Hay exilios que van más allá de lo físico y lo
territorial, porque abarcan la infinitud de las emociones. No es lo mismo que
te guste leer a que te gusten los libros y, en esa diatriba nada cacofónica,
podemos iniciar un viaje que nos traslade al otro lado de la realidad a través
de los sentidos… y de los recuerdos. Esa iniciación es la que se plantea la
autora y, a su vez, protagonista de esta historia intra y metaliteraria. En ese
sinuoso juego de adentros y afueras, asistimos a los vericuetos de la vida
ligada a la experiencia lectora. Agnés Desarthe necesitará del
auxilio de las lunas de Argelia o del recuerdo de su abuela analfabeta para
llegar a la esencia de su particular desasosiego respecto de los libros como un
ente material del que huye, pues lo asemeja más a lo físico y territorial que a
lo meramente sensorial. Ella sabe muy bien que esta novela de autoficción
titulada, Cómo aprendí a leer, es un tour de forcé en el que los
desencuentros son tan importantes como los hallazgos o las señales que a uno le
llegan del exterior en su día a día, porque, quizá, como le pasa a ella: leer
no es una elección, lo que ya nos relata en el escueto prólogo de la novela:
«Aprender a leer ha sido para mí una de las cosas más fáciles y más difíciles.
Ocurrió muy rápido, en unas semanas; pero también muy lentamente, a lo largo de
varios decenios.» Y más para ella, que nos dice: «…pienso que la lectura es
eso, el amor al libro», lo que nos lleva a ese peligroso territorio de los
repudios y las pasiones. En este sentido, Desarthe comienza a saltar barreras
con la poesía, pero el verdadero proceso de acercamiento no será ese, sino el
que se conjuga con este triunvirato: 1º escribir, 2º traducir, 3º leer; un
proceso que no será fácil ni de adivinar ni de aceptar a lo largo de la vida.
Cómo aprendí a leer es también la propia guía literaria de Agnés
Desarthe, donde vemos y leemos la importancia que sus particulares señoras B. han tenido en el camino que
por fin le llevó hasta su amor a los libros; un camino en el que hubo autoras
como Marguerite
Duras o autores como Albert Camus que, en definitiva, le
prepararon el terreno hasta llegar a su gran reto: Madame Bovary de Gustave Flaubert, lo que nos retrata
muy bien ese viaje que la autora realiza en busca de sus raíces a través de sus
antepasados y sus costumbres como mejor método de llegar a la esencia de su
exilio: «Cada vez que un personaje, sea en un libro o en una película, descubre
el alfabeto y su funcionamiento, lloro. Poco importa la calidad de la obra, lo
que yo busco es la escena: un dedo que sigue una serie de letras y consigue,
por primera vez, desentrañar su sonoridad, descifrar su sentido. No me hace
falta más: se me caen las lágrimas.» Ahí es donde Desarthe atisba un poco
de luz, pues como ella dice: «la identificación con los personajes de una
novela implica la identificación con la literatura». No obstante, la primera pieza
angular de su experiencia como lectora le llegará de la mano de Isaac
Bashevis Singer, pues fue él quien le enseñó a leer, porque también fue
él, el primero que le enseñó desde dónde se escribe. Una transformación que se
consumó cuando afrontó su oficio como traductora y, en particular, cuando tuvo
que abordar la traducción de una de sus autoras favoritas: Cynthia Ozick, pues a
través de ella, aunará todas y cada una de las etapas antes expuestas: leer,
traducir, escribir. Un oficio, el de escritor que define de una forma
prodigiosa casi al final del libro: «Escribir
no es una elección, es una necesidad, pero nunca ha ayudado a nadie a vivir, y
menos todavía al propio autor. El cansancio que genera esta actividad
contrarresta y, la mayoría de las veces, anula los momentos de euforia que
conllevan el descubrimiento, la adecuación, aunque sea ilusoria, aunque se
pasajera, entre lo que precede a las palabras y lo que estas últimas consiguen
expresar, siempre muy mal.» Ahí, más que nos pese, se encuentra uno de los
enigmas de la literatura, sobre todo, cuando leer o escribir no es una
elección.
Ángel Silvelo Gabriel.
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