Albert Camus expresa en uno de los pasajes de su inconclusa y última novela, El Primer hombre, la extrañeza del hijo que contempla la tumba del padre muerto en la Primera Guerra Mundial. Un sentimiento que tiene su génesis en el absurdo que parte de que el padre muerto es mas joven que el hijo que le va a visitar. La esencia del absurdo de esa escena vital es, sin duda, una de las coordenadas presentes en su novela El extranjero. La apatía, los silencios y la ausencia de esperanza de Meursault, su protagonista, son la viva imagen de una sociedad que se ha olvidado de la importancia del ser humano en sí mismo. Las barbaries de las dos grandes guerras mundiales y el sinfín de personas anónimas e inocentes que perdieron sus vidas en ellas así nos lo atestiguan. Camus se refugió en esa inhumana contradicción para hacernos reflexionar sobre la importancia de la vida por muy sencilla que se ésta y, por más, que Meursault en la novela y en la película nos recuerde que da igual vivir treinta años más o menos. De ese concepto del absurdo y vacuidad existencial también parte François Ozon en su adaptación cinematográfica de la novela del Premio Nobel francés para, desde una asombrosa y genial fidelidad al texto original, mostrarnos un excelente ejercicio cinematográfico donde la imagen, la fotografía y los primeros planos de los actores —sobre todo, de Benjamin Voisin como Meursault— hacen de la misma un magnífico ejemplo de la ausencia de esperanza.
El nihilismo del joven francés es una muestra perfecta de la sencillez con la que Camus nos muestra su infancia y adolescencia en El primer hombre. El mar y el sol le bastaban para sentirse pleno en el entorno pobre y hostil de la ciudad de Argel en la que vive. Este entorno feliz, junto con la figura de la madre, le marcarán toda su vida. Quizá, por ello, no esté escogido al azar el inicio de El extranjero cuando Meursault recibe el telegrama en el que se le anuncia la muerte de su progenitora. Ozon, sin duda, entiende muy bien el mensaje, y lo plasma en imágenes que desarrollan de una forma inteligente el lenguaje literario de la novela a través de un montaje de secuencias que alternan la inexpresividad de un Voisin muy convincente en su pasividad y falta de empatía con el prójimo, con las ansias de vivir de una Rebecca Mander en el papel de Marie a la altura de su antagonista. Ese juego de contrarios es el que impregna la película y su desarrollo narrativo donde luz y oscuridad, plenitud y ausencia, arrebato e indiferencia, se alternan para expresar las contradicciones del ser humano a la hora de vivir o decidir no hacerlo.
El extranjero de François Ozon, por muy alejado que su relato nos parezca en el tiempo, es un magnífico fresco del mundo actual y una esclarecedora consecuencia de los actos que rigen nuestras vidas, tan alejadas de lo importante, y tan frías y distantes las unas de las otras, por más que éstas estén impregnadas de burdas manifestaciones ególatras. Un mundo en el que, por muy raro que nos parezca, el silencio se impone, pues la importancia de la palabra ha sido devorada por la vacuidad de las imágenes que nadie ha pedido ver. Y, ahí, es donde esta película reivindica de una forma extraordinaria la importancia de un gesto, una sonrisa, un reflejo que, en sí mismo, acapara la esencia de todo aquello que trata de ser una expresión artística que llegue, en este caso, al espectador. Imágenes que buscan en el fondo de la sinrazón de unos personajes que se mueven como marionetas al albur del azar, como nos recuerda Meursault en un momento del film. Un azar provisto de la munición que hace saltar todo por los aires: una vida, el amor, la creencia en un dios, o la ausencia de esperanza.
Ángel Silvelo Gabriel.

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