La
concepción del viaje puede ser tan amplia como uno sea capaz de imaginar: infinita
si queremos conquistar el horizonte, o ínfima si visitamos a cada momento
nuestras entrañas. La vida es un viaje y sus diferentes etapas, algo que
olvidamos en demasiadas ocasiones, pues somos víctimas de nuestras propias
cadenas. En este sentido, La memoria del cuerpo de Patricia
Almarcegui es un viaje a través de los gestos, la música y el cuerpo,
pero sobre todo, es una reivindicación de la libertad que va más allá de las
propias imposiciones. El estilo narrativo de Almarcegui es
amplio, de miradas largas con las que trata de atrapar aquello que normalmente
no vemos: la esencia de los gestos. Con un perfecto dominio de las elipsis, nos
pinta el paso del tiempo con trazos gruesos y matéricos, pero también
indefinidos y evanescentes, que nos hacen perdernos en esa otra parte de
aquello que no se nos cuenta y, que tan sólo nos insinúa, en una suerte de
recreación de la otra vida que respira pasión y ternura, egoísmo y derrota,
amor y sexo a partes iguales, igual que si todo surgiera de un combate entre el
corazón y el alma. Novela prodigiosa en cuanto a lo propuesta, pues va más allá
de la autoficción o las memorias. Novela mapa, pues nos muestra una ciudad de San
Petersburgo majestuosa y única a través de los ojos y los sentidos de una maña
acostumbrada a observar los desiertos. Novela sensorial por la capacidad que
tiene a la hora de hablarnos de la luz, ésa percepción de la vida que nos va cambiando
con el paso del tiempo. Y novela música, por la complicidad que demuestra en
los movimientos, no sólo de su estructura, sino también en la forma de afrontar
la escritura. ¡Qué importante es el ritmo en la literatura y, sin embargo, qué
abandonado lo tenemos!
La
memoria del cuerpo no es sólo una
historia sobre el ballet como disciplina, movimiento y libertad, sino como
viaje… Así lo narra la propia autora cuando define a una primera bailarina:
«Tiene que ver con el corazón (…) el estilo es el discurso del alma». Un discurso
invisible que, sin embargo, nos atrapa con la esencia de las cosas sencillas y
con la verdad que nos transmite el miedo, pero también el amor: «El amor es una
cuestión de mirada (…) una ve el mundo a través de sí misma y, si es capaz de
amar, a través del amor». El amor en esta novela se concibe como un todo. Hay
amor al baile, al cuerpo y a los movimientos que éste crea en forma de gestos.
Hay también un amor al arte a través de la música, la pintura y la
arquitectura. ¡Qué difícil es leer a un autor que describe un cuadro o un palacio
como lo hace Patricia Almarcegui! La autora, en este caso, va más
allá de la literatura de viajes y nos muestra la esencia de aquello que nos
muestra y, con ello, busca la complicidad del lector en un juego cuya razón de
ser en la geografía de las emociones: «Conocer a Matisse gracias a Prokófiev,
conocer la pintura gracias a la música». Lugares y emociones que van de la mano
de esta descripción de esos otros no
lugares que nadie conoce más que uno mismo: «Sí, los lugares estaban cargados
de emoción, nos recordaban y nos hacían recordar», quizá, por ello, como nos
recuerda la autora: «la memoria del cuerpo es lo último que se pierde.» Esa
parte física tan presente en la novela es una especie de frontera entre la
realidad del dolor y la libertad del sueño que, de nuevo, obliga a la protagonista
a reinterpretarse a sí misma: «Era en la pérdida donde podría aprender». Y es
en esa pérdida, en la que P.A. (la protagonista), se refugia para reescribir
sus memorias. Aquí, la posibilidad de los recuerdos se transmutan en el abismo que
nos supone afrontar aquello que fuimos, dejando a un lado la tersura de nuestra
piel, pero no las sensaciones del dolor, el trabajo, el triunfo, el amor… que,
como los pinceles en un cuadro o los cinceles en una escultura, nos van
modelando poco a poco, con esa lentitud y sabiduría que sólo posee el
silencioso transcurrir de nuestros días.
La
memoria del cuerpo se asemeja mucho
a una partitura de música, en la que el alma se reinterpreta en ese gesto que
nadie ve y que huye por nuestras manos sin necesidad de realizar un salto
mortal. En la sutileza de los detalles y en los silencios, también se encuentran
las líneas maestras de nuestro propio retrato, la única diferencia es que hay
que quitarles la capa de polvo que las cubre para llegar a ese territorio de
las pasiones escondidas, quizá, porque como la existencia, el ballet es el
viaje del alma, a través de los gestos, la música y el cuerpo: «Cuando estoy
triste miro mis fotografías y creo que fui como ella: alta, delgada, rubia,
segura y feliz. Pero solo me reconozco cuando oigo la música.»; una sinfonía
llena de matices, pero cíclica como la vida.
Ángel Silvelo Gabriel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario