sábado, 28 de diciembre de 2019

VETUSTA MORLA, FIN DE GIRA ”MISMO SITIO DISTINTO LUGAR”. WIZINK CENTER MADRID, 27 DE DICIEMBRE DE 2019: EL PODER DE LA TRANSFORMACIÓN



La búsqueda de los no lugares en un mundo cada vez más globalizado. Mostrarse distinto siendo igual. Tener esa capacidad de transformación en uno mismo para cambiarlo todo: el mundo desde uno mismo…, y con el otro. Aquel que sirve de referencia y medida del cambio. Habitar esos no lugares que antes no conocíamos y que, la burbuja del tiempo, nos proporciona al alcance de la mano, es una buena combinación de sensaciones para entronizarse en el poder de la transformación. Así se presentaron los vetustianos ayer en el Wizink Center de Madrid en la primera de sus tres citas en un fin de gira apabullante en el sonido de las guitarras y unos teclados cada vez más electrónicos; majestuosos en la soltura y el lenguaje corporal y vocal de un Pucho en plena forma que dispuso de algo más de dos horas para demostrárnoslo; y en ese rock and pop del éxito que tan bien lideran y ejecutan en su directos que, por lo demás, tienen una portentosa y cuidada puesta en escena, donde no solo las luces, sino también la infografía son una parte principal del concepto musical y visual de un grupo que lo intenta abarcar todo: el éxito y los no lugares. Allí donde la transformación es posible tanto o más que las canciones y las letras plagadas de la urgencia por llegar al final del grupo de Tres Cantos. Urgencias vitales y existenciales plasmadas en letras largas y complicadas que, sin embargo, sus seguidores se saben a pies juntillas. Poco hay que hacer para resistirse a las punzadas de sus notas musicales; unas notas musicales muy bien distribuidas entre la percusión, las cuerdas de las guitarras, los sintetizadores y las cuerdas vocales de un Pucho en estado de gracia sobre el escenario. Canciones nuevas y clásicas que ayer escuchamos versionadas para que creyéramos que no estábamos en un concierto más de Vetusta Morla.



Tras dar la vuelta al mundo con esta gira: “Mismo sitio, distinto lugar”, Madrid, una vez más, ha sido el lugar elegido para cerrarla y anunciar la próxima edición de Canciones dentro de canciones, la transformación más vital de los temas presentes en su último álbum hasta la fecha y que da título a su gira, y que también sirve para irrumpir con su música en un abarrotado Palacio de los Deportes de Madrid ansioso de ver brillar una vez más a sus héroes locales: «Hay un sitio para cada lugar, queda espacio para ti/ Es tu turno, sólo tienes que verlo/ De la oración del violín principal, al aullido del viento/ Del contrapunto al redoble crucial, todo nace en el pecho/ Hay un himno para cada final y una frase es para ti/ Es tu turno, sé que puedes hacerlo…» Un tema al que siguió Deséame suerte y El discurso del rey. Con Palmeras en la Mancha iniciaron ese mestizaje de ritmos y sonidos que van desde el rock o el pop más eléctrico a los toques de samba o música de club con un Pucho siempre dispuesto  a mostrarnos sus habilidades como frontman. En ese tobogán de ritmos y fusiones, Vetusta Morla nos invitaron a subir y bajar. Y volver a subir y bajar de una forma continua e intrépida mientras interpretaban temas como Golpe maestro, Maldita dulzura o Cuarteles de invierno, un gran medio tiempo que zarandeó al Palacio de una forma muy especial, tal y como ocurrió cuando tocaron Copenhague entre destellos rojos y azules que llenaban el escenario y convirtieron el recinto en un espacio circular donde la pista se convirtió en el escenario más multitudinario que se pueda imaginar cuando sus seguidores cantaron casi la totalidad de la letra de una forma mágica; una canción que representa, como ninguna otra, esa reivindicación de los no lugares a los que se refiere el grupo madrileño. Un éxtasis colectivo que también se trasladó a Un día en el mundo y que fue transformado en un delirium tremens con Guerra civil. Un subidón que cambió a electrónico cuando sonó La vieja escuela: «Todo el mundo necesita un "sí"/ Tres minutos de complicidad/ Una receta que alivie su dolor/ Con cuentos de verdad».



Canción tras canción. Tema tras tema, Vetusta Morla fue afianzando su liderazgo en el mapa musical nacional a nivel internacional de una forma arrolladora, atacando con firmeza y sin desmayo temas con 23 de junio, Al respirar o La deriva y que lleva a Pucho a recorrer la pista del Palacio de los Deportes (ida y vuelta desde el escenario hasta el control de sonido) mientras canta Mapas. Y así hasta llegar a la hora y cuarenta minutos que duró el grueso del concierto que acabó con el tema Saharabbey Road, después de haber escuchado Sálvese quien pueda, Valiente, Te lo digo a ti y Fiesta mayor.



Tras unos minutos de descanso, en el que el respetable pudo ver un vídeo con imágenes de su gira mundial, tocaron cuatro temas más que acabaron con un apoteósico Días raros interpretado como un arañazo y que, sin duda, llevó a los asistentes a sentir el poder de la transformación en su propia piel.



Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 27 de diciembre de 2019

SECOND CONCIERTO “FRACCIONES DE UN SEGUNDO” EN LA SALA SOL DE MADRID: LA MÚSICA Y SUS MÚLTIPLES RAZONES CONTRA TODO PRONÓSTICO



La burbuja del tiempo nos aísla de aquellos acontecimientos que, sin saberlo, marcan nuestras vidas de una u otra forma. Aquella canción. Aquel concierto. Aquella letra que tarareamos una mañana sin ser conscientes de lo que significa. Al final, no hay más cuentas que las que cada uno echa a su yo interior. A eso que los filósofos denominaron como alma. Alma rota. Alma partida. Alma apasionada y luminosa, también. El alma, el tiempo y sus fracciones de un segundo donde una mariposa dentro de un reloj de arena es la perfecta metáfora del inicio de algo. De una nueva vida. De miles. De imágenes y sensaciones que pocas cosas como la música logran transmitirnos una y otra vez en forma de bucle. La música y sus múltiples razones contra todo pronóstico, en definitiva o como Sean Frutos nos recordaba ayer que: «El mañana no existe» al abordar Rodamos la segunda canción de este concierto en el que Los cinco de Murcia (ahora cuatro) rendían homenaje al décimo aniversario de su disco Fracciones de un segundo; un setlist que comenzó con Conocerte, una gran canción que representa muy bien lo que antes era su gran especialidad: los medios tiempos. Sean nos recordaba que el mañana no existe y quizá, por eso, ayer lo vivido en la sala El sol de Madrid fue como un boomerang que nos llegó del pasado cargado de buenos recuerdos y sensaciones que recuperamos del frasco de la memoria que siempre nos las guarda esperando la ocasión de devolverlas a ese efímero espacio que es el presente. Un presente, sobre todo eléctrico, el que desplegó ayer Second en el primer concierto de esta mini gira que también parará en Valencia, Málaga y Granada; y que borró casi por competo la producción de Carlos Jean de hace 10 años; un tiempo en el que todo comenzó a cambiar para Second que, después de haber ganado el concurso internacional de bandas GBOB en Londres, accedieron a una gira que les llevaría por las ciudades más importantes de Reino Unido, pero que a pesar de todo, parecía que no acababa de servir para ganarse un sitio destacado en el indie español hasta que compusieron Rincón exquisito, la canción perfecta que lo cambió todo y los llevó hasta las cadenas de radio nacionales que los catapultaron hacia el éxito. Un camino que han conquistado con rotundidad a través de su último disco, Anillos y raíces, incontestable en sus propuestas y un fijo en muchos de los festivales de verano que copan la geografía española.



Atrás quedó la entrevista que le hice a Sean en el zaguán de las escaleras de la Sala El sol hace ya diez años; una entrevista donde ambos repasamos nuestra admiración por la música de The Cure o The Smiths. Un concierto que, entre otras cosas, nos deparó la versión de la canción Sin aliento del grupo malagueño Danza Invisible, como ayer disfrutamos de la versión que hicieron de Anabel Lee de Radio Futura; o donde volvimos a disfrutar de Todas las cosas con un marcado acento gospel al inicio de la misma, como diez años atrás. Lo que nos lleva a recuperar la metáfora del boomerang pues de algún modo Second, ayer, nos llevaron en una máquina del tiempo dominada por la música a ese otro tiempo donde todo estaba por ocurrir. A ellos a situarlos en la estela de una carrera musical tocada por el éxito y que destierra el nombre del grupo, y a un servidor a cambiar las reseñas musicales por la literatura. Arropados por unos incondicionales seguidores que colgaron el cartel de sold out como en el resto de los tres conciertos que les quedan, vibraron y saltaron en todos y cada uno de los temas que Los cinco de Murcia, casi fielmente, reprodujeron en el orden del disco que editaron en 2009, aunque, como todo, con algunos pequeños cambios, muy acertados por cierto, a la hora de establecer una intensa relación con el público en un pequeño local que les permitió ver, escuchar y disfrutar con los múltiples coros que se produjeron a lo largo de la velada: «Es acojonante que sepáis las letras de estas canciones», dijo un Sean emocionado. Y, al que ayer, hay que agradecer el esfuerzo realizado tras confesarnos que llevaba varios días aquejado de una bronquitis a la que presentó batalla, porque según nos dijo: «no me podía perder estos conciertos», tras lo cual gritó: «¡Vamos a celebra la vida! Después de que tocaran En el viaje y antes de que sonara Todas las cosas (una de las grandes canciones de la noche). Tras tocar Como sería (una canción que nunca tocan en directo compuesta por Fran y al que Sean tildó como la alegría de la huerta) acabó la parte principal del concierto.



El primer bis comenzó con 2502, logrando recuperar el ritmo frenético de un concierto de alto voltaje musical y que siguió recuperando canciones como Nivel inexperto (un tema que en palabras de Sean, Fran Guirao no quería incluir en Viaje iniciático y que fue ampliamente coreada por el respetable. Una versión de la canción mucho más compacta en su sonido desde que el grupo haya incorporado a dos músicos en su formación, dándole a sus melodías un mayor amplitud de matices, lo que también ocurre con Muérdeme, otro de su temas clásicos. Anillos y raíces (su último álbum) fue protagonista de la noche con canciones como Sonará en todas partes, una canción destinada a convertirse en otro de sus grandes medios tiempos, algo que fue corroborado con Invierno dulce: «Sácame de las ventanas, no me dejes observando/ sorpréndeme, no pares y llévame, fuera de una vez/ Seremos la combinación alegre y divertida/ de toda la reunión, de toda la ciudad/ saldré con mi versión amable atenta y decidida/ allí donde allá un acción, podríamos estar/ aplaudiendo y bailando nuestros mejores pasos»; una canción con pinta de himno, como ya lo son Mira a la gente y Rincón exquisito, la excusa perfecta para hacer un segundo bis y dar por terminada una fiesta que ayer nos posibilitó reunirnos entorno a la música y sus múltiples razones contra todo pronóstico.



 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 20 de diciembre de 2019

MIS MEJORES PELÍCULAS DEL AÑO 2019: DIAÓLOGOS QUE ROMPEN EL SILENCIO


1.- JOKER, UNA PELÍCULA DE TODD PHILLIPS: LA VOLUPTUOSIDAD DEL RECHAZO

Joker es una sátira desnuda y nada moralizante de la sociedad moderna y su eterna búsqueda de la felicidad. La sonrisa y su dibujo, en este largometraje, tienen destellos de locura, genialidad y rechazo. Hoy no se nos permite estar tristes, y mucho menos ser diferentes. Esta película retrata con gran maestría la dictadura del entretenimiento en la que nos desenvolvemos y sus fatídicas consecuencias. En ella se nos muestra a una sociedad hipócrita que naufraga en un ramplón buenismo que solo nos aporta destrucción y rechazo. Justo lo contrario a lo que se pretende. Esa contradicción es la culpable del histrionismo que nos embriaga con el aroma de una falsa realidad que nos permite mantenernos en el engaño permanente. El propio y el ajeno. Así, el protagonista del film (un genial Joaquin Phoenix), marcha apegado a su sonrisa de una forma enfermiza; una sonrisa que es la mejor expresión de su necesidad de salvación y, a la vez, de su disgusto con el mundo. Él quiere hacer feliz a la gente, pero no le dejan. Aquí, más que nunca, parece hacerse cierta la expresión: «cuando eres bueno resultas invisible». En este caso, su director Todd Phillips, y guionista junto a Scott Silver, nos hace hincapié en que la felicidad está sobre valorada y, quizá por ello, su mayor contradicción y más categórica expresión de la misma sea la voluptuosidad del rechazo. Un rechazo pintado de blanco y teñido de sangre y venganza. Narcisismo y crueldad. Pero también de miedo y compasión. No son gratuitas las referencias cinematográficas dentro de la película a Tiempos modernos de Charles Chaplin, o a los bailes de claqué de Fred Astaire, pues una y otra son palmarias referencias de la infelicidad y la sonrisa; de la alegría y la alevosía del poder, en una nueva manifestación del juego de la contradicción a la que nos invita su director, y que nos sumerge en la más oscura de las simas. Una y otra son una punzante metáfora de lo que somos y en lo que con el paso del tiempo llegaremos a convertirnos. Aquí director y guionista nos alertan de que no es necesario ser felices todo el tiempo, porque el ser humano también necesita explorar sentimientos como el dolor o el llanto. Entonces, ¿existe la felicidad más allá del dibujo de una sonrisa? ¿Es obligado tener esa perenne actitud ante la vida? Para responder a estas preguntas pasen y vean.



2.- PARÁSITOS DE BONG JOON-HO: LA IMPORTANCIA DE TENER UN PLAN

Parásito es aquel que vive del otro. Ya sea éste el Estado —estamento que por cierto no se analiza en esta película— o de un particular, a modo de un Robin Hood moderno sin más escrúpulos que los de copiar la mímesis del otro. En esta ocasión, ese otro es el opulento. El rico. El poderoso. O eso al menos es lo que nos muestra el director surcoreano Bong Joon-ho en Parásitos, la película con la que ha ganado este año la Palma de Oro de Festival de Cine de Cannes. Aquí la salvación no se produce a través del esfuerzo que nos puede llevar a disfrutar de una vida mejor, sino mediante la astucia a la hora de compartir aquellos bienes que ya tienen los más afortunados. De ahí, la importancia de tener un plan, como se nos recuerda en varias ocasiones a lo largo del largometraje. La importancia de tener un plan y también la pericia de traspasar la fina capa que separa al amo del siervo en un espacio compartido. Espacio de lujo y placeres que se encuentran muy a mano, tanto de unos como de otros. De ahí, que salvarse del precipicio de la pobreza se puede hacer de muchas maneras, pero en Parásitos, la dignidad, el esfuerzo o el mérito a la hora de escalar en la sociedad, son características que no se encuentran entre los componentes de la familia pobre, donde todo se deja en favor de la importancia de tener un plan. Plan rápido y sin escrúpulos. Plan sin memoria ni vergüenza. Plan abocado al fracaso y sus consecuencias. Y ahí es donde se encuentra la dura crítica hacia aquellos que creen que el éxito es algo que se posee sin esfuerzo, y sí solo a través del ingenio.



Parásitos es una película que contiene una gran crítica social sobre cómo se relacionan los estratos sociales más poderosos con los más empobrecidos. Llegando a la conclusión de que, aparte de que unos y otros mantengan la distancias de una forma continua y a veces cotidiana en espacios comunes donde el siervo sirve a su amo, ambos se parecen demasiado, pues ambos tiene el mismo objetivo. Esa libertad que proporciona el poder del dinero, en este caso, escarba en la miseria del ser humano en uno y otro bando para no dejar títere sin cabeza. Parásitos es un film que entremezcla estilos y situaciones divertidas y terribles con una naturalidad pasmosa, y sin que apenas nos asombre, pues una peculiaridad de la historia que se nos cuenta es que parece que la misma es tan real como si la estuviésemos contemplando desde una de las ventanas de nuestra casa, aunque no demos pábulo a aquello que contemplamos. Esa sensación de asombro y desasosiego se despliega con una gran dirección de actores y un ritmo visual y narrativo casi mágico a lo largo de las más de dos horas que dura el largometraje. El gran acierto del director coreano es hacernos ver las diferentes formas con las que el ser humano afronta su supervivencia dependiendo de la clase social a la que pertenezca. Una lucha donde los buenos no son tan buenos, ni los malos son tan malos. En este sentido, el propio Bong Joon-ho nos advierte que la mayor lucha por la supervivencia no se produce entre ricos y pobres, sino entre aquellos que luchan denodadamente por defender el último escalón social al que pertenecen, proporcionándonos en este film unas grandes dosis de violencia y crueldad a la hora de mostrarnos tal defensa de la miseria sin mayor dignidad que la de aplastar al otro sin más.



3.- HISTORIA DE UN MATRIMONIO DE NOAH BAUMBACH: EL MANICOMIO DEL DESAMOR

Si miramos al horizonte corremos el riesgo de ver nada más que nubes que se confunden tras una intensa bruma. Si miramos al horizonte muchas veces lo que queremos es ver ese cielo azul que creemos que nos merecemos, porque en el fondo, a través de él nace dentro de nosotros la necesidad de estar vivos. Vivos y acompañados de la persona amada, porque con ella, somo capaces de cerrar ese círculo donde no dejamos pasar al dolor y a la desesperación que se alían con el desamor. Amor y desamor. Gladiadores de la vida y del día a día que nos reta con sus espadas en todo lo alto. ¿Y qué ocurre cuando el que vence es el desamor? Que todos sabemos que, a pesar de todo, tras la espesa niebla existe el sol y su cualidad de iluminarlo todo para hacerlo distinto. Una meta, la de la luz, que Noah Baumbach concede a los protagonistas de su Historia de un matrimonio como reflejo de aquello que fue su particular historia de amor antes de mostranos la cara oculta del mismo: el manicomio del desamor. Un manicomio con sus habitaciones propias, estancias vacías y pasillos llenos de incertidumbres que nos trasladan de unas a otras sin desearlo. Habitaciones y estancias extrañas porque nunca quisimos habitarlas. Habitaciones y estancias donde la realidad y la ficción. La verdad y el deseo. Los actos y sus consecuencias, se van dando la mano tras cada escena de esta película donde las experiencias maritales fallidas salpican una y otra vez esa necesidad de destrucción antes de encontrar un poco de paz. Una paz con la que estar vivo de nuevo, pues ese proceso de catarsis en el que estar vivo tiene mucho que ver (en la película) como una salida de los infiernos o una vuelta a la vida donde, por fin, la espesa niebla que nos enturbia la mirada y el corazón deja paso a algo de paz, comprensión y sentido común. Los egos, en este caso, de un director de teatro y una actriz, se delatan tras cada mirada o cada silencio. Un silencio que de una forma inteligente Noah Baumbach ha dejado en mano de los protagonistas para darle voz a través de unos abogados buitres que son víctimas, también, de sus propios fracasos.


4.- LA FAVORITA DE YORGOS LANTHIMOS: EL AMOR Y SU PODER REFLEJADOS EN ESTANCIAS DE PENUMBRA

El camino que recorre el amor a lo largo de nuestras vidas viene escalonado por diferentes estancias de penumbra, en las que en ocasiones se cuela la luz del sol de una forma arrebatadora y, en otras, reina la oscuridad más absoluta. Como dice el propio director griego de esta película, Yorgos Lanthimos, «el poder, es la forma más descarnada del amor». Quizá, porque en esas estancias de penumbra revoloteamos cual pájaro prisionero entre paredes que nos hablan o nos recuerdan a nuestros errores o derrotas sentimentales, esas que marcan nuestra existencia más que la pérdida de una guerra, por más que uno —en este caso una—, sea la reina de Inglaterra. En este sentido, La favorita se adentra sin remilgos en el farragoso terreno del poder que para su definición total precisa del arma del amor como la mejor herramienta para llevar a cabo sus propósitos. El poder, esa droga que nunca sacia al espíritu humano, busca en esta película los escondrijos más sutiles —y en ocasiones sexuales— del Estado para conseguir sus objetivos. Bajo una narración ágil divida en ocho capítulos que dan a la historia la forma de cuento de brujas y hechizos, La favorita recorre los territorios que van desde el amor a la crueldad en forma de tragicomedia sin forzar un ápice su esencia: el amor y su poder reflejados en estancias de penumbra. Estancias de penumbra, vestuarios, fiestas y bailes que nos recuerdan de una manera sucinta a las películas del gran Peter Greenaway. La favorita es un film de época repleto de extravagancias al que sólo le falta la música compulsiva de Michael Nyman para lograr rizar el rizo. Yorgos Lanthimos, en esta ocasión, nos brinda la versión más arriesgada de una forma de entender las vicisitudes de los asuntos de Estado que, en La favorita, deambulan por los caprichos de una reina enfermiza y encerrada en un palacio que nos recuerda más a un castillo y sus mazmorras que a una estancia real de principios del siglo XVIII. La intriga, la diversión y el deseo se encuentran y confrontan bajo las miradas, siempre seductoras, de sus tres protagonistas, magníficas las tres y firmes candidatas a todos aquellos premios a los que se presente esta película. El desgarro, la huida y la soledad están extraordinariamente interpretados por una Olivia Colman perfecta e inconmensurable en el papel de reina Ana. A su lado, su consejera y amante, Lady Marlborough, interpretada por Rachel Weisz, cuya expresión de lujuria producida por el poder, resulta conmovedora por la fuerza y la ira con el que las ataca. Tras ella, Abigail, a la que da vida Emma Stone, cuyo reflejo incandescente de sus fríos ojos azules atrapa al director para filmarla cercana, y desnudarla en sus gestos y, a través de sus labios, sus ojos y los lóbulos de sus orejas —al principio desnudos y después adornados de lujosos pendientes— hasta convertirla en un caleidoscopio de emociones que van desde la inocencia a la maldad, la transparencia a la oscuridad, la cercanía a la venganza, sin duda, una explosiva mezcla de emociones y resultados.



Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

HISTORIA DE UN MATRIMONIO DE NOAH BAUMBACH: EL MANICOMIO DEL DESAMOR



Si miramos al horizonte corremos el riesgo de ver nada más que nubes que se confunden tras una intensa bruma. Si miramos al horizonte muchas veces lo que queremos es ver ese cielo azul que creemos que nos merecemos, porque en el fondo, a través de él nace dentro de nosotros la necesidad de estar vivos. Vivos y acompañados de la persona amada, porque con ella, somo capaces de cerrar ese círculo donde no dejamos pasar al dolor y a la desesperación que se alían con el desamor. Amor y desamor. Gladiadores de la vida y del día a día que nos reta con sus espadas en todo lo alto. ¿Y qué ocurre cuando el que vence es el desamor? Que todos sabemos que, a pesar de todo, tras la espesa niebla existe el sol y su cualidad de iluminarlo todo para hacerlo distinto. Una meta, la de la luz, que Noah Baumbach concede a los protagonistas de su Historia de un matrimonio como reflejo de aquello que fue su particular historia de amor antes de mostranos la cara oculta del mismo: el manicomio del desamor. Un manicomio con sus habitaciones propias, estancias vacías y pasillos llenos de incertidumbres que nos trasladan de unas a otras sin desearlo. Habitaciones y estancias extrañas porque nunca quisimos habitarlas. Habitaciones y estancias donde la realidad y la ficción. La verdad y el deseo. Los actos y sus consecuencias, se van dando la mano tras cada escena de esta película donde las experiencias maritales fallidas salpican una y otra vez esa necesidad de destrucción antes de encontrar un poco de paz. Una paz con la que estar vivo de nuevo, pues ese proceso de catarsis en el que estar vivo tiene mucho que ver (en la película) como una salida de los infiernos o una vuelta a la vida donde, por fin, la espesa niebla que nos enturbia la mirada y el corazón deja paso a algo de paz, comprensión y sentido común. Los egos, en este caso, de un director de teatro y una actriz, se delatan tras cada mirada o cada silencio. Un silencio que de una forma inteligente Noah Baumbach ha dejado en mano de los protagonistas para darle voz a través de unos abogados buitres que son víctimas, también, de sus propios fracasos.



La singularidad de Historia de un matrimonio está en la forma que se nos presenta un proceso de divorcio —por otra parte muy presente en la filmografía norteamericana—, pero que en este caso, deambula por esa normalidad aparente que se balancea entre el egoísmo y la desesperación. Algo a lo que contribuyen firmemente sus dos protagonistas, Scarlett Johansson (Nicole) y Adam Driver (Charlie), pues sus interpretaciones hacen más cercanas y reales las situaciones que representan, y que dictan las consecuencias más nefastas cuando falla lo más esencial del ser humano: el amor. Un amor y sus consecuencias que se nos revela dañino, sin sentido y agónico hasta la extenuación. De ahí, que, cuando de verdad se muere el amor, lo único que deseemos sea volver a estar vivos. O como cuando, Adam Silver, en uno de los momentos más álgidos de esta película, canta la canción Being Alive del musical Company: «Alguien que me sostenga demasiado cerca/ alguien que me haga daño demasiado profundo/ Alguien que se siente en mi silla/ Y arruinar mi sueño/ Y hacerme darme cuenta/ De estar vivo/ Estar vivo».



La dicotomía entre hombre y mujer. Director y actriz. Nueva York o Los Ángeles, engendra las situaciones de poder más marcadas de esta historia que se inician por la necesidad de recuperar la libertad por parte de Nicole, algo que no esgrime no tener en su matrimonio, pues éste está férreamente dirigido por su marido. Y que prosiguen con la impronta necesidad de comprensión por parte de Charlie.  Una comprensión que, con el transcurso de la película, se va transformando en odio, cólera e incomprensión hacia su mujer y el sistema. Una sucesión de claroscuros que determinan las vivencias de las dos ciudades donde se desarrolla la acción de esta zozobra de los sentimientos, donde la necesidad de poder disfrutar de la propia libertad será la llave que dará una salida a una relación que en apariencia —solo en apariencia— no huele a podrido. Y lo hace igual que ese personaje solitario que está de pie encima de una roca mirando hacia el horizonte. Un horizonte plagado de una intensa niebla que se confunde con las nubes que tapa y el sol que nos aguarda tras ellas. Ese horizonte que nunca alcanzaremos y que, sin embargo, nos espera como a esta historia en forma de manicomio del desamor que intenta conservar la lucidez de los buenos momentos; aquellos en los que creímos que nos enamoramos de la persona adecuada. Y lo hace igual que, si un rayo de luz, se colara entre la densa niebla, para de esa forma volver a reescribir aquella carta que todavía está dentro de sus corazones: «Lo que más me gusta de Nicole. Baila muy bien. Es una madre que juega, y juega de verdad. Hace regalos geniales. Es competitiva. Y sabe cuando presionarme…» 



 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 17 de diciembre de 2019

RICHARD FORD, LAMENTO LO OCURRIDO: LA SINOPSIS DEL AMOR



Lo mejor de envejecer es echar la vista atrás y tener la honestidad de aceptar aquello que fuimos, y en lo que el paso del tiempo y nuestras decisiones han hecho de nosotros. La distancia que nos marcan los días es el mejor instrumento a la hora de clarificar nuestros sentimientos cuando los depositamos en la cesta que conforma nuestra vida. Y, entre todos esos acontecimientos o accidentes vitales que nos retratan como el mejor de los autorretratos, sobresale el amor. La sinopsis del amor que magnifica nuestros actos sin nosotros quererlo por el mero hecho de que, al final, es el verdadero y único culpable de nuestros errores. Richard Ford, en Lamento lo ocurrido, sitúa a sus protagonistas en esta tesitura a la que una situación presente, siempre azarosa, obliga a volver la vista atrás en sus vidas y en sus sueños. El azar, en estas diez narraciones cortas que conforman la última antología publicada en España por el escritor norteamericano —a modo de primicia mundial—, es un protagonista omnisciente que nos muestra la historia visible que encubre a la historia oculta y verdadera de aquello que se nos cuenta, y que el lector avezado debe adivinar. Ford nos deja amplios espacios para la exploración del transcurrir vital de sus personajes y de sus planteamientos literarios, siempre sumergidos en una cotidianeidad que cobra un exacerbado protagonismo gracias a su hábil manejo literario sobre la historias que narra en forma de relato corto, si exceptuamos el último de ellos —Perder los papeles—, por estar más cercano a una novela corta. Un relato que es la perfecta excusa para que Ford nos exponga todo aquello que nos ha querido mostrar con anterioridad. La soledad que persigue a muchos de sus personajes es un fuerte imán que necesita del contrapunto de los diálogos para resaltarlo más si cabe todavía. Una soledad autoimpuesta o accidental que cobra toda su luminosidad cuando el autor la somete al azar de aquello que nunca teníamos previsto. Una prerrogativa que obliga a sus protagonistas a detener el tiempo para ponerse a observar ese pasado que siempre pasaron por alto y que no contaron a nadie, quizá, porque no hay nada más real y sanador que confesarle nuestros secretos a un extraño que sabemos que, en un principio, no está expuesto a los prejuicios de nuestros hechos pasados.



Lamento lo ocurrido es un mosaico de encuentros, carreteras secundarias, lugares y situaciones que nos permiten acercanos a Nueva Orleans o a esos irlandeses que viven en los Estados Unidos o vuelven a Irlanda, pero también, es la perfecta sincronización entre el tiempo narrado y la importancia que el tiempo pasado sigue teniendo sobre nuestras vidas. Habitaciones de hotel que por la mañana están desposeídas de los ensueños de la noche y de uno de los amantes. Encuentros accidentales con antiguas parejas que transcurren en la actualidad de la mano de un río que desemboca en el mar y que solo es visualizado desde la lejanía que nos permite no volver a mojarnos en sus aguas. Muertes inesperadas que no siempre atraen sobre la amistad las imágenes de la cercanía o el encuentro. O la soledad de un viudo que busca en casas de temporada los ecos de su mujer dos años después de su muerte, en silencio, sin aspavientos o grandes demostraciones de dolor que, sin embargo, se ahondan con un fortuito encuentro que le precipitan sobre su pasado. Son solo algunas de las situaciones en las que Richard Ford da protagonismo al americano medio —con ascendencia irlandesa, o no— y le deja caminar sobre su vida sin más intención que la de permitirle atravesar esa barrera invisible que le separa de sí mismo. Y, quizá, no haya nada mejor y más eficiente a la hora de hacerlo que obligarle a enfrentarse a ello en solitario, a través de la sinopsis del amor.  

 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 13 de diciembre de 2019

MIS MEJORES LECTURAS DEL AÑO 2019: PALABRAS QUE LLENAN EL SILENCIO


1.- JAY McINERNEY, LA BUENA VIDA: LA RENUNCIA QUE YACE BAJO LOS ESCOMBROS Y SUS CENIZAS

McInerney, incansable narrador de la última parte del way of live americano, en su narrativa siempre trata de ejercer de contrapunto a esas luces de neón que plagan de reflejos de irrealidad a las noches neoyorquinas y norteamericanas, y lo hace con el desdén de aquellos que han triunfado y se han hundido en más de una ocasión. Una especie de tobogán vital y literario que ya se encuentra presente en su primera y célebre novela, Luces de neón, y que sigue su búsqueda en la trilogía del matrimonio Calloway de la que, La buena vida, es su segunda entrega tras Al caer la luz. Esa perseverancia literaria, que tan presente se encuentra en Fitzgerald, y de cuyo estilo literario se nutre McInerney, es una forma de narrar que arranca de esa parte íntima y lírica que poseen todas las tragedias, para a partir de ahí construir universos personales y literarios forjados en la penumbra de las desdichas que abarcan espacios universales. Digno componente de la última parte de lo que en su momento se dio en llamar como La gran novela americana, McInerney disecciona a la ciudad de Nueva York y a sus gentes con la pericia del observador que sabe bien de lo que habla, porque no en vano, es una víctima más de la ciudad; ciudad que ve, escucha y sondea como un minero de almas solitarias. De este modo, sus novelas, se sustentan, en un buen número de personajes secundarios que nos ayudan a comprender y acotar a sus protagonistas. En el caso de La buena vida, Corrine lo hace en Luke, mientras que Russell queda un poco difuminado por su apática forma de afrontar la muerte su amigo Jim en el 11-S.



2.- MICHEL HOUELLEBECQ, SEROTONINA: LAS ALEGORÍAS QUE REINAN SOBRE LA PERTURBACIÓN DE LAS EMOCIONES

Serotonina es la desesperanza en el amor y en el propio individuo. Su protagonista tiene todo al alcance de su mano y, sin embargo, renuncia a ese todo, incluso a sí mismo. El miedo a ser feliz es el antídoto con el que naufraga en su propia derrota. La hondura de la soledad del hombre en un mundo superpoblado, le lleva a Florence-Claude a huir lejos de París, de la civilización y de los otros. El refugio anhelado se transforma en la búsqueda de la libertad; una libertad que él cree que encontrará en la juventud a través de un amigo universitario que, como él, huyó de la gran urbe. No obstante, esa huida no es nada placentera, porque está vigilada y condenada por unas instituciones, las europeas, que son expertas en globalizar vidas y derrotas, fracasos y muertes, como quien da limosnas a los pobres a la salida de una gran iglesia. En estas conjeturas de lo incierto el protagonista de Serotonina y su amigo Aymeric no son más que dos claros ejemplos de lo ineficaz que resulta reivindicar ese otro mundo en el que todavía tenía sentido formar una familia o cultivar tu propia tierra. Ya no hay campos que sembrar ni mujeres a las que amar, pues todo se ha transformado en un paisaje oscuro; un paisaje con una densa niebla que no nos deja ver más allá de nuestros propios pies. Sin embargo, levantar la mirada y observar el horizonte es un acto heroico para el que ya no están preparados nuestros corazones, pues éstos hace tiempo que se pararon en las inciertas alegorías que reinan sobre la perturbación de las emociones. Justo, allí, donde nos hemos quedado a esperar más allá de toda esperanza.



3.- SANTIAGO LORENZO, LOS ASQUEROSOS: TAN LEJOS DEL MUNDO Y TAN CERCA DE TODO

Los asquerosos de Santiago Lorenzo es una crítica atroz y sin disimulo hacia todo aquello que le chirría a su autor: el Estado, el orden, la policía, los antidisturbios, la policía o la ley mordaza, que cercena más de lo lógicamente deseable nuestra libertad. Todo ello es susceptible de ser abordado por un escritor que apunta al mundo con una escopeta de madera cargada con pinzas de ídem, y con ello, poner en el disparadero a una sociedad dominada y enfervorizada por el control total de todos y cada uno de nuestros actos. En este sentido, un negocio seguro en esta época es el de las empresas de seguridad, pues todas ellas se muestran más que dispuestas a instalarnos cámaras en todos y cada uno de los espacios que antes pertenecían al ámbito privado. Esa huida inicialmente no consciente, pero luego deseada, es en la que se refugia Manuel. De ese modo, Zarzahuriel pasa a convertirse en uno de los estandartes de esa España vacía que cada día crece más que los aullidos de los lobos en las sierras perdidas de nuestra geografía. En esa dificultad ante lo cotidiano es donde surge el heroísmo de un joven de 25 años que es capaz de apoderarse de su propio destino y, a la vez, reírse de él. Aquí cabe apuntar que la historia de Los asquerosos surge de un hecho sorprendente e inesperado y, que junto a la parte final de la novela, es lo mejor de una historia única, tanto en su planteamiento como en su final. La única pega a todo ello sea, quizá, la profusión en las artes de buscarse la vida, la hondura en sus artes del bricolaje y la originalidad sobrevenida que puebla muchas de su páginas, demasiadas quizá, pues en ocasiones, a pesar de que no rompan el ritmo de la misma por la inusual capacidad de su autor de inventar situaciones y neologismo que, como él mismo nos dice, se explican por sí mismos sin necesidad de buscarles un significado en el diccionario,  aíslan a la novela de en cuanto a la oportunidad de darle a la novela un cuerpo más compacto, pues el mensaje está suficientemente enviado y entendido, lo que sin embargo no desdeña el valor de la misma, pues no se nos debería olvidar que en los tiempos que corren no es fácil estar tan lejos del mundo y tan cerca de todo.



4.- JESÚS MARCHAMALO.- STEFAN ZWEIG, LA TINTA VIOLETA (ILUSTRADO POR ANTONIO SANTOS): “EL PELUQUERO DE LOS HÉROES”

Stefan Zweig, La tinta violeta es una extraordinaria semblanza del escritor austriaco que nos revela la buena faceta de periodista de Jesús Marchamalo, pues éste sabe apoderarse de esas anécdotas que hacen de sus retratos literarios un reflejo singular y único del personaje que nos muestra. Este librito, como lo tildan sus autores, es una certera mezcla de los elementos de una vida que, en sus inicios, fue feliz y muy prolífica, viajera y reconocida como pocas y, que en su última parte, devino en una huida de sí mismo y del miedo a perder la libertad propia y ajena; una pérdida de la libertad individual y colectiva de un mundo que se transformó en oscura noche. Un mundo que le llevó a refugiarse en un lugar donde solo cabían él y el terror a perder su esencia. Ese miedo metafórico a la noche fue el que le llevó al suicidio. Suicidio ordenado y muy bien pensado. No obstante, antes de marcharse, dejó escrito en una nota: «Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy de aquí antes que ellos». Una sentencia no exenta del reconocimiento de la derrota, pero también, de la fuerza de los héroes, pues no en vano, él fue bautizado como: “El peluquero de los héroes”.



5.- ALBERT CAMUS, EL REVÉS Y EL DERECHO. DISCURSO DE SUECIA: LA LUZ QUE  ILUMINA LOS RECUERDOS Y SUS EMOCIONES



En los cinco relatos que componen El  revés y el derecho, así como en el discurso que pronunció el 10 de diciembre de 1957 cuando recibió el Premio Nobel de Literatura y en la conferencia que días más tarde pronunció también en Estocolmo bajo el título de Discurso de Suecia, podemos apreciar esa ambivalencia de Camus a la hora de enfrentarse a su vida desde la desnudez de sus recuerdos: «Los principios debemos colocarlos en las cosas grandes; para las pequeñas basta con la misericordia»; y a la vida, desde su fiel compromiso con el hombre y su destino, porque como él mismo dijo: «He aprendido acerca de mí mismo, y sé de mis limitaciones y de casi todas mis debilidades. He aprendido menos acerca de los seres, porque mi curiosidad se refiere más a su destino que a sus reacciones, y los destinos se repiten mucho.» En este sentido, su lucha contra los totalitarismos que le tocaron vivir es firme y sin fisuras, tal y como se puede apreciar en sus dos intervenciones públicas en la ciudad de Estocolmo de 1957. Su destino, como artista y como hombre, estaba y está unido al de toda la humanidad. Su fórmula para no repetirlo: las palabras. «Aquella comarca me devolvía al centro de mí mismo y me enfrentaba con mi angustia secreta… ¿Cómo explicarlo? Cierto es que ante esa llanura italiana, poblada de árboles, de sol y de sonrisas, capté mejor que en otros lugares el olor a muerte e inhumanidad que llevaba un mes persiguiéndome. Sí, esa plenitud de lágrimas, esa paz sin alegría que me llenaba, todo eso no estaba constituido sino de una conciencia muy clara de lo que no volvía a mí: de renuncia y desinterés… Necesitaba una grandeza. La hallaba en el hecho de confrontar mi honda desesperación y la indiferencia secreta de uno de los paisajes más hermosos del mundo. Sacaba de él fuerza para ser a un tiempo valeroso y consciente» Y lo hizo. Lo hizo bajo la luz que ilumina los recuerdos y sus emociones.



6.- LUCIA BERLIN, MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA: LA BÚSQUEDA DE LA LUZ AL OTRO LADO DEL EDÉN

¿Por qué debemos reverenciar el ritmo de Lucia Berlin a la hora de marcar los latidos de su prosa? Quizá, porque, sin duda, pertenece a escuela de escritores norteamericanos que han hecho del fracaso y la desidia toda una poesía de la heroicidad y de la derrota. Carver, Bukowsky y Fante en su vertiente más errática. O Capote, en su vertiente más despiadada y morbosa. Es cierto que la obra de Lucia Berlin es comparada con cierta asiduidad con la del poeta y escritor, Williams Carlos Williams, que aborda la creación desde una realidad capaz de despertar la imaginación de quien la percibe, algo que también lleva a cabo Berlin en sus relatos, pero sin dejar de ser menos cierto que la realidad le sirve a ella para crear obras de ficción que no son ni buscan ser un retrato exacto de la realidad, sino un aparte donde el proceso creativo que la transforma es el verdadero protagonista de la misma. Esa mezcla, no obstante, no distorsiona aquello que se nos quiere narrar, sino que le proporciona a la historia contada márgenes de no realidad que de otra forma no existirían. Y es ahí, donde se encuentra una buena parte de la fuerza como narradora de Lucia Berlin que, al igual que el nadador del cuento de John Cheever, va atravesando los setos de las casas ajenas para zambullirse en sus piscinas y respirar algo de libertad cuando se encuentra debajo del agua, como si ese elemento acuoso fuese el medio en el que evadirse de todo aquello que le persigue y atormenta. Una muestra de libertad que también se aprecia en su técnica narrativa, donde los giros sorprendentes e insospechados, así como las expresiones festivas, populares o simplemente chisposas, forman parte de sus relatos de una forma natural, lo que contrasta con la solidez de la pérdida o el fracaso que persiguen a sus personajes, siempre envueltos en fases de rehabilitación o búsqueda. La búsqueda de la luz al otro lado del edén.



7.- JULIO LLAMAZARES, MEMORIA DE LA NIEVE: EL SILENCIO, LA MEMORIA, LA NIEVE…, EL PASO DEL TIEMPO

Buscar aquello que fuimos entre la niebla que se extiende por la geografía del silencio. Entre paredes que ya no son, y árboles que se sumergen debajo del agua. El atlas de la vida reconvertido en un fugaz espasmo del pasado. Pasado reconvertido en nieve. Nieve que se derrite y solidifica con el paso del tiempo. Nieve como estaciones que se suceden sin más propósito que dejar las huellas del tiempo pasado. Un tiempo en el que se pueden recuperar los dioses perdidos, los guerreros muertos y las batallas sangrientas de las que ya nadie se acuerda. Grosellas de color rojo que tintan la memoria de pasión, muerte y olvido. Árboles de hoja caduca quemados por el paso del tiempo y hojas secas dibujadas sobre un papel de fondo blanco. Terrenos oníricos en los que siempre cabe la posibilidad de dar vida a la muerte, al recuerdo, a la memoria, a la infancia…, y a los padres. Miradas sobre uno mismo que devienen en falsos espejismos como si todo fueran sombras en un bosque de noche. Bosque helado y solo iluminado por un mar de estrellas. Estrellas como nada más que se pueden ver en el campo. Lejos de la ciudad. Del ruido. Y la luz. Estrellas que iluminan aquellos caminos que recorrimos una vez. Lucecitas que nos recuerdan que un día fuimos felices sin nada, con tal solo mirar al cielo y ponernos a soñar. Lucecitas que sostiene los hilos invisibles de una Luna portentosa, perenne y que solo pueden llegar a ver aquellos que saben de lo que está fabricada la noche: de silencios, ausencias, ruidos y ecos olvidados y, sin embargo, tan presentes. Todo eso y más es Memoria de la nieve de Julio Llamazares... Memoria de la nieve también es pasear por la vida sin pisarla, sobre sendas que ya forman parte del pasado si no fuera por los recuerdos, tan presentes, como la nieve en invierno o efímeros como la noche en verano. Memoria de la nieve es una sucesión de estaciones. Estaciones de los sentidos que no se dejan atrapar por todo aquello que no merece la pena ser recordado. Memoria de la nieve levanta la iconografía de esa España olvidada a través de un rico léxico rural que apenas ya nadie conoce y que, sin embargo es muy evocador: urces, muérdago, marzales, pedernales... Fuerza sublime las de las palabras que nos llevan, una vez más, allí donde no creíamos que pudiésemos llegar. Memoria de la nieve es perderse entre la espesura del bosque y la sinuosidad de una niebla que no es de caramelo, pero sí evocadora de todo aquello que ya no somos: «No existe otra espiral que el bramido del tiempo».



8.- ALICE MUNRO, ¿QUIÉN TE CREES QUE ERES?: EL AMOR QUE TE DESPOJA DEL MUNDO

¿Quién te crees que eres? es una magnífica versión de la mejor prosa de Alice Munro. Sencilla e hiriente sin dejar de ser intensa. Astuta sin menospreciar la sorpresa. Y genial sin desdeñar de los brillos oscuros que subyacen en muchas de las experiencias de Rose; mujer hecha a sí misma y que siempre trata de no engañarse a sí misma, pues aunque lo haga en ocasiones, al final encuentra el valor suficiente para salir adelante en sus luchas internas; luchas en las que finalmente vence la necesidad de libertad y la expresión cristalina de su nomadismo vital. En esta ocasión, ese nomadismo vital vendrá impregnado del amor y sus múltiples versiones que la autora fija más en las posibilidades, que por una u otra circunstancia nunca se llevan a cabo, que en su culminación. Una interrupción vital que sin embargo la llevará hasta los recuerdos más profundos de su adolescencia, aquellos que la han marcado para siempre sin que ella se dé cuenta de ello hasta el final. Este reto de Rose a su destino y sus aristas, es un constante juego de sinergias en el que la fuga y el naufragio se trasponen en ímpetu y grandeza. Igual que el amor que te despoja del mundo.



9.- PETER HANDKE, EL MIEDO DEL PORTERO AL PENALTI: LA PÉRDIDA DE LA IDENTIDAD

El hombre solo frente al mundo. Su desubicación como sujeto social. El rechazo a los otros. A los inadaptados desde su punto de vista y a sí mismo. El sutil y atroz dibujo de esa fina línea que divide los universos contrapuestos de lo general sobre lo individual. Donde lo general es una especie de apisonadora insensible. Ciega. Y sorda. Una apisonadora que permanece impasible ante la caída. El retrato de Bloch, el protagonista de El miedo del portero al penalti; una novela que ubicó en el mundo literario a su autor, el escritor austríaco Peter Handke, es el de uno de esos inadaptados que circulan por las calles de las ciudades —como por ejemplo le ocurre al protagonista de la novela Hambre del escritor noruego Knut Hamsun por Christiania— sin otro sentido que la necesidad de justificarse de algo, en este caso, de su aislamiento. Bloch es un hombre sin más voz que la interior, pues la que expresa al mundo a través de su boca es inconexa. Aturdida. Incluso salvaje. El miedo del portero al penalti simboliza muy bien ese desarraigo existencial del individuo frente al mundo que le ha tocado vivir. Handke, a través de su protagonista, lo expresa frente al aislamiento que muchos seres humanos sufrieron tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Un aislamiento, el de los hijos de esa posguerra, que nacieron sin nada, muchos de ellos huérfanos, solos, y sin otro arraigo que el de la intemperie de la soledad y la furia de la derrota. Un vértigo ante la vida que representó muy bien Kafka a través de los personajes de sus relatos, muchos de ellos atrapados dentro de un mundo interior repleto de murallas sin puertas ni llaves con las que abrirlas. Ese desasosiego interior que deviene en la paranoia de la barbarie del individuo frente a la sociedad, y que se representa muy bien a través del crimen sin dolo, pesar o cargo de conciencia, ya lo representó muy bien Albert Camus en su novela El extranjero, donde proporcionó a Meursault de todas las herramientas posibles para hablarnos del absurdo y de las consecuencias que esa falta de sentimientos tenían sobre la raza humana. Una civilización condenada al fracaso, pues la conducían a la deriva de la tiranía de unos gobernantes que, con su poder y sus fauces, nada más que causarían muerte y destrucción a gran escala. En todo eso es donde Handke se refugia para pintarnos este retrato de un portero de fútbol que siente que se ha perdido, pero que no sabe cómo expresarlo más allá de unir acciones automáticas e inconexas.


Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 21 de noviembre de 2019

PETER HANDKE, EL MIEDO DEL PORTERO AL PENALTI: LA PÉRDIDA DE LA IDENTIDAD



El hombre solo frente al mundo. Su desubicación como sujeto social. El rechazo a los otros. A los inadaptados desde su punto de vista y a sí mismo. El sutil y atroz dibujo de esa fina línea que divide los universos contrapuestos de lo general sobre lo individual. Donde lo general es una especie de apisonadora insensible. Ciega. Y sorda. Una apisonadora que permanece impasible ante la caída. El retrato de Bloch, el protagonista de El miedo del portero al penalti; una novela que ubicó en el mundo literario a su autor, el escritor austríaco Peter Handke, es el de uno de esos inadaptados que circulan por las calles de las ciudades —como por ejemplo le ocurre al protagonista de la novela Hambre del escritor noruego Knut Hamsun por Christiania— sin otro sentido que la necesidad de justificarse de algo, en este caso, de su aislamiento. Bloch es un hombre sin más voz que la interior, pues la que expresa al mundo a través de su boca es inconexa. Aturdida. Incluso salvaje. El miedo del portero al penalti simboliza muy bien ese desarraigo existencial del individuo frente al mundo que le ha tocado vivir. Handke, a través de su protagonista, lo expresa frente al aislamiento que muchos seres humanos sufrieron tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Un aislamiento, el de los hijos de esa posguerra, que nacieron sin nada, muchos de ellos huérfanos, solos, y sin otro arraigo que el de la intemperie de la soledad y la furia de la derrota. Un vértigo ante la vida que representó muy bien Kafka a través de los personajes de sus relatos, muchos de ellos atrapados dentro de un mundo interior repleto de murallas sin puertas ni llaves con las que abrirlas. Ese desasosiego interior que deviene en la paranoia de la barbarie del individuo frente a la sociedad, y que se representa muy bien a través del crimen sin dolo, pesar o cargo de conciencia, ya lo representó muy bien Albert Camus en su novela El extranjero, donde proporcionó a Meursault de todas las herramientas posibles para hablarnos del absurdo y de las consecuencias que esa falta de sentimientos tenían sobre la raza humana. Una civilización condenada al fracaso, pues la conducían a la deriva de la la tiranía de unos gobernantes que, con su poder y sus fauces, nada más que causarían muerte y destrucción a gran escala. En todo eso es donde Handke se refugia para pintarnos este retrato de un portero de fútbol que siente que se ha perdido, pero que no sabe como expresarlo más allá de unir acciones automáticas e inconexas.

El estilo narrativo con el que el Premio Nobel de Literatura del año 2019 nos transmite sus inquietudes y su fuerza creativa está basado en una escritura automática que, al contrario que la que caracterizó a los beatniks, en su caso es meditada y medida, por muy prosaica que nos parezca a veces. Mediante frases hilvanadas con puntos y seguidos, consigue transmitirnos las turbulencias de los pensamientos de Bloch que, al principio, parece que solo huye de la ciudad en la que trabaja, y luego del asesinato que ha cometido, pero que en verdad de lo que está huyendo es de sí mismo y de ese eco imperturbable que le martillea la cabeza de una forma demoledora. En este sentido, el ritmo narrativo es tal que en ciertas ocasiones puede llegar a producir zozobra en el lector, sobre todo, si éste se deja llevar por las punzantes palabras de Handke que, dentro de una falsa y calculada normalidad, busca que rastreemos sobre aquello que él solo nos ofrece en superficie.  

Ya, el inicio de la novela, a través de la cita que lo antecede, nos genera incertidumbre. El desasosiego propio de la gran literatura: «El portero miraba/ cómo la pelota rodaba/ por encima de la línea…» Aquí se representa muy bien al guardameta y sus temores. Temores encerrados a lo largo y ancho de una fina línea blanca que lo divide todo. La serenidad y el nerviosismo. La certeza y las dudas. La posibilidad y la desesperanza. Un miedo, el del portero ante el penalti, que Handke usa como metáfora para definir y arrinconar el vértigo que está presente en la vida, el aislamiento, la soledad, y esa innata rareza que tienen los cancerberos de afrontar su destino a solas. Es difícil definir y ahuyentar ese vacío que te persigue cada vez que te lanzas al suelo con la intención de parar un balón que va a gol. O la oportunidad, o no, de efectuar un despeje de puños más allá del área pequeña, más conocida como el área del portero. Ahí donde él es el dueño y señor de esa pequeña parcela del terreno de juego. Fuera de ella discurre ese libre albedrío que representa la lucha por el esférico de veinte jugadores. Una lucha de la que él será víctima antes o después —como Bloch—, porque como dice Handke, nadie se fija en el portero hasta que los delanteros del equipo contrario avanzan hacia la portería y lanzan un disparo con la intención de meterle un gol. Hasta ese momento, el cancerbero es un ser anónimo dentro del campo —como le ocurre a Bloch en la novela—. Un ser en el que nadie repara hasta que le marcan un gol, o como en nuestro caso, comete un asesinato.

El portero está apegado a su área como otros lo están a la esclavitud de los deseos ajenos y la incertidumbre de los propios. Cuando unos y otros son solo miedos. Ocultos. Inciertos. Inexpugnables. Miedos estáticos, perennes y sin salida. Miedos erráticos. Como el del portero al penalti. Como la del portero ante la pérdida de su propia identidad.

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

PARÁSITOS DE BONG JOON-HO: LA IMPORTANCIA DE TENER UN PLAN



Parásito es aquel que vive del otro. Ya sea éste el Estado —estamento que por cierto no se analiza en esta película— o de un particular, a modo de un Robin Hood moderno sin más escrúpulos que los de copiar la mímesis del otro. En esta ocasión, ese otro es el opulento. El rico. El poderoso. O eso al menos es lo que nos muestra el director surcoreano Bong Joon-ho en Parásitos, la película con la que ha ganado este año la Palma de Oro de Festival de Cine de Cannes. Aquí la salvación no se produce a través del esfuerzo que nos puede llevar a disfrutar de una vida mejor, sino mediante la astucia a la hora de compartir aquellos bienes que ya tienen los más afortunados. De ahí, la importancia de tener un plan, como se nos recuerda en varias ocasiones a lo largo del largometraje. La importancia de tener un plan y también la pericia de traspasar la fina capa que separa al amo del siervo en un espacio compartido. Espacio de lujo y placeres que se encuentran muy a mano, tanto de unos como de otros. De ahí, que salvarse del precipicio de la pobreza se puede hacer de muchas maneras, pero en Parásitos, la dignidad, el esfuerzo o el mérito a la hora de escalar en la sociedad, son características que no se encuentran entre los componentes de la familia pobre, donde todo se deja en favor de la importancia de tener un plan. Plan rápido y sin escrúpulos. Plan sin memoria ni vergüenza. Plan abocado al fracaso y sus consecuencias. Y ahí es donde se encuentra la dura crítica hacia aquellos que creen que el éxito es algo que se posee sin esfuerzo, y sí solo a través del ingenio.



Parásitos es una película que también contiene una gran crítica social sobre cómo se relacionan los estratos sociales más poderosos con los más empobrecidos. Llegando a la conclusión de que, aparte de que unos y otros mantengan la distancias de una forma continua y a veces cotidiana en espacios comunes donde el siervo sirve a su amo, ambos se parecen demasiado, pues ambos tiene el mismo objetivo. Esa libertad que proporciona el poder del dinero, en este caso, escarba en la miseria del ser humano en uno y otro bando para no dejar títere sin cabeza. Parásitos es un film que entremezcla estilos y situaciones divertidas y terribles con una naturalidad pasmosa, y sin que apenas nos asombre, pues una peculiaridad de la historia que se nos cuenta es que parece que la misma es tan real como si la estuviésemos contemplando desde una de las ventanas de nuestra casa, aunque no demos pábulo a aquello que contemplamos. Esa sensación de asombro y desasosiego se despliega con una gran dirección de actores y un ritmo visual y narrativo casi mágico a lo largo de las más de dos horas que dura el largometraje. El gran acierto del director coreano es hacernos ver las diferentes formas con las que el ser humano afronta su supervivencia dependiendo de la clase social a la que pertenezca. Una lucha donde los buenos no son tan buenos, ni los malos son tan malos. En este sentido, el propio Bong Joon-ho nos advierte que la mayor lucha por la supervivencia no se produce entre ricos y pobres, sino entre aquellos que luchan denodadamente por defender el último escalón social al que pertenecen, proporcionándonos en este film unas grandes dosis de violencia y crueldad a la hora de mostrarnos tal defensa de la misera sin mayor dignidad que la de aplastar al otro sin más.



La capacidad visual que el director tiene para mostrarnos esa ciudad surcoreana sin nombre es magistral. Y lo hace a través de una fotografía limpia que nos muestra unos decorados impactantes. Tanto en su versión de la alta sociedad como la del sótano de la baja, pues ambas son dignas de admiración, por no hablar de lo bien que están filmadas las imágenes de la huida bajo la lluvia. Una lluvia en forma de agua purificadora que sin embargo no es capaz de limpiar el mal que se ha hecho, y que además, a medida que avanza la secuencia nos vamos dando cuenta de las consecuencias de todo lo anterior que acaba de ocurrir. No obstante, algo que no se nos debe pasar por alto es que en esas sinergias entre los más poderosos y los más pobres, lo más preocupante es la falta de visualización que unos tienen sobre los otros y que, en Parásitos, se percibe cuando los dueños de la mansión se van a pasar el fin de semana fuera. Aquí, la invisibilidad de las barreras parece posible, aunque siempre esté el aciago destino para sacarnos de nuestro error y mojarnos con unas grandes dosis de realidad. Una realidad que nos demuestra cómo el ser humano, en la sociedad actual, a lo que de verdad se encuentra encadenado es a los vicios de la gula, la  lujuria, la codicia o la crueldad. En este sentido, el estamento social está perfectamente establecido mediante la bella mansión donde viven los señores de esta película, con un sótano que hará de entrañas. Entrañas ocultas, pero que existen y salen a la luz en el momento más inoportuno (y de ahí la oportunidad e inteligencia por parte del director al mostrárnoslo cómo y cuándo lo hace). Parásitos es una película de ida y vuelta. De momentos de sosiego con otros que te sobresaltan, pero que sobre todo te hacen mantenerte muy alerta sobre aquello que te muestra. Una especie de pantalla gigante desde la que poder observar el mundo y al prójimo. Un prójimo que, en muchas ocasiones, no es tan distinto a nosotros, por mucho que se vista con ropas caras o vivan en grandes mansiones, pues todo parece que se resume a la importancia de tener un plan.  

 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 7 de noviembre de 2019

STELLA GIBBONS, LA HIJA DE ROBERT POSTE: CRÓNICAS DE LA INGLATERRA PROFUNDA



Qué hay mejor que acudir a la familia cuando una la necesita, o como en el caso de la protagonista de este long-seller, se queda huérfana y con una dote anual de 100 libras. Parece que para Flora Poste esta fue la mejor decisión a la hora de afrontar y resolver su futuro y, de paso, evitar la pesada carga de un trabajo de secretaria mal remunerado. Para ello, contaba a su favor con una educación «cara deportiva y larga» que le proporcionaron sus padres, y que la alejaba de toda prestación de servicios que no fuera la de organizar todo aquello que le resultase digno de organizar. Como incluso a una familia entera, los rurales y paletos Starkadder de la granja Cold Comfort Farm en Sussex. Desde la ironía más fina y la flema inglesa más locuaz, Stella Gibbons se sirve de esta novela para no dejar de dar puntada sin hilo sobre todo aquello que no le gusta o le parece sencillamente atroz, cursi o estúpido de la sociedad de su época. La hija de Robert Poste fue publicada inicialmente en 1932, pero tiene, por ejemplo, referencias al futuro o sobre Estados que no existen, lo que la proporcionan unas dosis de intemporalidad y desconexión espacial y temporal que le permiten una mayor libertad, si cabe, a la hora de lanzar su mordaz crítica sobre aquello que aborda. En este libro hay multitud de referencias a escritores consagrados, como por ejemplo Shelley, al que la Gibbons lanza sus dardos sin contemplación, o como también hace desde el inicio, en el prólogo, en una carta con un alto tono sarcástico. Una carta dirigida a un tal Anthony Pookworthy que no es otro que el novelista de cierta fama Hugh S. Wapole.



La hija de Robert Poste es una novela de lectura ágil y en ocasiones amena, pero sin llegar a ser desternillante ni cómica, aunque sí desenfadada y a veces divertida. Y, sobre todo, irreverente por la determinación y el desparpajo con el que se desenvuelve su protagonista. No obstante, en nuestra contra está el desconocimiento de la clase rural de una Inglaterra profunda y sus giros lingüísticos, sus bromas, y ese sentir tan propio que rodea a la familia de los Starkadder; una recopilación de personajes a medio camino entre la locura y el disparate, a los que Stella Gibbons nos presenta con mucho acierto e inteligencia. Sin embargo, esa falta de empatía con ese tipo de convivencia y costumbres en la vida una familia campesina de Sussex no se debe en ningún momento a la traducción, por otra parte inmejorable de José C. Vales que, gracias a sus notas a pie de página, nos ilustra muy bien aquello en lo que la autora quiso hacer hincapié, sino que se debe más a que la acción y los personajes de la novela son los últimos vestigios de una sociedad ya desaparecida en el lodo de los tiempos. En este sentido, la reivindicación que Stella Gibbons hace de su forma de ver el mundo rural y sus relaciones personales no está basada en la reivindicación de sus costumbres o ideas, sino que más bien pasea sobre ellas y al contemplarlas las ejecuta sobre un lienzo surrealista, sobre el que pone todo el énfasis en los descarriados planteamientos de todos y cada uno de los Starkadder, a los que Flora Poste, magistralmente va amoldando a sus intereses, porque si algo reivindica con ello la autora es la libertad de elección de las personas. Una libertad que se aleja, o está en la otra punta de las costumbres ancestrales, ridículas y sin sentido, de un granja anclada en el pasado.



Stella Gibbons da una pátina de brillo a una clase social perdida en las campiñas enfangadas de una Inglaterra desconocida. Y lo hace con la inteligencia de quien sabe lo que quiere a la hora de afrontar un relato sobre aquello que le interesa. Ya sea para ensalzarlo, o para criticarlo como sucede en esta novela, La hija de Robert Poste. Una narración a la que la única pega que se le puede poner es no haber facilitado a sus lectores un desenlace para la expresión: «vio algo sucio en la leñera», de la tía Ada Doom. Una expresión que en la novela funciona como un hilo conductor de toda ella. Aunque quizá, para nuestro consuelo, en ciertas ocasiones lo menos es más, y la autora decidió en su momento dejar a nuestro libre albedrío descifrar qué significado tiene esa frase para cada uno de nosotros. Aunque tal vez no tenga ninguno, como tantas otras cosas en la vida.


Ángel Silvelo Gabriel.