miércoles, 28 de julio de 2021

JULIO LLAMAZARES, EL RÍO DEL OLVIDO: LA MEMORIA Y EL PAISAJE


 

Caminar sobre el pasado y los recuerdos igual que un águila sobrevuela su territorio desde el punto más alto de sus dominios. Alejarnos del olvido para sentir lo más cerca posible aquello que un día fuimos. Volver con la idea de reconquistar el tiempo sin miedo a que el pasado nos arañe la memoria. Evocar, porque en el fondo se trata de eso, evocar lo que una vez creímos nuestro o aquello a lo que creímos que una vez pertenecimos por el simple hecho de que el destino nos hizo llegar a la vida desde ese lugar sin nombre que solo nosotros conocemos. Escudriñar la ribera del río montaña arriba con el único afán de devolver a nuestra memoria el placer de redescubrir el paisaje, porque como nos dice Julio Llamazares en el prólogo de El río del olvido: «El paisaje es memoria», igual que «los caminos más desconocidos son los que más cerca tenemos del corazón», de ahí esa necesidad de llegar a lo más alto para regalarnos esa vista tantas veces repetida en nuestros sueños y, a pesar de cómo dice el propio Llamazares, a sabiendas de que «una mirada jamás se repite». En la pureza de esa mirada es donde el autor leonés pone el objetivo de este libro de viajes a medio camino entre la confesión, el asombro y los recuerdos. Añoranzas de niño reinventadas a través de los ojos del hombre que desanda el camino transitado para llegar al principio de sus días. En este libro hay una reivindicación de ese nacimiento puro. Un nacimiento puro al mundo que uno trata de preservar en la memoria y que juega con él a través de las personas con las que conversa o se tropieza; o con los accidentes geográficos a modo de cascadas y puentes milenarios que unen y posibilitan el camino; o mediante los lugares y entornos más singulares, sobre todo, para una persona de ciudad y sin embargo tan cotidianos para los hombres y mujeres acostumbrados a dirimir sus vidas entre las montañas, la nieve, el frío, o ese verde intenso y profundo que atraviesa la mirada de quien lo contempla. Esa singularidad a la que se enfrenta el viajero no es la única a la que debe hacer frente, porque del mismo modo el silencio que le acompaña es el más ilustre compañero de su gesta existencial con la que trata de revivir una nueva vida. Existencia de pajares en los que dormir sobre un colchón de paja o hierba seca, trozos de pan prestados con los que acompañar las latas que antes de salir echó en su mochila, o la posibilidad de recrear casi en cada pueblo las aventuras y hazañas de unos olvidados que allí son los auténticos reyes de su destino, porque esa es la verdadera ventura en el reino del olvido, donde el eco que retumba entre las piedras de las casas es una forma de asistir a su permanencia en el tiempo, a su pasado glorioso y a su ruinoso presente, encasillado en el mejor de los casos con la bonanza del tiempo y el calor que trae consigo el verano. 

Unos y otros acompañan a Julio Llamazares en este ejercicio donde la memoria y el paisaje van de la mano y se juntan con historias de duendes, lobos, guerras, exilios o afrentas que nada más permanecen intactas en los corazones de aquellos que pueblan las montañas por las que transcurre el río Curueño, excusa geográfica y vital de un viajero perdido en su propia memoria y que rebusca en la de los demás sus miedos y certezas, y su amplitud a la hora de abrir su alma al mundo, por mucho que éste se encuentra constreñido al trazado de un río que recorre las montañas para más tarde morir cuarenta kilómetros más abajo en el puente de Ambasaguas. Llamazares, poeta por convicción, se acerca aquí a los grandes poetas románticos que, en su alejamiento de la sociedad industrial que se estaba forjando, huyeron al campo y a la naturaleza para encontrar la inspiración y el trasunto de sus composiciones en los cielos azules y los mares, los árboles y las campiñas, el silencio y el viento. Como muy bien nos dice Llamazares en El río del olvido: «el paisaje es, además, la fuente principal de la melancolía. Símbolo de la muerte, de la fugacidad brutal del tiempo y de la vida —el paisaje es eterno y sobrevive casi siempre al que lo mira—, representa también ese escenario último en el que la desposesión y el vértigo destruyen poco a poco la memoria del viajero —el hombre, en suma—, que sabe desde siempre que el camino que recorre no lleva a ningún sitio.» 

El paisaje y el tiempo. El paisaje, memoria inseparable de nuestra vida. De aquel que lo recorrió. De aquel que lo recuerda. De aquel que lo sueña. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 15 de julio de 2021

VICENTE VALERO, BREVIARIO PROVENZAL: LA NATURALEZA Y EL ARTE DE LA CONTEMPLACIÓN

 


Contemplar la naturaleza imbuido por el rumor que desprenden las hojas de los árboles, las flores, los riachuelos y los cantos de los pájaros. Aislarse para sentir el latido de nuestro corazón, y con él, llegar a crear algo nuevo al ritmo que esa naturaleza nos proporciona. En ese triaje de las sensaciones es donde la sensibilidad del que mira, y la destreza del pintor o el poeta, comienzan a dibujar palabras que de ninguna otra forma hubieran llegado a existir. Palabras que nacen del impulso imaginario que nos mueve hacia la cima de lo sublime o lo inalcanzable. Hacia esa búsqueda de la belleza que nos suministra el arte de la contemplación cuando la mirada del otro se deposita sobre la naturaleza. Las razones o excusas de ese estado de excitación (casi mística) pueden ser múltiples, pero solo una de ellas es la verdadera: la búsqueda de uno mismo y el afán que nos guía cuando somos capaces de mirar hacia adentro. Hacia esas entrañas que nos producen miedo y desazón cuando nos impulsan a explorar en los recuerdos, más si cabe, cuando en mitad de la naturaleza ejercen el papel de jueces de nuestras vidas. Jueces, que más allá de esa búsqueda dentro de uno mismo, también nos aproximan al concepto de belleza a través de la contemplación, porque naturaleza y contemplación van de la mano en el nuevo libro de Vicente Valero, Breviario provenzal, escrito a medio camino entre el ensayo y el libro de viaje, y donde una vez más, su personal y única manera de observar el mundo a través de los otros sigue gestando momentos de gran literatura, aquella que se produce con la única intención de su permanencia en el tiempo. Así sucede, por ejemplo, cuando se acerca al poder de seducción que los secretos de la naturaleza proyectan siempre en los artistas: «Puede que estos secretos, por tanto, sean sólo una idea, la misma que alienta la búsqueda y la palabra poética, insinuando a la vez nuestra necesidad de naturaleza, nuestro deseo de placer e inspiración, de autoconocimiento y de memoria. Puede que estos secretos solamente nos indiquen el camino necesario hacia la contemplación. Lo cierto es que sentimos que nos conciernen, que nos hablan a nosotros, que explican algo muy nuestro. Todo en la naturaleza reclama la mirada del otro: ésta es su forma de perpetuarse. Los colores, los aromas, lo sonidos: buscan a  aquellos que tienen que venir para fertilizar, para dar continuidad a la vida. El secreto sería así una forma sutil de reclamo, una metáfora de la belleza del mundo.». En este sentido, Vicente Valero nos propone en este ensayo, paisajístico y literario, varias formas de hacerlo y conseguirlo, sobre todo, gracias al exhaustivo repaso de los paisajes, aromas, colores e historias que le acercaron hasta la Provenza, un espacio a medio camino entre Los Alpes y la Costa Azul francesa que, a tenor de lo que se nos cuenta y expone, es un prodigio de propuestas, interpretaciones y reinterpretaciones que no hacen sino aumentar el deseo de conocer y compartir aquello que sintieron artistas como Mallarmé o Mistral, Camus o Picasso, Petrarca o René Char. La poesía, la pintura y, como no, la contemplación ejercen aquí de fuerzas generadoras de estímulos, consecuciones artísticas e inventos surgidos del arte del paisaje. Donde la mirada del otro, junto a los recuerdos que ésta es capaz de consumar, se transforma en una nueva forma de vida que se proyecta desde las montañas, los pueblos o el cielo, a las páginas en blanco de un libro o a la nívea superficie de un lienzo. Ambas, manifestaciones de aquello que trata de persuadir al paso del tiempo como huella del momento vivido, porque no se nos debería olvidar que Brevario provenzal de Vicente Valero es un ensayo sobre la naturaleza y el arte de la contemplación. 

En la última parte de este libro, escrita a modo de diario poético de la ruta trazada, Valero resurge como el poeta de la significación. Un poeta capaz de sacar a la luz los valores soterrados en la superficie de la cotidianeidad, y que gracias a su ingenio y maestría, tienen una segunda vida y el poder de aproximarnos al clamor del silencio que no se toca, pero sí permanece en nuestra memoria. Memoria del tacto de los recuerdos. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 6 de julio de 2021

LEOPOLDO MARÍA PANERO, LA MENTIRA ES UNA FLOR: LA DECONSTRUCCIÓN DEL HOMBRE Y EL POEMA


 

La poesía miente. La mentira es una flor. Un flor hecha poesía y silencio a través del poema. Así nace el verso como consecuencia de la página. Una página que se alza ante la ruina, el desastre, la desolación, y todo aquello anterior al silencio. A la muerte. Al no poema. En La mentira es una flor asistimos a la deconstrucción del hombre y el poema. El hombre es el no poema. Aquello efímero y circunstancial que nada más sirve de instrumento al poema, porque la página es el mundo sobre el que todo sucede y todo se levanta, y el poema es su mejor obra, pues de sus cenizas nace la muerte: de la vida, del poeta, del mundo. 

Leopoldo María Panero sigue dando vueltas sobre sí mismo. Sobre su ruina inyectada de silencios, tabaco y coca-colas. En ese tiovivo existencial es donde él encuentra que la única verdad es la muerte. Esa que le acecha y, que como una sombra, se prolonga sobre su mano a través de la página. Ahí es donde surge la comparación de los ojos y las manos con el desastre. Por su vulnerabilidad ante la caída. Inevitable. Justa. Esperada. Para él, solo queda el poeta tras la muerte. Muerte y deconstrucción del lenguaje que van más allá del hombre. Ser pasajero y mentiroso. Ser vulnerable en la corrupción que significa volcar su experiencia sobre la página, el verso y el poema. En este poemario también juega un papel muy importante el léxico. Un léxico cargado de un significado monocorde con la muerte y su final: excremento, ruina, mentira, semen. Todo es fruto de la expulsión de la vida sobre la página. De la vida sobre la muerte. De la existencia sobre el final. Final perseguido a través del viaje que nos propone el poeta en sus versos. Latidos de muerte en vida. De sombras sobre las cenizas de la nada. La vida es nada: «Y solo es verdad lo que repta atrozmente sobre el poema/ Más parecido a la nada que al hombre». O como nos dice Panero en otro de sus poemas: «Ceniza que forma como una mentira el poema/ flor que es mentira». Mentiras y poemas cargados de animales: babosas, gusanos, perros, sapos, moscas, monos. Y de referencias literarias, muchas de ellas sin entrecomillar. Hechas de la oralidad inherente a su poesía y a ese universo que lo transforma todo en fuente y manantial. Arranque y comparación de su universo poético. Un universo poético dentro del universo. Luz sin más incandescencia que la sombra. Sombra que perdura sobre el papel y no así el hombre. 

La mentira es una flor. Experiencia cimentada con el excremento y la ruina, y con la deconstrucción del hombre y el poema. 

Ángel Silvelo Gabriel.