Ya no crecen margaritas sobre su tumba, tal y como era su deseo, ni tampoco se ha convertido en alguien cuyo nombre fue escrito en el agua, por mucho que en su lápida no figure su nombre, y todo se resuma a un poema y a una lira a la que le faltan la mitad de las cuerdas. Sólo hace falta rendir una visita al Cimetero Acattolico de la ciudad de Roma en Campo Certio, para darnos cuenta del halo que desprende la obra de
este joven poeta (fallecido a los veinticinco años el veinticuatro de febrero
de mil ochocientos veintiuno) en el espíritu de todos aquellos que necesitan de
la belleza para sobrevivir. Sus poemas, aunque escasos, con el paso del tiempo
se han convertido en una especie de maná con el que muchos alimentan su alma,
pues no son pocos los que buscan la verdad y la belleza más allá de su anodina
existencia, y cuando encuentran los poemas de Keats, ya no pueden dejar
de leerlos para alimentar a su maltrecho espíritu. En este sentido, el caminito
enlosado que nos lleva hasta su tumba así lo atestigua, pues es pisado una y
otra vez por un buen número de penitentes que quieren cumplir con la liturgia
de visitar el lugar donde descansan los restos de su poeta entrañable o
favorito. No hace falta sino permanecer unos minutos a su lado, para comprender
que John
Keats forma parte del Olimpo de los elegidos, y no sólo por parte de la
crítica literaria inglesa, que le considera como el más destacado de sus poetas
de la parte final del Romanticismo, sino porque sus odas son ya patrimonio de la
humanidad. Si su maltrecha salud no fue capaz de sobreponerse al paso del
tiempo, sus versos y poemas sí lo han hecho, y se han erigido en el máximo
estandarte de una forma de sentir y vivir la vida que no conoce de fronteras,
salvo la de los sentimientos. La verdad, la belleza o la transformación en
ruiseñor a través de lo que él llamaba como capacidad negativa son algunos de los
signos de identidad del poeta que quedarán por los siglos de los siglos, y que
nos llevarán hacia ese otro territorio donde sólo le está permitido a las
mariposas posarse sobre las flores.
Y a su lado, el fiel Joseph
Severn, amigo accidental que en un principio le acompañó en su viaje
hacia la muerte, y que después se convirtió en el gran apoyo y albacea de sus
últimos días en este mundo. Gracias a Severn conocemos la cronología de unos
días teñidos de sufrimiento y duermevela que no han hecho sino acrecentar la
gloria del poeta a través del hombre que aguantó todo lo que pudo hasta que sus
ojos se cerraron en el sueño más profundo. Menos mal, que tras de sí quedará la
gloria de aquellos que con su presencia hicieron del mundo un lugar diferente,
en este caso, un lugar donde la contemplación de la naturaleza, o la necesidad
de amar son el primer y último hálito de una forma de entender la vida.
Artículo de Ángel Silvelo
Gabriel.
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