Si nos ponemos a mirar por la ventana del pasado observaremos aquello que fuimos, y quizá ya no reconozcamos. Las cenizas del tiempo descansan así: depositadas sobre un manto transparente e intangible que nos engaña cada vez que nos acercamos a él. Quizá, porque con un simple soplo del presente, se desvanezcan en el agujero negro de nuestra memoria. La vida, en este sentido, es lo que ya no puede ser, y aquello que cuando fue dejó de serlo. La vida, entonces, es una ensoñación lírica de la memoria que ensalza nuestras gestas a un pedestal que solo nosotros vemos o visitamos. Desde esa atalaya de infortunios, más que de felicitaciones, los más valientes se arriesgan a atravesar las intangibles líneas del tiempo: el pasado que ya no es, y el futuro que quizá nunca llegará a ser. Como nos dice Francisco Umbral en Un ser de lejanías: «Me resisto a la cuenta atrás de los años, de los tiempos. No hay otra salvación que el presente, el presente es todo mío y me moriré en presente… Me siento presentísimo, que no es igual que eterno ni quiere serlo.»
Mujeres, libros, periódicos o amigos flotan en una deriva en la que sobresale él, Umbral. Todo él y su obra. Su cuerpo. Sus premios. Su gata. Y su día a día. Todos ellos como figurantes de esta alegoría del tiempo y de la muerte, de lo inútil y la literatura, del amor y la melancolía que es Un ser de lejanías. Ese niño grande que es Umbral en estas páginas desborda ingenio e inteligencia, lirismo y prosa, gótico y barroco: «Yo soy apenas el soporte de este libro. Lo que busco es la literatura en estado puro, que no tiene nada que ver con la perfección literaria, sino con que el instrumento se exprese a sí mismo». La literatura como soporte del hecho literario en el que el autor difumina su obra, sus pensamientos y en el que se diluye para dar solo protagonismo al verdadero hecho literario: la obra y no el autor. «Creo que la literatura debe ser —es— completamente inútil, y sólo eso la justifica...». Y, él, desde esa inutilidad construye un universo de luces y sombras, mañanas de trabajo y tardes de fiesta, aromas de mujer y conversaciones extra literarias. Después llegará, claro está, la sociedad. Esa penumbra de la que él se refugiará en su cueva literaria: primero los periódicos de la mañana, luego la columna diaria, para más tarde desembarcar en su penacho. Risco en el que seguir forjando su leyenda, donde el mito se aleja cada vez más del hombre, pues éste va camino de las sombras con total naturalidad. El mundo personal y literario, una vez más, van de la mano en este libro que más que ensayo es una reflexión de vidas y costumbres, literatura y sexo, mujeres y alcohol, gatos y dachas. Desde esa esfera desde la que Umbral observa el mundo también existe la posibilidad de respirar. Respirar aire puro, pues tan solo necesita salir al jardín y tropezarse con la madre naturaleza; una naturaleza plena de árboles y plantas, rosas y jazmines que acuden con puntualidad a su cita anual de engalanamiento y aroma. Perfumes que más tarde se perderán en el túnel del tiempo.
Hay cierta voluntad de derrumbe en este libro memorístico y, de alguna forma desmemoriado, tanto por la sombras como por el tiempo. Nada se detiene en este baúl sin fondo sobre el que se precipita el hoy, el ayer y el mañana. Futuro si brújula y pasado sin reproche. Auras de vidas que se fueron y no volverán. Ahí es donde surge la literariedad de su literatura, un espacio donde sus textos literarios están exentos de asunto, porque como nos apunta Mallarmé en este diario de diarios: «No es la cosa sino la sensación de la cosa». Sensaciones que se convierten en una literatura del todo: de las sensaciones y del mundo, de la poesía y su rima, de lo conocido o intuido, porque como nos dice Umbral: «Somos seres de lejanías, los hombres, no porque nos vayamos yendo lejos con la edad, sino que son las cosas las que se van, es el mundo lo que ya no nos queda al alcance de la mano. Todo está ahí, pero un poco más lejos.»
Ángel Silvelo Gabriel.
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