Hay muchas formas de mirar el
mundo, y una de ellas es a través de la literatura y las múltiples historias
que ésta nos ofrece. En este caso, la fuerza de la palabra se convierte en un
arma homicida capaz de llevarnos, en tan sólo un instante, por un páramo repleto
de nieblas y sombras apenas iluminadas por una luz, cuya mayor virtud, es que es
invisible para todos aquellos que desconocen el verdadero significado de la
libertad. En la última película de Isabel Coixet, La librería,
ella lo consigue mediante unas bellas y potentes transiciones de imágenes de la
naturaleza inglesa en la que ha rodado y, que nos retrotraen, a aquellas otras presentes
en películas de pura e intensa ambientación romántica como Jane Eyre,
donde la historia que se nos narra se funde de una forma magistral con la
inmensidad del paisaje. En este sentido, Coixet disecciona la
acción de una forma tan sutil y estética que a través de su mirada fílmica
asistimos a una inabarcable muestra de poesía visual que se fusiona con el
espíritu inquebrantable de su protagonista, Florence Green, interpretada
por una sobresaliente Emily Mortimer; un personaje revestido de
una inconfesable insatisfacción que busca refugio en los libros y, que encuentra
en ellos, tanto la necesidad de construir un sueño como la de reconstruirse a
sí misma para poder hacer frente a las mentiras e hipocresía —tan británicas
por otra parte— de unos habitantes de un pequeño pueblo inglés cercano a
Londres que, víctimas de su ignorancia, por no saber, no saben más que seguirle
la corriente a los más poderosos del lugar. No obstante, la soledad no hace
mella en nuestra heroína, pues igual que los personajes femeninos de las novelas
del s. XIX, su ansia de libertad y realización, la empujan una y otra vez
contra el muro de la incomprensión y el olvido, sin que ello le suponga una
mella en sus intenciones.
Dicen que, si un libro no nos provoca
ningún rasguño en el alma, es mejor deshacerse de él y, quizá, en una sociedad
que ha sustituido las relaciones por las conexiones, se haga más certera esta
afirmación, pues el concepto del otro cobra un nuevo significado. Una de
las funciones de la literatura, aparte de la de conmover es, sin duda, la de
reclamar ese tercer lugar del que nadie nos puede sacar y, una de las formas de
hacerlo es a través de la pasión por la literatura. La literatura y los libros,
en ciertas ocasiones, nos proporcionan esa última decisión que sin ellos no
tendríamos, pues esa fuerza que no pesa y, que se asemeja tanto a la del alma,
es la que nos hace arremeter contra todo y contra todos en aras de perfilar el
sueño que a cada uno de nosotros nos lleva a sentirnos vivos, aunque sólo seamos
capaces de lograrlo una vez en nuestras vidas. A fuerza de perder se acaba
ganando, dicen, y eso a pesar de que nuestro logro sea tan humilde como el de
conseguir que otra persona lea el libro que le hemos regalado. Esa es la mayor
victoria de Florence Green en la película La librería, una
historia de pasiones ocultas que, en el momento que sumergen del interior ya no
pueden pararse. Esta mujer coraje es un ejemplo, de que las pulsiones internas,
merece la pena expulsarlas, aunque en ello nos vaya el esfuerzo de toda una
vida.
Las sutil mirada con la que Isabel
Coixet maneja la cámara y la narración de La librería, se
asemejan mucho a esa caricia inesperada que te logra poner los pelos de punta y,
lo consigue, desde la sencillez y la frágil textura de un lienzo transparentes
que nos permite disfrutar de la belleza sin otra transición que la de la pasión
por la literatura como eje de la vida. Los cauces en los que confluyen esta
épica y sencilla historia de pasiones ocultas, donde se enfrentan el amor y el
odio, o la bondad y la venganza, se multiplican en un sinfín de detalles que
los espectadores no deberían pasar por alto. Por ejemplo, la elegancia de las
transiciones que nos propone Coixet entre unas escenas y otras,
es una nueva muestra de su especial sensibilidad hacia intrínsecamente bello,
en este caso el poder de esa revelación se sustenta en las imágenes del mar, el
cielo, los campos, o los paisajes británicos teñidos de una ligera herrumbre gris,
lo que convierten la luz de la película en un soporte mágico y único y, sobre,
todo, en un valor añadido cuando el que mira y observa nada más que se conforma
con un producto bien elaborado. Esta forma de mirar el mundo y la vida tan
peculiar que tiene Isabel Coixet también se traslada al montaje,
proporcionándonos con él, un lenguaje fílmico prolífico de pequeños detalles
que nos hacen saborear más intensamente aquello que se nos muestra. Es en esa
forma de mostrarnos las manos de los actores, o los espacios donde éstos viven —memorable
es por ejemplo la escena de amor contenido en la playa entre un magnífico Bill
Nighy y Emily Mortimer—, lo que provoca la íntima unión entre el
espectador y la película, pues ambas se funden en una aleación inalterable al
paso del tiempo.
Los primeros planos de Emily
Mortimer —un signo distintivo del cine de Coixet y sus
actrices—, nos revelan la capa de autenticidad de una actriz tocada por un halo
especial a la hora de hacernos presente la pasión de su vida: los libros. Florence nos deja visualizar esa otra
capa que habita bajo su piel de una forma conmovedora. Sus miradas, los
movimientos de los pies o la forma de abrir o tocar un libro, nos trasladan al
lenguaje mudo y universal de las imágenes que nos hablan por sí solas. Esa
ausencia de las palabras, su personaje logra dotar a la película de un proceso
de intuición y sutileza que alcanza su cenit en la imagen que Mortimer
yace tendida en el suelo de su librería mientras abraza un libro. Aquí, la
literatura se convierte en un todo que nos atrapa más allá de lo imaginable.
Esa escena es una muestra más de la fuerza de esta película, que se comporta igual
que una fuerza invisible que consigue mover las ruedas de nuestras vidas. Y,
no, nos las mueve de una forma arbitraria, sino que lo hace en un sentido u
otro, de tal forma que, dependiendo de la opción elegida, nos convertiremos en
ángeles o demonios, creadores o destructores, generosos o villanos. Aquí, las
fuerzas del bien y el mal se enfrentan sin espadas láser ni guerreros ninja, pues
su fuerza está basada en las imágenes y las palabras. Palabras escritas y
filmadas con la pasión por la literatura como eje de la vida.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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