Nunca quise negarte, amor mío. Mi silencio no era por miedo, sino por desesperación. Tú y la poesía; la poesía y tú. Dos hallazgos inesperados en mi vida. Dos lamentos a los que consolar y dos pasiones que calmar en lo más profundo de mi corazón. Luchar para no vencer. Así me sentí desde el momento en que comprendí que tú eras la musa que todo artista necesita engendrar. Yo, el poeta sin nombre, me preguntaba si sería capaz de visualizar el aura que te protegía de los demás. Te miraba ensimismado, buscando una señal en tu mirada. Necesité mi tiempo. Justo el necesario para aprender a descifrar tus encantos. Sobrevivir a ellos fue mi más grande hazaña, porque en aquellos días, los caminos no tenían un destino, pues cual peón en su laberinto yo me dedicaba a errar por las sendas que tú me marcabas.
Fanny, apareciste en mi vida bañada por las tenues sombras del atardecer. Envuelta en tules de colores que se difuminaban como la luz del otoño. Te movías delante de mí con desenvoltura y alegría, pero entonces mis ojos estaban cerrados y no te veían. Apenas te escuchaba cuando te ponías a hablar de agujas y bordados, volantes y fiestas... Todo era como un frenesí que se vertía sobre la nada. «Diseño mis propios vestidos», me dijiste. ¡Estabas tan alejada de mí!, que todavía sufro al recordarlo. Sin embargo, algo me hizo despertar del letargo en el que me hallaba. Debes saber que los poetas permanecemos sumergidos en el largo sueño de los tiempos donde no existe ni el aquí ni el ahora. Pero llegó el día en el que desperté de mi desesperada vigilia a través de tus palabras, o quizá todo cambió en el instante en que intuí esa necesidad tuya de buscar entre mis atormentados versos. No te importaba venir a donde yo me encontraba. Corrías escaleras arriba con una taza en tu mano; y lo hacías con la única excusa de que yo te viera sonreír después de verter el té sobre la mesa. Algo ocurrió, pero solo en mis entrañas. Era como una especie de hambre que nunca se saciaba. Y al caer en el abismo de esa necesidad sin límite comencé a arder como la madera seca que no se apaga. Me consumí poco a poco con el fuego de tu alma. Y en mis sueños, todo… todo estalló como una flor en primavera. Deseos que se convierten en aullidos llenos de rabia. Metas que dejan de existir y cielos que ya lejanos me parecen. Todo, todo quedó atrás, excepto tú.
Fanny, algo tira de mí hasta el recuerdo de nuestros alocados encuentros, pero solo es eso, una sombra que queda en mi cabeza entre la nostalgia más amarga. Fe y resultado no son lo mismo, me anunciabas. El mayor reto de mi vida ha sido conocerte, pues nadie más que tú se encontraba tan lejos de los escándalos que manejaban mis versos. Mi pobreza y el fracaso de mi poesía me condenaban a no poseerte jamás, salvo en esa parte de tu alma que todavía navega junto a la mía. Me gustaría abandonar la silueta de mi vida que se pierde en la desdicha, y vagar por los límites de la gloria acurrucado en tu regazo. Ya no me siento culpable. Mi falta está siendo saldada con la cuenta más aciaga. ¿Por qué te negué si apenas te conocía? ¿Por qué renuncié tan pronto al designio de mis miedos? Fui prisionero de mis caprichosos sentimientos, y ellos se encargaron de dejarte a un lado. Quería tenerte a solas, y te escondí conmigo en el más profundo de los sueños. Fanny, te llevé hasta la última rama de mi árbol. Lejos de todos, y solo al alcance de mis desvelos. Te negué ante los demás sin saber por qué. Me miento al pensar que lo hice porque eras el mayor de mis secretos; la dicha que no quería compartir; la palabra que no tenía un nombre... Sin embargo, la soledad que corría dura y frágil a través de mis sonetos me dejaba sin nada que decir en tu contra. Yo, el poeta que ansiaba la libertad a través de las palabras, caí prisionero de la dulzura de tus gestos. Poco conocía yo tus artimañas, a pesar de que por alguna razón siempre te recordaba entre aduladores… y pretendientes. Mi amor hacia ti fue como la inspiración que buscas, pero que sabes que nunca llega. Entonces eras mi secreto. Solo eso. Un lamento que nadie conocía. Hasta que me atreví a escribirte la primera carta, y luego otra y otra... A través de las palabras intentaba acortar el camino hacia tu corazón. Tú eras libre, como ahora, pero enseguida me di cuenta de que tus pretendientes dejaron de interesarte y tu afán por la costura devino en pasión por la lectura y el conocimiento de los poetas. Mientras yo me lamentaba en silencio, tú te armaste de valor para empezar a desempolvar el baúl de tus sentimientos. La única excusa a mi favor fue que yo era un hombre solo frente al mundo y frente a sí mismo, cuyo único consuelo era la poesía.
Fanny, llegas a mis pensamientos en forma de ataques incontrolados, fugaces, intensos… Y surges de la nada; una nada que es lo más parecido a un estado hipnótico de la mente en el que el artista es zarandeado sin cesar por ideas e imágenes que no le dejan vivir la vida propia. Todo se fragua en un proceso donde la vida ajena arremete con fuerza contra mis sentidos, como en los sueños, y donde siempre caigo atrapado por la fuerza poderosa de las aventuras que todavía no conocen un final.
Lejos queda ya aquella patraña que me hacía pensar
que mi fiebre era culpa de tus miradas y de tu amor hacia mis palabras. Cuánto
me arrepiento ahora de pedirte que me abandonases a una suerte que no era la
nuestra. ¿Por qué llegué a romper nuestro amor ante todos, cuando era solo a ti
a quien necesitaba? Amor y más amor era la única pócima mágica que me
consolaba. Pero yo no lo sabía, como tampoco ahora conozco el sentir de tus
palabras. Mi sangre brota por el lugar equivocado. Cada esputo de vida que me
sale por la boca deja de llegar a mi corazón, y eso es injusto, Fanny, muy
injusto. Huérfano de vida, mi corazón languidece, y esa sangre que tanta falta
me hace me dice que ya no estarás a mi lado. Nunca más, Fanny, nunca más…
«Febrero de 1820
Mi queridísima Niña:
Según todas las apariencias tengo que
estar separado de ti tanto como me sea posible. Cómo seré capaz de soportarlo,
o si no será peor que tu presencia ocasional, no puedo decirlo. Tengo que ser
paciente, y entretanto tienes que pensar en ello lo menos posible. No permitas que
detenga por más tiempo tu ida a la Ciudad —puede que no haya final a este
encarcelamiento—.
Quizás sea mejor que no
vengas antes de mañana por la tarde: sin embargo envíame sin faltar un buenas
noches. Conoces nuestra situación —la esperanza que hay si yo me recuperara
pronto— mi propia salud no me tolerará que haga ningún esfuerzo.
Me han recomendado que ni
siquiera lea poesía y mucho menos que la escriba. Desearía tener un poco de
esperanza. No puedo decirte olvídame —pero diría que hay imposibilidades en el
mundo—. No más de esto —no soy lo suficientemente fuerte para quitarme el hábito—
no me hagas caso de esto en tus buenas noches. Ocurra lo que ocurra yo siempre
seré, tu queridísimo Amor.
Tu afectuoso
J.K.»
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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