De la originalidad, de los lectores, de sus traducciones, de sus inicios, del béisbol, del jazz… En su ensayo De qué hablo cuando hablo de escribir (Tusquets, 2017) el escritor y traductor japonés Haruki Murakami (Kioto, 1949) repasa su periplo literario con la intención de dar a conocer cómo una persona humilde, honesta consigo misma y con los demás, llega a ser lo que es en el universo literario.
Pocos datos asoman de su vida personal: se casó y se vio en la necesidad de trabajar; abrió un bar donde organizaba conciertos de jazz. Posteriormente acabó sus estudios universitarios de Artes Escénicas. No le gustaba estudiar, por lo que nunca se esforzó demasiado (siete años le costó terminar la carrera). Se crio en una tranquila zona residencial, en el seno de una familia pequeño burguesa de asalariados. Leer fue su gran escuela. Si no hubiera leído tantos libros, mi vida habría sido más gris, apática, deprimente, incluso. En ellos aprendió muchas cosas importantes de la vida y no halló ni competitividad, ni reglas absurdas, ni juicios de valor.
En los años ochenta sintió la necesidad de irse de su país; le resultaba difícil escribir en una sociedad que se regía únicamente por el dinero y que se entrometía en su vida personal.
Su incursión en la escritura resulta curiosa: en un partido de béisbol, tras una jugada asombrosa, sintió que él también podía realizar algo increíble como escribir una novela. Sin tener ninguna idea, lo hizo. Al releerla, fue consciente de que lo que había escrito no dejaba ningún poso en el corazón. Entonces analizó el otro aspecto: el idioma. Con su lengua materna, el japonés, cuando intentaba construir frases para expresar un sentimiento, las palabras se le amontonaban. Por eso comenzó a escribir en inglés y, cuando tradujo el primer capítulo, se dio cuenta de que había aflorado una forma de narrar propia de él.
Ese partir de cero, ese No tengo nada que escribir inicial lo transformó en motivación y sobre esa base avanzó en la escritura. Para inventarse un estilo propio, se sirvió de la música, en especial del jazz, así como de frases cortas con una estructura gramatical más bien simple. Quizá no escriba con la cabeza, sino con cierto sentido corporal, como si fijase el ritmo con unos buenos acordes y me dejase llevar después por el poder de la improvisación.
De esta manera, Escucha la canción del viento (1979), su primera novela, ganó el Premio de Literatura Gunzou para escritores noveles, concedido por una revista literaria. Fue su inclusión en el ámbito profesional.
El premio le introdujo en la fama, pero no duda en afirmar que hay cosas mucho más importantes para un escritor que los premios. Lo que permanece en el tiempo para las generaciones futuras son las obras, no los premios. Por eso, solo en dos ocasiones más optó a otro premio, en este caso, el Premio Akutagawa. No le preocupó no ganarlo, es más opina que hubiera sido un inconveniente llamar la atención al trabajar en su bar. Sin embargo, los demás convencidos de que lo ganaría se sintieron obligados a consolarle. Incluso un día se topó con un libro publicado sobre el tema.
Es una persona que necesita mucho tiempo para cambiar el método que tiene de hacer las cosas. Por eso, comenzó escribiendo en primera persona del singular masculino y se mantuvo así durante un largo tiempo. Con sus primeros personajes le ocurrió lo mismo, al principio, era incapaz de ponerles nombre. A la hora de crearlos, no suele partir de una persona real, sino que prefiere fijarse en la apariencia, en la forma de expresarse, de actuar de muchas personas.
Le gusta reescribir, lo define como la actitud de un escritor frente a un trabajo que decide mejorar. Uno puede convencerse de haber escrito algo casi perfecto, pero siempre es mejorable. Por eso en esa fase de reescribir intento apartar mi orgullo y mi presunción. Después llega la primera lectora de sus escritos antes de la editorial: su mujer; discute con ella, pero admite que por lo general tiene razón y nuevamente lo reescribe.
Pocos escritores afirman tajantemente como él que nunca ha sufrido un periodo de sequía creativa. Y es que cuando no se siente con ganas de escribir, traduce del inglés al japonés. La traducción es un trabajo técnico por lo que no interfiere en la necesidad de expresar algo y es un excelente ejercicio de escritura.
La figura del lector no cobró existencia en él hasta que ganó el premio. No es de los que se prodiga en actos públicos, únicamente da conferencias en el extranjero una vez al año o participa en lecturas públicas con firma de libros incluida. Le satisface que sus obras interesen a distintas generaciones.
Lo negativo de esta su profesión está en la crítica que nunca le ha apoyado —incluso calificaron de “contrariedad” el que un escritor se dedicara a la traducción— y puede que todo se entienda porque en Japón, quien hace algo distinto a los demás aviva una reacción de rechazo. Y en la soledad del escritor. Para él es como estar sentado en lo más profundo de una cueva.
A lo largo del libro reitera sin cesar dos números: el treinta, que alude a la edad en la que se convirtió en escritor y el treinta y cinco, los años que lleva escribiendo. Y es que él mismo se sorprende de llevar tanto tiempo haciendo lo mismo. De ese primer día mantiene la misma sensación a la hora de escribir, como si tocara música, la misma premisa de divertirse y la misma libertad para crear algo original. Soy un individualista nato, decidí hacer lo que quería y como quería.
De lo que no habla este libro es de sus gustos literarios, aunque es obvio el guiño a Carver: De qué hablamos cuando hablamos de amor (1987).
Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz.
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