La proyección de toda una vida
sobre un silencio que se levanta y se rebela contra las palabras llega a ser
tan ensordecedor que estremece. Esos silencios que derrumban vidas enteras y,
que a partir de ese momento, engendran otras, diluyen la realidad hasta
convertirla en una sustancia acuosa a la que no podemos dar una forma. ¿Qué
forma tienen el amor, el odio, el resentimiento, las creencias religiosas o el
sexo más allá de las materias con las que están hechas? El universo interior de
cada uno es el que, por un lado, nos protege de esa forma indefinida que es la
realidad y, por otro, el que nos proporciona los instrumentos suficientes para que
no se apodere de todo: presente y pasado, verdad y recuerdos, realidad y
sueños. En este sentido, Miguel Delibes siempre ancla a sus
personajes en un lugar determinado, a partir del cual, les invita a viajar y a
cambiar; un método que conlleva una transformación interior que nunca se sabe
cómo va a acabar más allá de saber que es una ruta de expiación. De expiación
de la culpa, del desamor y de los miedos que nos atenazan en el día a día. Esa
poderosa proyección de sus personajes marcaron una época en su momento y, sin
duda, lo siguen haciendo, por lo universales que nos resultan, lo impactantes
que nos parecen y lo débiles que se nos confiesan. Cinco horas con Mario
es todo eso y mucho más, porque el retrato sociológico de una época (los años
sesenta en una ciudad de provincias española) traspasa los límites del tiempo
para hacerse firme en el transcurso de los días, los meses y los años, hasta
convertirse en un alegato de los sentimientos más profundos del ser humano que,
en este caso, se modulan a lo largo y a través de la muerte, la ausencia y el
silencio que deviene en un monólogo de dichas y desdichas, faltas y ausencias,
hastío y rebeldía. Un monólogo al que la gran, Lola Herrera, dota
de un tempo perfecto; un tempo rodeado de pausas, gestos, silencios, reproches,
y confesiones que nos dejan perplejos en la tragedia y sonrientes en la
comicidad de buena parte de la obra, pues esa es otra de la virtudes de este
montaje inmortal: su comicidad. Una comicidad que Lola Herrera
perfila de una forma armoniosa y natural, como las múltiples sutilezas que le
lanza a un marido muerto que representa el esqueleto del fracaso y la verdad.
Cinco horas con Mario
es la desmembración de una vida y del cuerpo que la ha representado. En ese
ejercicio de despiece verbal y casi místico, fracaso y verdad se dan la mano en
pos de llegar a encontrar un camino en el que situar de nuevo a una vida que ya
no será tal salvo a través de otros. Y Carmen Sotillo a lo largo de
noventa minutos nos prepara dicho camino. Un camino que no es otro que el suyo
propio. Un camino que la ayude a salir de su propio atolladero. Un camino que
la libere para siempre del mundo y su pasado…, de sí misma. Una Carmen
Sotillo que deviene sobre las tablas del escenario en un huracán
interpretativo que nos arrasa todos los sentidos de la mano de una Lola
Herrera en estado de gracia, apaciguada por la senectud del tiempo y
vigorosa en los esplendores de un corazón muy vivo. Su personaje quedará ahí
para siempre y, siempre, formará parte de la historia viva de nuestro teatro,
porque ella lo inmortalizó. Por encima del texto y, también a su lado, siempre
estará Lola Herrera, sempiterna voz narrativa de toda una época,
singular actriz atribulada en la excelencia interpretativa, mujer de los pies a
la cabeza. No cabe duda que su papel de Carmen Sotillo la sitúa en lo
más alto del teatro español, porque lo libera de todos los claroscuros que lo
acechan y lo sitúa en un altar cercano al Olimpo. Un Olimpo desde el que
visionar el esqueleto del fracaso y la verdad que esta obra representan.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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