Hay silencios que solo rompen los
extraños, aunque éstos sean las cañas de un pantano cuando las cimbrea una
brisa de aire. Oquedades habitadas por esos otros que nunca fuimos, o mejor
dicho, que quisimos ser. Oquedades descubiertas por el implacable paso del
tiempo, el mayor tirano que viaja pegado a nuestras vidas. Silencios con forma
de olvidos. Olvidos que yacen a la intemperie. En el silencio que aborda a la
nada. En el crepúsculo del último rayo de sol. En el letargo del fin del mundo.
Un mundo que mañana ya no estará para nosotros, pero que seguirá siendo una
máquina de destrucción masiva. De vidas. De sueños. Y de múltiples razones
reconvertidas en sinrazones. Un mundo que, más tarde, rebuscará en aquellas
vidas anónimas como una retroexcavadora que nos sacará de donde nos dejaron
para depositarnos en un vertedero. El de los hombres-sin cara. Sin vida. Sin
pasado. En el vertedero de aquellos que no dejarán huella en el camino y a los
que nadie echará de menos, porque forman parte de los hombres que se diluyeron
por el desagüe de la codicia, la lujuria, la avaricia y la falta de escrúpulos.
Hombres-sin vida más allá de la vida perdida. Vida olvidada por el presente,
como los calendarios de las gasolineras que nadie se ha molestado en quitar, o
como los carteles de se vende que nadie sabe quién los puso. En la Orilla,
la última novela que su autor Rafael Chirbes vio publicada en
vida y que recibió tanto el Premio de la Crítica como el Nacional de
Narrativa, nos muestra con agilidad y crudeza el reverso que subyace tras
los desastres que nos muestran los informativos cada día. Derrumbes con nombre
y apellidos. Sueños rotos y rencores que nunca acabarán de sanar, porque nadie
se ocupará de repararlos, son en esta novela-época el testigo directo de lo que
nunca debió ser, pero sí ocurrió. Envuelto en mordaces diálogos, monólogos
intensos y descripciones tan oportunas como antológicas, Chirbes
nos presenta el universo de la locura que se apoderó del mundo en una época
donde todo nos parecía poco. Poca comida. Poca lujuria. Poco dinero. Poca
droga... Poca vergüenza. Como dijo el propio autor, sus personajes le fueron
dados por los gobiernos de turno en la desaforada turbulencia de la feria del
“y yo más”, que se produjo antes de la inevitable crisis financiera mundial
que, de una u otra forma, nos hubiera devorado tal y como lo hizo la que lo
zarandeó todo. El presente y el pasado. El futuro y su gloria. La integridad y
los deseos volaron por los aires en un instante, tan efímero, como las bases en
las que todos ellos se sustentaban.
En la orilla
relaciona muy bien esa época, con unas más que acertadas idas y venidas del
presente al pasado y viceversa, que nos permiten entrever perfectamente lo qué
éramos o quisimos ser con lo que en verdad acabamos siendo. Un sima, personal y
colectiva, que por muchas veces que nos la planteemos nunca acaba de calar en
nuestra forma de entender la vida y el mundo. Al contrario que Delibes,
que dio voz y vida a unos personajes marginales de pueblo e hizo de ellos unos
héroes que dejaron de ser anónimos, Chirbes nos presenta una
serie de personajes también anónimos, pero en su final. Un final sin heroísmo
alguno, pues ellos también fueron parte del engranaje que lo destrozó todo.
Unos personajes que revisan sus vidas y contradicciones. Sueños de juventud y
fracasos de madurez. Que por mucho que puedan decir aquello de “que me quiten
lo bailao”, ahora se muestran arrepentidos en el derrumbe, el propio. Un
fracaso que es más por causas propia que ajenas, por decisiones propias que de
otros, y por circunstancias unívocas más que plurales. Ese eco de última hora
que les asiste antes de dar el último suspiro, se convierte en una saeta de
muertos vivientes que fracasaron en lo esencial, porque, quizá, lo esencial es
ser fiel a la integridad y a uno mismo. Una integridad que va de no dejarse
llevar por los cantos de sirena que todos vemos y oímos en nuestro día a día.
Ser fiel a uno mismo es difícil, antes y ahora, porque esa postura siempre te lleva
a la soledad. A la incomprensión del otro y de los otros. Y a la confrontación
con aquellos que nos rodean y sin darnos cuenta nos destruyen. Chirbes,
consciente de todo ello, se aisló en su casa y construyó su propio universo
literario en localizaciones que no existen en la realidad pero que son tan
reales como la vida misma. Solitario en su carácter. Lento en su trabajo. Y
concienzudo en su idea y su proyecto literario, Chirbes y su obra
seguirán estando presentes cada vez que alguien se quiera acercar a la buena
literatura ensamblada con las pinceladas de un realisno nada mágico, pero sí
lleno de magia, por lo oportuno, certero y vivaz que se nos presenta, pues
todos y cada uno de sus personajes y voces se asemejan mucho a ese reflejo del
pantano que, en forma de lámina de plata, nos devuelve el sol de la tarde
cuando con su luz roza su superficie acuosa. Un falso y bello reflejo bajo el
que se depositan los muertos, escombros y desechos de una sociedad que no se
atrevió a descubrirlos y se conformó con asistir al espectáculo desde la
orilla. Allí donde la verdadera vida es un vida perdida.
Ángel Silvelo Gabriel.
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