miércoles, 25 de julio de 2018

LA MUJER DETECTIVE EN LA LITERATURA.- Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz

La realidad no supera la ficción. Para muestra: las primeras detectives; estas investigadoras tuvieron su primer trabajo en la ficción antes que en la vida real.
Los relatos de mujeres investigadoras aparecieron a principios de 1860 en Inglaterra, en una sociedad británica que, en lo económico, experimentaba un progreso tecnológico y científico constante que la convirtió en referente mundial para el resto de Europa y, en lo social, mostraba una doble moral: una fachada sobria y conservadora en público y, en privado, una sexualidad promiscua y alocada donde la mujer era infravalorada y casi responsable de todos los males de la sociedad. Por eso habría que esperar a 1918 para que la policía londinense contratara a la primera agente y a 1973 para contratar a la primera detective. Es verdad que en 1833 empezaron a participar en el cuerpo policial, pero sólo hacían tareas poco cualificadas, como registrar a las prisioneras. Más adelante ampliaron sus funciones a celadora de prisiones, asesora legal y tareas relacionadas con la violencia conyugal, pero los homicidios y los robos eran materia de hombres.
Esas mujeres detective comenzaban a protagonizar la novela de género con más éxito del siglo XIX. Eran personajes que rompieron los roles establecidos y tiraron por tierra los principios de aquella sociedad. Sus actuaciones se convirtieron en un emblema literario, en una herramienta de empoderamiento para la nueva mujer que estaba despertando y quería moverse libremente por las calles y convertirse en dueña de su futuro.
¿Cuál fue el motivo del gran éxito del género policiaco?
Hay que retrotraerse a los inicios de la novela detectivesca. Podemos afirmar que el género como tal nació con el investigador Auguste Dupin, protagonista de Los crímenes de la calle Morgue (1841) escrito por Edgar Allan Poe, y que la posterior aparición del escritor Arthur Conan Doyle con su detective Sherlock Holmes unos años más tarde, en 1887, supuso el empujón definitivo para este tipo de novela.
La presentación en el Londres de 1891 de la Strand Magazine tuvo gran importancia porque esta revista —editada semanalmente y que llegó a tener una tirada de 300.00 ejemplares— publicaba relatos cortos detectivescos. Alcanzaron tanto éxito entre los lectores que se puso de moda la escritura de este tipo de historias. Muchos hombres y mujeres se dieron cuenta de que era una forma cómoda de ver la propia obra publicada rápidamente y además con el acicate de que ganaban un dinero extra.
Sea cual sea la causa del gran éxito de este género, lo que sí parece que tiene sentido es lo que afirma Elena Ramírez, que la novela policiaca gusta porque ordena la realidad: las cosas suceden, comienzan y terminan, tienen lógica, hay una resolución, y en la mayoría de los casos el malo halla su merecido. En aquella sociedad tan falsa y cambiante, el lector —y más la mujer lectora— se sentía sobrepasado por la realidad y echaba en falta unas reglas de vida claras, las reglas de juego que tiene este tipo de literatura.
Las primeras detectives
Se habla de Wilkie Collins como creador, en 1856, de la primera detective de la literatura, aunque no era una investigadora profesional ni la trama era precisamente detectivesca. Por eso nombraremos a la señora Paschal como primera detective profesional. Corría el año 1864 cuando William Stephens Hayward la creó; cuarenta años y viuda, estaba pasando por un momento económico muy malo, por lo que decidió aprovechar su talento para la observación y deducción resolviendo casos de robos y estafas en el Londres de aquella época. Era una mujer que no se achantaba ante la autoridad del hombre.
Luego llega Loveday Brooke, en 1893; gran acontecimiento por ser creada por una escritora, Catherine Louisa Pirkis. Esta la perfiló como a una joven investigadora profesional con mucho sentido común y sin ningún miedo.
Sarah Fairbanks, la siguiente, nace de la pluma de Mary E. Wilkins en 1895. En aquel entonces ejercía de maestra de escuela, pero contaba con todos los recursos para ser una investigadora y de hecho decide resolver el asesinato de su padre.
Después tenemos a Amelia Butterworth y Violet Strange, dos divertidas y fascinantes detectives creadas por Anna Katherine Green, conocida como la Mother of Mistery gracias a que en 1878 publicó El caso Leavensworth, un éxito de ventas que llevaría a la fama a su protagonista, el policía Ebenezer Gryce.
Posteriormente, entre 1910 y 1911, vendrían la detective Mollie Delamere gracias a la escritora Beatrice Heron–Maxwell; Lady Molly creada por Emmuska Orcy; la investigadora Judith Lee inventada por Richard Marsh y, por último, Ellen Bunting creación de Marie Belloc.
En pleno auge de esta novela detectivesca es cuando aparece Miss Marple, en 1930, de la pluma de Agata Christie. A partir de este momento la novela no deja de evolucionar. Así, Elaine Showalter en su libro A Literature of Their Own habla de tres fases de este género novelesco:

  • Una femenina, con Miss Marple de Agatha Christie y Kate Fansler de la escritora Amanda Cross. Son mujeres entrometidas, ingenuas, que no necesariamente tienen que salir de casa para buscar pruebas por lo que desentrañan el misterio por deducción lógica.

  • Más tarde las detectives ya son verdaderas trabajadoras en favor del cumplimiento de la ley y entraríamos en la fase feminista: P.D. James con su detective Cordelia Gray o Sue Grafton con Kinsey Millhone. Sin cargas familiares, con pistola, aunque no la usen mucho, y viviendo en una pequeña habitación saben argumentar bien, como lo demuestra el personaje de Cordelia cuando se pone en tela de juicio su capacidad para ejercer una profesión tan peligrosa: “…este es un trabajo totalmente apropiado para una mujer, ya que requiere de una curiosidad infinita, gran capacidad de sufrimiento y una tendencia natural a meterse en la vida de los demás”.

  • Y, por último, la fase female, protagonizada por una serie de mujeres de cierta relevancia social y que luchan por mejorar la situación de su entorno y no se ponen fronteras. Dejaremos dos ejemplos: Frances Fyfield con su detective Helen West y Stella Duffy con Saz Martin.

Las detectives de la literatura española
No podíamos terminar sin hacer un breve recuento de las protagonistas femeninas de la novela policiaca en España. Se suele poner como iniciador del género a Pedro Antonio de Alarcón con El clavo, una nouvelle publicada en 1853, inspirada en un caso real que apareció en los periódicos de la época. Más tarde, en los años setenta, llegaría el boom de la novela negra, con Manuel Vázquez Montalbán y su detective Pepe Carvalho. Pero habría que esperar a 1985 para encontrarnos con una detective protagonista, Lonia Guiu, creada por María Antonia Oliver.
La consolidación del género llegaría en 1996 de la mano de Alicia Giménez Bartlett con la inspectora de policía Petra Delicado, un personaje complejo y lleno de contrastes, como su nombre.
En 2011 nace la primera detective no humana de la literatura española. Rosa Montero es su creadora y Bruna Husky, el nombre de la investigadora tecno humana producto de los avances en bioingeniería.
En el panorama literario de 2013 aparece una inspectora de homicidios de la Policía Foral de Navarra, Amaia Salazar, creada por Dolores Redondo, y en este mismo año conocimos a Annika Kaunda, joven policía de origen subsahariano ideada por la sevillana Susana Martín Gijón.
Por último, y aunque faltan muchas, vamos a nombrar a dos más por lo que tienen de renovadoras del perfil de investigador: las juezas Mariana de Marco, juez de Primera Instancia e Instrucción en Cantabria, de José María Guelbenzu y Lola Machor, de Reyes Calderón, que ejerce en Pamplona.
A modo de conclusión
La aparición de la mujer detective en la literatura es un paso importante y así ha sido considerado en el desarrollo de la “novela psicológica criminal”. La mujer de la época en que surge este personaje literario tenía que conformarse con la observación discreta de la vida. Debía ver sin ser vista y guardarse los hallazgos para ella misma sin hacerlos públicos. Desde el escondite que le proporcionaban sus cuatro paredes —o sus visillos, que diría Carmen Martín Gaite—, leía entre líneas e interpretaba gestos y miradas a la vez que sacaba conclusiones. En definitiva, ¿no es este el germen de la investigación?
Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz

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