miércoles, 26 de septiembre de 2018

LA EDITORIAL ELVIRA PUBLICA AUTE CANTA A OROZA


La poesía de Oroza, la voz de Aute y la música escogida en cada momento parecen ser todo uno, fundirse. 

El punto de partida de este libro-disco fue una charla con Carlos Oroza. Solo Aute, en su opinión, podría musicar su poesía, respetando el contenido y significado de la misma.
El resultado es mágico: dos poetas que consiguen fusionarse sin querer y sin perder ni un ápice de su propia identidad. En el disco está Oroza y está Aute. La poesía de Carlos, la voz y la sensibilidad de Eduardo unidos por la música. 

El libro-disco contiene, además de los poemas y fotos, una  explicación honesta de todo el proceso creativo a través de una conversación con el productor musical Javier Monforte. Encontramos en estas palabras el contexto que necesitamos para disfrutar de estos ritmos telúricos y verdaderos, lo demás es abstracción espontánea. 


Páginas: 82
Encuadernación: Tapa Dura
Lengua: Castellano
ISBN: 978-84-946312-7-6
Junio, 2018


EXTRACTO DE LA RESEÑA: CARLOS OROZA, ÉVAME.- EL POETA QUE A TRAVÉS DE LAS PALABRAS NOMBRABA LO QUE NO ENTENDÍA

Intentar atrapar la luz, como si eso fuera posible con sólo estirar el brazo y cerrar el puño. Es, en ese punto, donde la evanescencia de una nube se convierte en cielo, o donde los sueños chocan contra la realidad de las esquinas de una habitación mientras intentan convertirse en otra cosa. Ahí es donde el poeta Carlos Oroza https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_Oroza sitúa su mundo lírico, donde, quizá, confluyen la ficción o el sueño, el espejo o el reflejo, la luz... Évame y todo aquello que no pueda el amor que lo logren las palabras, parece decirnos el orador gallego que, ya, en Eléncar, el primer y extenso poema de este poemario, se nos presenta poroso como una nube, y decidido a transmutarse en un recorrido por el mundo de los sueños, de las sensaciones, del otro, con la ciudad, el aire y ella…, como esqueletos de su metáforas: «Ayer puse un pie en el aire y vi la ciudad iluminarse por arriba». Aquí, la búsqueda de la luz es un anhelo que persiste en permanecer a lo largo de todo el poema y que es igual a buscarse a uno mismo a través del otro.

Ángel Silvelo Gabriel

martes, 25 de septiembre de 2018

GABRIELE D’ANNUNZIO, EL PLACER: LA DECADENTE Y SENSUAL BÚSQUEDA DE LA BELLEZA



La oscuridad que persigue al deseo sólo es comparable a luz que descubre el éxtasis. La búsqueda de ese placer sin medida es la narración de un tránsito oscuro, plagado de temores, miedos, sinsabores y la kinesia de un alma que busca desprenderse del cuerpo que la amordaza. Baste decir que: «El decadentismo se interesó por plasmar en la obra literaria una suprarrealidad por vía de la introspección y el escudriñamiento de un más allá por medio de los sueños y las sensaciones que dicta el inconsciente». Y ese viaje sin límites y sin final es el que nos narra de una forma voluptuosa, metafórica y culturalista Gabriele D’Anunnzio en El placer, una novela que representa como pocas la decadente y sensual búsqueda de la belleza. Atrapado en esa cárcel de hedonismo que sólo respira a través de unos sentidos desmedidos y enfermizos D’Annunzio crea a un seductor —y álter ego de sí mismo—, Andrea Sperelli, que sigue la estela de otros grandes conquistadores de la historia de la literatura como el Don Juan Tenorio de Zorrilla o Giacomo Casanova, sin olvidarnos, por supuesto, de la efigie erótica y sexual de los personajes más libérrimos del Marqués de Sade, o más recientemente, de la ironía del decadente Jep Gambardella en La grande bellezza. E igual que sucede en la película de Paolo Sorrentino, tras este entramado de deseos, luces y sombras se extiende Roma, y lo hace como ese tapiz que lo cubre y lo contempla todo. Roma es la escena, el atrezo, la vida y el aire de El placer. Sus diferentes y exquisitos cielos, sus celebérrimas fuentes, sus calles adoquinadas, sus carruajes de caballos o esa pastoril escena de rebaños cruzando sus inmortales vías, son el contrapunto más sereno por el que Andrea Sperelli sueña y se desespera junto a sus dos amadas: Elena Muti y Maria Ferres. El amor que manifiesta Sperelli es un éxtasis cercano al misticismo; un misticismo al que dota de un lenguaje recargado de largas y minuciosas descripciones, —propias de otros tiempos—, y que siempre van acompañadas de un exquisito dominio del mundo del arte en sus diferentes manifestaciones. En El placer, el arte es la herramienta con la que el narrador explora la vida interior de su protagonista y el alma femenina, a la que narcotiza con el don de las palabras. Palabras bellas en sí mismas: insinuantes, acertadas, liberadoras, pasionales y, cuya melodía, es una nueva manifestación de esa otra partitura superior que es el placer sin más. Sperelli habla, escribe, pinta y tiene el criterio de aquellos de derrumban voluntades con el aura que desprenden. Sabe esperar y atormentarse, pues en esa espera y en ese tormento también está el premio que oculta el éxtasis del placer, incólume a la virginidad del alma: «Engañar a una mujer constante y fiel, calentarse con una gran llama suscitada por un deslumbramiento falaz, dominar a un alma con el artificio, poseerla toda y hacerla vibrar como un instrumento, habere non haberi, puede ser un  gran deleite. Pero engañar sabiendo que se es engañado es un estúpido y estéril trabajo, es un juego aburrido e inútil.»



Leer El placer es también rodearse del refinamiento y el lujo de las estancias de unos condes y duques que viven los años finales del s.XIX bajo el signo de la decadencia y el hedonismo, sin importarles nada de aquello que se escape más allá de su propia sombra. El Palacio Barberini con su gran jardín delantero o sus monumentales estancias, o el Palazzetto Zuccari donde se refugia y reside Andrea Sperelli —situado a poco más de cien metros de donde murió el poeta romántico inglés, John Keats años antes— rodeado de obras de arte por doquier, son sólo unas pequeñas muestras de esa magnificencia con la que D’Annunzio viste y nos presenta a Roma, ciudad sin par que respira inmortalidad tras cada esquina, bajo la singularidad de sus calles y monumentos. Todos ellos son visitados por Sperelli, que se mueve por Piazza Espagna y, que mientras sube o baja su gran escalinata, observa cómo los obreros arreglan la barccacia de Bernini. O pasea por El Pincio tras dejar a un lado el reflejo azul de la última luz de la tarde que desprende la fachada de Trinitá dei Monti y la majestuosa soledad de su obelisco circunspecto al paso del tiempo, hasta que llega a Villa Médicis y posteriormente se interna en Villa Borghese, donde talla palabras de amor a sus amantes en las balaustradas bajo el estilete literario de Goethe. Y así indefinidamente, pues al otro lado de la ciudad nos muestra la Via Nazionale, El Tritone, las Quattro Fontane, el Quirinal y un sinfín de referencias mundanas cargadas con el aplomo que la inmortalidad y la belleza hacen de El placer un magnífico señuelo de la ciudad de Roma que, bajo la metafórica y sensual prosa de D’Annunzio se erige brillante y única.



El placer fue la primera novela que escribió Gabriele D’Annunzio y, en ella, explora la necesidad del amor, pero también de su lado más perverso: el odio. Andrea Sperelli será víctima de ambas mientras vive en la solitaria morada que se construye; una morada interior en la que se enfrentará a su propia codicia sin límite, a los celos y a la perversidad del éxtasis que le persigue en la unión de su cuerpo con el de sus amadas. Ambicioso, culto e insaciable en sus apetitos carnales y estéticos, no podrá evitar lo inevitable: ser víctima de la decadente y sensual búsqueda de la belleza.

 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 17 de septiembre de 2018

LORENZO LOTTO EN EL MUSEO DEL PRADO: LA POTENCIALIDAD DE LO RETRATADO COMO INSTRUMENTO NARRATIVO DEL PRIMER RETRATISTA MODERNO



Enigma y deseo, expresividad y sutileza, arraigo y poder se mezclan como estados en los que la luz, poco a poco, se transforma de luminosa a opaca en su virtud de dar vida a aquello que ilumina. Así lo hace Lorenzo Lotto sobre cada uno de sus retratados y, de ese modo, les proporciona una parte de la calma que sólo proporciona la inmortalidad, y que ellos consiguieron a través del primer retratista moderno que, lejos de limitarse a pintarlos, consiguió arribarlos en las playas de sus respectivas almas a golpe de pincel y color. La expresividad de los ojos presente en sus retratos sólo es el primer detonante de unas pinturas que explotan la potencialidad de lo retratado como instrumento narrativo, pues tras esas miradas, somos capaces de perdernos y jugar a imaginar la vida de aquel, aquella o aquellos que miramos con la ingenuidad del que sólo sueña. Esa visualización exenta de prejuicios se convierte en una ventana indiscreta de la naturaleza humana que siempre necesita rodearse de esos objetos que nos definen a lo largo de la vida y que, en este caso, son la facción del simbolismo que representa la profundidad psicológica del personaje que nos ayuda a completar su carácter. Las pinturas de esta exposición que el Museo del Prado le dedica a Lorenzo Lotto, son una gran muestra de caracteres que reflejan una expectativa por parte del autor de iniciar un diálogo con el espectador, que va desde el audaz movimiento de los ojos a la sutil expresividad de las manos, consiguiendo que lo allí representado vuelque sobre nosotros el verdadero valor del arte: la inmortalidad.



Lotto, conocedor de la orfandad de su arte, repartido entre ciudades como Venecia, Treviso o Bérgamo, introdujo en su pintura ese afán intrínseco al artista de querer traspasar la barrera del tiempo en el que vive. Su método fue el de la pureza de la que se impregna cada una de sus obras, pues cada una de ellas, por sí solas, son capaces de arrastrarnos a una época plagada de cambios, en la que el hombre quería ser el centro del universo. La textura de sus telas así lo atestiguan, y lo hacen mediante una amalgama cromática que va desde la transparencia de los rostros a la oscura opacidad de las vestimentas que, en ocasiones, se rodean de valiosas joyas que resaltan su valor a través del impacto colorido de sus destellos. Siendo ésta otra característica de las obras de Lorenzo Lotto conocida como criptorretratos: «una técnica que cultivó durante toda su carrera y que consistía en presentar a los efigiados con los atributos de los personajes con los que se identificaban, ya fuera una deidad clásica como Venus, una heroína clásica o un santo de su especial devoción. Particularmente abundantes fueron los retratos de dominicos con los atributos de santos de su orden, y la exposición incluye ejemplos de frailes como santo Tomás de Aquino o san Pedro Mártir. Es muy probable que los encargaran sus comunidades como “espejos de virtud” para sus miembros, pero lo cierto es que, a menudo, Lotto logró tal identificación entre efigiado y santo que resultan peligrosamente ambiguos.» Sea como fuere, el artista, una vez más, se impone a la época que le tocó vivir y transita por la peligrosa frontera que divide al pasado del futuro, en una muestra más de la potencialidad de lo retratado como instrumento narrativo.



 

Ángel Silvelo Gabriel.

sábado, 15 de septiembre de 2018

UN POEMA CASI OLVIDADO.- MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO



Sueño con surcar océanos y mares. Iluso de mí exploro en infinidad de libros, detrás de los escaparates de las librerías, tras los rimeros de las bibliotecas, pero allí no encuentro lo que deseo. Para colmo, ya no sé dónde anidan los poemas olvidados ni las metáforas imposibles. No obstante, insisto explorando odas y sonetos. Hasta que, sin querer, me tropiezo con mi anhelo al otro lado de un escaparate. Es un libro que contiene un poema que casi había olvidado. Y comienzo a andar por un jardín de cristales rotos, donde la cuchilla del barco que se abre camino en mitad de un deshielo son en realidad mis brazos llenos de sangre.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel

miércoles, 12 de septiembre de 2018

LA GAVIOTA, DE MICHAEL MAYER: LA LUCHA DE LOS DESEOS NO CORRESPONDIDOS



La vida se compone a base de pequeños interludios visibles que ocultan aquello que en verdad somos. Esas pequeñas piezas — a modo de breves bailes— son las que soportan el gran peso de nuestra existencia y, así, al menos, lo interpretó Antón Chéjov a lo largo de toda su producción literaria, ya tomara ésta el formato de una obra de teatro, de un relato corto o de una novela. La desesperación por no reencontrarse a uno mismo, la melancolía de los días sin nada, o la lucha de los deseos no correspondidos se suceden en sus obras como acontecimientos a los que sus personajes no encuentran un solución satisfactoria y, de ese modo, se auto condenan a marchar perdidos en una travesía que ellos creen que nunca tendrá un final, como si sus vidas fueran una barca que vaga por un lago. En este sentido, su obra de teatro, La gaviota, es una magnífica metáfora que representa el modo en el que Chéjov entendía la literatura, pues para el escritor ruso, su obra era la expresión más directa existente entre la naturaleza humana y la vida. Y, de este modo, los alardes por mostrarnos esa parte del ser humano son tan punzantes como hiriente es la apatía de unos personajes que se desenvuelven en la desesperación del amor y la sensación de que en algún momento sucederá aquello que tanto desean, aunque no hagan nada para que ello ocurra. Esos pantanos ciegos de agua y su falta de movimiento, sin embargo, tropiezan con el destino; esa fuerza innata de la naturaleza que dirige nuestras vidas. Chéjov y su obra retratan de una forma especial y trágica ese mundo que pronto cambiará radicalmente, algo que sus personajes aún no son capaces de vislumbrar más allá de sus toscas pulsiones personales que enredan las vidas de unos y otros sin llegar a encontrar un salida. Una salida, por cierto, que acaso no exista.



Uno de los aciertos de esta adaptación al cine de la obra del escritor ruso por parte de Michael Mayer es esa, mostrarnos a sus personajes en su época, bajo la tenue luz de las velas o la pomposidad de unos vestidos y la rigurosidad de unas costumbres que, en este caso, representan el pasado de una forma visual y sonora, pues los sonidos de los árboles, el lago o la languidez que desprende la paja del establo son las señas de identidad de aquello que está a punto de perecer. El segundo tanto a favor del director es el elenco de actores que ha elegido para la película, pues todos ellos, están a gran altura, en esa búsqueda desesperada del amor en la persona equivocada. Se nota que Mayer es un hombre de teatro, pues sabe manejar a sus personajes en las escenas corales e incluso nos demuestra su punto de vista más pictórico con encuadres e imágenes fijas que son pinturas en sí mismas, por la plasticidad que llegan a desprender, lo que se contrapone muy bien a ese aire premeditadamente trágico de las mujeres de la película donde tanto una magistral Annette Bening como una entregada Saoirse Ronan, o una inconmensurable Elisabeth Moss brillan con luz propia.



El poder de las pasiones que engendra el amor y su cercanía con la tragedia se exponen con la maestría que da la seguridad que permanece aletargada en el profundo conocimiento de los sentimientos del ser humano sin apenas llamar la atención, algo en lo que Chéjov era un maestro. Mayer, de una forma aparentemente sencilla, pero muy eficaz, nos muestra una versión de La gaviota que transita con paso firme por la literatura con mayúsculas y que no traiciona al texto de la misma, en el que para que no falte nada, asistimos a un magnífico final propio del gran maestro del relato corto. Un final, donde la mano de Antón Chéjov se posa de una forma única sobre la lucha de los deseos no correspondidos.

 

Ángel Silvelo Gabriel. 

jueves, 6 de septiembre de 2018

RODIN, DE JACQUES DOILLON: LOS CLAROSCUROS DEL CREADOR DE “EL BESO” RETRATADOS EN UN BIOPIC SIN ALMA




La soledad del artista en su taller, las dudas y miedos que lo definen a través de sus obras y esa eterna mirada que busca y, en el caso de Rodin parece encontrar aquello que intuye, son los parámetros empleados a la hora de buscar el plano y la luz —plena de claroscuros apenas iluminados por velas o contrapuntos de puertas abiertas— que definen la parte más visible del escultor, y también, la mejor retratada por Jacques Doillon, un director que ha hecho una película a medio camino entre un documental y un film didáctico para los colegios, de tal forma, que los claroscuros del creador de El beso salen retratados en biopic sin alma que, sin embargo, busca la empatía de la reflexión y el paso del tiempo mediante unos fundidos en negro que tampoco nos acercan a la pretendida cercanía de una película de época que intenta aportar a través de ellos espacios para la reflexión. Rodin, por ejemplo, está muy lejos de La pasión de Camille Claudel, tanto, que aquellos que quieran volver a adentrarse en los claroscuros del escultor de los cuerpos retorcidos en posturas imposibles, no encontrarán nada de lo que buscan, porque la parte personal del autor, sin duda, lo más interesante más allá de la contemplación de su obra a la hora de retratar al personaje cien años después de su muerte, no está en la película. El retrato de Rodin por parte de un esforzado Vincent Lindon obsesionado en pegar pegotes de barro a las figuras que le han puesto delante, es plano, anodino y muy alejado de esa figura plagada de fuerza, misoginia y egoísmo de un creador que sólo pensaba en su obra sin importarle los cadáveres que dejara a su paso. Impasible ante todo lo que ocurría a su alrededor, si exceptuamos su tendencia a retozar en el catre con sus modelos, Rodin, sin embargo, se pierde en ese mirada también perdida que Lindon nos ofrece una y otra vez. Mirada sin pasión y sin alma que nos deja fríos y nos aburre cada vez más a medida que la cinta avanza a lo largo de sus dos horas de duración. Ni su deseo de alcanzar esa fama que le permita moverse con total libertad en su estudio, ni su búsqueda de la pureza a través de las cortezas de los árboles, ni tan siquiera su dura batalla contra su gigantesco Balzac, que al fin no descansará en ninguna plaza de París, si no en un museo de Japón, son acicates suficientes a la hora de intentar retratar a un artista que retorcía tanto a sus modelos como a aquellos que se encontraban cerca de él, y si no baste recordar el desprecio que le hace a su hijo, al que no reconoce porque no sabe ni pintar ni esculpir como a él le hubiese gustado. Eso sí, este ogro de bata desteñida y manos llenas de yeso o barro, pugna contra sí mismo y su obra de una forma denodada cual titán que necesita salir victorioso de aquello a lo que se enfrenta sin importarle los medios a su alcance que tenga que emplear para conseguirlo. Un esfuerzo vano, pues apenas lo apreciamos.

Rodin es una suerte de escenas que se desarrollan mayormente en interiores que no acentúan sino los claroscuros de su carácter, pero sin llegar a hacer daño, por lo inocuos que resultan, del mismo modo que su fama de ardiente amante queda tras la imposición de una puerta cerrada que en ningún caso invita a saber qué ocurre tras ella. Alejado de todo aquello que pueda despertar algún tipo de pasión, el film de Doillon transcurre bajo la anodina mirada académica de una película que se nota demasiado que ha sido filmada por encargo y con el deseo de acabar cuanto antes sin la necesidad de intentar aportar algo nuevo o diferente. De ese modo, los claroscuros del creador de “El beso” salen retratados en un biopic sin alma.

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

ALEJANDRA PIZARNIK, LA EXTRACCIÓN DE LA PIEDRA DE LOCURA Y OTROS POEMAS: SOLA FRENTE AL SILENCIO DE LAS PALABRAS



El silencio y la noche. El yo poético frente a las palabras. La muerte como forma de escapar de la alienación. Mesetas oscuras que se ondulan al paso de las palabras convertidas en poemas que, como olas, agitan los espíritus perdidos que buscan a la noche como meta y a la luz como un espacio de negación y muerte del alma poética. Alejandra Pizarnik se da cita con sus miedos y obsesiones en espacios donde la muerte es de color lila, pero también roja, azul o verde. Colores que no la dicen ni nos dicen nada, más allá de ser meros símbolos de estados de ánimo o fronteras que traspasar sola frente al silencio de las palabras. El verdadero abismo de la poeta argentina es la conquista imposible de las palabras; instrumentos que ella intenta denodadamente modelar, unir y transformar en imágenes plenas de surrealismo; un surrealismo muchas veces y desgarrador que se comporta como el desdoblamiento perfecto entre el yo físico y el yo deseado o imaginado. Los poemas de Pizarnik se asemejan a esa parte oscura y opaca de un espejo que ya no refleja la luz sino la muerte. En esta colección, de sus poemarios más representativos, vemos ese devenir que describe la indecisión inicial ante una tímida luz hasta el final que acaba precipitándose en la oscuridad de una muerte decidida libremente. Una semblanza, la de la poeta y su exilio, que está perfectamente descrita en su narrativa poética, en concreto en este Descripción:

«Caer hasta tocar el fondo último, desolado, hecho de un viejo silenciar y de figuras que dicen y repiten algo que me alude, no comprendo qué, nunca comprendo, nadie comprendería.



Esas figuras —dibujadas por mí en mi muro— en un lugar de exhibir la hermosa inmovilidad que antes era su privilegio, ahora danzan y cantan, pues han decidido cambiar de naturaleza (si la naturaleza existe, si el cambio, si la decisión…)



Por eso hay en mis noches voces en mis huesos, y también —visiones de palabras escritas pero que se mueven, combaten, danzan, manan sangre, luego las miro andar con muletas, en harapos, corte de los milagros de a hasta z, alfabeto de miserias, alfabeto de crueldades… La que debió cantar se arque de silencio, mientras en sus dedos se susurra, en su corazón se murmura, en su piel un lamento no cesa…



(Es preciso conocer este lugar de metamorfosis para comprender por qué me duelo de una manera tan complicada).»



Una metamorfosis  a la que Pizarnik alimenta con palabras como: lilas, muerte, llanto, oscuridad, noche, sueños, silencio, exilio…; un dolor que no admite el llanto, porque éste es el silencio: el mayor peligro al que se enfrentan las palabras, pues éstas son la forma de dar voz a un yo poético que, en muchas ocasiones, nos habla como si ya estuviera muerta y sola frente al silencio de las palabras, el verdadero abismo de su vida.



 

Ángel Silvelo Gabriel. 

sábado, 1 de septiembre de 2018

JOHN KEATS Y FANNY BRAWNE EN LA LIBRERÍA SHAKESPEARE AND COMPANY DE PARÍS: LA PERPETUIDAD DEL AMOR



París. El Sena. Notre Dame y, enfrente, el Barrio Latino: ruidoso, cercano, caótico. Dentro de esa pequeña isla la librería Shakespeare and Company —kilómetro cero de París— y, dentro de ella, libros, camas, espejos, un pequeño escritorio y más libros; de viejo —herrumbrosos junto a los pilares de madera—, actuales —pendientes de ser elegidos por la multitud de turistas y lectores que por allí se dejan ver— y, de poesía, perdidos en una estancia intermedia del primer piso. Libros si acaso olvidados o, al menos, no tan solicitados. Entre esas limitadas estanterías un poco inclinadas por el paso del tiempo John Keats y, a su lado, Fanny Brawne. Juntos y en silencio. Imperturbables al bullicio y al paso del tiempo. Dejando huellas de la perpetuidad de su amor. Más allá, el mundo; un mundo lleno de aristas y sombras, un mundo feroz y ajetreado que ha hecho un pacto con el diablo, pues cada día está más perdido en lo que menos importa.



«To see those eyes I prize above mine own

Dart favors on another —

And those sweet lips (yielding inmortal néctar)

Be gently press’d by any but myself —

Think, think Francesca, what a cursed thing

It were betond expression!

                                                           J.»





Ángel Silvelo Gabriel.