jueves, 30 de noviembre de 2017

FERNANDO PESSOA, 30 DE NOVIEMBRE DE 2017: 82 AÑOS SIN EL PORTUGUÉS QUE CAMINABA SIN LLEGAR A PISAR EL SUELO


 
«Los dioses desterrados
y hermanos de Saturno,
a veces, al ocaso
acechan nuestras vidas…»
Extracto del poema, Los dioses desterrados, del heterónimo de Pessoa, Ricardo Reis.

Los dioses desterrados de nuestras vidas ocupan los espacios marcados por los restos de la arqueología de nuestra memoria, y se distraen visitando la gran bóveda de la ensoñación de las causas perdidas. Causas perdidas que, en nuestro interior, buscan todavía la poesía del viaje, como si esa metáfora que circunda nuestra imaginación fuese la puerta abierta por la que alejarnos de la interminable noche en la que vivimos. Noche eterna donde sólo escuchamos el ronroneo de los gatos en la oscuridad, y donde vivimos entre sombras y recuerdos. Entre sombras y recuerdos, porque nuestra memoria no abarca ya el tiempo que estuvimos luchando con todas nuestras fuerzas contra ese espacio infinito que, al igual que si fuera un desierto, nos dejó huérfanos de voluntad pero no de anhelos, aunque de alguna forma, lo único que deseamos es que la luz vuelva a nuestros sentidos, del mismo modo que buscamos que los dioses perdidos se transformen en dioses desterrados que, en vez de abandonarnos, caminen en paz por nuestro interior como esos hijos a los que nunca vimos nacer y, que además, se comporten como las sombras de nuestros sueños. Sin embargo, esos dioses perdidos y desterrados, lejos de depositarnos en las encrucijadas del silencio, componen una sinfonía de ecos que rebotan una y otra vez en los límites de nuestras entrañas hasta que se volatilizan en el instante en el que queremos hacerlos de carne y hueso.

Dioses de la nada, de un olimpo irreal y desbaratado, de un olimpo sin pena ni gloria en el que ya no nos resulta tan difícil comprender que, si no fueron hechos carne, al menos sí se quedaron en ese íntimo y particular olimpo que a nadie más que a nosotros nos pertenece, pues se comportan como un espacio donde las deidades no son tales sino meras recreaciones de nuestros más íntimos deseos. De ahí que, ese jardín de monstruos propios, sea directamente proporcional a nuestra imaginación, pues se ha transformado en una vasta y majestuosa capacidad intelectual y sensorial que nos ha llevado a crear infinidad de dioses desterrados en las tierras vírgenes de nuestra mente.

Dioses, mares, hombre y tierra; una secuencia mágica con la que darle cuerpo a un sueño: el de los dioses desterrados…, y no encontrados. 

Ángel Silvelo Gabriel
 

miércoles, 29 de noviembre de 2017

DE QUÉ HABLA MURAKAMI. Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz

 
De la originalidad, de los lectores, de sus traducciones, de sus inicios, del béisbol, del jazz… En su ensayo De qué hablo cuando hablo de escribir (Tusquets, 2017) el escritor y traductor japonés Haruki Murakami (Kioto, 1949) repasa su periplo literario con la intención de dar a conocer cómo una persona humilde, honesta consigo misma y con los demás, llega a ser lo que es en el universo literario.
 
Pocos datos asoman de su vida personal: se casó y se vio en la necesidad de trabajar; abrió un bar donde organizaba conciertos de jazz. Posteriormente acabó sus estudios universitarios de Artes Escénicas. No le gustaba estudiar, por lo que nunca se esforzó demasiado (siete años le costó terminar la carrera). Se crio en una tranquila zona residencial, en el seno de una familia pequeño burguesa de asalariados. Leer fue su gran escuela. Si no hubiera leído tantos libros, mi vida habría sido más gris, apática, deprimente, incluso. En ellos aprendió muchas cosas importantes de la vida y no halló ni competitividad, ni reglas absurdas, ni juicios de valor.
 
En los años ochenta sintió la necesidad de irse de su país; le resultaba difícil escribir en una sociedad que se regía únicamente por el dinero y que se entrometía en su vida personal.
 
Su incursión en la escritura resulta curiosa: en un partido de béisbol, tras una jugada asombrosa, sintió que él también podía realizar algo increíble como escribir una novela. Sin tener ninguna idea, lo hizo. Al releerla, fue consciente de que lo que había escrito no dejaba ningún poso en el corazón. Entonces analizó el otro aspecto: el idioma. Con su lengua materna, el japonés, cuando intentaba construir frases para expresar un sentimiento, las palabras se le amontonaban. Por eso comenzó a escribir en inglés y, cuando tradujo el primer capítulo, se dio cuenta de que había aflorado una forma de narrar propia de él.
 
Ese partir de cero, ese No tengo nada que escribir inicial lo transformó en motivación y sobre esa base avanzó en la escritura. Para inventarse un estilo propio, se sirvió de la música, en especial del jazz, así como de frases cortas con una estructura gramatical más bien simple. Quizá no escriba con la cabeza, sino con cierto sentido corporal, como si fijase el ritmo con unos buenos acordes y me dejase llevar después por el poder de la improvisación.
 
De esta manera, Escucha la canción del viento (1979), su primera novela, ganó el Premio de Literatura Gunzou para escritores noveles, concedido por una revista literaria. Fue su inclusión en el ámbito profesional.
 
El premio le introdujo en la fama, pero no duda en afirmar que hay cosas mucho más importantes para un escritor que los premios. Lo que permanece en el tiempo para las generaciones futuras son las obras, no los premios. Por eso, solo en dos ocasiones más optó a otro premio, en este caso, el Premio Akutagawa. No le preocupó no ganarlo, es más opina que hubiera sido un inconveniente llamar la atención al trabajar en su bar. Sin embargo, los demás convencidos de que lo ganaría se sintieron obligados a consolarle. Incluso un día se topó con un libro publicado sobre el tema.
 
Es una persona que necesita mucho tiempo para cambiar el método que tiene de hacer las cosas. Por eso, comenzó escribiendo en primera persona del singular masculino y se mantuvo así durante un largo tiempo. Con sus primeros personajes le ocurrió lo mismo, al principio, era incapaz de ponerles nombre. A la hora de crearlos, no suele partir de una persona real, sino que prefiere fijarse en la apariencia, en la forma de expresarse, de actuar de muchas personas.
 
Le gusta reescribir, lo define como la actitud de un escritor frente a un trabajo que decide mejorar. Uno puede convencerse de haber escrito algo casi perfecto, pero siempre es mejorable. Por eso en esa fase de reescribir intento apartar mi orgullo y mi presunción. Después llega la primera lectora de sus escritos antes de la editorial: su mujer; discute con ella, pero admite que por lo general tiene razón y nuevamente lo reescribe.
Pocos escritores afirman tajantemente como él que nunca ha sufrido un periodo de sequía creativa. Y es que cuando no se siente con ganas de escribir, traduce del inglés al japonés. La traducción es un trabajo técnico por lo que no interfiere en la necesidad de expresar algo y es un excelente ejercicio de escritura.
 
La figura del lector no cobró existencia en él hasta que ganó el premio. No es de los que se prodiga en actos públicos, únicamente  da conferencias en el extranjero una vez al año o participa en lecturas públicas con firma de libros incluida. Le satisface que sus obras interesen a distintas generaciones.
 
Lo negativo de esta su profesión está en la crítica que nunca le ha apoyado —incluso calificaron de “contrariedad” el que un escritor se dedicara a la traducción— y puede que todo se entienda porque en Japón, quien hace algo distinto a los demás aviva una reacción de rechazo. Y en la soledad del escritor. Para él es como estar sentado en lo más profundo de una cueva.
 
A lo largo del libro reitera sin cesar dos números: el treinta, que alude a la edad en la que se convirtió en escritor y el treinta y cinco, los años que lleva escribiendo. Y es que él mismo se sorprende de llevar tanto tiempo haciendo lo mismo. De ese primer día mantiene la misma sensación a la hora de escribir, como si tocara música, la misma premisa de divertirse y la misma libertad para crear algo original. Soy un individualista nato, decidí hacer lo que quería y como quería.
 
De lo que no habla este libro es de sus gustos literarios, aunque es obvio el guiño a Carver: De qué hablamos cuando hablamos de amor (1987).
 
Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz.

lunes, 27 de noviembre de 2017

ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS, UNA PELÍCULA DE KENNETH BRANAGH: TESTIGOS DE LA FRÍA SOLEDAD DEL MAL


El pasado tiene esa sinuosa capacidad de revolverse sobre nuestro presente, para hacerse tan real como el recuerdo que atesora. Frío como la venganza, e inimaginable como la peor de las pesadillas, juega con nuestros sentidos hasta que da con el último de ellos: la necesidad de retar a la muerte. Sin más objetivo que el de desangrar nuestras venas del rencor que contienen y, que cual veneno, nos atormenta hasta en lo más profundo de las entrañas. Y de ahí, directos al final, que no es otro que hacernos testigos de la fría soledad del mal. Así parece mostrarse la última versión de este clásico de Agatha Christie. Un nuevo enredo criminal de altos aires teatrales que, en la cabeza de Kenneth Branagh ha experimentado un sucinto interés por las grandes panorámicas, las escenas veloces y los efectos especiales que se superponen a la quietud de un tren apeado por la nieve de su facultad de seguir caminando sobre los raíles de una vía mítica que describe un viaje no menos mítico. Atrapados en el devenir de los hechos y en el conocimiento del final, no le cabía otra maniobra a su director que, a su vez, encarna al famoso detective Hércules Poirot, que dignificar su nacionalidad belga con la fuerza de su mirada y el histrionismo de sus ademanes, no sólo físicos o de movimientos, sino también dialécticos. Pulcritud, orden y análisis, elevados a la máxima potencia en honor de uno de esos personajes reconocibles por sí mismo y a los que es muy difícil sacar de su propio estereotipo. No obstante, en esta ocasión, Kenneth Branagh es capaz de mirarse al espejo y afrontar su interpretación del detective desde un punto de vista teatral, lo que le lleva a no salirse del guion prestablecido y establecer su punto fuerte en la mirada y en los gestos, ridículos en ocasiones —es verdad— por lo maximizados que están, pero mayúsculos en sus intenciones y efectos. A su lado, un elenco de estrellas de Hollywood rompe taquillas que, sin duda, han tratado de emular la versión del film del año 1974 dirigido por Sidney Lumet. De todos ellos, cabría destacar la frialdad de Michelle Pfeiffer o Judi Dench, sin dejar pasar por alto la aparatosa y vulgar actuación de un Johnny Depp en horas bajas. 

Asesinato en el Oriente Express, de la mano de Kenneth Branagh, es un intento de film entretenido que busca añadir algo a la historia mediante los golpes de efectos trepidantes de un tren que cabalga sobre la nieve de las montañas igual que lo haría una Caperucita Roja en busca del lobo en mitad del bosque, eso sí, cabe destacar la cuidadosa recreación de los vagones y su interior, y la minuciosidad por el detalle que rodea a este tren de lujo, quizá, lo menos maniqueo del film por su verosimilitud a prueba de bombas y del paso del tiempo. Es difícil encontrar nuevas sensaciones en algo que ya conoces, salvo la inquietud del reencuentro, pues esa es la última posibilidad de esta nueva versión de un clásico, la oportunidad de confrontar nuestros recuerdos de la lectura del libro o la visualización de anteriores versiones cinematográficas con el presente. Un presente que, ahora, se nos muestra como uno más de los testigos de la fría soledad del mal. 

Ángel Silvelo Gabriel. 

domingo, 26 de noviembre de 2017

RICARDO LEZÓN, ESPERANZA: UN CANTO DE LIBERTAD A LA NATURALEZA Y AL AMOR


Distraer el tiempo para seguir pensando que sigues vivo. Apartado. Solo. Sin ruido. En esos huecos a los que nadie quiere acudir es donde la majestuosidad del eco de las cuerdas de una guitarra se hacen poderosas, porque no suenan igual en ninguna otra parte del mundo, quizá, porque en ningún otro lugar el alma está dispuesta a ausentarse del ruido y sentarse a escuchar ese eco que lleva escuchando hace tiempo, pero al que sin embargo no ha puesto luz ni nombre. En ese hábitat de desamparadas travesías sonoras que, a pesar de todo, buscan la esperanza, se ha ido Ricardo Lezón para componer una canto de libertad a la naturaleza y al amor que ha titulado, Esperanza, a secas, porque no hay nada como lo sencillo y directo para llegar a lo más profundo e inquietante, pues esa podría ser la dicotomía de este primer álbum en solitario del cantante de McEnroe, al que ha seguido dotando de portentosas melodías que tardan en arrancar, pero que cuando lo hacen te dejan sin aliento. Acompañan a esas melodías la fuerza de unas letras intensas, impactantes y puras como las mejores metáforas soñadas: «primavera y revolución», nos dice Lezón para engañarnos una vez más en uno de sus líricos requiebros que nos llevan a la plenitud de las sensaciones, pues sus canciones suenan a eso: la esencia de aquello que se ama y que nunca somos capaces de atrapar. 

Ricardo Lezón ha querido dotar de mucha libertad narrativa a las composiciones de Esperanza que, en este caso, van de la mano de la naturaleza, ya presente en la portada del disco, pero también en los títulos y letras de algunas de sus canciones, en un perfecto remix de pureza y sencillez. La melancolía que nos aporta Lezón en sus nuevas nueve canciones gira en torno a la proximidad de esa esperanza que siempre va de la mano del amor. Profundo. Inabarcable. Soñado. Impactante como una flecha clavada en mitad del pecho. Así empieza Arena y romero con ecos de caballos y alfalfa entremezclados con la Plaza de la Alfalfa y Sevilla. Señas de identidad de una ciudad, Sevilla que, en la voz y la música de Lezón suenan a silencio y naturaleza pura; un pureza que gana mucho enteros cuando su hija Jimena le acompaña en la interpretación de esta canción que le ha servido como primer single de este disco grabado en los estudios La Mina de Sevilla de la mano de Raúl Peréz. Primavera de notas musicales que llenan y llenan esos huecos que siempre nos hacen pasar frío y no logran curarnos de ese desamparo universal al que hemos sido castigados. Una primavera que se hace de nuevo música en Primavera en Praga, otra de las grandes canciones de este disco. En este tema, Lezón nos apunta que la letra de esta canción está inspirada en “Amapola y memoria” de Paul Celan: «En mi corazón hay un fantasma/ que a veces me mira y otras me habla,/ un resplandor que se derrama/ como el verde por la montaña.» Versos que se hacen acompañar de un ritmo pausado e intenso a la vez, gracias a la resonancia que consigue la guitarra de David Cordero, que se proyecta muy bien sobre nuestros sentidos: «En mi corazón hay un fantasma/ que se despierta cuando me abraza.» y, que de alguna forma se contrapone a Chet Baker, la canción que hace referencia al trompetista, cantante y músico de jazz de estilo cool de los años cincuenta, como si el universo que nos propone Ricardo Lezón fuese una pradera en la que crecen todo tipo de flores silvestres a las que el cantante y autor proporciona un sinfín de sinfonías y melodías al modo de campanillas sonoras. 

Arena y romero también cuenta con esas melodías que nos recuerdan mucho a esos últimos McEnroe, tanto en su plasticidad sonora como en esa otra percepción auditiva que nos lleva a navegar por un mar infinito en el que Lezón nos sumerge cuando coge la melancolía del amor, a la que por cierto, adorna de letras magistrales: «Que tu ausencia es un lugar inhabitable/ y tu presencia mi desastre natural,/ que olvidarte es como morder el hielo/ y buscarte es un abismo y saltar». Saltos infinitos sobre el abismo de una música profunda, intensa y distinta, como extraña e inabarcable es la postura de su autor ante su magia «Que los dos llevamos banderas en las manos/ y que nuca aprendimos a ondear.» Banderas de un amor que son tan distintas a las que se agitan en la actualidad que nos llevan a exiliarnos del presente para refugiarnos en el bosque de cabañas en tu pelo: «Que a veces me hago cabañas en tu pelo/ y después no encuentro forma de bajar». Una densidad amorosa que alcanza su zénit en la mejor canción del disco: Lamento, un susurro de dichas y desdichas que es capaz de derrumbar todos aquellos muros que nos ponen en nuestra vida. En la ausencia de ruidos es donde se encuentra la esencia de las revoluciones: «Olvidaré el ruido/ y las voces promesa y revolución,/ el sonido de una noche dulce/ será el camino entre tú y yo.» Y gracias a ella: «escribiremos como los ríos sobre la tierra,/ poemas de amor/ nos perderemos por los bosques/ será la hierba nuestra mansión,/ será de hierba el corazón»… una perfecta muestra de lo que es un canto de libertad a la esperanza y al amor. 

Ángel Silvelo Gabriel. 

ENTRE DESCARNADOS ANHELOS DE JUVENTUD.- MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO


 
Siempre quise atravesar la barrera del tiempo…, y ser infinito como sólo lo puede ser el amor. He buscado en cada esquina, detrás de cada árbol, tras las cimas de todas las montañas, pero nada, nunca he sido capaz de encontrar esa sensación de vencer al paso del tiempo. Para colmo, mis cómplices han dejado de llevarme a esos lugares donde los bandidos buscan refugio y los amantes encuentran su lecho de pasión. Amar, soñar, viajar…, perder, oler, tejer…, pulir, sentir, redimir…, en una interminable sucesión de palabras e imágenes evocadoras de sensaciones y deseos, pues a pesar de que mis lomos ya están desgastados, todavía quiero atrapar una última caricia. De ahí, que ahora esté feliz, porque ayer de nuevo viniste a buscarme. Primero lo hiciste en el fondo de tu escritorio, pero allí no estaba. Y no fue hasta la noche, cuando te diste cuenta de que me escondía en el revistero, entre noticias apocalípticas y chismorreos innecesarios; un lugar que tú, muy lista, escogiste para cobijarme de los falsos sueños, conocedora como eras, de que allí sólo anidaban los poemas olvidados y las metáforas imposibles, pues ya, nada más que soy, un libro en el dibujaste tus primeros poemas entre descarnados anhelos de juventud.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel

lunes, 20 de noviembre de 2017

LA LIBRERÍA, UNA PELÍCULA DE ISABEL COIXET: LA PASIÓN POR LA LITERATURA COMO EJE DE LA VIDA


 
Hay muchas formas de mirar el mundo, y una de ellas es a través de la literatura y las múltiples historias que ésta nos ofrece. En este caso, la fuerza de la palabra se convierte en un arma homicida capaz de llevarnos, en tan sólo un instante, por un páramo repleto de nieblas y sombras apenas iluminadas por una luz, cuya mayor virtud, es que es invisible para todos aquellos que desconocen el verdadero significado de la libertad. En la última película de Isabel Coixet, La librería, ella lo consigue mediante unas bellas y potentes transiciones de imágenes de la naturaleza inglesa en la que ha rodado y, que nos retrotraen, a aquellas otras presentes en películas de pura e intensa ambientación romántica como Jane Eyre, donde la historia que se nos narra se funde de una forma magistral con la inmensidad del paisaje. En este sentido, Coixet disecciona la acción de una forma tan sutil y estética que a través de su mirada fílmica asistimos a una inabarcable muestra de poesía visual que se fusiona con el espíritu inquebrantable de su protagonista, Florence Green, interpretada por una sobresaliente Emily Mortimer; un personaje revestido de una inconfesable insatisfacción que busca refugio en los libros y, que encuentra en ellos, tanto la necesidad de construir un sueño como la de reconstruirse a sí misma para poder hacer frente a las mentiras e hipocresía —tan británicas por otra parte— de unos habitantes de un pequeño pueblo inglés cercano a Londres que, víctimas de su ignorancia, por no saber, no saben más que seguirle la corriente a los más poderosos del lugar. No obstante, la soledad no hace mella en nuestra heroína, pues igual que los personajes femeninos de las novelas del s. XIX, su ansia de libertad y realización, la empujan una y otra vez contra el muro de la incomprensión y el olvido, sin que ello le suponga una mella en sus intenciones. 

Dicen que, si un libro no nos provoca ningún rasguño en el alma, es mejor deshacerse de él y, quizá, en una sociedad que ha sustituido las relaciones por las conexiones, se haga más certera esta afirmación, pues el concepto del otro cobra un nuevo significado. Una de las funciones de la literatura, aparte de la de conmover es, sin duda, la de reclamar ese tercer lugar del que nadie nos puede sacar y, una de las formas de hacerlo es a través de la pasión por la literatura. La literatura y los libros, en ciertas ocasiones, nos proporcionan esa última decisión que sin ellos no tendríamos, pues esa fuerza que no pesa y, que se asemeja tanto a la del alma, es la que nos hace arremeter contra todo y contra todos en aras de perfilar el sueño que a cada uno de nosotros nos lleva a sentirnos vivos, aunque sólo seamos capaces de lograrlo una vez en nuestras vidas. A fuerza de perder se acaba ganando, dicen, y eso a pesar de que nuestro logro sea tan humilde como el de conseguir que otra persona lea el libro que le hemos regalado. Esa es la mayor victoria de Florence Green en la película La librería, una historia de pasiones ocultas que, en el momento que sumergen del interior ya no pueden pararse. Esta mujer coraje es un ejemplo, de que las pulsiones internas, merece la pena expulsarlas, aunque en ello nos vaya el esfuerzo de toda una vida.  

Las sutil mirada con la que Isabel Coixet maneja la cámara y la narración de La librería, se asemejan mucho a esa caricia inesperada que te logra poner los pelos de punta y, lo consigue, desde la sencillez y la frágil textura de un lienzo transparentes que nos permite disfrutar de la belleza sin otra transición que la de la pasión por la literatura como eje de la vida. Los cauces en los que confluyen esta épica y sencilla historia de pasiones ocultas, donde se enfrentan el amor y el odio, o la bondad y la venganza, se multiplican en un sinfín de detalles que los espectadores no deberían pasar por alto. Por ejemplo, la elegancia de las transiciones que nos propone Coixet entre unas escenas y otras, es una nueva muestra de su especial sensibilidad hacia intrínsecamente bello, en este caso el poder de esa revelación se sustenta en las imágenes del mar, el cielo, los campos, o los paisajes británicos teñidos de una ligera herrumbre gris, lo que convierten la luz de la película en un soporte mágico y único y, sobre, todo, en un valor añadido cuando el que mira y observa nada más que se conforma con un producto bien elaborado. Esta forma de mirar el mundo y la vida tan peculiar que tiene Isabel Coixet también se traslada al montaje, proporcionándonos con él, un lenguaje fílmico prolífico de pequeños detalles que nos hacen saborear más intensamente aquello que se nos muestra. Es en esa forma de mostrarnos las manos de los actores, o los espacios donde éstos viven —memorable es por ejemplo la escena de amor contenido en la playa entre un magnífico Bill Nighy y Emily Mortimer—, lo que provoca la íntima unión entre el espectador y la película, pues ambas se funden en una aleación inalterable al paso del tiempo. 

Los primeros planos de Emily Mortimer —un signo distintivo del cine de Coixet y sus actrices—, nos revelan la capa de autenticidad de una actriz tocada por un halo especial a la hora de hacernos presente la pasión de su vida: los libros. Florence nos deja visualizar esa otra capa que habita bajo su piel de una forma conmovedora. Sus miradas, los movimientos de los pies o la forma de abrir o tocar un libro, nos trasladan al lenguaje mudo y universal de las imágenes que nos hablan por sí solas. Esa ausencia de las palabras, su personaje logra dotar a la película de un proceso de intuición y sutileza que alcanza su cenit en la imagen que Mortimer yace tendida en el suelo de su librería mientras abraza un libro. Aquí, la literatura se convierte en un todo que nos atrapa más allá de lo imaginable. Esa escena es una muestra más de la fuerza de esta película, que se comporta igual que una fuerza invisible que consigue mover las ruedas de nuestras vidas. Y, no, nos las mueve de una forma arbitraria, sino que lo hace en un sentido u otro, de tal forma que, dependiendo de la opción elegida, nos convertiremos en ángeles o demonios, creadores o destructores, generosos o villanos. Aquí, las fuerzas del bien y el mal se enfrentan sin espadas láser ni guerreros ninja, pues su fuerza está basada en las imágenes y las palabras. Palabras escritas y filmadas con la pasión por la literatura como eje de la vida. 

Ángel Silvelo Gabriel. 

domingo, 19 de noviembre de 2017

LA OTRA LIZ TAYLOR.- MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO


 
La gata de los ojos color violeta se presentó en el juzgado rodeada de paparazzi que no paraban de hacer un click tras otro mientras seguían sus movimientos. Esa era la ofrenda a sus admiradores: un derroche de glamour al que el fiscal de la causa no estaba acostumbrado y, mucho menos, el juez, que dictó el sobreseimiento del procedimiento. Yo la miraba atónito, buscando un argumento para despojarla de su máscara de diva. No recuerdo como lo hice, pero me deslicé entre sus pegajosos aduladores y logré enseñarle la fotografía. Una imagen que no consiguió desplomarla en el vestíbulo. Al contrario, todo sucedió tan deprisa, que sólo recuerdo que, cuando me miró, no lo hizo con los ojos de Cleopatra y, mientras yo me caía al suelo como si me hubiera atravesado un rayo, ella sacó otra fotografía de su bolso que me tiró a la cara. Nadie se inmutó, ni siquiera ella, la otra Liz Taylor: una activista humanitaria a la que noté una expresión de satisfacción al verme así, tendido en el suelo y rodeado de personas que desconocían la verdadera razón de mi zozobra. Mientras se alejaba de mi lado, yo me quedé mirando la foto de Jack, mi último novio, al que yo había contagiado el sida, y al que ella había defendido de mí ante toda la sociedad.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel

 

lunes, 13 de noviembre de 2017

NATALIA MARCA, HERIDAS DE SAL: EL RUGIR DE LAS OLAS

El rugir de las olas

«La cura para todo es siempre agua salada: el sudor, las lágrimas, el mar».

Karen Blixen


«La poesía de Tsvietáieva es como el mar, un impulso constante preso en su movimiento. “Y éste es lo mismo que el amor.”»

José Luis Reina Palazón en el prólogo de TSVIETÁIEVA, Marina. Antología 100 poemas.


Hay espacios que son inmensos e inabarcables, y en su inmensidad, los hacemos nuestros, porque creemos que son el mejor escondite para nuestros sueños. El mar puede ser uno de esos lugares donde esconderse y recapacitar, pues lo convertimos en un trasunto de la vida en el que volcar nuestras desdichas, y a su vez, intentar curarnos las heridas del alma. Así, el mar y la sal son la pócima mágica a la que encomendar nuestra maltrecha salud, pero no sólo eso, porque el mar, las olas, y la espuma que, éstas generan ante nuestros ojos, son el verbo licuado donde el amor se expande y se contrae hasta redimir nuestros deseos. Deseos tintados con el color de la arena de una playa que se transforma en el terreno firme sobre el que esparcir nuestros recuerdos; una playa que es única porque es nuestra, y que es nuestra, porque en ella dejamos al criterio de los vientos las huellas de un amor que se escapó de nuestras manos con el vaivén de las olas, pues sabemos que el mar es un constante movimiento; un movimiento que representa al amor: apasionado cuando entra y desdichado en cuanto sale.


Las heridas del amor y su recuerdo se dan la mano en este poemario de Natalia Marca, Heridas de sal, en el que se concitan todas aquellas verdades y mentiras presentes en nuestros sentimientos más profundos cuando se trata de lamernos las heridas del desamor. Sus versos y sus poemas recorren espacios solitarios y tumultuosos como solitario es ese rugir de las olas que nos atrapa bajo la última luz del atardecer, y ruidoso es el sonido de los truenos que preceden a la tormenta. «Y se creía imperfecta/ y era la reina del mundo,/ se lo comía a bocados.», nos dice la autora al inicio de este viaje sensorial a través de las metáforas que adornan al mar, la mar, la sal, las olas y su espuma, la playa y su arena. Es verdad que ya no hay tiempo en la inmensidad de la playa para hacer castillos de arena aunque persista el miedo a dejar de ser niña, quizá, porque ese sea el espacio de la verdad sin fisuras, de la inocencia exenta de maldad, del amor en blanco… Heridas de sal es el despertar de un sueño que empezó al final de un verano y que termina tras el invierno. Lánguido sueño el de la amante que, en la voz de la poeta, lucha contra el abandono que desencadenan los recuerdos: «Me llenaste de caprichos la piel/ y ahora sufro en otras manos/ el inconformismo desmedido/ de la palabra AUSENTE». Sin embargo, también hay un lugar para la heroína que lucha por sobreponerse a sus propias cenizas, y así, el lamento deviene en esperanza para desafiar al mundo —y a sí misma—, cuando nos recuerda que las miserables victorias acaban en épicas derrotas. De ahí, que nuestra heroína busque refugio en el mar por su hábil capacidad para borrarlo todo, y de paso, para ofrecernos la posibilidad de un nuevo inicio, de un nuevo amor, de una nueva vida, y sobre todo, de ser libres otra vez. Una libertad que todavía se muestra frágil en la voz de la poeta, pues pende de un hilo muy fino, pero ello no es óbice para rescatar del olvido los buenos recuerdos del amor anhelado y fallido, cíclico y aciago, oculto y liberado. 

Natalia Marca, en Heridas de sal, ha dotado a sus versos de la esplendidez de la memoria. Memoria líquida en forma de agua y sus múltiples vertientes: lluvia, tormenta, río, mar, H2O, agua… Memoria reivindicativa pero silenciosa, libre e íntima a la vez, a través de la que recorre los huecos que el desamor deja en los recuerdos, igual que un windsurfista hace con una gran ola. Una ola contra la que lucha denodadamente por superarla y erigirse como un dios sobre su cresta. Olas que son igual que tsunamis del tiempo, y dentro de ellas, el mar. El mar como espacio de ese tiempo que nos proporciona la posibilidad de las emociones, pues de esa etérea naturaleza —inabarcable como inabarcable es la inmensidad del mar—, es de la que está hecha este poemario que busca en los recuerdos la herida que ya no se oculta. Decía John Keats en un extracto de su poema Acerca del mar: «El mar conserva eternos sus murmullos en torno/ de playas desoladas, y con su recio embate/ inunda mil cavernas, hasta que el sortilegio/ de Hécate les deja su sombrío sonido.» Y Natalia Marca toma nota de ese murmullo que, a través de sus poemas, se convierte en el rugir de las olas.  

Ángel Silvelo Gabriel.

Madrid, 28 de enero de 2017

domingo, 12 de noviembre de 2017

EN BUSCA DEL SOL, MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO


 
Nunca he visto el sol como otros nunca han visto el mar. Cuando era pequeño le pregunté a mi padre cómo era y él me contestó que como una bombilla gigante. Nadie entiende que quiera ver algo que para mí no existe, salvo en el reflejo de la carretera por la que paseo cada día, justo antes del amanecer. Sólo existe una premisa al empezar, buscar refugio en la soledad y en el silencio para enfrentarme a mi desafío. Un desafío que no hago por prescripción médica, como me recomendó mi cardiólogo, sino porque quiero encontrar el sol y la luz que se esconde bajo sus rayos. Al comienzo de mi aventura todo es real y tangible, pero con el paso del tiempo, las imágenes se distorsionan en un sinfín de reflejos que alientan el sentido de mi conquista. Ya nadie puede decirme que soy un loco que busca algo que para mí, de momento, no existe, porque al final, más allá de mi imaginación, estoy seguro de que el sol está detrás del último árbol. Ahora sólo hace falta que pierda el miedo a levantar la cabeza del suelo y, de esa forma, enfrentarme al sol y sus rayos cuando éste salga por el horizonte.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
 

 

miércoles, 8 de noviembre de 2017

TEATRO TRIBUEÑE, TEATRO DE REPERTORIO: PROGRAMACIÓN DE NOVIEMBRE

La temporada teatral de Tribueñe se abrió con el I Festival Internacional de Teatro en Tribueñe: España, Francia, Inglaterra, Italia, Argentina, han dejado huellas imborrables en nuestro teatro.

 Éxito total, aplausos, entusiasmo, alegría de los creadores al cumplir su misión, llegar a los corazones de los espectadores y ampliar la sensibilidad hacia la valentía y la búsqueda.

La línea del Teatro Tribueñe para el mes de noviembre se centrará en el mantenimiento del repertorio, los jueves de Lorca, los viernes de Valle-Inclán y los fines de semana con el musical Alarde de tonadilla. Gran estreno de Canela de Hugo Pérez de la Pica, previsto para el 25 de noviembre con figuras de renombre como Raquel Valencia, Jesús Chozas y Juan Mata entre otros. También comenzaremos con las noches de Tribu de poetas un sábado al mes.
 
LOS JUEVES DE LORCA
 
 
 
 
LOS VIERNES DE VALLE-INCLÁN




FINES DE SEMANA DE MUSICAL
 
 
 
 

martes, 7 de noviembre de 2017

PATRICIA ALMARCEGUI, LA MEMORIA DEL CUERPO: EL VIAJE DEL ALMA A TRAVÉS DE LOS GESTOS, LA MÚSICA Y EL CUERPO


 
La concepción del viaje puede ser tan amplia como uno sea capaz de imaginar: infinita si queremos conquistar el horizonte, o ínfima si visitamos a cada momento nuestras entrañas. La vida es un viaje y sus diferentes etapas, algo que olvidamos en demasiadas ocasiones, pues somos víctimas de nuestras propias cadenas. En este sentido, La memoria del cuerpo de Patricia Almarcegui es un viaje a través de los gestos, la música y el cuerpo, pero sobre todo, es una reivindicación de la libertad que va más allá de las propias imposiciones. El estilo narrativo de Almarcegui es amplio, de miradas largas con las que trata de atrapar aquello que normalmente no vemos: la esencia de los gestos. Con un perfecto dominio de las elipsis, nos pinta el paso del tiempo con trazos gruesos y matéricos, pero también indefinidos y evanescentes, que nos hacen perdernos en esa otra parte de aquello que no se nos cuenta y, que tan sólo nos insinúa, en una suerte de recreación de la otra vida que respira pasión y ternura, egoísmo y derrota, amor y sexo a partes iguales, igual que si todo surgiera de un combate entre el corazón y el alma. Novela prodigiosa en cuanto a lo propuesta, pues va más allá de la autoficción o las memorias. Novela mapa, pues nos muestra una ciudad de San Petersburgo majestuosa y única a través de los ojos y los sentidos de una maña acostumbrada a observar los desiertos. Novela sensorial por la capacidad que tiene a la hora de hablarnos de la luz, ésa percepción de la vida que nos va cambiando con el paso del tiempo. Y novela música, por la complicidad que demuestra en los movimientos, no sólo de su estructura, sino también en la forma de afrontar la escritura. ¡Qué importante es el ritmo en la literatura y, sin embargo, qué abandonado lo tenemos!

La memoria del cuerpo no es sólo una historia sobre el ballet como disciplina, movimiento y libertad, sino como viaje… Así lo narra la propia autora cuando define a una primera bailarina: «Tiene que ver con el corazón (…) el estilo es el discurso del alma». Un discurso invisible que, sin embargo, nos atrapa con la esencia de las cosas sencillas y con la verdad que nos transmite el miedo, pero también el amor: «El amor es una cuestión de mirada (…) una ve el mundo a través de sí misma y, si es capaz de amar, a través del amor». El amor en esta novela se concibe como un todo. Hay amor al baile, al cuerpo y a los movimientos que éste crea en forma de gestos. Hay también un amor al arte a través de la música, la pintura y la arquitectura. ¡Qué difícil es leer a un autor que describe un cuadro o un palacio como lo hace Patricia Almarcegui! La autora, en este caso, va más allá de la literatura de viajes y nos muestra la esencia de aquello que nos muestra y, con ello, busca la complicidad del lector en un juego cuya razón de ser en la geografía de las emociones: «Conocer a Matisse gracias a Prokófiev, conocer la pintura gracias a la música». Lugares y emociones que van de la mano de esta descripción de esos otros no lugares que nadie conoce más que uno mismo: «Sí, los lugares estaban cargados de emoción, nos recordaban y nos hacían recordar», quizá, por ello, como nos recuerda la autora: «la memoria del cuerpo es lo último que se pierde.» Esa parte física tan presente en la novela es una especie de frontera entre la realidad del dolor y la libertad del sueño que, de nuevo, obliga a la protagonista a reinterpretarse a sí misma: «Era en la pérdida donde podría aprender». Y es en esa pérdida, en la que P.A. (la protagonista), se refugia para reescribir sus memorias. Aquí, la posibilidad de los recuerdos se transmutan en el abismo que nos supone afrontar aquello que fuimos, dejando a un lado la tersura de nuestra piel, pero no las sensaciones del dolor, el trabajo, el triunfo, el amor… que, como los pinceles en un cuadro o los cinceles en una escultura, nos van modelando poco a poco, con esa lentitud y sabiduría que sólo posee el silencioso transcurrir de nuestros días. 

La memoria del cuerpo se asemeja mucho a una partitura de música, en la que el alma se reinterpreta en ese gesto que nadie ve y que huye por nuestras manos sin necesidad de realizar un salto mortal. En la sutileza de los detalles y en los silencios, también se encuentran las líneas maestras de nuestro propio retrato, la única diferencia es que hay que quitarles la capa de polvo que las cubre para llegar a ese territorio de las pasiones escondidas, quizá, porque como la existencia, el ballet es el viaje del alma, a través de los gestos, la música y el cuerpo: «Cuando estoy triste miro mis fotografías y creo que fui como ella: alta, delgada, rubia, segura y feliz. Pero solo me reconozco cuando oigo la música.»; una sinfonía llena de matices, pero cíclica como la vida. 

Ángel Silvelo Gabriel. 

lunes, 6 de noviembre de 2017

ÁNGEL SILVELO, EL JUEGO DE LOS DESEOS: LIBRO DEL MES EN LA BIBLIOTECA CENTRO DE DOCUMENTACIÓN DEL MINISTERIO DE DEFENSA


A día de hoy, uno de los temas más importantes y actuales en las Fuerzas Armadas es la situación de la mujer dentro de ellas. La novela que nos ocupa trata sobre ello, pero es mucho más. Es una historia de tres mujeres, Laura, soldado en Afganistán, su madre Adela y Galiana, unida a ambas, pero que quiere cambiar el discurrir de un destino al que se resiste. Todas ellas tienen en su interior una riqueza propia, sus diferentes emociones y puntos de vista que al final, sin embargo, acabarán compartiendo para vivir acontecimientos donde el marco jurídico de la mujer en las Fuerzas Armadas juega un papel esencial. 

Los personajes, como todo en la novela, están modelados de una manera inmejorable por el autor, Ángel Silvelo, que además nos lleva de forma magistral a diversos escenarios, desde la dureza y lejanía desoladora de Afganistán a un Toledo de embrujo y mitos que en realidad nunca han dejado de existir. 

Desde una poderosa fuerza narrativa, Ángel Silvelo aborda asuntos trascendentales del día a día, aunque a veces nos pasen desapercibidos, como es el sentido de la vida o de la muerte, la soledad del individuo, angustiosa, y por fin la dignidad. Esta es la que hace llamarnos seres humanos.
 
Libro ameno, absolutamente recomendable.
 

miércoles, 1 de noviembre de 2017

AGNÉS DESARTHE, CÓMO APRENDÍ A LEER: CUANDO LEER O ESCRIBIR NO ES UNA ELECCIÓN


 
Hay exilios que van más allá de lo físico y lo territorial, porque abarcan la infinitud de las emociones. No es lo mismo que te guste leer a que te gusten los libros y, en esa diatriba nada cacofónica, podemos iniciar un viaje que nos traslade al otro lado de la realidad a través de los sentidos… y de los recuerdos. Esa iniciación es la que se plantea la autora y, a su vez, protagonista de esta historia intra y metaliteraria. En ese sinuoso juego de adentros y afueras, asistimos a los vericuetos de la vida ligada a la experiencia lectora. Agnés Desarthe necesitará del auxilio de las lunas de Argelia o del recuerdo de su abuela analfabeta para llegar a la esencia de su particular desasosiego respecto de los libros como un ente material del que huye, pues lo asemeja más a lo físico y territorial que a lo meramente sensorial. Ella sabe muy bien que esta novela de autoficción titulada, Cómo aprendí a leer, es un tour de forcé en el que los desencuentros son tan importantes como los hallazgos o las señales que a uno le llegan del exterior en su día a día, porque, quizá, como le pasa a ella: leer no es una elección, lo que ya nos relata en el escueto prólogo de la novela: «Aprender a leer ha sido para mí una de las cosas más fáciles y más difíciles. Ocurrió muy rápido, en unas semanas; pero también muy lentamente, a lo largo de varios decenios.» Y más para ella, que nos dice: «…pienso que la lectura es eso, el amor al libro», lo que nos lleva a ese peligroso territorio de los repudios y las pasiones. En este sentido, Desarthe comienza a saltar barreras con la poesía, pero el verdadero proceso de acercamiento no será ese, sino el que se conjuga con este triunvirato: 1º escribir, 2º traducir, 3º leer; un proceso que no será fácil ni de adivinar ni de aceptar a lo largo de la vida. 

Cómo aprendí a leer es también la propia guía literaria de Agnés Desarthe, donde vemos y leemos la importancia que sus particulares señoras B. han tenido en el camino que por fin le llevó hasta su amor a los libros; un camino en el que hubo autoras como Marguerite Duras o autores como Albert Camus que, en definitiva, le prepararon el terreno hasta llegar a su gran reto: Madame Bovary de Gustave Flaubert, lo que nos retrata muy bien ese viaje que la autora realiza en busca de sus raíces a través de sus antepasados y sus costumbres como mejor método de llegar a la esencia de su exilio: «Cada vez que un personaje, sea en un libro o en una película, descubre el alfabeto y su funcionamiento, lloro. Poco importa la calidad de la obra, lo que yo busco es la escena: un dedo que sigue una serie de letras y consigue, por primera vez, desentrañar su sonoridad, descifrar su sentido. No me hace falta más: se me caen las lágrimas.» Ahí es donde Desarthe atisba un poco de luz, pues como ella dice: «la identificación con los personajes de una novela implica la identificación con la literatura». No obstante, la primera pieza angular de su experiencia como lectora le llegará de la mano de Isaac Bashevis Singer, pues fue él quien le enseñó a leer, porque también fue él, el primero que le enseñó desde dónde se escribe. Una transformación que se consumó cuando afrontó su oficio como traductora y, en particular, cuando tuvo que abordar la traducción de una de sus autoras favoritas: Cynthia Ozick, pues a través de ella, aunará todas y cada una de las etapas antes expuestas: leer, traducir, escribir. Un oficio, el de escritor que define de una forma prodigiosa casi al final del libro:  «Escribir no es una elección, es una necesidad, pero nunca ha ayudado a nadie a vivir, y menos todavía al propio autor. El cansancio que genera esta actividad contrarresta y, la mayoría de las veces, anula los momentos de euforia que conllevan el descubrimiento, la adecuación, aunque sea ilusoria, aunque se pasajera, entre lo que precede a las palabras y lo que estas últimas consiguen expresar, siempre muy mal.» Ahí, más que nos pese, se encuentra uno de los enigmas de la literatura, sobre todo, cuando leer o escribir no es una elección. 

Ángel Silvelo Gabriel.