El pánico y su vertiginosa
capacidad de cambio nos convierte en seres huidizos, distantes e inertes. Como
inerte es el cuerpo que yace en la profundidad del pánico. Uno de los riesgos
de la negación propia es la de verse reflejado en un espejo y no ver aquello
que los demás adivinan de nosotros, ni lo que nosotros mismos somos capaces de
ver a la hora diferenciarnos del resto. Ese anonimato no reclamado va marcando
nuestros días de una forma feroz. Y lo hace en forma de garras de una alimaña
que poco a poco nos va destruyendo sin la posibilidad de huir de ellas. Joanna
Walsh y, su elusiva actitud de enfrentarse a la realidad a través de
esta relación de cuentos o de novela río con múltiples escondites, nos demuestra
lo sutil que puede llegar a resultar el fracaso, o vivir esa vida que nunca
habíamos imaginado. Lo deseado y lo real, de nuevo, se comportan como una
imperfecta balanza de los sueños. La distancia que la protagonista va tomando
ante cada acontecimiento de su vida retoma la posibilidad de dejar de lado
aquello que no nos satisface. Un despojo existencial que se compone de una
lista de preferencias que, a buen seguro, alguna de ellas no son lo
suficientemente necesarias como para perder el tiempo en conseguirlas. La
sociedad actual es una experta en prepararnos para perder en tiempo con
banalidades que, por sí solas, no merecen ni un minuto de nuestro tiempo, sin
embargo…, la omnipresente vanidad que nos ahoga cada día más, se superpone como
el aceite lo hace sobre el agua, alejándonos de lo que en verdad es importante
y necesario. Así, Joanna Walsh y las diferentes mujeres
protagonistas de sus cortas historias juegan a ese pasatiempo que es ir
desprendiéndose de una prenda de ropa cada vez que algo va mal o no sale como
ellas quieren. En esa rebuscada desnudez es donde estas anónimas heroínas de lo
cotidiano se sentirán definitivamente libres. Una libertad que no desdeña de
los recuerdos, pero sí trata de ponerlos en su sitio. Desechando del podio de los
ganadores a aquellas experiencias insípidas, y que sólo se sustentan por la
imagen que los demás tienen de uno mismo. Madres, esposas, hijas o amantes van
surgiendo en un caótico devenir de viajes y ciudades extrañas. Compras
innecesarias. Maridos prescindibles. E hijos que ejercen de eco de anhelos
pasados, que no presentes. El relato que cierra esta difuminada recopilación de
cuentos es una clara demostración de ello. Su título, Ahogo, es tan
expresivo como la necesidad de huida de su protagonista. Una huida fuera de su
vida, de su marido, de sus hijos, de sí misma. Una huida bajo las olas del mar
que emulan a la protagonista de la novela El despertar de Kate
Chopin, lo que nos demuestra la capacidad del ser humano para seguir
persiguiendo los mismos sueños a lo largo de los siglos.
Vértigo, es la
capacidad para desarrollar dentro de nuestra mente la incesante fuerza que nos
lleva al otro lado de ese edén que nos habíamos marcado, y que viene envuelta
en trajes de Dior, el mundo de la moda, villas veraniegas frente al mar,
diálogos interiores que se cuelan dentro de la propia narración y mesas de
cafés con vistas hacia Notre Dame. La ciudad y sus soledades salen retratadas
como esas colmenas de silencios y soledades que pueblan el mundo actual. Un
mundo donde ya nada es lo que parece. En ese vértigo que cada uno de nosotros
expresamos ante la soledad, es donde Walsh escarba a la hora de
retratarnos a sus protagonistas. Unas mujeres que tiran de sus silencios para
posicionarse en una realidad no siempre amable ni creativa.
Joanna Walsh emplea
un estilo fragmentario en cuanto a su concepción formal de la narración y de la
estructura de sus relatos a la hora de presentarnos a sus anónimas heroínas
que, entre escondite y escondite, nos muestran la fragilidad de las relaciones
humanas y la complejidad de las mismas. Relaciones que necesitan para
sobrevivir algo más que el eco del pasado. Relaciones humanas que son la
expresión de aquello que tantas veces hemos imaginado y nunca hemos llevado a
la práctica. Fisuras de realidad que bien podrían taparse mediante las
palabras, las caricias o una simple mirada de complicidad. La fatalidad de todo
ello es que el vértigo y sus condiciones no nos dejan ponerlo en práctica. Y,
en vez de saltarnos ese guion preestablecido, nos limitamos a observa la
profundidad del pánico.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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