Las burbujas del alma esparcidas
en espacios transparentes y aéreos, libres y prisioneras a la vez, de sí mismas
y de las miradas del otro. Ser transparente admite un doble riesgo: ser
invisible, o también, poder ser traspasado con una simple mirada. En esa
desnudez sin matices se nos presenta en los personajes rosas o fluorescentes de
los primeros encapsulados de Darío Villalba en la Sala Alcalá 31
de Madrid, y también, en tonalidades grises con matices que van del negro al
blanco más despiadado en otros. Espacios de aislamiento al servicio del alma que
retratan a los olvidados del mundo sobre los que Darío Villalba apenas se
atreve a trazar unos ligeros brochazos de color rojo como elemento discordante
y sutil en forma de grieta más que de contrapunto. En la determinación de retratar
y vincular el arte a la soledad y al desasosiego que acoge a sus encapsulados o
retratos, el artista apuesta por la dureza y el sobrecogimiento a la hora de
llamarnos la atención sobre ese otro mundo al que todos condenamos al
ostracismo o al olvido. Un arte de lo undeground,
si queremos denominarlo así, que traspasa la barrera de lo anecdótico para
convertirse en una singular muestra del arte de almas, o como nos diría el
poeta portugués Fernando Pessoa: alma de almas, pues sus fotografías de gran
formato buscan la expresión de lo único, pues únicos son cada uno de sus personajes,
verdaderos artífices de mundos fronterizos donde la cotidianeidad no está
exenta de un magnetismo cercano a lo inquietante, pues esa es una de las
peculiaridades de la exposición Pop soul, encapsulados & otros,
la de transmitirnos la inquietud del otro sobre nosotros, nuestro universo y
nuestro limitado campo de sensaciones, anodinadas o aletargadas en la vulgaridad
casi todas ellas a lo largo de nuestras insulsas vidas. Hay mucha vida y
plenitud en los encapsulados que deambulan a lo largo de la exposición como
cortinas de estados de ánimos, que a la vez que los vamos atravesando, se van
apoderando de nuestros sentidos en una especie de tromba de imágenes que nos inundan
sin pedirnos permiso, pues su fuerza es arrebatadora.
Al otro lado de esa profunda
sordidez, Villalba se permite también mirar a la belleza de una, forma
tan natural, que resulta hipnotizante. Un ejemplo de ello es su fotografía
titulada, La novia que nunca tuve,
donde el rostro de la joven que ha retratado se erige con una gran fuerza sobre
la extemporaneidad de los sueños. Lo que en ocasiones no es tan apabullante, si
no tan solo sugerido, como el tríptico del que forma parte Chica rubia, donde el juego de contrates entre la claridad de los
blancos y la opacidad de los negros hace que deseemos conocer el rostro de la
joven en cuestión. Esa firmeza a la hora de manifestar la libertad del gesto a
través de la pureza de la mirada engalana una parte de las fotografías o montajes
de la segunda planta de la exposición, eso sí, si nos abstraemos de la inigualable
dureza de Lágrimas; una instantánea
que por sí sola se hace merecedora de ser visitada la exposición. Una
exposición de un Darío Villalba que se nos muestra como un maestro a la hora de
mostrarnos los espacios del aislamiento al servicio del alma.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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