El pasado tiene esa sinuosa capacidad de revolverse sobre
nuestro presente, para hacerse tan real como el recuerdo que atesora. Frío como
la venganza, e inimaginable como la peor de las pesadillas, juega con nuestros
sentidos hasta que da con el último de ellos: la necesidad de retar a la
muerte. Sin más objetivo que el de desangrar nuestras venas del rencor que
contienen y, que cual veneno, nos atormenta hasta en lo más profundo de las
entrañas. Y de ahí, directos al final, que no es otro que hacernos testigos de
la fría soledad del mal. Así parece mostrarse la última versión de este clásico
de Agatha
Christie. Un nuevo enredo criminal de altos aires teatrales que, en la
cabeza de Kenneth Branagh ha experimentado un sucinto interés por las grandes
panorámicas, las escenas veloces y los efectos especiales que se superponen a
la quietud de un tren apeado por la nieve de su facultad de seguir caminando
sobre los raíles de una vía mítica que describe un viaje no menos mítico. Atrapados
en el devenir de los hechos y en el conocimiento del final, no le cabía otra
maniobra a su director que, a su vez, encarna al famoso detective Hércules Poirot, que dignificar su
nacionalidad belga con la fuerza de su mirada y el histrionismo de sus ademanes,
no sólo físicos o de movimientos, sino también dialécticos. Pulcritud, orden y
análisis, elevados a la máxima potencia en honor de uno de esos personajes
reconocibles por sí mismo y a los que es muy difícil sacar de su propio
estereotipo. No obstante, en esta ocasión, Kenneth Branagh es capaz de mirarse
al espejo y afrontar su interpretación del detective desde un punto de vista
teatral, lo que le lleva a no salirse del guion prestablecido y establecer su
punto fuerte en la mirada y en los gestos, ridículos en ocasiones —es verdad— por
lo maximizados que están, pero mayúsculos en sus intenciones y efectos. A su
lado, un elenco de estrellas de Hollywood rompe taquillas que, sin duda, han
tratado de emular la versión del film del año 1974 dirigido por Sidney
Lumet. De todos ellos, cabría destacar la frialdad de Michelle
Pfeiffer o Judi Dench, sin dejar pasar por alto la aparatosa y vulgar
actuación de un Johnny Depp en horas bajas.
Asesinato en el Oriente Express, de la mano de Kenneth Branagh, es un
intento de film entretenido que busca añadir algo a la historia mediante los
golpes de efectos trepidantes de un tren que cabalga sobre la nieve de las
montañas igual que lo haría una Caperucita
Roja en busca del lobo en mitad del bosque, eso sí, cabe destacar la
cuidadosa recreación de los vagones y su interior, y la minuciosidad por el
detalle que rodea a este tren de lujo, quizá, lo menos maniqueo del film por su
verosimilitud a prueba de bombas y del paso del tiempo. Es difícil encontrar
nuevas sensaciones en algo que ya conoces, salvo la inquietud del reencuentro,
pues esa es la última posibilidad de esta nueva versión de un clásico, la
oportunidad de confrontar nuestros recuerdos de la lectura del libro o la visualización
de anteriores versiones cinematográficas con el presente. Un presente que,
ahora, se nos muestra como uno más de los testigos de la fría soledad del mal.
Ángel Silvelo Gabriel.
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