domingo, 31 de enero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXIX) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS HABLA DE SU POESÍA #JohnKeats200aniversario

 




Roma, 7 de febrero de 1821

 

El tiempo se diluye en mi cabeza como una gota de agua lo hace cuando cae sobre un suelo seco y estéril. No hay nada más absurdo que intentar atravesar los confines del tiempo a través del pensamiento. Prefiero la lectura como sustituta de todas aquellas conjeturas que antaño se entretenían en fraguar el devenir de mis días futuros. Entonces no me di cuenta, pero tras ellas, descansaba el ansia de una falsa trascendencia. Consumí demasiado tiempo buscando entre los entresijos de la gloria aquello que estaba en mi propia naturaleza. Absurda pérdida de tiempo. La única disculpa que puedo presentar ante mi grave error es que, la poesía, entonces, crecía dentro de mí de una forma natural, sin la necesidad de fingir nada. Nunca busqué crear falsos versos que fueran esencias huecas o vacías y se dejaran llevar por un simple afán estético. Siempre he indagado en las tierras inhóspitas de mi espíritu con el único anhelo de llegar a encontrar la más pura de las emociones que se engendraban en mi yo poético en una clara respuesta a mi relación con los demás y hacia los sentimientos que los otros me provocaban. «De ahí nace mi preocupación por el hombre y su relación con el sufrimiento y la muerte.» Ridículo, ¿verdad?, si no estuviera tan próxima la cercanía de mi muerte. La comprensión de mi situación y la aceptación de mi vida como un proyecto inacabado, por fin, me hacen descansar tranquilo junto a la debilidad de mi cuerpo, en algo parecido a una levitación que me permite elevarme de mi lecho y no sentir apenas el dolor de mi deteriorado cuerpo que, cada vez más, es una roca llena de oquedades por donde se internan las húmedas olas de la muerte. Por primera vez, en mucho tiempo, estoy sereno y en paz conmigo mismo, sin necesidad de expresar mi desaliento y ni tan siquiera entonar un salmo que me redima de mis miserias. El mejor sustento para definir mi actual estado de plenitud es pensar que nada es tan tangible como la sangre que se derrama por mi boca, por eso, me refugio en la poesía que ya no imagino, o en la lectura melodiosa de Severn, o en mis últimos arrebatos que, como una premonición, me han llevado a leer durante tres días seguidos. La necesidad de tocar de nuevo un libro y conceder a mis manos el placer de su tacto me ha aliviado más que cualquier frasco de láudano. Mi espíritu al final se muestra calmado, cual río que dibuja sinuosos y lánguidos meandros que van en busca del agua del mar olvidando el resto de su trayecto. Olvidar es imposible, lo sé, sin embargo la lectura de los clásicos es una fuente inagotable de inspiración para adornar la desgracia, pues todo se convierte en una aventura épica donde la esencia de la desdicha hacia lo imposible se hace leyenda, y donde esa leyenda se convierte en el mejor instrumento para calmar el dolor. Fuertes y aguerridos guerreros defienden la fortaleza de la vida, efímera si se quiere, pues los dioses y las tormentas no hacen sino intentar acabar con ella, pero es ese enfrentamiento con la naturaleza y el designio de las deidades lo que hace más genuino el devenir del hombre. La similitud entre su epopeya épica y mi estado actual es algo más que obvia, aunque haya surgido sin la necesidad de la proclamación de las causas perdidas. De ahí que las voces que acogen el relato de mis lecturas me hagan pensar en esos hombres como los primeros exploradores de la palabra. Palabra como enigma resuelto por el hombre dentro de sí mismo. Esa posibilidad de expresión es tan fuerte como su capacidad para crear otras materias bellas a las que dota de una parte de su alma. Sin embargo, la palabra se desenvuelve en una dimensión que atraviesa el espacio y se deposita en la imaginación; arma poderosa que crea la esencia del tiempo y el espacio, y la convierte en el instrumento perfecto de transmisión de la cultura. ¿Qué sería del hombre antes de que supiese leer y escribir? Las ensoñaciones de los personajes de mis lecturas son como mis viajes hacia la eterización de la naturaleza, donde todo se resume en un proceso sencillo. «Primero, dotamos a nuestros sentidos de la capacidad de la contemplación, y ellos en su experiencia se dejan atrapar por los objetos que existen en la naturaleza y las infinitas sensaciones que estos provocan en nuestros sentidos. El siguiente paso es el más complejo, porque nuestro cuerpo debe experimentar lo que yo llamo la síntesis de los estímulos purificados por la imaginación. Luego llega lo mejor, porque entonces el poeta pierde su identidad y se vuelca en un rapto espiritual activo en todo el universo.»88 Ahí, en ese lejano lugar, donde solo tiene cabida el éxtasis, es donde se encuentra la esencia de mi poesía, que se da a conocer ante mí como si yo fuera otro y el mundo que contempla también fuese otro, en un viaje espacial que se asemeja mucho a la Ilíada como epopeya griega, pues sus cantos representan la universalización del alma humana. Mi único consuelo es que mi cólera ya no es la de Aquiles, pero sí el final de sus días en la guerra de Troya, pues para mí también representan la finitud de mis días en la ciudad de Roma. ¡Gracias don de la palabra!, acógeme en el salón más luminoso de tu reino y llévame siempre de tu brazo, en una compañía que me transmita la serenidad que solo tú ahora puedes darme. ¡Oh don de la palabra!, quisiera perderme en las páginas de un libro y refugiarme entre sus párrafos y renglones. Así, solo aquel que quisiera leerme vendría a mi encuentro.

 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 28 de enero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXVIII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: SEVERN LE LEE LIBROS A KEATS, ENTRE ELLOS, EL QUIJOTE #JohnKeats200aniversario

 


Roma, 15 de enero de 1821

 

No puedo leer ninguna carta de las que me llegan, ni siquiera me atrevo a mirarlas por fuera. Le he obligado a Severn a ponerlas a mi lado sin abrirlas. Estas cartas me destruyen sin poder evitarlo, porque, sin leerlas, sé que me hablan de la vida que sigue su curso fuera de mi cuerpo enfermo. No hay nada peor para un ser humano que no poder prolongar sus pensamientos sobre el futuro. Yo no tengo futuro, y mi persona se conjuga únicamente en pasado, pero, sobre todo, en mí se dan cita las fuerzas de un presente exultante por su ímpetu, e insípido por su monotonía, si no fuera por lo doloroso que me resulta. Por fin ha llegado el momento de dejarlo todo en manos de Severn que, a buen seguro, hallará una mejor solución a mis últimos días. Tanto es así, que suplanta la labor de los criados y, dado mi estado, incluso se le permitió que me trasladara hasta la sala de estar para que limpiara él mismo mi dormitorio. No es extraño, si pienso que llevo tres semanas sin abandonar la cama. Él lo hace todo: enciende el fuego, prepara el desayuno, arregla la cama, barre la habitación y, a veces, hasta hace la comida; la única solución posible al aislamiento al que nos someten estos desconfiados romanos. Un contratiempo que, lejos de amilanarle, le envalentonó, ya que él lo solventó con una asombrosa naturalidad hablándome del arte y de su pintura, como si todo se tratase de un pequeño revés del que pronto me fuese a recuperar.

            En esta errática soledad romana, mi único consuelo se encuentra en las largas y armoniosas lecturas de Severn. Yo le reclamo los clásicos, pero, en ocasiones, nos tenemos que conformar con algunos ejemplares de periódicos ingleses que todavía nos hacen llegar. Sin embargo, pienso que ya no me resulta concedido ni el deseo de poder escuchar un poco de buena literatura, pues entre mis peticiones se hallaban los libros de Platón, Madame Dacier o El progreso del peregrino de John Bunyman, y no pude satisfacer ninguna de ellas. Menos mal, que Severn encontró en la biblioteca algunas novelas de Miss Edgeworth y, para mi sorpresa, me leyó algunos capítulos de El Quijote de Cervantes. Aunque es verdad que no todo es negativo en este camino lleno de piedras por el que transitamos, en él también hay pequeños tesoros escondidos que de vez en cuando encontramos. Para Severn y para mí, uno de esos tesoros hoy nos ha llegado de la mano de un libro cargado de esperanzas. ¿Por qué no pueden ocurrir cosas hermosas en el fango de las desgracias? Esta noche, antes de que me acogiera el primer sueño, Severn me estuvo leyendo algunos pasajes de The Rule and Exercise of Holy Dying, de Jeremy Taylor, que se encontraba dentro del volumen de sus obras que él encontró por casualidad en la biblioteca. Su lectura fue como el mejor de los bálsamos, pues apaciguó la desazón de mi cuerpo hasta llevarme al letargo más profundo. Dulce devocionario que me transmitió la bondad que últimamente solo había encontrado en la belleza de la ciudad de Roma. Me sentí como si de nuevo hubiese abandonado mi cuerpo en una rápida ascensión a los Cielos. Nadie había allí donde llegué. Nada más reinaba el silencio.

            Sin embargo, este trance final no está exento de nuevos obstáculos que transcienden más allá de mi enfermedad, porque mis lamentos aún no han encontrado una salida fuera del horizonte de mis deseos. Esa necesidad de acabar con todo lo más deprisa posible es muy parecida a esa otra sensación que me acogía cuando mi yo poético traspasaba la frontera de mi cuerpo y era capaz de salir fuera de mí en busca de las ensoñaciones que, dentro de él, no podía encontrar. Pero esta vez me sucede al contrario, porque mi otro yo no se dirige hacia el exterior, sino que se introduce en mi cuerpo y aletea dentro de mí, en una especie de vuelo oscuro en el interior de una jaula de la que le resulta imposible salir. Y ahí permanezco, a la espera, cual reo que sueña con oír la sentencia que le haga libre para siempre. En esa lucha interior que no me deja descansar, mi ánimo se muestra tan quebradizo que no soporto la presencia de ningún extraño a mi lado, y mi vida se reduce a estar en mi habitación y a la compañía del doctor Clark y Severn, al que continuamente le imploro que no se aleje de mi vista. En la fatiga del combate de este interminable final, a veces me quedo sin un ápice de valor, y soy incapaz de ahuyentar al miedo que me tambalea con más fuerza que la tos asesina que corroe mis entrañas. La debilidad del miedo me hace divagar sobre cuestiones que afortunadamente enseguida olvido, pero que, cuando se apoderan de mí, creo que me son enviadas por el demonio en persona, que a su vez, se encarga de azotarlas para que me fustiguen hasta hacerme creer que ya no soy de este mundo. El otro día, en una de nuestras noches de duermevela, le dije a Severn «creo que un ser maligno debe tener un funesto poder sobre nosotros y, sobre el cual, el Todopoderoso tiene poca o ninguna influencia. Sin embargo, y a pesar de que no puedo creer en lo que hay escrito en la Biblia, siento terriblemente no tener un poco de fe y de esperanza para que se me permita descansar. Tiene que haber un libro, y sé que lo habrá, pero mi falta de fe me hace estar destinado a sufrir cada tormento de este mundo, incluso a no tener consuelo en mi lecho de muerte».

Tengo tanta certeza en el final que me aguarda, que no me ha importado hacerle la siguiente confesión a mi fiel compañero: «Severn, puedo ver bajo tu tranquila mirada una inmensa lucha… ni siquiera sabes lo que estás leyendo. Soportas por mí más de lo que hubiera resistido yo por ti. ¡Oh, si mi última hora hubiese llegado ya!».

La fiebre tiene la culpa de todo, lo sé, pero es difícil salvar esa barrera en mitad de la vigilia a la que mi enfermedad me somete. Menos mal que dentro de este naufragio, la fiereza de la tempestad ahora nos ha dado una pequeña tregua, y en este momento es Severn quien duerme en el abismo más ancestral de la noche. Se lo merece mucho más que yo, aunque no se ha quedado dormido en su cama, sino que lo ha hecho sentado sobre una silla y con la cabeza apoyada en la pequeña mesa que hace de escritorio en mi habitación. Su cabeza está rodeada por papeles en los que imagino que ha estado dibujando cuando a mi cuerpo por fin le ha cogido la bondad del sueño. Esta imagen se me asemeja demasiado a un teatro de las tinieblas, más cuando hoy la niebla amarilla del Tevere nos ha acompañado durante todo el día, convirtiendo nuestros aposentos en algo parecido a un limbo celestial. Este falso impulso lleno de misterio me hace sentir el deseo de ver lo que ha estado dibujando. Sin embargo, antes de levantarme tengo la precaución de comprobar el estado de mis pulmones, pero me parece que están tan adormecidos como mi compañero. Me incorporo y con sumo sigilo me acerco hasta la mesa donde yace la cabeza y parte del cuerpo de mi buen amigo. Entre los papeles hay un cuaderno, en una de cuyas hojas se ve «la cabeza de un moribundo. Una cabeza de ahogado, con el pelo cayéndole por la frente en mechones pegajosos, la piel de cera con una rosa de fuego en la mejilla, plegada en la boca en un rictus menos de amargura que de infinita desilusión, y las palabras del dibujante al pie de la página: tres de la madrugada. Dibujé para mantenerme despierto. Un sudor de muerte lo empapó toda la noche». No me reconozco en el dibujo que Severn ha hecho de mí, pero esta es la prueba más palpable de que ya no soy el único que sospecha la cercanía de mi muerte. Siempre tuve una última esperanza guardada dentro de mí. Una mera ilusión que me reconfortaba cuando veía la serenidad dibujada en los rostros del doctor y de Severn, pero todo era una suerte de pantomima con la que aliviar la angustia del enfermo. Ahora no me queda ningún pretexto para ir preparando el final, mi final... y en ello debo concentrar mis últimos esfuerzos, pues ya no hay ninguna excusa o razón para derrochar mi tiempo en seguir removiendo mi escuálido pasado. La celeridad que de repente ha surgido dentro de mi adormecido pensamiento me lleva a preguntarme: ¿qué vendrá detrás de la falta de alimento? Mis estudios de medicina me abocan a un conocimiento que, lejos de ayudarme, se comporta como un enemigo más de mí mismo. Sé que el doctor Clark teme que mi próximo cambio sea la diarrea, lo que culminará el desastre de mi falta de alimentación y, entonces, la debilidad gobernará mi cuerpo de una forma mucho más autoritaria todavía. Lo que por otra parte, implicará un empeoramiento de mi situación. ¿Y acaso no es lo quiero? Mis preferencias a la hora de morir se decantan por un sueño apacible, en el que, como en una ascensión a los cielos, pueda depositar el último de mis anhelos. Para ti será mi último pensamiento, envuelto en una especie de campo infinito sembrado de flores. Y a partir de ahí, quiero encontrar el silencio más profundo que me acoja en la paz de los muertos; esa paz que nunca me acogió en vida, y que me lanzó a la desesperación y a esa necesidad de poesía; el único lugar donde mi alma ha encontrado un poco de consuelo. Nada fui, nada soy y nada seré más allá de mis versos... Espacios inaccesibles donde solo reina la belleza; «la belleza es verdad y la verdad belleza». «Algo bello es un goce perfecto, pienso.»

 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel

domingo, 24 de enero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXVII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS VISLUMBRA SU FINAL #JohnKeats200aniversario

 


Roma, 17 de diciembre de 1820

 

Llevo ocho días sin dormir, y me siento como si estuviera fuera de este mundo, atrapado en un mar de enredaderas que me mantienen sujeto a la cama. Apenas me levanto, y mi único sustento es la perenne lectura melodiosa de Severn, con la que todavía soy capaz de apaciguar, aunque solo sea por un pequeño espacio de tiempo, el tormento al que me somete mi cuerpo. Todo fluye como en un mal sueño, y las imágenes ya no son lo que son, sino lo que representan. El delirio al que me veo sometido me lleva a pensar que mi razón se halla prisionera en un salón lleno de espejos que, esta vez, solo me devuelven imágenes que yo ni creo ni imagino. Le echo la culpa a la fiebre y al agotamiento propio de mi estado de salud, pues los dos juntos no me dan una mínima tregua para descansar, salvo cuando Severn me refresca la frente y adivino cómo oculta sus lágrimas tras el reflejo de sus ojos vidriosos. En la deriva de mis pensamientos me veo como uno de esos soldados heridos tras la batalla que, por pura inercia, no se deja caer al suelo porque sabe que ese desfallecimiento sería su perdición. «¿De qué me sirve la lucha?», me pregunto. Ya no me quedan mejores bazas que presentar a mi actual estado… solo esperar.

En las páginas en blanco de este falso diario en el que se están convirtiendo mis últimos días de vida, primero espero la noche y, cuando esta llega, espero un nuevo día, y así sucesivamente. En este continuo movimiento entre la noche y el día siempre tengo la esperanza de que me acoja el sueño. Su anhelo, para mí, es lo más parecido al de la paz infinita, donde nada ni nadie se interpone entre sueño y deseo. Sin embargo, el transcurso de mis divagaciones es otro, porque en vez de descanso me trasmiten tormento, justo el que arrasa mis recuerdos. En esta infinita longitud de las horas, a las que en ningún caso las acoge la esperanza, me veo inmerso en continuas crisis de imaginación donde soy víctima de terribles pensamientos. Lejos parecen quedar ya las rimas de mis versos y, en su lugar, acuden a mí unos insospechados ajustes de cuentas bajo el signo de los reproches de una conciencia enferma. Todo empezó con Brown, al que no puedo sino imaginar a mi lado, pero al que por mucho que quiera tocar, no puedo. Le busco más allá de mis recuerdos, aunque al mover mi húmeda cabeza en mi lecho no le veo. ¿Dónde estás, mi querido Brown? ¿En qué lugar permaneces que no te permite venir a verme? Las cuentas de tu existencia no pueden ser tan escabrosas para que no puedas llegar a mi encuentro. Tu voz todavía me dice: «tu poesía es lo mejor que hay en mi vida, y todo lo escribió esta mano, ¿no es verdad?», me aseverabas tocándomela, ¿recuerdas? Ahora, de nada me sirven esas palabras si no estás cerca de mí, vigilando la debilidad de mi espíritu, para de esa forma fortalecerme tal y como solo tú sabes hacerlo. ¿Acaso no es cierto que nos juramos amistad eterna por encima de los hombres y el tiempo?, y sin embargo... ¡Aciago y maldito destino, que me condenas a la más abyecta de las soledades! ¡Oh, Roma!, espacio de infinita belleza, de contornos modelados y de piedras milenarias, por qué quisiste acogerme en tu seno bajo la señal del olvido en la última encrucijada de un camino solitario que a ningún lugar se dirige. «Roma no es esto», pienso. «Roma está fuera de estos humildes dominios, que no son más que territorios perdidos en la faz de una tierra que no es la mía», asevero. Yazco en un lugar extraño, con la certeza de que esta triste morada será mi último aposento. ¿Dónde está el resto de mi vida?, ¿dónde están todos aquellos que me acompañaron y a los que tanto quise o amé? Fanny, regresa a mi lado, al jardín más puro de mis deseos, a ese lugar que se encuentra lejos de la sinrazón de mis celos; esos que solo se apaciguaron a tu lado, en la plenitud de las últimas semanas que pasamos juntos. Dulce plebiscito que acabó en nada, porque nada fue la más amarga de las despedidas. Todavía hoy me debato entre mi amor y mis celos. Tu poder fue, y es, tan inmenso, que no fui ni he sido capaz de vencer a mis miedos. La imagen de la bella joven de mis recuerdos es la que ahora implora el lado más transparente de mi alma. Esa es la mujer a la que yo quiero, la que fue el cobijo del más profundo de los placeres. Sin embargo, ahora tu recuerdo es otro, el de la persona amada que se marchó lejos, el de la mujer que anda por un mundo que a mí no me pertenece… Fanny, tú debes seguir tu camino, en el que quizá no haya tantas fiestas y bailes, pero será tu camino al fin y al cabo, en el que tu juventud se olvidará de enfermedades y enfermos, y en el que conseguirás recuperar tu gusto por ese inocente coqueteo que me hacía volar a tu lado, cual mariposa exenta de miedo. Esa vida sí merecería la pena vivirla, aunque solo fueran tres días de un caluroso verano; días de amor sin celos, días de pasión sin reproches. Fanny, ¿ya me has olvidado? ¿Estás subida en el carro tirado por los leopardos junto a Baco? Carro de potentes alas con las que poder viajar fuera de los límites de una vida triste y aciaga como la mía. Allá a lo lejos, todavía soy capaz de verte subida en el más alto de los capiteles, donde nadie puede conquistar tu belleza. Diosa de una vida, mi vida, que ahora transita por el final de sus días… ¡atrápame pronto parca y corta el hilo que me sustenta a este mundo que ya no es el mío! No cabe en mí mayor tristeza que la de pensar en todo aquello que no volveré a ver, ni en todos aquellos versos que no volveré a escribir, ni en todos aquellos besos que no te volveré a dar, Fanny, ni en todos aquellos instantes que la vida nos regala sin nosotros pedirlos y que acuden a nuestro lado como una suave caricia. Ver para sentir. Sentir para transformar. Transformar para dejar de ser. Halo sin magia que me envuelves en una nebulosa teñida de rojo con sabor a muerte, ¿por qué me quieres despierto?, déjame marchar al otro lado, fuera de esta vigilia de huesos sin rastro, de penas sin flores y de falsos amaneceres.

Halo sin magia, ya que me quieres despierto, adorna mi cuerpo con los más ricos manjares, porque en este interminable insomnio me muero de hambre, y de solo pensarlo enloquezco. Quién lo diría, el poeta de la melancolía inalcanzable se muestra hambriento cual animal salvaje. Instintos primarios que desbordan la inquebrantable fortaleza de mi ánimo. Quizá sea la falta de comida lo que al final acabe con mi cuerpo y no esta maldita tos que se resiste a abandonarme. Siempre que puedo, le pido a Severn un poco más, y él me mira entre incrédulo y asombrado, pero su infinita bondad es incapaz de negarle un poco de pan a un enfermo. «No hay materia prima en el mundo capaz de saciar mi espíritu hambriento», pienso. En esta debilidad que me apuñala, hasta el doctor Clark se muestra comprensivo y de lo más atento, porque ayer, sin ir más lejos, se fue a buscar un pescado especial por todos los mercados de Roma, pues piensa que esa es la mejor medicina para aliviar mi continuo desasosiego. Sin embargo, la enfermedad que me come día a día por dentro no actúa igual, y expulsa todo aquello con lo que intento alimentarla. ¿Hay una mayor inquina para con mi lastimera existencia que la negación de un humilde sustento?

De nuevo llega la noche que, sin motivo aparente, viene adornada con guirnaldas de luces color plata. ¡Oh luna de suaves reflejos! Atraviesa la pared de mi morada. Quédate a mi lado para velar mi anhelado sueño. Reconforta mi espíritu con salmos cargados de esperanza. Tañe en silencio dulces melodías en la suavidad de la noche. Atrápame en tu seno y déjame ir contigo a lo largo del tiempo. ¡Oh luna de suaves reflejos!, llévame contigo lejos, muy lejos…

Todo es inútil, lo sé, porque ya no soy más que un trovador sin aliento que busca su ansiada libertad en el desván por el que fluyen los más hondos recuerdos. Poeta sin voz… cuerpo sin alma… que, solo, marcha por una senda que no va hacia ninguna parte. ¡Descanso infinito, acógeme en aquella parte de tu regazo donde se depositan las ánimas sin nombre!, pues no existe un mejor epitafio.

La luz de la luna se sigue adivinando a través de mi ventana, pero desde que no puedo dormir, mi único consuelo es la voz de Severn, que me transmite un poco de calma. Le he suplicado que no me deje solo. Tengo miedo a morir en el rincón olvidado de una noche de invierno en la ciudad de Roma. No sé por qué, pero necesito que alguien levante acta de este húmedo e íntimo calvario. Nulo rastro quedará de él, pues se produce en mitad de una lucha sin armas, en la que las heridas no son de sables, pero al fin y al cabo se trata de una muerte manchada en sangre.

Aún me queda un pequeño cofre en el que guardo mis últimas reservas de esperanza y, en el amenazador silencio de la noche, reúno las fuerzas suficientes para pensar en ti sin caer en el abismo del desasosiego. Si por algo detesto dejar esta vida es por no volver a verte. Fanny, mi pequeña hermana, ya no podrás desahogar tus temores en los límites de mi conciencia ni buscar auxilio en las laderas de mis versos ni hacer de confidente en las entrañas de nuestros más íntimos pensamientos... ¿Por qué dejé Inglaterra? Nunca debí alejarme de allí para morir en un lugar extraño para todos y para mí. Si pudiera, atravesaría el mar y el cielo para volver a estar a tu lado y disfrutar de tu cercanía y de la pureza de tu mirada. Si pudiera te compondría un poema que solo hablara de flores y praderas, de fiestas y alegrías, de deseos y ensoñaciones…

 

«Tú que embalsamas, suave, la medianoche tranquila,

que cierras con tus dedos benignos, cuidadosos,

nuestros ojos complacidos con la tiniebla, refugiados

de la luz, a la sombra de un divino olvido;

¡oh, suave sueño!, si así te apetece, cierra

en medio de tu himno mis dóciles ojos,

o espera el “Amén”, antes de que tu adormidera

extienda su arrullo junto a mi lecho.

Y entonces sálvame, o el día que pasa brillará

en mi almohada, provocándome angustia.

Sálvame de la conciencia, siempre inquieta, que gobierna

su fuerza penetrando como un topo en lo oscuro.»

 

Fanny, tú no me puedes producir ni un mal pensamiento, pensando en ti, por fin me acoge el sueño.

 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 21 de enero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXVI) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS DESEA ABANDONAR LA ESCLAVITUD DE SU CUERPO MIENTRAS OBSERVA EL TECHO DE SU HABITACIÓN #JohnKeats200aniversario

 


Roma, 10 de diciembre de 1820

 

Rojos esputos de sangre salen por mi boca como motas de suave terciopelo que no saben detener su fatídico proceso. Hálitos de una vida que poco a poco se acaba. Nada era, nada soy y nada seré más allá de mis marginados versos. La melancolía se dispersa sobre mis pensamientos, y lo hace de una forma tan tenue, que apenas me produce recuerdos. Mi yo poético, aquel que siempre arrancó de mis lecturas, ya tampoco imagina, y solo se entretiene con la mirada. Lucho contra fantasmas que no existen, salvo en mi cabeza, y perpetúo una batalla infinita que no es tal, porque en ella no hay vencedores ni vencidos, sino sombras que, como estigmas, me anuncian que nunca más volverán a sus moradas. La sangre que inunda mis pulmones es como un río y sus afluentes. «Regueros de lava viscosa que lenta desemboca en la nada», pienso. Nada era, nada soy y nada seré más allá de mis marginados versos…

En mi húmedo lecho siento un leve hormigueo por todo mi cuerpo, como si una especie de espejos rotos navegaran bajo mi piel. Son muy parecidos a esos falsos espejismos que arañan, cortan y sajan las heridas. «Me desangro por dentro, y me desangro por fuera. Esfuerzo inútil el de mis venas, pues la sangre ya no habita en ellas», pienso. Y de pronto, todo se convierte en una especie de recuerdo, igual que cuando la sangre azul se vuelve roja. Mi cuerpo, ahora, apenas es un reflejo que vaga sin rumbo entre mis pensamientos. Mi voluntad ya no es capaz de hacerle entender que es un esbozo de un dibujo que, al pasarle la mano por encima, deja de existir, como una silueta que camina fuera de los límites de su contorno.

Me gustaría pensar que descanso sobre un lecho lleno de flores que me acarician con su suave tacto y me embriagan con su dulce fragancia, pero ya solo veo entrañas muy negras que crean diálogos sin imágenes ni ecos. Todo es como esos espejos rotos que no se rompen, y como esos ecos que solo contienen el silencio. Mi existencia se asemeja demasiado a ese silencio de los ecos perdidos que no saben qué hacer y se convierten en un espacio que mata. Soy un explorador de sentimientos que camina atrapado en la ciénaga de la desesperación. Soy un objeto inanimado que se pregunta por qué. «No hay respuesta a mi pregunta», pienso. Solo soy una nave que va a la deriva hasta que llegue a su definitivo averno. «¿Miedo?, ¿quién no tiene miedo?», me digo. ¿Acaso no me estoy muriendo? Me consuelo escuchando el sonido de un clavicordio dentro de mi corazón, pero me sirve de poco, porque a la vez, veo a mis miedos cómo permanecen a su lado, haciéndose los despistados entre las notas de una música lúgubre que sale de unas cuerdas que solo lloran. Llorar ya no sirve de nada. Templanza es el único cabo firme al que asirse. El destino ha querido que sea así, y mis limitadas fuerzas ya no son capaces de luchar en contra de los designios de la naturaleza. ¡Oh, naturaleza, que pronto dejarás de habitar dentro de mí!

Mis lamentos no encuentran el alivio del láudano, y sigo sintiendo un leve hormigueo por todo mi cuerpo, como si una especie de espejos rotos navegaran bajo mi piel. Son lo más parecido a los recuerdos que ya no saben a nada. «Insípida muerte, eres como los recuerdos que no son y que solo requieren de templanza», me digo. Sin embargo, para mí, te pareces más a los sentimientos teñidos de rojo; sentimientos que no buscan ya entre mis entrañas.

 

«¿Quién, ahora, con glotonas miradas devora mi festín?

¿Qué mirada humilla ahora mi luna de plata?

¡Ah! Conserva esa mano alejada de mí;

y deja, deja que el amor arda-

pero no me retires, te lo ruego, tan pronto

la inclinación de tu amor hacia mí.

¡Oh! Guarda, por piedad,

El latido más intenso para mí.»

 

Hoy es el segundo día que me extraen sangre de las venas. Ese es el mejor de los antídotos que el doctor Clark ha encontrado para detener mis constantes sangrados. Él parece no darse cuenta, pero la dieta de sangre en mis venas también debilita al resto de mi cuerpo hasta la desesperación, lo que me lleva a pensar que moriré de hambre, ya que mi estómago se muestra incapaz de soportar algo de comida dentro de él. También lo siento por la mujer del doctor, que es la encargada de prepararme los alimentos que tomo. Lo hace con el mayor de los esmeros, pero mi cuerpo le dice una y otra vez que solo quiere alimentarse de su propia sangre. La consecuencia de todo ello es casi inmediata, porque la desesperación de nuevo se apodera de mí, y me muestro incapaz de disimular por más tiempo. Hoy le he vuelto a preguntar al doctor: «¿cuándo llegará a su fin esta vida póstuma que estoy viviendo?». Mientras, Severn, mi fiel amigo y compañero, no es ajeno a estos delirios pasajeros a los que sucumbo, pues él permanece a mi lado día y noche. Le miro, pero apenas nos decimos nada. Yo, sin embargo, me niego a recordarle con esa expresión de preocupación en su cara, por más que ayer le dijera que «este sería mi último día», lo que lejos de parecer exagerado, hubiese sido cierto de no encontrarse él aquí, a mi lado. Quizá este mal recuerdo sea el culpable que no me permite expresarle lo feliz que he sido a su lado, en esta aventura teñida de causas imposibles, pero en mi interior, todo en mí es agradecimiento: Severn, añoro los días en los que tocabas las melodías de Haydn que sabías que eran de mi agrado, o aquellos otros en los que íbamos a pasear por las calles de Roma imbuidos en un falso optimismo que nos hacía olvidar por unas horas el verdadero significado de nuestra estancia aquí, en la mayor cuna del arte que haya existido jamás. La luz… y su contraste… pero no soy capaz de continuar, porque mi imaginación yace muerta a mi lado y ya no sabe descifrar el lenguaje secreto de la belleza que, para aquel que lo entiende, le transforma en el más feliz de los seres que haya sobre la tierra. ¡Quién pudiera abandonar la esclavitud del cuerpo y marchar en libertad por una senda adornada solo por lo más bello! Miro al techo de mi habitación con toda la fijeza que puedo, pero mis fuerzas son tan exiguas que no logran traspasar los límites sólidos que la sustentan. Prisionero de mi debilidad, regreso a mi lúgubre aposento; un lugar donde solo me espera la certeza de mi cuerpo.

 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 18 de enero de 2021

CARLOS DEL AMOR, EMOCIONARTE: EL BOSQUE DE LOS SUEÑOS

 


Mirar, mirar, y volver a mirar, parece decirnos una y otra vez el narrador que nos abre la puerta de la ficción en cada capítulo de Emocionarte. Porque, quizá, una de las cosas más importantes de la vida sea aprender a mirar. Entre las encrucijadas del tiempo. Alrededor de nuestra vida. Frente al Partenón de la verdad… Delante de un cuadro. Para, a partir de ahí, iniciar un viaje, el propio, aquel que nos puede llevar a las entrañas de lo desconocido, o a lo más profundo de un bosque que en apariencia lo cubre todo. Un bosque que no es un bosque cualquiera, sino el bosque de los sueños. Un lugar donde no cabe mentir y sí disfrutar del arte de la contemplación. Contemplar aquello que conforma la esencia de la que estamos hechos. Y no sentir miedo a la hora de hallar la verdad de nuestros más íntimos anhelos. En ese camino hay muchas etapas. Una de ellas es la de escudriñar la naturaleza de la belleza. El poeta británico John Keats dijo que: «La belleza es verdad; la verdad belleza». En nuestro caso, esa belleza es una belleza hecha arte. A través del color. El paisaje. La abstracción. El misterio… Una belleza tan necesaria como el aire que respiramos. Una belleza que nos lleva sin remedio hasta la que Carlos del Amor nos muestra en Emocionarte (La doble vida de los cuadros); un trabajo con el que ganó el Premio Espasa de Ensayo 2020. 

Uno de los secretos de este libro es el atrevimiento con el que su autor nos invita a pasear por ese bosque de los sueños que representan todos y cada uno de los 35 cuadros que lo componen. Unos cuadros, y sus autores, sobre los que ha creado historias de ficción que nos dibujan esa capacidad que todos tenemos de mirar. Y, que en el caso de Carlos del Amor, es mágica, lúdica, introvertida, audaz o serena, porque en cada una de ellas, crea historias dentro de la propia historia del cuadro y su autor/a, que no solo nos lo presentan, sino que lo traspasan más allá de los límites del lienzo que contemplamos para proporcionarnos esa otra virtud que cada uno de ellos atesora: la universalidad, y también, la particularidad de su belleza. La belleza infinita que cada cual reconstruirá una y mil veces o quizá olvidará abandonada en una orilla, pero que no le dejará indiferente, como no lo es la vida propia de cada una de las obras que el escritor murciano afincado en Madrid ha elegido. Obras que a él le transmiten esa esencia que las hace únicas, y por ende, nos las acerca con la barita mágica de la imaginación que se hace real por un instante. Este truco de malabarismo convierte a Emocionarte en una suerte de realidad basada en la fuerza del arte. El arte entendido como un todo. Como una forma de apuntalar el mundo sensible. Aquel  que nos hace sentirnos otro en la búsqueda de la felicidad. Ese otro que siempre anda a la huida y al que apenas conocemos. Ese otro que es nuestro particular reverso, aquel que casi siempre tapa la vida cotidiana que llevamos; una vida llena de asperezas y miedos. 

Desde la sencillez del relato, y de la mano del rigor documental, avanzamos tras los pasos del autor como si lo hiciésemos a lo largo y ancho de un museo. El museo que Carlos del Amor ha creado para nosotros. Un museo maravilloso que deambula entre sombras, silencios y secretos. Un museo gracias al que accedemos a esa doble vida de los cuadros con la naturalidad de aquel que asiste a un nuevo alumbramiento: el de la belleza en sí misma. La belleza como huella perenne de toda una vida. Una vida con la que emocionarte. Una vida en la que poder perderte en el bosque de los sueños. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 17 de enero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXV) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: EL PRIMER ACCESO IMORTANTE DE SANGRE EN LA BOCA DE KEATS #JohnKeats200aniversario


 

Hoy me he despertado con el sabor seco de la sangre pegado a mi boca. «La sangre es como una pesadilla que me persigue de una forma tenaz hasta en mis sueños», pienso. Cuando he sido consciente de lo que ese sabor significa, me he tocado la cara buscando el rastro de la fiebre sobre mi cuerpo, pero no he sentido nada extraño en el tacto de mi piel. Es la primera vez que me ocurre, porque nunca antes el contenido de mis venas había acabado depositado en la comisura de mis labios. Es un sabor extraño e intenso, mitad salado y mitad metálico que, intuyo, es la certificación más real de mi cercana sentencia de muerte. Este sabor, lo sé, es el inicio de una nueva etapa que en poco tiempo me llevará a alimentarme solo de mi propia sangre… Ese sabor que los médicos siempre identifican con el hierro se apoderará de mi paladar y me convertirá en un vampiro de mí mismo sin necesidad de morder cuellos ajenos. Me mojo un poco los labios con agua, e intento borrar este amargo encuentro. Mi boca ya no sabe a nada, pero mis recuerdos sí, porque buscan entre sus grietas los restos de mi naufragio. A pesar de todo, cual navegante perdido en la inmensidad de una tormenta, busco una última salida y acudo presto a la llamada de la poesía. A partir de ahí, me muestro sagaz, e imploro auxilio a la imaginación y le expreso mi necesidad de alianza a la sensación. Pero no me paro en ellas dos, y en esta indagación de mis  entrañas no corpóreas, intento establecer un diálogo directo con la emoción y me muestro lo más benévolo que puedo con el pensamiento. «Ni antes ni ahora me fío de la reflexión racional», pienso, porque si así lo hiciera, sería destruido por los principios de la ciencia que rigen el destino de mi enfermedad. De ese modo, lejos de abdicar, presento batalla al misterio y a la incertidumbre que aprisionan a mi espíritu, y los engaño de la única manera posible, convirtiendo mi lucha en la exploración de esa última oportunidad que tanto anhelo. 

En la deriva a la que me veo sometido, aún tengo tiempo para detenerme a valorar la posibilidad de encontrar otros asideros, y esta vez no me hace falta buscar muy lejos, porque de momento nadie a mi alrededor me deja entrever que haya entregado mi vida a la muerte, a pesar del deterioro que poco a poco va minando mi salud. En este sentido, Severn es un pozo lleno de esperanzas, y el doctor Clark, de momento, no da muestras de debilidad delante de mí. Ellos son los últimos baluartes plenamente físicos a los que todavía puedo identificar, más allá de todos aquellos que están lejos de aquí, aunque muy dentro de mi corazón. Es más, mi intuición me advierte que, estos días, recupere la capacidad de exploración exterior e interior que todavía está dentro de mí para, de esa forma, volver a establecer la conexión que existe entre el caos que rodea a mi realidad y ese mundo que para mí está compuesto de emoción y éxtasis. 

¡Oh musas de la inspiración!, venid en mi auxilio y explorad todo mi cuerpo y atrapad las lindes de mi alma. Llevadme allí donde solo reinan la luz y el silencio que nada más es interrumpido por un dulce verso. ¡Oh musas de la inspiración!, enervad todo aquello que aflige a mi pensamiento, y depositadme en el rapto poético más sublime y bello. ¡Oh musas de la inspiración!, allí quiero buscar refugio, y allí quiero que me espere la muerte. 

«Quiero abandonar la soledad y el dolor del tiempo presente, y alcanzar la región del mito, donde el tiempo no existe. Si lo logro, el placer será tan intenso que incluso la muerte me parecerá hermosa, porque esta hará llegado a reconciliarse con los valores de amor y belleza.» Entonces, volveré a permanecer tumbado en lo más alto de la copa del árbol, junto al ruiseñor, que diligente me susurrará al oído versos inaccesibles al paso del tiempo… versos destinados a una eternidad que no pertenece a los hombres, y con ello, me llevará hasta la más verdadera y sublime manifestación del arte, junto a la región del mito, donde el tiempo no existe.

«III

Perderme lejos de aquí, disiparme, olvidar

lo que jamás entre las ramas has conocido:

la fiebre, el hastío, la angustia que se siente

aquí donde los hombres se escuchan sus gemidos,

donde el temblor sacude las tristes canas que quedan,

donde la juventud escuálida y marchita, muere

donde solo pensar significa tristeza

y desesperación de ojos plomizos,

y la Belleza pierde el esplendor de sus ojos

que el nuevo amor no ama más allá de mañana.

IV

¡Lejos, muy lejos! Pues quiero volar hacia ti,

no en el carro de Baco y sus leopardos,

sino montado en las alas invisibles de la Poesía,

aunque la mente torpe quede atrás, perpleja.

¡Allí, junto a ti! Es tierna la noche,

y quizá esté en su trono la Reina Luna

rodeada de todas sus hadas estelares;

pero aquí tan solo existe la luz

que, desde el cielo, las brisas impulsan

a través de sombras frondosas y tortuosos caminos cubiertos de musgo.» 

Abandono los espacios arbóreos hasta depositar a mi espíritu en el lecho que tan bien conozco. En ese tránsito que me lleva del aire a la tierra, observo cómo cae la noche en la ciudad de Roma. «Testigo de mis últimas miradas perdidas que, con ansiedad, buscan algo de consuelo en la oscuridad silente; esa que rodea a las tinieblas de la noche que se pierden entre las grietas del tiempo», pienso. En ese espacio donde la oscuridad se comporta como una materia inerte, me acoge la soledad del enfermo, y siento cómo las llamas de mi corazón apenas arden, y cómo poco a poco se extinguen en cenizas que más pronto que tarde tampoco darán calor, justo hasta que les llegue el momento de aliarse con el frío de la noche que, esta vez, las acogerá en un aposento exento de colores y olores. 

Divago acompañado por la triste paz de un silencio que me permite andar perdido y desorientado por los límites de mis pensamientos; esos a los que mi fiebre les lleva. Ardo por dentro y siento frío por fuera. A pesar de todo estoy tranquilo, como si se hubiese apoderado de mí un letargo infinito. Me quedo así, esperando, con mi cabeza empapada reposando en la delgadez inocente de mi almohada, en una especie de vigilia que no atormenta a mis sueños, hasta que de pronto, siento cómo el calor asciende a través de mi garganta en una especie de borbotón que, para mi sorpresa, todavía no es de sangre, pero enseguida me acoge un nuevo acceso de tos que, esta vez sí, viene cargado de ese sabor salino y metálico que tanto temo. Antes de que pueda pedir ayuda, Severn acude diligente a mi lado y, mientras él me incorpora para que no me ahogue en mi propio vómito, yo busco una salida a mis sueños, porque no quiero que se queden atrapados por el recuerdo de mi propia sangre para siempre. 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 10 de enero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXIV) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS INTENTA DESPEDIRSE DE FANNY #JohnKeats200aniversario

 


Fanny, no soy capaz de abrir tus cartas, a pesar de que todas las recibo como si estuvieran perfumadas por el rocío de los placeres que nos visitó otras veces en nuestras largas ausencias. Fanny, ahora no tengo el valor suficiente para leerlas porque, si lo hiciera, al ver tu letra caería en una sima tan profunda que ya nunca más vería la luz. Y a pesar de todo, necesito la luz… y tu recuerdo que, como una lanza sin dueño, se clava en el más profundo de mis anhelos. Quiero volver a verte y estar a tu lado y, juntos, tejer una tela de araña de la que nadie nos pueda extraer. A veces, tu presencia se me hace tan necesaria que la falta de aire no sé si es debida a mi enfermedad o a tu ausencia. Cuando esto me ocurre, la locura siempre acaba huyendo de mis entrañas, y el escaso margen de cordura que aún le queda a mi mente me recuerda que si te volviera a ver sería el fin. ¡Fanny, compréndelo!, porque si eso sucediera, todas las caririas que no he podido darte caerían sobre mí como una cascada de piedras; y el recuerdo de los dulces besos que de vez en cuando nos dábamos robándole el espacio a la desesperación serían el más eficaz veneno contra mi marchita salud. Fanny, bien sabes que mi conciencia no me permitió poseerte, pero debo confesarte que aún pervive dentro de mí una especie de deseo que se escapa por la rendija del tiempo y que, como un ladrón que conoce el camino, se traslada al otro lado de la ética y la realidad, y te acoge en un abrazo infinito que termina en el más apasionado de los placeres; ese que busca refugio bajo un sustento efímero y fugaz como la turbación de los amantes que, ausentes, se envuelven en una interminable batalla de caricias y gemidos. 

Fanny, tu recuerdo es mi tormento, aunque bien sabes que fue a ti a quien acudí cuando necesité paz y sosiego. ¿Recuerdas? En nuestra fortaleza de transparentes paredes habitamos los tres en silencio: mi enfermedad, tú y yo; y dándonos la mano caminamos por profundas arboledas que cobijaban nuestros sueños. Tumbados sobre el diván difuminamos nuestros deseos con tímidas caricias y fugaces besos. Entonces, la luz lo era todo, porque iluminaba nuestros encuentros, y sin embargo ahora… Entonces todo ocurrió como en un sueño, donde la memoria del tacto y su estela se apagaban con la mañana, al despertar. Entonces necesitamos fingir que volveríamos a vernos en primavera, justo cuando el tallo de las margaritas se mueve al compás de las olas del viento, en un lecho de mar bajo el que sustentan las verdes praderas de nuestra Inglaterra. 

Fanny, ya no nos queda tiempo para ver crecer los manzanos en nuestro jardín, y ni tan siquiera para recoger las flores silvestres que crezcan sobre su tierra. A pesar de todo, a mi falsa careta de héroe todavía le queda la suficiente dignidad para permitirle a mis más íntimos anhelos alojarse dentro de ti, y concederle a mis sueños un último deseo… «No me atrevo a fijar la mente en Fanny, no me he atrevido a pensar en ella. El único consuelo que he tenido fue pensar durante horas en guardar en un estuche de plata el cuchillo que me dio, el cabello en un medallón, y el librito en una red dorada... Dele a leer esto. No me atrevo a decir más… Sin embargo no crea que estoy tan enfermo como pueda parecer por esta carta, porque si alguien nació sin la facultad de la esperanza, ese soy yo…

¡Adiós Fanny! Dios te bendiga.» 

Fanny, espero que entiendas el devenir de mis pensamientos. Ya no puedo verte, y menos, poseerte. Tú ahora formas parte de mis recuerdos, y en estos momentos no puedes ser el objeto de mi amor. He tardado mucho tiempo en darle forma dentro de mí a este nuevo sentimiento, pero en este instante, todo me parece tan claro como un amanecer de primavera. ¡Yo te amo, Fanny!, pero la desazón de mi alma está íntimamente unida a la persona que abandoné en Inglaterra, y a las manos que atendían los sinsabores de mis fiebres y la necesidad de mi piel cuando buscaba tus caricias. Tu tacto, tu olor, tu mirada ya no son, porque fueron otros; los de nuestro último y más largo e íntimo encuentro. ¿Recuerdas?, entonces estábamos solos tú y yo, en la inmensidad de la nada, donde el espacio era gobernado por nuestros sentidos, y donde los poemas recitados al aire llenaban nuestros silencios. Esa es la esencia de tu recuerdo, revivir mediante la palabra los versos que tú me inspiraste. La última razón de todos ellos fuiste tú, Fanny, que mientras marchabas agazapada tras la belicosidad de tus fiestas y la libertad de tus sentimientos, yo te intuí en la sonoridad de tu dulce verbo. Nada me produce mayor placer que escucharte recitar uno de mis versos, lejos de todos y poseída por el infinito de un horizonte que no conoce a nadie más que a ti y a mí. «Mi niña más querida:

Quisiera que inventaras algún medio para hacerme feliz sin ti. Cada hora me concentro más en tu persona; el resto no sabe a nada en mi boca. Me resulta casi imposible ir a Italia… es que no puedo dejarte, y no gozaré jamás de un minuto de contento mientras la suerte no se digne dejarme de verdad vivir contigo. Pero en esta forma no saldré adelante. Una persona sana como tú no puede concebir los horrores que sufren unos nervios y un temperamento como los míos. ¿A qué isla proyectan irse tus amigos? Me sentiría feliz de ir allá contigo, pero solos; las calumnias y los celos de los nuevos colonos que no tienen otra ocupación que esa para distraerse, son insoportables. Mr. Dilke vino ayer a verme y me causó mucho más sufrimiento que placer. Nunca podré tolerar la compañía de cualquiera de los que se reunían en Elm Cottage y en Wentworth Place. Los dos últimos años saben amargos a mi paladar. Si no puedo vivir contigo, viviré solo. No creo que mi salud mejore mucho mientras esté separado de ti. Y por todo eso no quiero verte… no puedo soportar los rayos de la luz y volver luego a mis tinieblas. No me siento ahora tan desdichado como lo estaría si te hubiese visto ayer. ¡Ser feliz contigo parece tan imposible…! Requiere una estrella más afortunada que la mía… No lo será jamás. Incluyo aquí un pasaje de una de tus cartas que desearía que modificaras un poco… Deseo (si así lo quieres) que la cosa me sea dicha con frialdad. Si mi estado lo tolerara, podría escribir un poema que ronda mi memoria, y que sería un consuelo para amantes en la misma situación que yo. Mostraría a alguien tan enamorado como yo, de una persona viviendo con tanta libertad como tú. Shakespeare resume siempre las cosas del modo más soberano. El corazón de Hamlet estaba henchido de la misma desdicha que el mío, cuando dijo a Ofelia: “Vete al convento, vete, vete”. Sí, quisiera renunciar a todo de una vez, quisiera morir. Estoy asqueado del mundo brutal en el cual sonríes. Odio a los hombres y más a las mujeres. No veo más que un futuro de espinas… Dondequiera que yo esté el invierno próximo, en Italia o en ninguna parte, Brown seguirá viviendo cerca de ti, con su conducta inconveniente… No veo perspectiva alguna de reposo. Supón que esté en Roma… pues allí, como en un espejo mágico, te estaré viendo ir y volver a la ciudad a toda hora… Quisiera que pudieses infundir en mi corazón un poco de confianza en la naturaleza humana. Yo no puedo alcanzarla… el mundo es demasiado brutal para mí. Me alegra saber que hay tumbas… estoy seguro de que solo en la mía conoceré el descanso. En todo caso tendré el gusto de no ver más a Dilke, a Brown, o a cualquiera de sus amigos. Quisiera estar en tus brazos, lleno de fe, o que un rayo me fulminara.

Dios te bendiga

J.K.» 

Que me parta en dos el viento de tu recuerdo… y me lleve lejos… tan lejos que no me sea concedido el don de la memoria. Quiero vivir solo, sin memoria... ni recuerdos... Quiero ser el poeta del olvido que, por no añorar, no extraña ni sus versos. Fanny, apiádate de mí y abandona el fondo de mi alma… para siempre. 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 6 de enero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXIII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS SE DESPIDE DE SUS HERMANOS #JohnKeats200aniversario

 


En la intimidad del poeta que nadie conoce, todavía me queda un pequeño espacio para la vida. El terror que a veces zarandea mi maltrecho espíritu ahora me hace buscar un poco más allá e intentar esquivar a la muerte. Si lo hago, no es por mí, ni tan siquiera por ti, Fanny, sino por ese último vestigio que queda en mi corazón y que pertenece a mis hermanos. Los designios de nuestras vidas siempre han sido aciagos, y mi próxima falta no hace sino corroborar ese negro destino. La naturaleza ha sido esquiva con nuestra salud y, sin embargo, ¡yo le debo tanto!… Como le decía a Brown en la última carta: «estoy gratamente decepcionado con las buenas noticias de George, porque se me ha metido en la cabeza que todos moriremos jóvenes…». ¡Ojalá me equivoque!, y tanto él como la pequeña Fanny tengan la larga vida que mis padres, Tom, y ahora yo mismo no hemos podido disfrutar. Como hermano mayor, mi instinto de protección fraternal se abate sobre ellos cual sombra de un árbol de hoja perenne, aunque un cúmulo de circunstancias haya provocado que no esté a su lado, lo que no me impide tener esa obligación moral sobre sus vidas. George en América, junto a su esposa Georgina, y mi pequeña Fanny en Inglaterra, bajo la tutela de los Abbey, son todo lo que tengo. El hecho de que nuestros padres murieran tan pronto ha propiciado que hayamos creado un vínculo al que yo no me siento capaz de renunciar porque, como una parte de mí, ellos se extienden en mi vida del mismo modo que mi poesía lo hace en mi yo poético o mi pasión necesita de mi amada. George y Fanny son como ese amor que no entiende de pasiones, sino de una lealtad que está muy por encima de la de cualquier amigo. Los dos son una parte indivisible de mi ser sin la necesidad de que sean mis hijos, o al menos yo los siento así, en lo más profundo de mi corazón. A ellos concedo el beneplácito de la duda y a ellos entrego todo mi esfuerzo; ese que nacerá de mi último suspiro. Nada más les puedo ofrecer, porque «todos mis bienes muebles e inmuebles consisten en la probabilidad de venta de (mis) libros editados o inéditos, y deseo que Brown y Taylor sean los primeros acreedores satisfechos; el resto está in nubibus…». «Nulas pertenencias materiales las mías», pienso. Pobre nací y pobre moriré, pero suyo es el recuerdo y el cariño de un hermano que siempre les ha llevado en el corazón. Ya sé que «el mundo está lleno de miseria, zozobra, dolor, enfermedad y opresión», pero ellos, para mí, ahora son la única luz que me guía en mis particulares tinieblas y que me incita a buscar una salida que cada día que pasa sé que se encuentra detrás de mi muerte, porque solo entonces hallaré la verdadera libertad que romperá la unión de mi cuerpo con el dolor y la enfermedad. Sin embargo, en los momentos que mis fuerzas flaquean, debo haceros una última confesión. 

Ahora, solo soy un poeta que, moribundo, yace varado en la orilla mientras le azotan las olas de la muerte… Un poeta que, en su deriva, ha sido despojado de su fuente de inspiración… Un hombre que, abatido, no persigue la libertad que se extiende más allá del amor… Un prisionero cuyo cuerpo permanece encadenado al yugo de los condenados, y cuya alma vaga cual penitente por el territorio de los apátridas. Siento perderos, como antes perdí a Tom y de alguna forma también he perdido a Fanny Brawne para siempre, mi verdadero amor, pero ese es el precio de mi libertad: vuestra ausencia. Ya no me queda otra solución para abandonar mi sempiterno sufrimiento y, cual creyente que se dispone a peregrinar hacia su santuario, yo dirijo mis pasos hacia la libertad que me aguarda tras el último de mis suspiros. No estoy loco, no, sino esperanzado por alcanzar la paz de los muertos, y así abandonar esa sensación de soledad que por momentos me atrapa y me ahoga, y que no es más horrible que ese otro sentimiento que se instala dentro de mí cuando mi mente sale en busca de algún recuerdo. Mi vida, entonces, se transforma en una selva de frondosa vegetación, donde la luz no encuentra un lugar donde instalarse, y en esa tiniebla infinita me veo indefenso cual ciego que ha sido expulsado de su hábitat, y de ahí es de donde quiero salir, porque el desconsuelo que me invade en mi vigilia ya no me deja proyectarme hacia el futuro como lo haría un hombre sano. Mi enfermedad me tiene postrado contra la pared que solo atravesaré con la muerte. Ese sentimiento, además de abatirme, también es el culpable de que me aparte de vosotros, y de tal modo lo consigue, que ya no puedo hacer lo mismo que siempre, cuando me asaltaba el desánimo y en mitad de una de mis depresiones le confesaba a George «cuando noto que me empiezo a deprimir, me levanto, me lavo, me pongo una camisa limpia, me cepillo el pelo y la ropa, me ato bien los zapatos, de hecho me arreglo como si fuera a salir, y una vez limpio y cómodo, me siento a escribir. Encuentro así un alivio grandísimo». Sin embargo, ahora no me queda una excusa convincente que transmitirle a mi cuerpo para que mi alma se muestre limpia y pura ante los demás. En esta triste morada de Roma, no hay excusas que sean capaces de llevarme hasta su puerta y prepararme para salir, porque ni eso puedo hacer ya. Subir las empinadas escaleras de este edificio, para mí, es un esfuerzo penado con la más terrible de las condenas… La ausencia de aire en mis pulmones no me permite tan heroica hazaña, y busco auxilio en mi maltrecha imaginación, para implorarle que me ayude como lo hacía en los viejos tiempos y, junto a ella, poder abandonar este lugar plagado de tinieblas. Y aunque tal y como hice al llegar a Roma, trate de erigirme en el héroe de mi propia derrota, esta vez la valentía del superhombre que intento representar se queda sin victoria, mientras mi obstinado pensamiento se torna de lo más abyecto contra mis anhelos. «El poeta se borra a sí mismo», pienso, porque ni siquiera «la conciencia del contraste, la sensibilidad a la luz y a la sombra, toda esa información necesaria para un poema» están ya dentro de mí. «Ya solo soy la sombra de mis versos, que se desliza por mis poemas como una nube que atraviesa las colinas sin dejar apenas rastro, salvo la efímera penumbra que la delata a su paso», pienso. ¿De qué me sirvió obsesionarme por encontrar una mejor combinación estrófica para mis sonetos si ya no queda nada de ellos dentro de mí?: «¡Oh diosa! Escucha estos versos silentes, arrancados / por la dulce coacción y la memoria amada / y perdona que cante tus secretos…».

¿Qué queda detrás del poeta en sus sonetos?, ¡cuán alargada es la sombra de su sufrimiento !«Juegan inquietas llamitas por entre los tizones,

y repta su leve crepitar sobre nuestro silencio

cual susurro de dioses domésticos que afirmen

su más dulce imperio sobre las almas fraternas.

Y mientras, a por rimas, rodeo yo los polos;

tus ojos absortos, como en poético sueño,

en el rico y hondo acervo que al caer la noche

siempre nos conforta cuando estamos afligidos.

Es tu cumpleaños, Tom, y me colma de alegría

que transcurra así: con suavidad, calladamente.

Muchas velas colmadas de amables susurros

hemos de pasar juntos, y probar con calma

los goces que son de este mundo…» 

Fanny, George, no hagáis caso de vuestro hermano enfermo que, como un poeta herido, solo declama cantos de despedida… No tengas miedo, mi pequeña Fanny, porque siempre estaré a tu lado. Es muy fácil, solo tendrás que estirar tu brazo, y ese leve movimiento con el que el viento mecerá tu mano será mi alma que pronta acudirá a tu encuentro para acariciarte en lo más hondo.

Esa será nuestra señal que, lejos de abandonarnos, abrazará nuestros recuerdos… Y a ti George, solo pedirte que te alíes con la suerte de tu buen destino, y allí donde estés, protejas a nuestra hermana, y en el ahínco que fortalecerá tu espíritu con el recuerdo de nuestra amistad y cariño, defiendas todo cuanto puedas mi obra. Que Dios os bendiga. 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.