miércoles, 30 de septiembre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (III) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: DEL PUERTO DE GRAVESEND EN LONDRES A NÁPOLES, UNA COMPLICADA TRAVESÍA ACOMPAÑADA DEL DON JUAN DE BYRON #JohnKeats200aniversario

 


17 de septiembre de 1820. Puerto de Gravesend. A bordo del bergantín de vela Maria Crowther, desde el que partirán rumbo a Nápoles. 

“Si firme y constante fuera yo, brillante estrella, como tú”… es el inicio del último poema que  John Keats escribió el 28 de septiembre de 1820, mientras se alejaba de la isla de Wight, un lugar que le colmó de felicidad en 1817 y donde compuso su largo poema épico Endymion, famoso por su verso inicial: “algo bello es un goce eterno”. Sin embargo, en esta última ocasión, el destino era otro, y le servía al poeta para poner distancia de por medio con su añorada Inglaterra y con su amada Fanny Brawne, destinataria de estos últimos poemas si exceptuamos los que escribió por pura desesperación en el puerto de Nápoles durante la cuarentena que le obligó a estar encerrado en el navío Maria Crowther durante diez días.

     El viaje a Italia era la última oportunidad de conquistar lo imposible, que en su caso, era buscar una posibilidad de sanar de la tuberculosis que persiguió como una epidemia a varios miembros de su familia (a su madre, a su hermano Tom y a él mismo), por lo que podríamos definir su accidentado periplo por el mar que le llevaría hasta Nápoles, como de una huida hacia adelante, en la que el sol y la bonanza climatológica serían sus recompensas. Un premio que nunca llegó a obtener, porque Roma, su destino final, se convirtió en la máxima expresión de la ausencia de capacidad creativa a la que la enfermedad le postergó. Roma, cuna del arte y la belleza, fue la antítesis de sus dotes poéticas, donde la contemplación era el auténtico camino hacia la belleza. En este sentido, Roma para Keats fue una especie de cárcel con barrotes de oro, y también, la máxima expresión de la libertad que él solo alcanzó con la muerte. Víctima de la desesperación que la tuberculosis le producía, y que la distancia que le separaba de su amada Fanny Brawne le aumentaba, cayó como un soldado que se erige en el héroe de su propia derrota.

     Antes de llegar al puerto de Nápoles, el 1 de octubre el barco tomó tierra en la bahía de Lulworth o en la bahía de Holworth, por culpa del temporal que asolaba el canal de la Mancha. Allí, John Keats y Joseph Severn desembarcaron. Y de vuelta a bordo del barco, Keats hizo las revisiones finales de Bright Star. El viaje, en sí, fue una pequeña catástrofe, debido a las tormentas —seguidas de una calma absoluta— que ralentizaron el avance del barco. 

“...pienso, para darle un merecido descanso a mi alma que, en esta ocasión, aunque mis ojos no contaban con el auxilio de los árboles teñidos de rojo para saborear el letargo de mis sentimientos, fueron conquistados por un mar pigmentado de azules verdosos que, a modo de aguja, tejieron mis sueños. Y lo hicieron hasta que esa capa, con la que cubrí en vano mis temores, un día fue descubierta por Severn que, para tranquilizarme, me dijo que no perdiera el tiempo intentando imaginar árboles despeinados sin hojas, porque en mitad del océano me tenía que dedicar a diferenciar el viento suave y cálido del brusco y frío. Lejos de adivinar el designio de los consejos de Severn mi falta de conocimientos marinos me aisló por completo de ese gozo eólico. A pesar de todo no desfallecí, y lo intenté de nuevo buscando en el fondo de mi memoria, y repasé los múltiples contratiempos que nos dificultaron el paso por el canal de la Mancha como antesala del temporal que nos persiguió a lo largo y ancho de la bahía de Vizcaya, lo que me llevó a exclamar: «el agua se separó del mar» (frase que pronunció Keats durante la travesía en barco a Italia, a su paso por la bahía de Vizcaya, cuando en plena tormenta un súbito vaivén del barco inundó su camarote de agua). De ahí, pasé a leer la descripción de la tormenta del Don Juan de Byron, pero en ella tampoco encontré lo que buscaba, hasta que tropecé con Homero que, en la Odisea, concebía un mundo que estaba rodeado por Océano, padre de todos los ríos, mares y pozos.

     «Épica odisea», pienso; una majestuosa aventura que no es la mía, pues yo no regreso a mi casa, sino que huyo de ella. «He de morir lejos de mi lúgubre Inglaterra, al lado de naranjos que difuminan las sombras con una fragancia de azahar que suaviza el olor de la muerte», le digo a mis pensamientos.

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

 

“Si firme y constante fuera yo, brillante estrella, como tú” es el último poema que escribió sobre una página en blanco de un ejemplar de los Poemas de Shakespeare que, días antes de su muerte, había dado a su amigo y compañero de viaje  Severn. 

SI FIRME Y CONSTANTE FUERA YO, BRILLANTE ESTRELLA, COMO TÚ

Si firme y constante fuera yo, brillante estrella, como tú,

no viviría en brillo solitario suspendido en la noche

y observando, con párpados eternamente abiertos,

como paciente e insomne ermitaño de la Naturaleza,

las agitadas aguas que en su sagrado empeño

purifican las humanas costas de la tierra,

ni miraría la suave máscara de la nieve

recién caída sobre los montes y los páramos;

no, aunque constante e inmutable.

reclinado sobre el pecho maduro de mi amada,

sintiendo por siempre su dulce vaivén,

despierto para siempre en dulce inquietud,

callado, para escuchar en silencio su dulce respirar

y así vivir siempre –o morir en el desmayo. 

Poema del que Jane Campion cogió el nombre para su película sobre Keats titulada Bright Star (2009), y que escenifica sus tres últimos años de vida. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 27 de septiembre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (II) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS): AQUELLA CORNALINA OVALADA BLANCA Y SU MECHÓN DE PELO #JohnKeats200aniversario



Hampstead, 13 de septiembre de 1820. Keats se despide para siempre de su amada Fanny Brawne.

El inminente viaje a Italia —que sería al mes siguiente— no hizo que la madre de Fanny consintiera en que se casaran, sin embargo, sí les prometió que, «cuando Keats regresara, se podría casar con Fanny y vivir con ellos. El 11 de septiembre de 1820, Fanny escribió una carta de despedida para Keats que entregó a la hermana del poeta, Frances. Con el consentimiento de Fanny, él destruyó las cartas que su amada le había enviado». Antes del adiós definitivo intercambiaron regalos: «él le ofreció la copia de The Cenci y el valioso facsímil de la hoja de Shakespeare en la que había escrito sus comentarios sobre el soneto del Rey Lear. Le dio una lámpara etrusca y su miniatura, en la que Severn le había retratado con un gran parecido... Fanny le regaló una libreta nueva, un abrecartas, y un “medallón cerrado” con un mechón de su pelo. Keats también le dio un mechón del suyo. Ella le regaló un último símbolo, una cornalina ovalada blanca —piedra semipreciosa—». Stanley Plumly escribió que su despedida el 13 de septiembre de 1820 fue «de lo más problemática... el equivalente, en la mente de  Keats, a haber abandonado la vida y haber entrado en lo que él llamaría su existencia póstuma». 

“Keats —me digo— abandona esa soflama poética con la que adornas tu desgracia y mírate a los ojos a través de la imagen que te devuelve el espejo. No hay otra esencia más pura que la realidad. No intentes fomentar con versos imposibles la belleza de las derrotas, porque todo será inútil. Ni los dioses del Olimpo ni las musas de los más insignes creadores tienen las armas necesarias para frenar el ardor de tus pulmones. Sangre y fuego juntos, como volcanes subterráneos de magmas incandescentes, que de nuevo, en cualquier momento, ascenderán por tu garganta y más allá de tu boca serán el símbolo de una señal que no quieres ver.» Y por un instante pienso que mi estado de salud debe ser peor del que yo creía, porque si la única solución para vencer a la tisis, que poco a poco se apodera de mí, es marchar lejos del invierno inglés y buscar refugio en la soleada Italia, es porque no me quedan más opciones. Me han hablado del doctor James Clark y de sus habilidades para con enfermos como yo que, inocentes, buscan su salvación a través de la poesía. Un poeta es alguien que solo cuenta con su imaginación, y esa no es suficiente para vencer a este delirio exento de pólvora. Me han asegurado que Roma es el lugar perfecto. Allí mi «capacidad negativa» buscará consuelo entre piedras y edificios milenarios decorados con las pinturas más bellas que el hombre haya creado jamás. «Excusa perfecta», pienso. «Y paréntesis sublime para un exiliado del mundo como yo», añado. Y vuelve a mí esa imagen reciente, cuando todos a coro me han dicho, cual tribu de oráculos de sentencias de muerte ajenas: «Roma es el mejor refugio para un poeta.»

Fanny, no te presté atención mientras ellos estuvieron delante de nosotros, pero cuando se marcharon, lo primero que hice fue pensar en ti. Ahora que de nuevo habíamos disfrutado de las aleluyas del amor, y que nuestras manos se habían vuelto a tocar sin miedo. ¿Qué será de ti cuando yo haya muerto? No sé cómo tengo la valentía de pensar en estas cosas si te lo debo todo a ti. Por ti regresé a la poesía y por ti comencé a soñar de nuevo, entre violetas y jazmines, que nacidos bajo el sol de la última primavera, extendieron sus aromas por los amores del incandescente estío. Fanny, aunque no lo comprendas, este viaje es mi última esperanza, una pócima de sabor amargo en la que mis amigos han confiado como la más adecuada de todas las posibles soluciones a mi situación. Tú sabes mejor que yo que mi actual estado financiero no me permite decirles que no. ¡Si no se vendiesen tan lentamente los poemas de Lamia, Isabella, La víspera de Santa Inés y otros poemas…!, pero según parece, «la impopularidad de mi nuevo libro se encuentra en que las damas están ofendidas conmigo». ¿Qué damas, te preguntarás? «Y pensando nuevamente en esto, me siento seguro de que nada hay en él cuya esencia pueda disgustar a ninguna mujer a quien quisiera yo agradar; pero es cierto que en mis libros existe una tendencia a colocar a las mujeres junto a las rosas y las golosinas... en un lugar donde jamás se ven a sí mismas ocupando un puesto dominante».

Pero, ¿qué importan todas estas apreciaciones de gustos y estilos si sé que me voy a morir? Fanny, la muerte es oscura y silenciosa… Fanny, estoy seguro de que comprenderás por qué me aferro a la vida con todas mis fuerzas, aunque en mi solitario interior sepa que se trata de un esfuerzo inútil. Más todavía cuando tú ya no estés a mi lado, por mucho que no compartas mi idea acerca de que mi presencia no te puede hacer ningún bien. Tú tienes que vivir la vida de los vivos y a mí solo me queda padecer el calvario de los muertos.

Desde que me has dejado solo en la habitación, no puedo evitar hacerme la siguiente pregunta: ¿cuál es la más bella de las derrotas?, porque al igual que el agua cristalina acaricia la tierra por la que transita sin dejar apenas rastro de su paso, nuestros besos desaparecerán de nuestra memoria cuando me haya ido a Roma, porque lo harán perdidos buscando el polen de la flor equivocada. Yo al menos lo deseo así, por mucho que sea un contrasentido abandonarte para marcharme lejos a buscar refugio dentro de la cuna del arte. Sin embargo, te juro que ni el más bello de los lienzos pintados en Roma, ni la más pura de las brisas de una ciudad engalanada con los versos de los más ilustres poetas serán suficientes para borrar de mi memoria la belleza y la profundidad de tus ojos, porque ellos fueron los culpables de que mi corazón latiera de nuevo. Esa especie de sueño sin días ni noches hizo que ascendiera una vez más a la copa de los árboles y, desde allí, flotara en el limbo de los poetas resucitados. ¿Recuerdas? El tacto…, «el tacto tiene memoria»…, y tu mirada el poder de los deseos imposibles. 

Extracto de la novela Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel

jueves, 24 de septiembre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (I) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: EL DÍA QUE SUS AMIGOS LE EXHORTAN A MARCHAR A ROMA #JohnKeats200aniversario


Hampstead, al norte de Londres. Septiembre de 1820, cuando el verano languidece y la salud de John Keats se resquebraja. ¿Esperanza? Solo una. La de marchar lejos del invierno londinense en busca del sol de Italia. De Roma y sus calles adoquinadas. De Roma y sus museos, su arte, sus fuentes…, y la niebla del Tévere. Todavía lejos del Cimitero accatolico de Roma, y de su famoso epitafio: «Aquí yace Uno/ cuyo nombre estaba escrito en el agua». 

“La luz se torna azul, como si de repente todo hubiese dejado de ser real y mis sentidos acabasen perdidos dentro de uno de mis sueños. Miro el jardín a través de las cortinas de la habitación, y, a pesar de mi malestar, todavía me siento con fuerzas para crear una poesía que sea capaz de atrapar parte de ese reflejo que la última luz de la tarde me envía. «La vida es un reflejo», pienso. Sin embargo, nunca intentamos asir ese efímero destello, sino que más bien nos comportamos como si nuestra existencia se quedara prisionera dentro de la imagen del cristal que solo vemos. Ese es nuestro gran error, porque la verdadera vida huye en apenas un instante, justo el que dura ese centelleo en el que casi nunca reparamos. Yo, ahora busco ese reflejo sin llegar a encontrarlo, y me pierdo como un huérfano lo hace en sus recuerdos. Imágenes que esta vez se depositan en un arca sonora y oscura, próxima y terrible a la vez. Mis amigos, junto al doctor Bry, creen que debo abandonar Inglaterra. Un invierno más aquí agravaría mi estado de salud y sería definitivo para mi vida. La tisis que anida dentro de mis pulmones precisa de otros aires, me han dicho. Y lo han hecho en un tono de tal preocupación y zozobra, que ya no puedo borrar de mi cabeza las expresiones de sus rostros. «¿Acaso existe otra solución?», me lamento entre sollozos imaginados, como aquellos que soñé cuando murió mi madre. Esta vez, mi orfandad es fingida, porque ellos lo han pensado todo por mí, como si fueran los tutores de mi desdicha. Incluso han imaginado el lugar donde mi pecho se sentirá más aliviado, porque antes de venir a verme han decidido que viaje a Italia, ya sea por tierra o por mar. Sonrío al pensarlo, porque casualidad o no, también he recibido una carta de Shelley invitándome a pasar el invierno junto a él en Pisa.

Soy víctima tanto de mi salud como de mi situación económica, pero esta, al menos, se resolverá mediante una colecta entre mis amigos y admiradores, aunque yo, en mi intimidad, me permitiré un gesto de libertad cuando le pregunte a Taylor, mi editor, por el precio del viaje y la cuantía de un año de residencia en Roma. A pesar de mis preocupaciones, todo está arreglado, según parece. No iré solo, porque sin necesidad de discutirlo, Haslam ha tenido la idea de que sea el joven pintor, Joseph Severn, quien me acompañe. Una propuesta que este ha acogido de muy buen grado. Sin embargo, en mi silencio, yo hubiese preferido que Brown, el hombre más cercano a mí y a mi atormentado espíritu, fuera el designado, pero como yo sabía muy bien esa elección era imposible. Sin necesidad de mirarle, por un momento he pensado en las estrecheces económicas a las que se ha visto abocado después de haber dejado embarazada a su criada; un hecho que, en sí mismo, no le permite un gesto tan heroico hacia mi persona. No obstante, son muchas las casualidades que inciden en este viaje, y una de ellas es que Severn disfruta de una beca de la Royal Academy tras ganar la medalla de oro a la mejor pintura histórica por su cuadro Caverna de la desesperación de Spenser, lo que le deja libre de cargas a la hora de acompañarme en esta tenebrosa travesía, y sin la preocupación de ser un nuevo contratiempo para nadie.”

Extracto de la novela Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel

miércoles, 9 de septiembre de 2020

IAN McEWAN, LA CUCARACHA: LAS VERDADES QUE SE ESCONDEN TRAS UNA GRAN MENTIRA


Jugar a no ser nadie implica que el que propone ese axioma se convierta en algo tan insignificante para la humanidad como una cucaracha. Sin embargo, lo terrible de esa propuesta es convertir al mundo en una interminable plaga de cucarachas que acaben por dominar los designios de la humanidad. Desde la perspectiva que le proporciona la sátira de un mundo sin rumbo en manos de unos gobernantes que representan las verdades que se esconden tras una gran mentira, Ian McEwan nos propone un juego que parte de un gran referente literario como es el inicio de La metamorfosis de Kafka (espléndido el inicio de esta nouvelle cuando nos relata como el escarabajo se transforma en el Primer Ministro inglés), y que sin embargo, en el resto del relato deja muchos cabos sueltos y la sensación de una prontitud en la escritura que llena de grietas una historia que se tambalean hasta su destrucción, pues si bien es digno de elogio que un escritor como McEwan esté dispuesto a mancharse de barro y ponga en tela de juicio la falta del mismo por parte de los gobernantes de su país y de una buena parte de la población inglesa, debería haber dotado a su planteamiento de algo más que de un ligero divertimento que acaba sin mucha sustancia a la hora de plantearnos alguna alternativa al desastre que se nos avecina y que ya estamos sufriendo. La cucaracha es ese tímido reflejo de la comodidad burguesa que ve cómo se destruye la sociedad en la que vivimos y, sin embargo, no aporta nada para su salvación. Es cierto que la política actual, tanto a nivel internacional como nacional o regional, es un mero ensayo de marketing donde lo único que importa es la suicida necesidad de los mandatarios de salirse con la suya, donde esa “suya” está exenta de toda lógica o moral, o de aquello para lo que hasta ahora pensábamos que representaba la política: la posibilidad de cambio o la transformación hacia un mundo mejor. Sin embargo, la mente del gobernante actual es tan dañina como su morboso narcisismo, más preocupado en su propia imagen o su asesina necesidad de hacer lo que piensa, o mucho peor, lo que otros autodenominados como asesores le dictan sin contar con nadie. El resultado de todo ello es el caos, tal y como nos cuenta McEwan en La cucaracha y su inconfundible caracterización de Boris Johnson, o un Donald Trump más preocupado del Twitter que de su política de Estado, o un Macron conciliador sin fuelle. En este castillo de un solo dragón reina un solo rey, y sobre todo, un desquiciamiento generalizado de una clase política que gobierna bajo la sombra de su propia verdad, a la que cabría acotar como de las verdades que se esconden tras un gran mentira; mentiras que traspasan los límites del populismo para situarse en una esquizofrenia colectiva apoyada por aquellos que hacen de acríticos altavoces dentro de una sociedad cada vez más incapacitada para la réplica y más preocupada por oír su voz (única y autoritaria hasta el infinito). Esa ausencia de alternativa tan apabullante contra el buenismo en el que nos desenvolvemos, sin duda nos condena como sociedad a un futuro muy negro y mucho más apocalíptico que las peores de las distopías que ahora gobiernan un universo literario cada vez más huidizo y ramplón con todo aquello que suponga ir a la contra. El tiempo de las revoluciones ha muerto, y caminamos sin remedio hacia el de las afinidades sin derecho de réplica. En este mundo exento de una contracorriente con una mínima visibilidad no hay cabida para otra realidad que la oficial. Hace tiempo un gobernante español dijo que: «aquel que tiene la información posee el poder», a lo que ahora cabría añadir, que aquel que posee la información tiene el poder de manejarla a su antojo y crear verdades que se esconden tras una gran mentira.   
 

Ángel Silvelo Gabriel.

sábado, 5 de septiembre de 2020

JAMES SALTER, LOS CAZADORES: LA SOLEDAD DEL MIEDO


Enfrentado a su destino bajo los designios del acierto del fuego enemigo. Aislado del mundo y sin pisar tierra firme. Condenado a sobrevivir a su propia gloria. Así se enfrenta, parapetado bajo una cazadora de aviador que no le resguarda del intenso frío del invierno coreano, el álter ego de James Salter (Cleve Connell) a la soledad del miedo que le persigue. Esa soledad que se refugia en la humedad que te cala hasta los huesos y deambula por tu alma con la pureza del desamparo se traduce en un miedo a morir. Un miedo a probar los límites de nuestra existencia. Y una desdicha que explora sin remedio los límites a confrontar los éxitos del pasado con la incertidumbre del presente que se cierne sobre el piloto de combate que sabe que depende del número de aviones enemigos que logre derribar para seguir en el podio de una élite tan ficticia que representan los once segundos en los que un avión enemigo puede acabar con todo su esplendoroso palmares. Y, a su lado, la necesidad de seguir sintiéndose hombre, ser humano y creer que todavía merece la pena enamorarse para sentirse más vivo lejos del infinito de los cielos azules que le esperan encima de las nubes en cada misión que cumple sobre terreno enemigo. En Los cazadores de James Salter hay ruidos envueltos en silencios que nos resultan tan atronadores como la más mortífera de las bombas. Sin especulaciones, y con la frialdad y la crudeza que caracterizan a sus novelas, es capaz de mostrarnos en aquello que deja en el aire toda una suerte de innumerables matices sobre lo que significa ser un piloto en la guerra y aquello que en verdad importa para el hombre que tiene los pies en la tierra. Sin embargo, con el paso de los días esa soledad del miedo que le acompaña se erige como una enorme ola que lo arrasa todo y le aleja de su entorno, y por supuesto, de sus compañeros. Con unas ricas descripciones geográficas del paisaje que ve desde las alturas, y unos encuentros bélicos que nos remiten a las mejores películas de acción bélica, Salter es capaz de rescatar bajo ese escenario (de humo y destrucción) un rayo de luz que ilumina a la buena literatura y la confronta a la desdicha de la guerra y la muerte. Ese espejo de la muerte al que se somete el protagonista (día a día) y que ejerce de contrapunto de una gloria siempre caprichosa y esquiva, es el reflejo más vivo y demoledor de aquello que hemos perdido y sabemos que nunca jamás volverá, porque tras cada misión el alma del verdadero piloto es distinta dada la urgencia vital a la que se enfrenta. Una herida que poco a poco se vuelve más profunda. 

James Salter, con esta novela (su primera incursión en el mundo literario tras abandonar el ejército y que fue publicada por entregas en 1956 y reeditada cincuenta años después tras una profunda revisión por parte del autor cuando ya había conseguido un merecido reconocimiento literario por parte de crítica, público y escritores), vuelve a esos inicios siempre inseguros que, en esta ocasión, sin embargo, nos resultan delatores del gran bagaje como narrador de este escritor norteamericano que, a pesar de su escasa producción literaria, ha conseguido estar entre los grandes escritores norteamericanos del siglo XX. Apartado del ruido mediático y consciente de su escasa imaginación para poder crear historias, fue sin duda un gran observador de la vida y sus gentes. Afianzándose, con el paso del tiempo, como un gran verdugo de las pasiones y derrotas ajenas, y también como un escrupuloso narrador de la vida en sí misma, tal y como hace en esta novela, donde la guerra y la aviación son solo la excusa perfecta bajo la que delinear las aspiraciones y bajezas del ser humano que siempre se ponen de manifiesto en los momentos más duros de nuestras vidas. Esa vida, sin perdón posible, del piloto de combate que no es capaz de derribar aviones enemigos, se convierte en esta novela en la gran encrucijada de unas vidas marcadas por el azar de la gloria y la desdicha de la muerte. Y lo hacen en un juego de sinergias que como un avión que desciende en bucle desde lo más alto hasta chocar con el suelo, van dando vueltas sin remedio en busca de su final. Japón, y sobre todo Corea, ocupan ese margen geográfico en el que se desenvuelve esta trepidante novela. Una novela, que compagina con esa mano maestra de Salter (repleta de gestos y guiños de cara al lector) lo mejor y lo peor de los seres humanos. Y lo hace con la fuerza que posee ese frío perenne y cruel que se cuela por la cazadora de un aviador que sabe que su destino mientras que esté en el frente será afrontar la soledad del miedo.

Ángel Silvelo Gabriel.