Un libro con las páginas en blanco es, quizá, «un recurso
maravilloso, una fórmula infalible para sentirse dueño de todos los libros del
mundo, de los escritos y de los que todavía no lo están. Lo abres y se cumple el
sueño, sin la menor frustración», como muy bien nos apunta Luis Mateo Díez —en el
prólogo de la edición ampliada de este longevo y varias veces reeditado libro— que
le dijo el propio Jesús Marchamalo. Esta afirmación de lo que fue hace muchos
años una primigenia conferencia que nos gustó a aquellos a quienes iba dirigida,
vaya usted a saber por qué —según nos contó el propio autor—, sin embargo se ha
acabado convirtiendo en un libro imprescindible y de culto para todos aquellos
que amamos los libros, pues éstos son una parte esencial del patrimonio universal
que todos constituimos. Los libros son sueños, sin duda, pero también vida, y
este libro la tiene y mucha. Gratinado por mil y una anécdotas que, aparte de
servirnos para hacernos sentir muy a gusto dentro de sus páginas —generosamente
ilustradas de fotografías y dibujos—, son el salvoconducto perfecto para entrar
en el infinito universo literario de Marchamalo, pues nos hablan del
profundo conocimiento y de ese último sentimiento que procesa hacia los libros.
Lo que todo unido es, sobre todo, un magnífico ejercicio de reflexión acerca del
ser humano que, en el paisaje onírico y literario en el que estamos inmersos, se
traduce en las manías, costumbres y ritos que los escritores —aquellos que
llenan de palabras ese libro de páginas blancas que representa el libro del mundo—
tienen y profesan hacia ese país literario, tanto propio como ajeno, tanto real
como imaginario. Esa incidencia en el orden, la cronología, los subrayados o cómo
no, el desorden sin más, son la perfecta expresión de lo que ha sido es y será
el hombre a lo largo del tiempo; un hombre está delimitado por sus sueños y sus
miedos que, por ejemplo, tienen el perfecto reflejo en los tics numéricos y
cabalísticos que nos trae a colación Marchamalo cuando nos cuenta que Borges
firmó —con un punto y una torpe línea por culpa de su ceguera— 333 ejemplares, para
a continuación abandonar la caseta de la Feria del Libro de Madrid en la que
estaba firmando, o como George Perec cifra en 343 el número
de ejemplares de la biblioteca doméstica perfecta.
Juegos aparte, Tocar los libros es una aventura muy
bien narrada por su autor; un autor que escribe como habla: con ese reflejo en
la mirada que nos sintetiza la vida y el mundo como nadie, porque lo hace
siempre con una asombrosa capacidad para encontrar la palabra adecuada y el
ritmo perfecto para que todo sea como en un sueño. Como nos dice Marchamalo
en uno de los pasajes de esta delicia de libro: «Los libros, al final,
conforman un territorio común, son las fronteras declaradas del país imaginario
en el que nos movemos». Razón no le falta al bueno de Marchamalo, cuya
generosidad no tiene límites, pues él, también, forma parte del corpus expresivo de este ensamblaje de
grandes verdades que es este Tocar los libros. Sólo baste citar
sus bellos y famosos exlibris, o esos recuerdos de su infancia que hacen este
libro más entrañable, si cabe. Pero Tocar los libros es, sobre todo, ese
viaje en busca de la isla del tesoro, donde lo mejor no es el final en sí, sino
el camino hasta llegar a él y, en este caso, estamos ante uno de esos ejemplos
donde el camino en sí mismo es lo importante (como en la propia vida).
Tal y como nos dice el propio autor en la contraportada:
«de entre los míos, uno de mis libros preferidos y probablemente el que más
tiene que ver conmigo, y con mi mundo de autores, lecturas e historias. Y en la
medida en que todos los libros de algún modo lo son, seguramente el más
autobiográfico. Pues que así sea. No se lo pierdan, porque si no, se van a
arrepentir.
Ángel Silvelo Gabriel
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