Recorrí
el mundo subido a un globo aerostático, porque pensé que desde allí vería mejor
las cosas. Llegué a tocar las nubes y a atrapar el horizonte con mis manos.
Creí, en fin, que me apoderaría del universo y sus emociones. Sin embargo, mi felicidad
fue efímera, pues mi sombrero se esfumó de mi cabeza en un fatídico golpe de
aire cual cometa que se desprende de las manos de su dueño. Y volé sin rumbo
desde entonces, igual que una brújula sin norte. Es verdad, había algo en él
que me mantenía firme en mis decisiones. Desde ese día perdí todo interés por
viajar, y desprecié burdas copias o imitaciones. Nadie lo entendía, pero era su
tacto, su olor…, y esa sensación de seguridad que me proporcionaba. Hasta que
el destino, de nuevo hizo que me encontrara con él. Estaba expuesto en el
escaparate de una tienda de subastas, y pensé: «un hombre cubierto con su
sombrero es otra cosa, como si aquello que de verdad es importante le fuese a
acompañar el resto de su vida». Quizá todo se resumía a dos palabras: comprar y
vender, pero yo sabía que esa no era la auténtica argamasa con la que estaban
fabricados los sueños.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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