Tocar fondo para así poder
desarrollar nuestro propio trabalenguas; soñar con aquello que no fuimos o ni
tan siquiera intentamos ser; o ver el abismo con la indiferencia del que conoce
el vacío que existe tras la gloria. Así se comporta el protagonista de esta
novela de metáforas pictóricas, poesías sin rima y sonoridades húmedas como el
sexo que nos visita a destiempo. Y, también, acurrucado en esa bola de erizo
que nadie osa tocar y desde la que se obstina en buscar su ritmo —aunque éste
sea lento—, o una salida a su hastío o desasosiego como diría Pessoa
—por más que António Lobo Antunes reniegue del poeta portugués y
su obra—, porque existe ese punto de unión entre ambos: la necesidad de
búsqueda más allá de lo que la vida les proporciona y, es ahí, también, donde
uno y otro han forjado su leyenda, más oscura o sucia si se quiere en Antunes,
por mor del sexo, la guerra o los muertos que los conflictos bélicos propician
y, que en el caso del escritor portugués del barrio de Benfica, vivió en
primera persona en Angola. Pero fuera de ahí ambos se comportan como titanes a
la hora de arremeter contra ese hastío del día a día que es infinito e
invencible. La escritura intensa, poética, repleta de referencias pictóricas o
musicales, como expresión de la sublimación del arte sin más, son las
coordenadas con las que António Lobo Antunes dota a su estilo
narrativo, y lo hace de una forma portentosa y nada fácil en su estructura o
argumentario. En este sentido, leyendo Memoria de elefante, en
algunas ocasiones, se nos han hecho presentes imágenes e intenciones de la
narrativa de Ernesto Sábato, sobre todo, de su novela Sobre
héroes y tumbas, pues lo que nos narran ambas, es la redención de una vida
a un sueño: el de la libertad. Decía Scott Fitzgerald que: «en la
noche más oscura del alma son siempre las tres de la mañana»; una frase que Lobo
Antunes también emplea en Memoria de elefante, y que podríamos
decir que hace suya, pues en esta novela navega por las más turbias aguas de la
soledad que, poco a poco, le llevan por un viaje de un día y una noche por su
barrio de Benfica —olvidado de la gloria como tantos otros— y por esos otros
lugares poco frecuentados de la capital lisboeta que le sirven al novelista de
asideros de la desesperación ilustrada y casi muda que nos muestra en la
cercanía y la lejanía, pues esta novela está repleta de diálogos interiores que
se mueven de la primera a la tercera persona respectivamente, con una soltura
admirable.
Memoria de elefante
es un viaje a ninguna parte a través del vacío que se apodera de nuestro
espíritu, o un tránsito por el reino de la soledad sin nombre a través de la
noche más oscura, como nos apunta Fitzgerald —un prodigio de la
autodestrucción—. Hay dolor físico y espiritual en el protagonista, con memoria
de elefante, de la novela a la hora de relacionarse con el mundo y sus gentes,
de ahí que se refugie en la soledad como mejor solución a esa incomunicación.
Un hartazgo de estar vivo que él contrarresta con las comparaciones que hace
entre sus diferentes estados de ánimo y las observaciones que expresa en
general a través del arte, sobre todo mediante la pintura y sus artistas, pero
también con la música o la literatura. Lobo Antunes consigue
llevarnos de la mano a través de una narración que es un hilo continuo que ni
se acaba ni te suelta, porque la historia nunca va hacia atrás, sino hacia
adelante, hacia ese abismo que nos marra con un ritmo lento de sucesos y
diálogos interiores que nos muestran el amplio universo de la soledad y la
huida que ésta conlleva. António Lobo Antunes, con ello, provoca
en el lector un malestar existencial que llega a reconocerse sin dificultad en
este psicólogo que cura a los demás pero no a sí mismo. Una anti medicina que
él se suministra en una letanía de sonoridades de gritos oscuros, donde el sexo
es una parte importante de la misma, y a la que el narrador acude para dar
rienda suelta a su obsesión por no poder regresar de nuevo con su mujer, de la
que está profundamente enamorado. En este sentido, Memoria de elefante
también es una narración de ese desamor que recorre los pensamientos y las
sensaciones de este antihéroe que se regodea en la soledad como mejor excusa
para expiar la culpa que lleva encima y, que como una sombra, no es capaz de
dejar a un lado, ni tan siquiera cuando transita por ese reino de la soledad
sin nombre a través de la noche más oscura.
Ángel Silvelo Gabriel.
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