La búsqueda de la libertad o de la belleza, no conoce el
sentido en el que avanzan las agujas del reloj, porque esa alma limpia y libre
que nos acoge lúcida y brillante en nuestra juventud en lo más profundo de nuestro
ser, y a la que con el paso del tiempo denominamos locura, no es sino la
necesidad de seguir viviendo en el mundo que nos hemos creado cada uno de
nosotros a lo largo de nuestras vidas. Cuando intuimos el final, sin embargo,
nos aliamos con esa visión del mundo que nada más entiende de las ilusiones
perdidas; unas ilusiones por las que todavía nos sentimos capaces de luchar por
mucho que el resto de la humanidad no las comparta o ni tan siquiera las
entienda. El único acierto del texto de Eric Coble, quizá esté ahí, en
desdramatizar el fin de la vejez, y plantearlo a través de la victoria de la
madurez sobre las arrugas del tiempo. En esa intencionalidad tan vital de la
anciana de 81 años —estupendamente interpretada por Lola Herrera— es donde se
salva el texto de La velocidad del otoño que, sin embargo, en líneas generales es
un texto flojo por lo plano, y conformista por lo previsible que nos resulta en
demasiadas ocasiones. Un debe que se traspone en haber, gracias a las
interpretaciones tanto de Lola Herrera como de Juanjo
Artero, pues ambos juegan sobre el escenario a mostrarnos la
complicidad de dos soñadores que va más allá de la que pueden mantener como
madre e hijo —que también— El pasado, los recuerdos y la necesidad del amor y
la comprensión, son las herramientas con las que Alejandra y Cris llegarán a un punto de encuentro invencible, pues
su unión, no es sino la de dos almas gemelas que, a medida que transcurre la
obra, se fusionan en una complicidad cuyo objetivo final no es otro que la
innata persecución de la felicidad que a todos nos acoge. Alejandra y Cris, Lola Herrera y Juanjo Artero, son
dos almas gemelas que no dudan en aparcar la realidad que les rodea, para sumergirse
en un mundo idealizado por ambos, lo que les llevará por las frondosas tierras
del mundo del arte y la belleza, un proceloso terreno en el que volcar sus temerosos
espíritus, pues ambos están muy necesitados de cariño y de comprensión. Ese
viaje que les lleva a los dos personajes —madre e hijo— a dejarse llevar por la
senda de los sueños, es la mejor muestra de que la falta de un objetivo por el
que luchar en la vida nos deja anclados en las fangosas tierras de la
incomprensión y la mediocridad.
No obstante, La velocidad del otoño no es sólo
una crítica directa al trato que damos a las personas mayores —juguetes rotos
de una sociedad que, cuando ya no le sirven, se aparcan en residencias para
mayores—, sino también es un exclamación contra la poca imaginación que nos
posee y nos atrapa en nuestro día a día, pues esa falta de capacidad para
ponernos en el lugar del otro nos diezma los sentidos, y también el amor. Vidas
sin amor que caen arrastradas por la vertiginosa mediocridad del poder del dinero
y de las propiedades. No cabe aquí mejor refrán que aquel que dice: «que era un
hombre tan pobre, tan pobre, que sólo tenía dinero». En nuestro caso, el piso de
gran valor en el que vive Alejandra —y
del que quieren desalojarla sus propios hijos para mandarla a una residencia— es
el valor del dinero, pero que de una forma sutil e inteligente, es contrapuesto
en el escenario por ese gran árbol por el que su hijo, Cris, accede a la vivienda, en una magnífica metáfora de lo que
significa el valor de la libertad. Más allá de todas estas apreciaciones hay
que destacar, por el significado que tiene y por la profesionalidad con la que
se desenvuelve en el escenario, el trabajo de una gran Lola Herrera, que se atavía
de sus mejores armas interpretativas para adueñarse del escenario. Y frente a
ella, Juanjo Artero, que le da muy buena réplica en el papel del hijo
pródigo que necesita soñar, tanto como su madre, en este retablo en el que se
nos recuerda la victoria de la madurez sobre las arrugas del tiempo.
Ángel Silvelo Gabriel.
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