El hombre solo frente al mundo. Su desubicación
como sujeto social. El rechazo a los otros. A los inadaptados desde su punto de
vista y a sí mismo. El sutil y atroz dibujo de esa fina línea que divide los
universos contrapuestos de lo general sobre lo individual. Donde lo general es
una especie de apisonadora insensible. Ciega. Y sorda. Una apisonadora que
permanece impasible ante la caída. El retrato de Bloch, el protagonista
de El miedo del portero al penalti; una novela que ubicó en el
mundo literario a su autor, el escritor austríaco Peter Handke,
es el de uno de esos inadaptados que circulan por las calles de las ciudades —como
por ejemplo le ocurre al protagonista de la novela Hambre del escritor
noruego Knut Hamsun por Christiania— sin otro sentido que la
necesidad de justificarse de algo, en este caso, de su aislamiento. Bloch
es un hombre sin más voz que la interior, pues la que expresa al mundo a través
de su boca es inconexa. Aturdida. Incluso salvaje. El miedo del portero
al penalti simboliza muy bien ese desarraigo existencial del individuo
frente al mundo que le ha tocado vivir. Handke, a través de su
protagonista, lo expresa frente al aislamiento que muchos seres humanos sufrieron
tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Un aislamiento, el de los
hijos de esa posguerra, que nacieron sin nada, muchos de ellos huérfanos, solos,
y sin otro arraigo que el de la intemperie de la soledad y la furia de la
derrota. Un vértigo ante la vida que representó muy bien Kafka a
través de los personajes de sus relatos, muchos de ellos atrapados dentro de un
mundo interior repleto de murallas sin puertas ni llaves con las que abrirlas.
Ese desasosiego interior que deviene en la paranoia de la barbarie del
individuo frente a la sociedad, y que se representa muy bien a través del
crimen sin dolo, pesar o cargo de conciencia, ya lo representó muy bien Albert
Camus en su novela El extranjero, donde proporcionó a Meursault
de todas las herramientas posibles para hablarnos del absurdo y de las
consecuencias que esa falta de sentimientos tenían sobre la raza humana. Una
civilización condenada al fracaso, pues la conducían a la deriva de la la
tiranía de unos gobernantes que, con su poder y sus fauces, nada más que causarían
muerte y destrucción a gran escala. En todo eso es donde Handke
se refugia para pintarnos este retrato de un portero de fútbol que siente que
se ha perdido, pero que no sabe como expresarlo más allá de unir acciones automáticas
e inconexas.
El estilo narrativo con el que el Premio Nobel
de Literatura del año 2019 nos transmite sus inquietudes y su fuerza
creativa está basado en una escritura automática que, al contrario que la que caracterizó
a los beatniks, en su caso es meditada y medida, por muy prosaica que nos
parezca a veces. Mediante frases hilvanadas con puntos y seguidos, consigue
transmitirnos las turbulencias de los pensamientos de Bloch que, al principio,
parece que solo huye de la ciudad en la que trabaja, y luego del asesinato que
ha cometido, pero que en verdad de lo que está huyendo es de sí mismo y de ese
eco imperturbable que le martillea la cabeza de una forma demoledora. En este
sentido, el ritmo narrativo es tal que en ciertas ocasiones puede llegar a producir
zozobra en el lector, sobre todo, si éste se deja llevar por las punzantes palabras
de Handke que, dentro de una falsa y calculada normalidad, busca
que rastreemos sobre aquello que él solo nos ofrece en superficie.
Ya, el inicio de la novela, a través de la cita que
lo antecede, nos genera incertidumbre. El desasosiego propio de la gran
literatura: «El portero miraba/ cómo la pelota rodaba/ por encima de la línea…»
Aquí se representa muy bien al guardameta y sus temores. Temores encerrados a
lo largo y ancho de una fina línea blanca que lo divide todo. La serenidad y el
nerviosismo. La certeza y las dudas. La posibilidad y la desesperanza. Un
miedo, el del portero ante el penalti, que Handke usa como
metáfora para definir y arrinconar el vértigo que está presente en la vida, el
aislamiento, la soledad, y esa innata rareza que tienen los cancerberos de
afrontar su destino a solas. Es difícil definir y ahuyentar ese vacío que te
persigue cada vez que te lanzas al suelo con la intención de parar un balón que
va a gol. O la oportunidad, o no, de efectuar un despeje de puños más allá del
área pequeña, más conocida como el área del portero. Ahí donde él es el dueño y
señor de esa pequeña parcela del terreno de juego. Fuera de ella discurre ese
libre albedrío que representa la lucha por el esférico de veinte jugadores. Una
lucha de la que él será víctima antes o después —como Bloch—, porque
como dice Handke, nadie se fija en el portero hasta que los
delanteros del equipo contrario avanzan hacia la portería y lanzan un disparo
con la intención de meterle un gol. Hasta ese momento, el cancerbero es un ser
anónimo dentro del campo —como le ocurre a Bloch en la novela—. Un ser
en el que nadie repara hasta que le marcan un gol, o como en nuestro caso,
comete un asesinato.
El portero está apegado a su área como otros lo
están a la esclavitud de los deseos ajenos y la incertidumbre de los propios.
Cuando unos y otros son solo miedos. Ocultos. Inciertos. Inexpugnables. Miedos
estáticos, perennes y sin salida. Miedos erráticos. Como el del portero al
penalti. Como la del portero ante la pérdida de su propia identidad.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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