La gata de los ojos color violeta se
presentó en el juzgado rodeada de paparazzi que no paraban de hacer un click
tras otro mientras seguían sus movimientos. Esa era la ofrenda a sus
admiradores: un derroche de glamour al que el fiscal de la causa no estaba
acostumbrado y, mucho menos, el juez, que dictó el sobreseimiento del
procedimiento. Yo la miraba atónito, buscando un argumento para despojarla de
su máscara de diva. No recuerdo como lo hice, pero me deslicé entre sus pegajosos
aduladores y logré enseñarle la fotografía. Una imagen que no consiguió
desplomarla en el vestíbulo. Al contrario, todo sucedió tan deprisa, que sólo
recuerdo que, cuando me miró, no lo hizo con los ojos de Cleopatra y, mientras
yo me caía al suelo como si me hubiera atravesado un rayo, ella sacó otra
fotografía de su bolso que me tiró a la cara. Nadie se inmutó, ni siquiera
ella, la otra Liz Taylor: una activista humanitaria a la que noté una expresión
de satisfacción al verme así, tendido en el suelo y rodeado de personas que
desconocían la verdadera razón de mi zozobra. Mientras se alejaba de mi lado,
yo me quedé mirando la foto de Jack, mi último novio, al que yo había
contagiado el sida, y al que ella había defendido de mí ante toda la sociedad.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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