apuesta que se nos muestra delante de nuestros ojos; hasta sus cuerpos desnudos cargados de un erotismo y una sensualidad explícita. De esa primigenia forma de mirar el mundo tan presente en su obra, Sakiko Nomura se revuelve sobre sí misma para deleitarnos con espacios inertes y cotidianos de unas naturalezas muertas compuestas de árboles que nacen de la noche más oscura, como si fueran unos mágicos fuegos artificiales que se nos aparecen sin pedirlo en modo de mágica sorpresa, pues deambulan por un alambre difuso entre lo visto y lo sorprendente. Aquí es donde podríamos decir que sus fotografías nos relatan escenarios propios de las películas de David Lynch, con personajes agazapados en la noche, como es por ejemplo la instantánea del elefante manteniendo el equilibrio, y que nos sugieren la percepción de lo onírico de una forma directa. Oscuridades y sombras que nos narran un mundo subversivo como es el que transcurre en las horas en las que el mundo duerme, salvo nuestro inconsciente. 

Tierna es la noche también es un viaje literario a lo largo de los cuerpos desnudos de hombres (sobre todo) que se enfrentan a camas de sábanas blancas, en contrapunto con la tez más oscura de sus modelos. Hombres-modelo en los que se percibe la búsqueda de la empatía del espectador en un juego de atracción y escapismo cuando el retrato se pierde en la densa oscuridad de una noche que se desdeña como fruto del deseo. Imágenes que también nos muestran la amplitud del deseo en los cuerpos entrelazados en los que, en este caso, se nos priva de la visualización de los rostros, para dejarlo todo en mano de la imaginación del espectador. Aquí es donde la artista japonesa rinde homenaje al escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald, y donde nos revela, de alguna forma, la fascinación por esa primera opulencia que más tarde se apaga hasta caer en un pleno declive. Esa búsqueda inicial del deseo a través de cuerpos jóvenes y atractivos es en algún sentido tierna, a la vez que provocadora, por lo que tiene de invasiva en nuestros sentidos, por tratarse de imágenes que tienen tanta fuerza que nos invitan a imaginar y a completar lo que se nos muestra: el mundo a través de las sombras.  

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 7 de febrero de 2025

SÁNDOR MÁRAI, EL MATARIFE: UN RETRATO ATEMPORAL Y LÚCIDO DE LAS MÁS OSCURAS MISERIAS HUMANAS


 

La literatura centroeuropea de principios del s.XX está copada por grandes escritores. De Stefan Zweig a Thomas Mann, o de Walter Benjamin a Sándor Márai, sólo por poner unos ejemplos. Todos ellos representan esa desazón que se hiso dueña del paso del s.XIX al s.XX. Un quiebro del destino de los que la literatura ha dejado muchas huellas en las que buscar los porqués de los cambios políticos, económicos y sociales que ocurrieron en esos años. Y del destrozo que causó una inconclusa Primera Guerra Mundial que conllevó la no menos fratricida Segunda Guerra y determinaron y marcaron, sin duda, el alma creativa de los artistas que las sufrieron y vivieron. El caso de Sándor Márai podría ser un ejemplo de ello, pues en esta ópera prima titulada El matarife, asistimos a ese desglose sutil, certero, y también determinante, del alma de un joven que fue engendrado por sus padres tras asistir a la muerte de una mujer en un circo. Un hecho que se torna en decisivo cuando en su adolescencia golpea con un palo a una niña de diez años provocándola grandes daños en su cabeza y su visión. Esta carrera sin límites, hacia la semblanza de un asesino, el escritor húngaro nos la va describiendo con un estilo narrativo audaz y lleno de esos pequeños matices que lo hacen distinto y distinguido. Un estilo, donde lo superfluo, poco a poco, deja de serlo para convertirse en fundamental. En este sentido, el paso de Otto, el protagonista de esta novela corta, por un matadero de Berlín donde le lleva su padre cuando por fin parece haber encontrado el destino de sus debilidades y habilidades, y tras haber asistido en un caluroso día del mes de agosto al sacrificio de un buey y su posterior paso como soldado en la Primera Gran Guerra marcan los espacios geográficos en los que Sándor Márai perpetra este singular retrato de un joven que representa muy bien a toda una generación, y a la posterior connivencia de las sociedades futuras con la violencia. Un perfecto caldo de cultivo de la destrucción de las futuras guerras. 

El matarife destila a la perfección esa inquietud que manifiesta el ser humano por todo aquello que sucede a su alrededor y le lleva a dar luz a su desvelo, en este caso a través de la literatura, sobre los sucesos que les han tocado vivir. En esta novela corta, tanto el estilo como la intencionalidad literaria del escritor húngaro recuerda en muchas fases a la que también expuso Stefan Zweig sobre una sociedad, la europea, que acumuló sus más notables índices de putrefacción con el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. Ese determinismo hacia la fatalidad y, a la que se antepone el arte, nos hace ver muy a las claras el carácter reivindicativo y comprometido de un autor que, al igual que Zweig, tuvo que abandonar su país por culpa de los totalitarismos. De ahí, que no resulte extraño el carácter testimonial y de denuncia de una carrera literaria que se inició con esta novela corta en la que se hallan presentes la maestría de un gran escritor junto al retrato atemporal y lúcido de las más oscuras miserias humanas. 

Ángel Silvelo Gabriel.