sábado, 30 de octubre de 2021

EXPOSICIÓN DE AD REINHARDT EN LA FUNDACIÓN JUAN MARCH DE MADRID, “EL ARTE ES EL ARTE Y TODO LO DEMÁS ES TODO LO DEMÁS: CUANDO MIRAR NO ES TAN FÁCIL COMO PARECE


 

Nadie nos enseña a mirar, como tampoco nadie nos enseña a amar o a encontrar el verdadero sentido de la vida, que para cada uno de nosotros representa nuestro particular deambular por el mundo. Quizá, si nos parásemos a observar en lo más profundo del alma humana llegaríamos a atisbar algo de luz en el universo de tinieblas en el que nos desenvolvemos. Pero quizá no sea tan sencillo, porque mirar no es tan fácil como parece. Bajo la imagen que se nos presenta día a día hay un trasfondo que apenas nos limitamos a escudriñar. Sí, por falta de tiempo. Pero también por esa falta de interés que a medida que avanzan los años nos va sepultando en la mediocridad como si fuera una lava volcánica que no para de cubrir las laderas de las que procede. Contra todo, contra todos, surge el arte como sentimiento o el arte en sí mismo. Una expresión del ser humano que, como la del artista, busca un límite, además de la complicidad de los otros para desentrañar su verdadero significado. El pintor Jordi Teixidor nos habla de esta exposición como «la pintura del límite… o como lo que no se ve es lo que hay que ver». De ahí, sin duda, nace la reinterpretación de la esencia de la que estamos hechos. De la necesidad de inmiscuirnos en las entrañas de un arte que es pura abstracción y sentimiento por descubrir y disfrutar. Los cuadros de Reinhardt necesitan de esa cómplice mirada del espectador y de la necesidad del tiempo para poco a poco introducirnos en sus múltiples capas. Capas que nos hablan de lo abstracto y lo teórico, pero también del amor y la belleza. De la vida y la muerte. De lo incógnito y del descubrimiento. Magmas de colores que se cruzan e interseccionan. Que se trasponen y suplementan. Que se funden y se confunden en unas gamas cromáticas rojas, azules que, al final de su vida, llegan al no color: el negro. 

Brumosos, esquemáticos, a veces coloridos y siempre difuminados. Cromáticos…, sus formas poco a poco se diluyen en colores que se acercan y alejan, hasta llegar a encontrar la profundidad del color negro, donde también descansan cruces e intersecciones sobre las que se deposita la verdadera naturaleza del arte: aquella que nace de la abstracción del alma. Arte despojado de palabras. Arte que se define a sí mismo y en sí mismo. Un mimetismo pictórico protagonizado por un único deseo: el de observar la nada. Una nada capaz por sí sola de despertar emociones en el espectador. «El arte es el arte…» y, quizá por ello, admirar su plasticidad y su significado sean tareas difíciles de asumir por un mundo que se precipita en la búsqueda de materiales y elementos huecos, sin esencia y sin la multiplicidad de significados que poseen las obras de arte en sí misma. El arte es el arte y no admite más alternativa que la búsqueda de la belleza que, en el caso de Ad Reinhardt y esta exposición, sea la búsqueda de lo más esencial y primitivo que pertenece al ser humano: la necesidad de formularnos una y mil preguntas para poder llegar a encontrar alguna respuesta a todo aquello que nos mueve y nos conmueve como seres sensibles. 

La exposición de la Fundación Juan March está divida en dos. Por un lado, la sala recoge la muestra plástica de este artista minimalista norteamericano que se afanó en buscar la esencia de la vida a través de sus cuadros; y, por otro, una sala donde a modo de cronología se muestra la faceta del artista como profesor, escritor e ilustrador, junto a diapositivas de contenido artístico, que utilizó como herramienta educativa en sus clases y conferencias, algunas ilustraciones en libros, revistas, periódicos, viñetas, cómics artísticos y material diverso. En definitiva, una exposición que busca la opción de la pregunta o la interrogación, para mediante la duda que nos genera, permitirnos llegar a espacios y lugares en los que antes no habíamos estado o tan siquiera pensábamos que existieran. Quizá, porque mirar no es tan fácil como parece. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 24 de octubre de 2021

EL RASCACIELOS, MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO


 

Soñar para mentirse. Soñar que se había convertido en un enorme rascacielos en el puerto de Málaga. Tan grande como él. ¡Pero tan distinto! Soñar y desear. Un soñar y un desear en los que existía la posibilidad de llegar a ser otro. Como él, que antes formaba parte del paisaje desde que sus creadores le concibieron como un elemento más de la naturaleza, y ahora era un dinosaurio-holograma que no dejaba huellas cuando se desplazaba. Sin embargo, al despertar, el rascacielos no estaba allí y sus huellas habían desaparecido. El arte de la fuga, se dijo, mientras miraba hacia el puerto y su Farola. Una imagen donde la cultura del paisaje era un deseo. Un deseo hecho de poesía e ilusión. Ilusión del que no se rinde. Poesía del que reclama la mirada del otro para ser completo. Como él, que nunca quiso dejar de ser aquello que era.

Ángel Silvelo Gabriel


miércoles, 20 de octubre de 2021

ANDRÉS ORTIZ TAFUR, LOS ÚLTIMOS DESEOS: LAS SOMBRAS DE LA VIDA

 


Las huellas de nuestras vidas en ocasiones descansan en la esponjosidad de una nube, o en la piedra que una vez removimos en nuestra infancia y ahora yace en la inmensidad de una montaña perdida. En esos vericuetos de los que no somos conscientes residen nuestras anónimas proezas. Logros que se difuminan con el paso de los días y que, de repente, acuden a nuestros recuerdos para que no nos olvidemos de lo que un día fuimos. El viaje y sus etapas. La vida y sus curvas. El trasunto y sus incondicionales sorpresas. Las sombras de la vida que van y vienen en forma de nube o roca enviándonos esos mensajes a los que demasiadas veces no prestamos atención. Como dice Andrés Ortiz Tafur en uno de los microtextos de Los últimos deseos: «Me pregunto dónde irá el tiempo que vivimos y olvidamos porque al poco otro suceso lo resuelve superfluo». Tiempo. De esa dictadura de la inmediatez y el instante nace Los últimos deseos: reflexiones, anécdotas recuerdos, miradas, rastros, confesiones, e incluso alguna certeza que en forma de latigazos lucha a través de la palabra contra aquello que nos invade como la peor de las desgracias: la natural imposición de lo efímero. Andrés Ortiz Tafur pone freno a tanto desmán escarbando una vez más en lo más profundo del alma humana. Un ejercicio que le lleva a vigilar las nubes y las rocas, o el horizonte y sus aledaños. Todas ellas sombras de la vida. Accidentes que permanecen en la memoria por mucho tiempo que transcurra, porque son las heridas que de verdad dejan una huella indeleble en nuestras vidas. Los padres, los vecinos, los amigos, la pareja, o la actualidad, se van dando la mano en una continua película hecha a base de pequeños textos que al autor le sirven de excusa para reflexionar sobre aquello que para él es importante, es decir, sobre lo que en verdad debería importar: a él y a todo el mundo. De ese modo, lo minúsculo se impone a lo general, y lo mágico empuja a lo real sin pedir más permiso que la licencia que el autor se permite a la hora de mostrarnos su clásica cláusula de cierre en cada texto. Una cláusula donde la anécdota acaba siendo derrotada por la innegociable verdad de la intrahistoria que nos cuenta. Narrador, contador, trovador de palabras, poeta..., en Los últimos deseos vamos de la mano de Tafur del mismo modo que lo hemos hecho en sus anteriores trabajos: con sus conversaciones y desencuentros con Dios, con un tema que en ocasiones se vuelve recurrente como lo es la España vaciada y su comparación con las grandes urbes, y con esa naturaleza del paisaje que te permite ver y reflexionar sobre cuál es su lugar en el mundo. Aquí, sin embargo, nos enfrentamos a un Andrés Ortiz Tafur más íntimo y cercano si cabe, donde todo es lo que parece, o mejor dicho, donde todo es lo que él nos quiere mostrar en la forma que lo hace. 

Muchos de estos textos están escritos a modo de relatos cortos o microrrelatos, con esa suerte de final que busca romper con todo lo dicho, lo que nos obliga a ampliar el horizonte que hasta ese momento estábamos observando. Un acto, el de levantar la mirada, que nos hace ser conscientes de ese mundo de sombras en el que se nos aparece la yegua Macarena en mitad de la pradera sin pedírselo, como si fuera un unicornio de un cuento infantil. Un efecto óptico y onírico como manifestación de la necesidad que nos obliga a regresar a nuestra infancia: «He encontrado un pañuelo de mi padre, uno de esos pañuelos de tela que antes de que todo lo concibiéramos para usar y tirar servían para sonarse los mocos… De mi padre heredé la libertad y un pañuelo». O a la nostalgia de la juventud en forma de besos: «… el pub Nelson era uno de esos sitios en los que las mesas a dos, con besos y caricias, estaban al orden del día. Hoy, me costaría encontrar un sitio en el que un morreo de aquellos no llame la atención. Y lo habrá, claro… el primer mañana siempre se construye con besos y caricias. Lástima que a ese lo sucedan otros. Lástima». O al recuerdo de nuestros muertos: «Hace como cuarenta y cinco años que no me orino en la cama… También imagino que llegará un momento en que no resulte raro que vuelva a orinarme en las sábanas y a necesitar ayuda para caminar y comer… De modo que me hallo en el instante perfecto para renunciar a Halloween y a sus estúpidas calabazas y reivindicar con furia el día de los muertos que nos enseñaron a caminar. Y eso hago. Besos, mamá». O esa conciencia lúcida de nuestro paso por la vida y lo efímera que es la eternidad en uno de los mejores textos de este libro: «Mis cenizas, en un bar, a la orilla de la barra, donde pisan los del carajillo y la copa de coñac; sin ceremonia ni llantos ni brindis siquiera… Y cuando se alcance la hora de cierre y el camarero resople y suba la fin el volumen de la música y baje la persiana, que me cepille con cuidado y a la basura. Hasta ahí mi existencia». 

Como diría Andrés, Los últimos deseos son los haces de luz que desde Santiago-Pontones iluminan el resto del mundo. Un mundo que puede ser tan pequeño como deseemos o tan inmenso como argumentemos. Un mundo que descansa y permanece junto al río Madera y la Venta Rampias. Un mundo definido por la sierra de Segura y sus ventas y valles. Un espacio que fue retratado por Lola Buendía López en su novela Los valles olvidados (con la que ganó el premio Diputación de Jaén para Escritores Noveles en el año 2008); un relato donde nos ofrecía otra mirada de la vida a través del rastreo en las costumbres de la gentes de esta sierra de Jaén. Una sierra que Andrés ha hecho suya como una parte inseparable de su vida y, que gracias a su verbo y prosa, de alguna forma también nos pertenece a todos. Una sierra en la que habitan nubes y rocas que, igual que ocurre con los últimos deseos, se precipitan por las sombras de la vida. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 14 de octubre de 2021

CHEMA MADOZ, CRUELDAD (EXPOSICIÓN EN EL CÍRCULO DE BELLAS ARTES DE MADRID): LA BELLEZA DE LO INSÓLITO Y LA PERPLEJIDAD QUE NOS PRODUCE EL MIEDO


 

Todo ser material o inmaterial tiene su contrario. O el reflejo que nos sorprende cuando somos capaces de verlo. Algo parecido es lo que nos muestra Chema Madoz en las 73 fotografías que, bajo el título de Crueldad, nos muestra en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Ese nuevo espacio creativo que nos propone, es el que transcurre entre la belleza de lo insólito y la perplejidad que nos produce el miedo. Una belleza y un miedo que nos sugieren historias de rasgos atroces o violentos que no necesitan de la sangre para su expansión en los universos oníricos en los que se encuentran instalados. Esa capacidad de sugerir la tragedia a través de una buena dosis de tintes surrealistas fija su objetivo en aquello que nos resulta atroz, arriesgado, imposible… y sus propuestas nos llegan como los cuchillos que un lanzador abate sobre el aire tratando de esquivar a su diana. Esa destreza de lo minúsculo que es capaz de convertirse en mayúsculo y universal arremete contra los sentidos del espectador en una vuelta de tuerca que busca replantearnos la vida y a nosotros mismos. La magnitud de esos territorios inhóspitos se sacuden una vez tras otra, fotografía a fotografía y dejando al espectador la capacidad de terminar por sí mismo la historia que el artista nos propone en un continuum de espacios abiertos sacudidos por la perplejidad que nos provoca el miedo.  

En Crueldad, la vida y la muerte penden de un hilo como lo hace la trampa del tiempo primero imaginada y luego plasmada en un reloj cuyas horas no existen, lo que nos permite adivinar los abismos de los que estamos construidos. Así, la fotografía de los libros olvidados como cuentas ya dispensadas, nos confrontan lo insólito y lo cotidiano, tanto o más, cuando la belleza y la crueldad que ésta engendra conforman un juego de contrarios que nos permite adivinar a un esqueleto y la máscara que lo recubre (otra de las fotografías expuestas). 

La sucesión de imágenes extraordinariamente plásticas y sugerentes siguen mediante sogas que esperan a su condenado. Violines con hojas de afeitar capaces de cortar los dedos del músico que se arriesgue a tocarlo. O una pala que busca su tumba. Todos ellas imágenes al servicio de un arte que necesita de la muerte y su vehículo para ser culminados. Objetos minúsculos que recrean la astucia e inteligencia de quien los retrata, y luego de quienes los observan. En una muestra de que la cotidianeidad acepta tantas interpretaciones como uno le quiera dar. 

Así se va abriendo camino esta muestra donde nada es lo que parece, como le ocurre a las páginas en blanco de un libro que representan a la muerte o la inadaptación de lo desconocido, tanto o más que la instantánea de los libros acuchillados en ostentosas líneas horizontales que los mutilan en aras de la perversión que representa una sola línea sobre el todo que significa el libro en sí. 

Relojes parados por su propia inercia. Orejas rodeadas de espino que nos hablan del peligro y lo imposible, ambos detenidos por el ojo del artista y la imaginación con la que los retrata. 

Muros que son cajones de nuestra existencia y esperan a ser abiertos o saltados. Hombres de pie y enganchados a su propio camino. Hombres tumbados en un banco a los que solo se les adivina como si fueran un mera línea horizontal. Cuchillos que miden su propia capacidad de matar o aparecen ya vendados como víctimas de sí mismos… 

Fotografías que en su magnificencia plástica buscan la belleza de lo insólito y la perplejidad que nos produce el miedo. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 12 de octubre de 2021

STEFAN ZWEIG, VIAJES: UNA NOSTÁLGICA MIRADA HACIA AQUELLO QUE YA NO EXISTE


 

Viajar es explorar la posibilidad del asombro. De ofrecer a la mirada la percepción de lo nuevo. De remover en nuestro interior la textura de los sentimientos y acumular aquello que experimentamos por primera vez a nuestro particular desván de los recuerdos. Los viajes están hechos de recuerdos, y son parte de la materia prima de la que está hecha nuestra memoria. Viajar es también acercarse a lo inexplorado como si fuésemos vampiros de lo ajeno, y tras nuestro paso, modificar el relieve de lo visto u observado a través de las palabras. Palabras que conforman la textura del paisaje, las calles de las ciudades visitadas o el sonido del mar, porque viajar es también hacerlo por los recuerdos de aquello que decidimos ver o visitar. Nada está excluido de las sensaciones que conforman el viaje: el placer o la desdicha, la nostalgia o el miedo, la alegría o el amor. En este sentido, Stefan Zweig recorre Europa antes de que todo se venga abajo y el continente se convierta en la fosa común de los muertos, los huérfanos, los apátridas y los desdichados. Y lo hace con la inteligencia y la necesidad de buscar la incomodidad que muchas veces nos produce lo nuevo sin por ello dejar de entusiasmarse por la belleza de lo que se observa y se experimenta. Sin embargo, regresar a esas ciudades o estados de ánimo del escritor austríaco es hacerlo de la mano de una nostálgica mirada hacia aquello que ya no existe. Su lucha por vivir en una Europa próspera y unidad alejada de las tensiones entre Alemania y Francia nunca se cumplió mientras él vivió. Lejos de ese territorio al que tanto amaba se dejó llevar por la peor de las condenas: la muerte. Un viaje interior que decidió recorrer demasiado pronto. Antes de llegar a ese punto y final, Zweig nos dejó una extensa obra y una mirada sobre la vida y Europa llenas del dinamismo e inquietud de aquel que observa su día a día con el entusiasmo del que siempre viaja en compañía de la esperanza. 

Viajes es una recopilación de artículos de viaje que nos muestra a distintas ciudades de Europa desde Odense (1902) a Londres (1940). En ese basto período de tiempo Stefan Zweig visita, por ejemplo, Brujas, a la que retrata como silenciosa, tenebrosa, oscura, cargada de matices negros, y ataviada del silencio de la muerte que ha marcado su propia historia de guerras, epidemias… Aquí, con su gran capacidad de observación, Zweig nos recuerda que solo los cisnes blancos de sus canales parecen presentar batalla a sus negras leyendas. Historias escondidas bajo el recogimiento de unas calladas monjas con sus togas blancas y el insoportable rumor de sus silenciosas iglesias que solo invitan a la oración. A La ciudad de los Papas (Avignon) la describe a través de la fortaleza que representa el palacio Papal, santo y seña de una vetusta ciudad que duerme al abrigo del caudaloso río Ródano. O su visita a Arlés, de la que dice que revive de sus poetas y de la belleza que éstos muestran hacia sus mujeres. A Sevilla la retrata como el símbolo opuesto al verdadero significado de España que para él se esconde bajo el vandalismo de Castilla y sus ciudades. Una visión de la ciudad andaluza que se esteriotipa demasiado cuando habla de su vida y su luz, sus guitarras y castañuelas, sus bailes zíngaros y sus ojos oscuros. Zweig inicia este relato comparando Sevilla con Salzburgo y su unión inherente a través de la música, para acabar ensalzando las figuras de Velázquez y Murillo, Lope de Vega y los músicos que han cantado su alegría. Y todo a modo del allegro que determina su juventud generadora de una sonrisa. 

Un relato especial dentro de estos dieciséis apuntes geográficos y nostálgicos es el que dedica a Hyde Park, al que define como gran brezal que es un todo y una nada. Parque inabarcable e indomesticable desposeído del poder de los sueños para los poetas. Nos dice Zweig que en su intensidad solo es apto, no para loarlo sino para usarlo, que no vivirlo. Un parque concebido para correr, remar y exhibirse que no mezclarse, porque ni las ovejas se tropiezan con los nobles en sus carreras, ni con los niños cuando van o regresan del colegio. Aquí el escritor austríaco nos narra el devenir diario del parque en forma de crónica diaria que abarca desde el amanecer hasta el anochecer; un intervalo temporal en el que también tiene cabida la descripción de la niebla matinal, el sol de la tarde y una noche oscura en forma de nube esponjosa. 

En este libro de viajes también hay espacio para los hoteles, como ocurre en el titulado Necrológica de un hotel, el Schwert de Zúrich, al que Zweig retrata desde la nostalgia del viajero de principios del siglo XX que fue, antes de que se convirtiera un edificio de recaudación de impuestos, sin tener en cuenta de que por allí pasaron Mozart, Casanova, Goethe o Cagliostro. O en Volver a Italia donde explora la necesidad de la comparación que un artista joven requiere para ampliar su mirada. Un enfrentamiento del presente con el pasado y las dificultades de recrear ese universo perdido en el tiempo. Zweig también tiene tiempo para arremeter contra esa nueva forma de viajar donde todo está planificado, incluso aquello que tienes que ver y la forma de hacerlo. Ese tipo de viajes en masa que pervierte la opción de sorprenderte o enfrentarte a las incomodidades propias del viaje que hacen de él una experiencia única. 

La última parte del libro, aquella que se acerca a la Segunda Guerra Mundial, nos va dejando muestras de ese otro tipo de viaje que es el de afrontar la pérdida o la inexistencia de la gloria para aquellos que perdieron su vida en la primera gran contienda continental, pues su recuerdo se difumina con el paso del tiempo. En este sentido, la descripción de Ypres es un magnífico fresco del poder de destrucción de las guerras y sus consecuencias., así como, del intento de sacar del anonimato a todos aquellos que permanecen sepultados bajo tierra, en un lugar devastado por las bombas y la ignominia bélica. O el retrato que hace del albergue en el que se alojan los judíos en Londres antes de partir hacia Sudamérica huyendo del nazismo. En La casa de los mil destinos nos describe el Shelter reparando en las miradas y los miedos ante los desconocido de aquellos que llegan a Londres antes de partir hacia su último destino como más tarde haría el propio Zweig, al que aún le queda tiempo de explorar la flema inglesa a través de su amor a los jardines, en Los jardines en guerra. 

En definitiva, Viajes nos ofrece la posibilidad de regresar al pasado y hacerlo mediante una nostálgica mirada hacia aquello que ya no existe. 

Ángel Silvelo Gabriel.